[MARCA: -0.40.20]
—Recibido —contesta Sorot Tchure.
Vuelve sobre sus pasos para reunirse de nuevo con los demás. Sus guerreros están charlando con los guerreros de la compañía de Luciel en las cubiertas que tienen asignadas a bordo del Samotracia. Ya se ha acabado la cena formal de bienvenida que Luciel había organizado. Ninguno necesitaba comer, sobre todo, nada de los manjares que Luciel puso en la mesa, pero se trata de un gesto simbólico. Cenar como aliados, como reyes guerreros. Para crear un vínculo antes de la campaña que se va a iniciar.
—¿Algún problema? —le pregunta Luciel.
Tchure hace un gesto negativo con la cabeza.
—Un asunto sobre las plataformas de carga.
Tchure mira a Luciel.
—¿Por qué habéis cambiado las insignias y el color de la armadura? —inquiere Luciel.
—Nos estamos rehaciendo —le explica Tchure—. Se trata de un nuevo esquema de color para celebrar nuestro nuevo comienzo. Quizá se deba al carácter de nuestro amado primarca, que el cosmos lo bendiga. Honorius, nunca nos hemos encontrado realmente a nosotros mismos. No como vosotros. Hemos tenido que esforzarnos para darnos cuenta de cuál es nuestra función. No creo que seas consciente de lo afortunados que sois. La claridad de vuestro propósito y de vuestra función como Ultramarines. Tuvisteis desde el principio una reputación que jamás fue cuestionada, y un propósito que jamás tuvo que ser aclarado.
Tchure se queda callado unos momentos.
—He despreciado a Lorgar durante muchos años —dice en voz baja.
—¿Qué?
—Ya me has oído.
—Sorot, no debes…
—Honorius, mira a tu primarca. Tan único en su aspecto. Tan noble. Os envidiaba a vosotros, envidiaba a los Puños Imperiales, a los Lobos Lunares, a los Manos de Hierro. Y no era el único. Honorius, nos enfrenamos a una mente volátil. Luchamos bajo la carga de un comandante brillante pero falible. Amigo mío, ya no portamos la palabra. Portamos a Lorgar.
—Algunos encuentran su lugar con rapidez —declara Luciel con firmeza—. He pensado sobre ello. Algunos encuentran su lugar con rapidez. Otros necesitan más tiempo para evolucionar, para descubrir cuál es su propósito. Tu primarca, el gran Lorgar, es un hijo del Emperador. Seguro que tiene su misión. Quizá acabe descubriendo que es una misión más importante que la que recae en manos de Guilliman, o de Dorn. Sí, fuimos afortunados de tener claridad. Lo sé. Lo mismo le ocurre a los Puños, a los Ángeles. Por Terra, también le pasa a los Lobos de Fenris y a los Devoradores de Mundos, Sorot. Quizá la falta de claridad bajo la que os habéis esforzado hasta ahora se deba a que todavía no sabemos cuál es la misión de Lorgar.
Tchure sonríe.
—No me puedo creer que lo estés defendiendo.
—¿Por qué no puedes hacerlo tú?
Tchure se encoge de hombros.
—Honorius, creo que por fin hemos encontrado cuál es nuestro propósito. De ahí nuestra nueva determinación. Nuestro cambio de insignias y de color de armadura. Me pidieron que me uniera a la avanzadilla.
Luciel frunce el entrecejo en una expresión de desconcierto.
—Ya me lo dijiste.
—Hay cosas que tengo que demostrar.
—¿Por qué?
—Tengo que demostrar mi entrega a ese nuevo propósito.
—¿Y cómo tienes que demostrarlo? —le pregunta Luciel.
Tchure no le contesta. Luciel se da cuenta del modo en que los dedos del portador de la palabra repiquetean contra la superficie de la mesa. ¿Qué clase de agitación es ésa? ¿Nervios?
—He aprendido algo —dice Tchure de repente, cambiando de tema—. Una pequeña lección en el arte de la guerra que pensé que quizá te gustaría.
Luciel levanta la copa y toma un sorbo.
—Venga, cuéntamela —lo invita con una sonrisa.
Tchure juguetea con su propia copa, un cáliz dorado de lados rectos.
—Fue en Isstvan, durante los combates que se libraron allí.
—¿En Isstvan? ¿Ha habido combates en el sistema Isstvan?
Tchure asiente.
—No nos han informado todavía. ¿Fue una guerra de sometimiento?
—Se han producido hace muy poco —le explica Tchure—. Los informes completos de la campaña todavía los está ratificando el señor de la guerra. Luego los compartirá con todos.
Luciel alza las cejas.
—A Guilliman no le gustará nada que no lo tengan informado, por poco tiempo que sea. ¿Así es como pretende el señor de la guerra dirigir la Gran Cruzada a partir de ahora? Guilliman insiste mucho en compartir todos los datos militares. Y resulta que Isstvan estaba sometido…
Tchure levanta una mano para interrumpirlo.
—Es muy reciente. Todavía está ocurriendo. Tu primarca se enterará de todo a su debido tiempo. La cuestión es que la lucha fue feroz. El Imperio se enfrentó a un enemigo que había descubierto el poder mortífero de la traición.
—¿La traición?
—Verás, no como estrategia. No como una táctica para sorprender y debilitar. Me refiero a la traición como una propiedad intrínseca. Como un poder.
—No tengo muy claro a qué te refieres —le dice Luciel con una sonrisa, un tanto desconcertado—. Da la impresión de que hablaras de… magia.
—Casi. El enemigo creía que había un poder en la traición. Ganarse la confianza de tu adversario, ocultar tus intenciones, y luego atacar… Bueno, creían que eso les concedía un cierto poder.
—No veo el modo.
—¿No lo ves? —dice Tchure—. Ellos creían que la potencia de ese poder dependía del nivel de la traición. Si un aliado se vuelve contra otro aliado de repente, eso es un nivel. Pero si un amigo de confianza atacaba a su amigo… Ésa era la clase más pura de poder, debido a la profundidad e intensidad de la propia traición. Debido a la necesidad de romper e incumplir tantos códigos morales. Confianza. Amistad. Lealtad. Fe. Sinceridad. Un acto semejante era poderoso porque estaba más allá de cualquier cosa creíble. Lograría una potencia similar al sacrificio de sangre más poderoso.
Luciel se recuesta contra el respaldo de la silla.
—Es interesante, sin duda —comenta al cabo de un momento—. Que crean algo así. Culturalmente es una indicación de la fuerza que tienen para ellos sus códigos de honor. Si creían que eso les otorgaba poder, tiene aspecto de tratarse de un acto de superstición. Por supuesto, posee poco mérito estratégico en términos de arte de la guerra o de técnica de lucha. Bueno, supongo que excepto a nivel psicológico.
—A ellos desde luego les funcionó.
—Hasta que los aplastasteis, por supuesto.
Sorot Tchure no le contesta.
—¿Qué ocurre? —inquiere Luciel.
—Es igual que un sacrificio —le contesta Tchure—. Identificas y cometes la mayor traición posible, y eso se asemeja a un sacrificio para ungir y comenzar una inmensa ceremonia de victoria y destrucción.
—Sigo sin entenderlo. Eso no tiene ninguna metodología táctica.
—¿De verdad que no? ¿De verdad que no, Honorius? ¿Y si la tiene? ¿Qué ocurre si existe otro tipo completamente distinto de guerra, una que se extendiera más allá de las técnicas prácticas, una que desafiara y eclipsara todas las leyes marciales codificadas por los Ultramarines y reconocidas por el Imperio? ¿Una guerra ritual? ¿Una especie de guerra demoníaca?
—Lo expresas como si te lo creyeras —comenta Luciel entre risas.
—Piensa bien en lo que te estoy diciendo —insiste Tchure en voz baja. Mira a su alrededor, al interior de la estancia, donde sus guerreros hablan y beben con los de Luciel—. Piensa en esto… Si los Portadores de la Palabra atacasen a los Ultramarines, ¿no sería la peor traición? No que Lorgar atacara a Guilliman, ya que se disgustan mutuamente. Aquí, en esta cámara, entre dos guerreros que han logrado hacerse amigos.
—Eso sería el engaño más atroz posible —acepta Luciel—. Admito que tendría algo de poder. Como estrategia de choque para la legión. Somos inmunes al miedo, pero el horror y la sorpresa quizá nos afectarían durante un breve periodo de tiempo ante la naturaleza inimaginable de un acto semejante.
Tchure asiente.
—Y sería la pieza central —añade—. La chispa sacrificial que encendería la guerra ritual.
Ahora es Luciel quien asiente con gesto grave.
—Supongo que tienes razón. Sería aconsejable comprender, y tener en cuenta, a un enemigo que tuviera semejante convicción en el poder de la traición.
Tchure sonríe.
—Ojalá lo entendieras —le dice.