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Estamos en Colchis, en el final más amargo del planeta. La marca de Calth sigue en marcha después de todos estos años. Es básicamente una medición inútil, simplemente simbólica, pero a veces los símbolos son lo único que te queda. Un ritual. Al menos, la escoria de Colchis debería comprender algo así.
El mundo arde, devastado. Mundo por mundo. Hay poca venganza que obtener, poco castigo que se pueda disfrutar. Pero debe hacerse, para que la cuenta se detenga, y esto es un gran paso hacia la consecución del proceso.
Ventanus, capitán veterano, maltratado por la fortuna y el servicio, está de pie sobre un peñasco rocoso, desde donde contempla el paisaje cubierto por la oscuridad. Las tormentas de fuego se reflejan en su placa pectoral y en su visor. Las llamas anaranjadas bailan sobre el color azul cobalto y el dorado. Ha pasado mucho tiempo desde que todo comenzó. La galaxia cambió, y ha vuelto a cambiar. La revolución que lo conmocionó en Calth le parece insignificante después de todo lo que ha presenciado desde entonces. El final. La caída. El comienzo. La pérdida.
No ha conocido el miedo, pero ha conocido el dolor. La ruptura del orden de las cosas. Ha visto a su especie descubrir que el peor enemigo de todos son los suyos.
Los años que pasó librando la Guerra Subterránea le parecen muy lejanos. Se desvanecen en su memoria, casi olvidados, como el imperio que los siguió y la herejía que acabó con todos.
Sus subordinados lo esperan. Los sargentos con sus cascos rojos, los capitanes novatos con las crestas y las espadas. Ventanus todavía recuerda cuando un casco rojo significaba…
Los tiempos cambian. Las cosas cambian. Las costumbres cambian. Lo están esperando, impacientes por continuar, preguntándose en qué estará pensando su capitán, preguntándose por qué tarda tanto.
La barcaza de combate Octavius, que flota en órbita baja, tiene preparados los torpedos ciclónicos.
Ventanus se vuelve. Piensa en los hermanos perdidos, y mira a los hermanos que lo acompañan. Extiende una mano cubierta por un guantelete.
El sargento portaestandarte le entrega la bandera. Es un estandarte viejo y gastado, con mellas en un asta que está ligeramente doblada en un par de puntos. Seguro que el sargento piensa alguna vez que se podría limpiar el maldito trasto y luego arreglarlo.
Ventanus lo toma en la mano y honra todas y cada una de las marcas y manchas que ostenta.
Lo clava en la roca ardiente de Colchis. La luz parpadeante destella en la cresta dorada del estandarte.
—¡Marchamos por Macragge! —grita el sargento.
—No, hoy no. Hoy marchamos por Calth —lo corrige Ventanus.