[MARCA: -0.16.05]

El primer objeto se dirige contra el suelo. Es un trozo de escombro espacial. Oll Persson no sabe qué es exactamente, y apenas le importa. Un trozo de nave. Un resto de una estación orbital.

Tiene el tamaño de un habitáculo. Baja cruzando el cielo en llamas en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Brilla al rojo blanco, igual que un meteorito. Se estrella contra el suelo igual que un misil.

Impacta contra las tierras bajas llenas de matojos que se encuentran al otro lado del estuario. La onda expansiva provocada por el impacto los lanza a todos al suelo. La yerbanegra del campo que los rodea queda arrancada como paja seca. El calor y el tremendo viento hacen rodar a Oll y a los cosechadores. Luego llega el polvo y la tormenta de partículas de pequeño tamaño. Por último, la lluvia. La lluvia está caliente hasta el punto de quemar. Es el agua del río convertida en vapor por el impacto que se condensa de repente.

Un segundo después de la lluvia, otros pocos millones de litros de agua de río los golpean. El impacto ha sacado al río de su lecho y ha provocado una ola de dos metros de alto que cruza las tierras de Oll Persson.

—¡Arriba! —les grita a sus trabajadores—. ¡Levantaos y echad a correr!

La ola se lo traga y lo envuelve por completo.

Se golpea contra un poste, se agarra a la madera tosiendo y medio ahogado, medio arrastrado hacia un lado por la tremenda ola, y luego hacia otro cuando el agua retrocede con una fuerza absorbente.

Hay más objetos que se estrellan. Otros dos grandes trozos de escombros impactan como misiles contra el otro lado del río. Unas enormes columnas de fuego se elevan hacia el cielo. Por todas partes caen también trozos de menor tamaño, como bombas, como proyectiles lanzados por las piezas de artillería ligera de campo. Abren agujeros en el suelo con un sonido parecido al estallido de las granadas, explosiones de barro y agua y vegetación destrozada. Zumbido y silbido, retumbar, estremecimiento de suelo, chorros de barro. Tiene la sensación de encontrarse de nuevo en Chrysophar, en aquella última campaña infernal. También siente como vuelven los viejos miedos, y le reza a su dios. Tiene los pulmones llenos de agua. Está cubierto de barro, de barro negro, de esa fértil tierra negra aluvial.

El retumbar se asemeja al de los cañones de las montañas Krasentine. Una explosión que resuena como hojas de papel que chasqueasen al viento. El estremecimiento en el interior del tórax cuando la onda expansiva te alcanza y hace que te retiemble el diafragma.

«Dios, querido Dios, déjame vivir, déjame vivir, soy tu servidor…»

No son obuses. No son obuses disparados por las piezas de artillería de campo protegidas en reductos de sacos terreros. No son obuses. No se nota el hedor a fyceleno. Pero es igual de malo.

Vuelve a lloverles encima, pero esta vez lo que llueve son restos ardientes. Es una granizada mortífera. Cada impacto es igual que una bomba.

—¡Poneos a cubierto! —les grita Oll.

«Qué estupidez. Qué estupidez. ¿Dónde vamos a ponernos a cubierto ante algo así? El cielo se desploma sobre nuestras cabezas».

Algunos de los trabajadores ya están muertos.

Ve a un hombre que se agarra el muñón chorreante de sangre de un brazo mientras se retuerce en el lodo negro y no deja de chillar. Ve pedazos de una mujer que le gustaba bastante y que sobresalen del borde de un cráter humeante. Ve a un chico muerto, aplastado, y a otro que se arrastra por el suelo con las piernas amputadas.

Igual que en Krasentine, exactamente igual que en Krasentine. Las montañas. Vino a Calth para dejar atrás aquella vida, pero esa vida lo ha encontrado de nuevo.

Algo que brilla como una estrella fugaz se estrella contra una de las plantas de fusión de Neride y el suelo salta literalmente a sus pies.

Esta vez la ola tiene cuatro metros de alto y parece una pared de rococemento.