6

La Fortaleza de Cronos sobresalía en la linde oriental de la gran Cordillera de la Brida: una lúgubre y barroca pila de piedras húmedas con trescientas habitaciones y salas; un laberinto de pasillos sin luz que conducían a salones profundos, torres, torrecillas; balcones que daban a los brezales del norte, conductos de medio kilómetro de altura que según los rumores llegaban hasta el laberinto de ese mundo, parapetos azotados por los helados vientos de la montaña, escaleras internas y externas talladas en la piedra que no llevaban a ninguna parte, vidrieras de cien metros de altura que recibían los primeros rayos del sol del solsticio o de la luna en pleno invierno, ventanucos de tamaño de un puño que no se abrían a nada en particular, un sinfín de bajorrelieves, esculturas grotescas en nichos semiocultos y más de mil gárgolas que acechaban desde aleros y parapetos, cruceros y sepulcros, atisbaban los grandes salones a través de vigas de madera y espiaban por las ventanas sangrientas de la cara nordeste… sombras aladas y encorvadas que se movían como las horas de un tétrico reloj solar, arrojadas por el sol durante el día y por antorchas de gas durante la noche.

Además, había por doquier indicios de la larga ocupación de la Fortaleza por la Iglesia del Alcaudón: altares drapeados de terciopelo rojo, esculturas colgantes y con pedestal que representaban al Avatar con hojas de acero policromo y ojos como gemas sangrientas, estatuas del Alcaudón talladas en las piedras de estrechas escaleras y oscuros salones; de tal modo que en ninguna parte el visitante estaba libre del temor de que emergieran manos de la roca, de que la afilada curva de acero descendiera de la piedra y cuatro brazos lo estrecharan en un abrazo final. Como un último toque de ornamentación, una filigrana de sangre en muchas de las desiertas habitaciones, arabescos rojos desperdigados en diseños casi reconocibles en paredes y túneles, sábanas embadurnadas de una sustancia color rojo óxido, un comedor central que apestaba a comida podrida y abandonada semanas atrás, el suelo y la mesa, las sillas y la pared adornadas con sangre, ropas manchadas y túnicas harapientas amontonadas. Y por doquier el zumbido de las moscas.

—Alegre lugar, ¿eh? —comentó Martin Silenus con una voz que retumbó en las paredes.

El padre Hoyt se internó en el salón. La luz de la tarde atravesaba la claraboya oeste en polvorientas columnas de cuarenta metros de altura.

—Es increíble —susurró—. San Pedro de Nuevo Vaticano no se parece en nada a esto.

Martin Silenus rió. La luz densa le perfilaba los pómulos y cejas de sátiro.

—Esto se construyó para una deidad viva —señaló.

Fedmahn Kassad dejó su bolso en el suelo y carraspeó.

—Sin duda este sitio es anterior a la Iglesia del Alcaudón.

—Lo es —confirmó el cónsul—. Pero la Iglesia lo ha ocupado durante los dos últimos siglos.

—Ahora no parece muy ocupado —observó Brawne Lamia, quien empuñaba la automática del padre en la mano izquierda.

Todos habían hablado en voz alta durante los primeros instantes de permanencia en la Fortaleza, pero los ecos moribundos, los silencios y el zumbido de las moscas en el comedor los habían hecho callar.

—Los androides y los clones de Triste Rey Billy construyeron este puñetero edificio —explicó el poeta—. Ocho años locales de trabajo antes de la llegada de las gironaves. Se suponía que debía convertirse en el mayor complejo turístico de la Red, el punto de partida hacia las Tumbas de Tiempo y la Ciudad de los Poetas. Pero sospecho que incluso los pobres e imbéciles peones androides conocían la versión local de la historia del Alcaudón.

Sol Weintraub se situó cerca de una ventana del este y alzó a su hija para que la luz tenue le bañara la mejilla y el puñito apretado.

—Eso importa poco ahora —replicó—. Encontremos un rincón limpio donde dormir y cenar.

—¿Iremos esta noche? —preguntó Brawne Lamia.

—¿A las Tumbas? —exclamó Silenus, demostrando verdadera sorpresa por primera vez durante el viaje—. ¿Se enfrentaría al Alcaudón en la oscuridad?

Lamia se encogió de hombros.

—¿Qué más da?

El cónsul estaba cerca de una cristalera que conducía a un balcón de piedra y cerró los ojos. Aún sentía en el cuerpo el vaivén del funicular. La noche y el día de viaje sobre la cordillera se le habían confundido en la mente, sumida en la fatiga de casi tres días sin dormir y una tensión creciente. Abrió los ojos para no adormilarse de pie.

—Estamos fatigados —decidió—. Esta noche nos quedaremos aquí y bajaremos por la mañana.

El padre Hoyt había salido al reducido balcón. Se apoyó en una baranda de piedra irregular.

—¿Se ven las Tumbas desde aquí?

—No —contestó Silenus—. Quedan más allá de esas colinas. ¿Ve usted esas cosas blancas al norte y al oeste…, las que brillan como dientes rotos en la arena?

—Sí.

—Es la Ciudad de los Poetas. La sede original de Keats y de todo lo brillante y hermoso en los planes del rey Billy. Los lugareños aseguran que ahora está poblada de fantasmas decapitados.

—¿Es usted uno de ellos? —preguntó Lamia.

Martin Silenus iba a responderle, miró un instante la pistola que ella empuñaba, meneó la cabeza y desvió la mirada.

Resonaron pasos en una curva invisible de la escalera; el coronel Kassad regresaba a la sala.

—Hay dos pequeñas despensas encima del comedor. Tienen un balcón exterior, pero el único acceso es la escalera. Fácil de defender. Las habitaciones están… limpias.

Silenus rió.

—¿Qué significa eso? ¿Qué nada puede atacarnos o que no tendremos salida cuando algo nos ataque?

—¿Adónde podríamos ir? —intervino Sol Weintraub.

—¿Adónde, en efecto? —asintió el cónsul. Estaba agotado. Alzó sus bártulos y cogió un asa del pesado cubo de Moebius, esperando a que el padre Hoyt cogiera el otro—. Hagamos lo que aconseja Kassad. Encontremos un lugar donde pasar la noche. O al menos salgamos de esta sala; apesta a muerte.

Cenaron el resto de sus raciones secas, bebieron vino de la última botella de Silenus y un poco de torta rancia que Sol Weintraub había traído para celebrar la última noche que pasarían juntos. Rachel era demasiado pequeña para comer torta, pero se tomó la leche y se durmió de bruces en una estera, cerca del padre.

Lenar Hoyt sacó una pequeña balalaika de la mochila y tocó unos acordes.

—No sabía que usted tocaba —observó Brawne Lamia.

—Toco, pero mal.

El cónsul se restregó los ojos.

—Ojalá tuviéramos un piano.

—Usted tiene uno —apuntó Martin Silenus.

El cónsul miró al poeta.

—Tráigalo —propuso Silenus—. Me apetecería un whisky.

—¿De qué habla? —rezongó el padre Hoyt—. Explíquese.

—La nave —dijo Silenus—. Recordarán ustedes que nuestra querida y desaparecida Voz del Bosque, Masteen, comentó a nuestro amigo el cónsul que su arma secreta era esa bonita nave de la Hegemonía que se encuentra en el puerto espacial de Keats. Llámela, amigo cónsul. Tráigala aquí.

Kassad se alejó de la escalera, donde había instalado rayos-trampa.

—La esfera de datos de este planeta está muerta. Los satélites de comunicaciones no funcionan. Las naves FUERZA se comunican con haz cerrado. ¿Cómo demonios va a llamarla?

—Un transmisor ultralínea —sugirió Brawne Lamia.

El cónsul la miró.

—Los transmisores ultralínea tienen el tamaño de un edificio —alegó Kassad.

Brawne Lamia se encogió de hombros.

—Lo que dijo Masteen tenía sentido. Si yo fuera el cónsul, si yo fuera uno de los pocos miles de individuos de toda la Red que posee una nave personal, me aseguraría de poder pilotarla a control remoto si la necesitara. Este planeta es demasiado primitivo para depender de su red de comunicaciones, la ionosfera es demasido débil para las ondas cortas, los satélites de comunicaciones se convierten en el primer blanco en una escaramuza… Yo la llamaría por ultralínea.

—¿Y el tamaño? —objetó el cónsul.

Brawne Lamia sostuvo su mirada.

—La Hegemonía aún no puede construir transmisores ultralínea portálites. Hay rumores de que los éxters sí pueden.

El cónsul sonrió. En alguna parte se oyó un arañazo y un ruido metálico.

—Quédense aquí —ordenó Kassad. Desenfundó la vara de muerte, canceló los rayos-trampa con su comlog táctico y se perdió de vista.

—Supongo que ahora estamos bajo ley marcial —observó Silenus cuando se marchó el coronel—. Marte en ascenso.

—Cállese —espetó Lamia.

—¿Creen ustedes que fue el Alcaudón? —preguntó Hoyt.

El cónsul gesticuló.

—El Alcaudón no tiene por qué hacer ruido abajo. Simplemente puede aparecer… aquí.

Hoyt meneó la cabeza.

—Preguntaba si habrá sido el Alcaudón la causa de esta desolación. Hay indicios de matanza en la Fortaleza.

—Las aldeas desiertas podrían ser resultado de la orden de evacuación —dijo el cónsul—. Nadie quiere quedarse a luchar con los éxters. Las tropas de la FA se han desbandado. Tal vez ellas provocaron la matanza.

—¿Sin cadáveres? —rió Martin Silenus—. Expresión de deseos. Nuestros anfitriones ausentes cuelgan ahora del árbol de acero del Alcaudón, donde también estaremos pronto.

—Cállese —repitió fatigada Brawne Lamia.

—Si no me callo, ¿me disparará usted?

—Sí.

El silencio duró hasta el regreso del coronel Kassad, quien reactivó los rayos-trampa y se volvió hacia el grupo sentado en cajas y cubos de flujoespuma.

—No era nada. Unas aves carroñeras. Heraldos, las llaman los lugareños. Habían entrado por las cristaleras rotas del comedor y estaban terminando el festín.

—Heraldos —masculló Silenus—. Muy apropiado.

Kassad suspiró, se sentó en una manta de espaldas a una caja y tanteó su comida fría. Un farol que habían cogido de la carreta eólica alumbraba la sala y las sombras empezaban a trepar por las paredes en los rincones alejados de la puerta del balcón.

—Es nuestra última noche —intervino Kassad—. Queda una historia por contar —miró al cónsul.

El cónsul jugueteaba con el papel donde estaba anotado el número 7. Se humedeció los labios.

—¿Para qué? Esta peregrinación ya no tiene sentido.

Los otros se inquietaron.

—¿A qué se refiere? —preguntó el padre Hoyt.

El cónsul arrugó el papel y lo arrojó a un rincón.

—Para que el Alcaudón conceda un deseo, el grupo de peregrinos tiene que sumar un número primo. Eramos siete. La desaparición de Masteen nos reduce a seis. Nos dirigimos hacia la muerte sin esperanzas de que nos concedan nada.

—Superstición —refunfuñó Lamia.

El cónsul suspiró y se frotó la frente.

—Sí. Pero es nuestra última esperanza.

El padre Hoyt señaló a la niña dormida.

—¿No puede Rachel ser la séptima?

Sol Weintraub se acarició la barba.

—No. Un peregrino debe venir a las Tumbas por propia voluntad.

—Ella vino una vez por propia voluntad —replicó Hoyt—. Tal vez eso sirva.

—No —sentenció el cónsul.

Martin Silenus estaba anotando algo en una libreta. Se levantó y recorrió la sala.

—Por Dios, mirémonos. No somos seis peregrinos, sino una puñetera multitud. Hoyt, con su cruciforme, lleva el fantasma de Paul Duré. También está el erg «semisentiente» en la caja. El coronel Kassad con su recuerdo de Moneta. Brawne, si hemos de creer su historia, no sólo lleva a un niño no nacido, sino a un poeta romántico muerto. Nuestro profesor con la niña que era su hija. Yo con mi musa. El cónsul con los puñeteros bártulos que ha traído a este viaje demencial. Por Dios, merecemos tarifa reducida en esta excursión.

—Siéntese —ordenó Lamia con voz cortante.

—No, tiene razón —intervino Hoyt—. Incluso la presencia del padre Duré como cruciforme debe afectar de algún modo la superstición del número primo. Yo propongo que continuemos por la mañana con la creencia de que…

—¡Miren! —exclamó Brawne Lamia, señalando la puerta del balcón, donde fuertes pulsaciones de luz reemplazaban el borroso crepúsculo.

El grupo salió al fresco aire del atardecer, protegiéndose los ojos del apabullante despliegue de explosiones silenciosas que llenaban el cielo: blancos estallidos de fusión se expandían como ondas explosivas en un estanque de lapislázuli; implosiones de plasma, más pequeñas y brillantes, en azul, amarillo y rojo, se rizaban hacia dentro como flores que se plegaban al anochecer; la danza relampagueante de gigantescos disparos de látigo infernal, haces del tamaño de pequeños mundos rasgaban las horas luz, distorsionados por las mareas de singularidades defensivas; la titilante aurora de campos defensivos brincaba y moría bajo el embate de tremendas energías, sólo para renacer nanosegundos después. En medio de todo, las estelas blancoazuladas de fusión de las naves-antorcha y otras más grandes trazaban líneas en el cielo como diamantes al cortar cristal azul.

—Los éxters —jadeó Brawne Lamia.

—La guerra ha comenzado —señaló Kassad. No había euforia en su voz; no había emoción de ninguna clase.

El cónsul se sorprendió al descubrir que sollozaba en silencio. Apartó la cara.

—¿Corremos peligro aquí? —preguntó Martin Silenus. Se refugió bajo la arcada de piedra de la puerta, entornando los ojos ante el resplandor.

—A esta distancia, no —respondió Kassad. Alzó los binoculares de combate, los ajustó y consultó su comlog táctico—. La mayoría de los combates se producen por lo menos a tres UA de distancia. Los éxters están tanteando las defensas espaciales FUERZA —bajó los binoculares—. Están empezando.

—¿Ya han activado el teleyector? —preguntó Brawne Lamia—. ¿Están evacuando a la gente de Keats y las demás ciudades?

Kassad negó con un gesto.

—No lo creo. Todavía no. La flota efectuará una tarea de contención hasta que la esfera cislunar esté completa. Luego se abrirán los portales de evacuación hacia la Red mientras las unidades FUERZA entran a centenares —alzó de nuevo los binoculares—. Será un magnífico espectáculo.

—¡Miren! —exclamó el padre Hoyt, señalando no los fuegos artificiales del cielo sino las dunas bajas de los brezales del norte. A varios kilómetros, en la dirección de las Tumbas, se alzaba una figura como una mancha que arrojaba múltiples sombras bajo el cielo fracturado.

Kassad la enfocó con los binoculares.

—¿El Alcaudón? —preguntó Lamia.

—No, no lo creo… Creo que es un templario… por la túnica.

—¡Het Masteen! —exclamó el padre Hoyt.

Kassad se encogió de hombros y pasó los binoculares. El cónsul se reunió de nuevo con el grupo y se apoyó en el balcón. Sólo se oía el susurro del viento, pero de algún modo eso hacía más siniestra la violencia de las explosiones.

El cónsul cogió los binoculares cuando le llegó el turno. La figura alta, de espaldas a la Fortaleza, atravesaba las relampagueantes arenas bermejas con determinación.

—¿Se dirige hacia nosotros o hacia las Tumbas? —preguntó Lamia.

—Las Tumbas —respondió el cónsul.

El padre Hoyt apoyó los codos en el borde y alzó la cara enjuta al cielo centelleante.

—Si es Masteen, volvemos a ser siete, ¿verdad?

—El llegará horas antes que nosotros —objetó el cónsul—. Medio día antes, si dormimos aquí esta noche.

Hoyt se encogió de hombros.

—Eso no puede importar mucho. Siete salieron en peregrinación. Siete llegaron. El Alcaudón estará satisfecho.

—Si es Masteen —dijo el coronel Kassad—. ¿Por qué la triquiñuela de la carreta eólica? ¿Cómo llegó aquí antes que nosotros? No había más funiculares en funcionamiento y no pudo atravesar a pie la Cordillera de la Brida.

—Se lo preguntaremos mañana al llegar a las Tumbas —farfulló fatigosamente el padre Hoyt.

Brawne Lamia intentó localizar a alguien usando las frecuencias generales de comunicación del comlog. Sólo se oía el siseo de la estática y el gruñido de distantes pulsaciones electromagnéticas. Miró al coronel Kassad.

—¿Cuándo iniciarán el bombardeo?

—Lo ignoro. Depende de la capacidad de las defensas de la flota FUERZA.

—Las defensas no son muy buenas, dado que los exploradores éxter penetraron y destruyeron la Yggdrasill —apuntó Lamia.

Kassad asintió.

—Vaya —protestó Martin Silenus—, ¿estamos en un puñetero blanco?

—Desde luego —asintió el cónsul—. Si los éxters están atacando Hyperion para impedir que se abran las Tumbas de Tiempo, como sugiere la historia de Lamia, las Tumbas y toda la región serán un blanco primario.

—¿Para bombas nucleares? —preguntó Silenus con voz tensa.

—Seguramente —respondió Kassad.

—Creía que algo en los campos antientrópicos alejaba de aquí a las naves —saltó el padre Hoyt.

—Las naves tripuladas —replicó el cónsul sin mirar a los demás—. Los campos antientrópicos no molestarán a los misiles teledirigidos, las bombas inteligentes ni los haces de látigo infernal. Tampoco detendrán a la mecainfantería. Los éxters pueden lanzar deslizadores de combate o tanques automáticos y observar por control remoto mientras destruyen el valle.

—Pero no lo harán —predijo Brawne Lamia—. Quieren controlar Hyperion, no destruirlo.

—Yo no apostaría mi vida a esa suposición —manifestó Kassad.

—Pero eso estamos haciendo, ¿verdad, coronel? —comentó Lamia con una sonrisa.

Una chispa se separó de la trama de explosiones, se transformó en un rescoldo brillante y anaranjado, y atravesó el cielo. El grupo de la terraza vio las llamas, oyó el alarido de la penetración atmosférica. La bola de fuego desapareció más allá de las montañas, detrás de la Fortaleza.

Al cabo de un instante, el cónsul advirtió que estaba conteniendo el aliento, las manos rígidas sobre la baranda de piedra. Soltó el aire en un bufido. Los demás parecieron recobrar el aliento al mismo tiempo. No hubo explosión ni onda de choque reverberando en la roca.

—¿Una bomba fallida? —preguntó el padre Hoyt.

—Tal vez una nave FUERZA averiada que trataba de alcanzar el perímetro orbital o el puerto espacial de Keats —deslizó el coronel Kassad.

—Pero no llegó, ¿verdad? —preguntó Lamia.

Kassad no respondió. Martin Silenus alzó los binoculares y buscó al templario en los oscuros pantanos.

—Se ha perdido de vista. El buen capitán ha rodeado esa colina contigua al valle de las Tumbas de Tiempo, o ha realizado de nuevo su truco de magia.

—Es una lástima que no podamos oír su historia —se quejó el padre Hoyt. Se volvió hacia el cónsul—. Pero oiremos la de usted, ¿verdad?

El cónsul se frotó los pantalones con las palmas. El corazón le latía desbocado.

—Sí —anunció al comprender que por fin se había decidido—. Contaré mi historia.

El viento rugía en las laderas de las montañas y silbaba en la escarpa de la Fortaleza de Cronos. Las explosiones parecían haber disminuido, pero la oscuridad las volvía aún más violentas.

—Entremos —propuso Lamia—. Está refrescando.

Sus palabras se perdieron en el rugido del viento.

Habían apagado la única lámpara y el interior de la habitación estaba iluminado sólo por las pulsaciones relampagueantes del cielo. Las sombras oscilaban, morían y reaparecían mientras la habitación cobraba tonos multicolores. A veces la oscuridad duraba varios segundos antes de la siguiente andanada.

El cónsul hurgó en el bolso de viaje y extrajo un extraño artefacto, mayor que un comlog, con raros ornamentos. Por delante tenía un panel de cristal líquido que parecía sacado de un holodrama histórico.

—¿Un transmisor secreto de ultralínea? —preguntó secamente Brawne Lamia.

El cónsul sonrió sin humor.

—Un antiguo comlog. Vino durante la Hégira —extrajo un microdisco estándar de un estuche del cinturón y lo insertó—. Al igual que el padre Hoyt, antes de contar mi historia debo referirme a la de otra persona.

—Por Dios —protestó Martin Silenus—, ¿soy el único que puede contar una historia sin rodeos en este puñetero grupo? ¿Cuánto tengo que…?

El cónsul fue el primero en sorprenderse de su propia reacción. Se levantó, se volvió, cogió al hombre por la capa y la camisa, lo aplastó contra la pared, lo arrojó sobre una caja de embalaje apoyándole una rodilla en el vientre y un brazo en la garganta.

—Una palabra más, poeta, y lo mataré —jadeó.

Silenus intentó resistirse pero un ahogo en el gaznate y los ojos del cónsul lo hicieron desistir. Tenía el rostro muy pálido. El coronel Kassad los separó en silencio, casi con amabilidad.

—No habrá más comentarios —aseguró. Tocó la vara de muerte que llevaba en el cinturón.

Martin Silenus se dirigió hacia el límite del círculo frotándose la garganta y se desplomó en una caja sin decir palabra. El cónsul avanzó hacia la puerta, inspiró varias veces y regresó hacia el grupo. Habló para todos menos para el poeta.

—Lo siento. Es sólo que… no esperaba tener que contar esto a nadie.

En el exterior palpitó una luz roja y blanca, seguida por un fulgor azul que se esfumó en la oscuridad.

—Lo sabemos —murmuró Brawne Lamia—. Todos nos hemos sentido así.

El cónsul se tocó el labio inferior, asintió, carraspeó y se sentó junto al antiguo comlog.

—La grabación no es tan vieja como el instrumento —explicó—. Se realizó hace cincuenta años estándar. Tendré algo más que decir cuando haya terminado.

Hizo una pausa como para añadir algo, sacudió la cabeza y tecleó en el antiguo panel.

No había imágenes. La voz era de un hombre joven. De fondo se oía el susurro de la brisa sobre la hierba o entre ramas suaves y, más lejos, el rumor del oleaje.

La luz del exterior palpitaba frenéticamente mientras se aceleraba el ritmo de la distante batalla espacial. El cónsul se tensó esperando un estruendo y una sacudida. No hubo nada de eso. Cerró los ojos y escuchó con los demás.

LA NARRACIÓN DEL CÓNSUL
RECORDANDO A SIRI

Subo la empinada colina que conduce a la tumba de Siri el día en que las islas regresan a los mares del Archipiélago Ecuatorial. El día amanece perfecto y me indigna que sea así. El cielo es tan apacible como en las historias acerca de los mares de Vieja Tierra, los bajíos están moteados de tintes ultramarinos y una brisa sopla desde el mar agitando la rojiza hierbasauce de la ladera.

Un cielo encapotado y gris sería más apropiado para esta ocasión. Una niebla o una bruma espesa que humedeciera los mástiles del puerto de Primersitio y despertara la sirena del faro. Uno de esos grandes simunes de mar que soplan desde el frío vientre del sur azotando las islas móviles, y a los delfines antes de que hallen protección en nuestros atolones y picos pedregosos.

Cualquier cosa sería mejor que este cálido día primaveral, en que el sol atraviesa un cielo abovedado y tan azul que me produce deseos de correr, brincar y rodar sobre la blanda hierba, tal como Siri y yo acostumbrábamos hacer en este mismo sitio.

Este mismo sitio. Miro alrededor. La hierbasauce se inclina y ondea como el pelaje de una gran bestia mientras las ráfagas salobres soplan desde el sur. Me cubro los ojos y escruto el horizonte, pero nada se mueve allá. Más allá del arrecife de piedralava, el mar se encrespa y se eleva en pinceladas nerviosas.

—Siri… —susurro.

Pronuncio el nombre sin proponérmelo. Cien metros ladera abajo, la multitud se detiene para mirarme y contener el aliento. La procesión de deudos y celebrantes se extiende durante más de un kilómetro hasta donde comienzan los blancos edificios de la ciudad. En la vanguardia distingo la cabeza cana y algo calva de mi hijo menor. Lleva la túnica azul y oro de la Hegemonía. Sé que debería esperarlo, acompañarlo, pero él y los demás ancianos del Consejo no pueden seguir el ritmo de mis jóvenes músculos de navegante estelar y mi andar firme. A pesar de todo, el decoro impone que yo camine con él, mi nieta Lira y mi nieto de nueve años.

Al demonio. Al demonio con todos.

Doy media vuelta y corro colina arriba. El sudor me empapa la camisa de algodón antes de que llegue a la combada cima y divise la tumba.

La tumba de Siri.

Me detengo. El viento me hace tiritar, aunque el sol tibio brilla en la inmaculada piedra blanca del silencioso mausoleo. La hierba está alta cerca de la entrada de la cripta. Hileras de descoloridos pendones festivos con asta de ébano bordean el sendero de grava.

Titubeando, rodeo la tumba y me acerco al borde del abrupto precipicio. La hierbasauce está encorvada y pisoteada, pues excursionistas irreverentes han merendado aquí. Hay varios círculos para fogatas formados con las redondas y blancas piedras robadas del linde del sendero de grava.

No puedo contener una sonrisa. Conozco el paisaje: la gran curva de la bahía con su espigón natural, los bajos y blancos edificios de Primersitio, los coloridos cascos y mástiles de los catamaranes anclados. Cerca de la playa de guijarros que se extiende más allá del ayuntamiento, una joven con falda blanca se acerca al agua. Por un instante me parece que es Siri y se me acelera el corazón. Me dispongo a agitar los brazos, pero ella no me saluda. Guardo silencio mientras la figura distante se pierde en las sombras del viejo hogar para botes.

Lejos del risco, un halcón de alas anchas sobrevuela la laguna sobre intensos vientos térmicos y escruta los cambiantes bancos de algas azules con su visión infrarroja, buscando focas lira o torpeces. La naturaleza es estúpida, pienso, mientras me siento en la hierba blanda. La naturaleza prepara un escenario inadecuado para este día y luego tiene la insensibilidad de incluir un ave en busca de presas que han desaparecido hace tiempo de las contaminadas aguas de las cercanías de la proliferante ciudad.

Recuerdo el halcón de la primera noche en que Siri y yo subimos a esta colina. Recuerdo el claro de luna sobre sus alas y el extraño y cautivador graznido que resonó en el risco hendiendo el aire oscuro por encima de las lámparas de gas de la aldea.

Siri tenía dieciséis años o menos, y el claro de luna que bañaba las alas del halcón también pintaba la piel desnuda de Siri con una luz lechosa y arrojaba sombras bajo los suaves círculos de sus pechos. Miramos hacia arriba, sintiéndonos culpables, cuando el graznido del ave atravesó la noche.

—«El ruiseñor, no la alondra, perforó el tímido hueco de tu oído» —recitó Siri.

—¿Eh? —pregunté. Siri tenía casi dieciséis años. Yo había cumplido diecinueve. Pero Siri conocía el lento ritmo de los libros y las cadencias del teatro bajo las estrellas. Yo sólo conocía las estrellas.

—Cálmate, joven navegante —susurró, obligándome a acostarme a su lado—. Es sólo un halcón que caza. Un pajarraco estúpido. Regresa, navegante. Regresa, Merin.

En ese momento la Los Angeles se elevó sobre el horizonte y enfiló hacia el oeste como una brasa llevada por el viento, cruzando las extrañas constelaciones del mundo de Siri, Alianza-Maui. Me tendí junto a Siri y le describí el funcionamiento de la gran gironave de motor Hawking que recibía la alta luz del sol mientras aquí oscurecía; entretanto le acariciaba la tez suave, toda terciopelo y electricidad. La respiración de Siri se agitaba cada vez más. Le hundí la cara en el hueco del cuello, en el sudor y la esencia perfumada del revuelto cabello.

—Siri —digo, esta vez voluntariamente.

Los miembros de la multitud se detienen a la sombra de la tumba blanca. Están impacientes conmigo. Quieren que abra la tumba, entre y disfrute de mi momento íntimo en el frío y silencioso vacío que ha reemplazado la cálida presencia de Siri. Quieren que me despida para que ellos puedan continuar con sus ritos, abrir las puertas de teleyección y unirse a la Red de Mundos de la Hegemonía.

Al demonio con eso. Al demonio con ellos.

Arranco un zarcillo de la tupida hierbasauce, mastico el dulce tallo y busco en el horizonte el primer indicio de las islas migratorias. Las sombras todavía son alargadas bajo la luz matutina. El día es joven. Me sentaré aquí a recordar.

Recordaré a Siri.

Creo que Siri era un pájaro la primera vez que la vi. Llevaba una máscara con plumas brillantes. Cuando se la quitó para unirse a la contradanza, la luz de la antorcha realzó los profundos tintes rojizos de su cabello. Estaba agitada, las mejillas encendidas; incluso en la apiñada plaza distinguí el sorprendente verdor de sus ojos contrastando con el rubor estival de su rostro y su cabello. Era Noche de Festival. Las antorchas bailaban y chispeaban en la helada brisa de la bahía, y el sonido de las flautistas de la rambla, que tocaban para las islas que pasaban, quedaba ahogado por el rumor del oleaje y el crujido de los pendones que restallaban en el viento. Siri tenía casi dieciséis años y su belleza resplandecía más que las antorchas que rodeaban la atestada plaza. Me abrí paso entre los bailarínes y me acerqué a ella.

Para mí fue hace cinco años. Para nosotros fue hace más de sesenta y cinco años. Parece ayer.

Algo falla.

¿Por dónde empezar?

—¿Por qué no buscamos una hembra, chico? —propuso Mike Osho. Chato, macizo, con la cara rechoncha como una sagaz caricatura de un Buda, Mike era un dios para mí. Todos éramos dioses, longevos si no inmortales, bien pagados si no divinos. La Hegemonía nos había escogido para tripular una de sus preciosas gironaves de salto cuántico. ¿Cómo podíamos ser menos que dioses? Pero Mike, brillante, enérgico, irreverente, era un poco mayor y estaba un poco más alto en el panteón de a bordo que el joven Merin Aspic.

—Ja. Probabilidad cero —repliqué.

Remoloneábamos después de un turno de doce horas con la cuadrilla de construcción del teleyector. Trasladar obreros en el punto de singularidad, a ciento sesenta y tres mil kilómetros de Alianza-Maui, resultaba menos atractivo que el salto de cuatro meses desde el espacio de la Hegemonía. Durante el período ultralumínico del viaje habíamos sido profesionales: cuarenta y nueve expertos en viaje estelar arreando a doscientos nerviosos pasajeros. Ahora los pasajeros se habían enfundado su ropa de trabajo y los navegantes éramos simples camioneros mientras la cuadrilla de construcción montaba la enorme esfera de contención de singularidad.

—Probabilidad cero —repetí—. A menos que los lugareños hayan añadido un burdel a esa isla en cuarentena que nos alquilaron.

—No lo han hecho —sonrió Mike.

Él y yo teníamos tres días de permiso en el planeta, pero por las advertencias del capitán Singh y las quejas de nuestros colegas sabíamos que íbamos a pasar ese único período en tierra en una isla de siete kilómetros por cuatro administrada por la Hegemonía. Ni siquiera era una de esas islas móviles de las que tanto habíamos oído hablar; sólo un pico volcánico cerca del ecuador. Una vez allí podíamos contar con gravedad verdadera, aire sin filtrar y la oportunidad de saborear comida no sintética; pero también podíamos contar con la certeza de que la única relación que entablaríamos con los colonos de Alianza-Maui consistiría en comprar artefactos locales en la tienda libre de impuestos. Incluso esos trastos eran vendidos por especialistas comerciales de la Hegemonía. Muchos de nuestros colegas habían optado por pasar el permiso en la nave.

—¿Cómo encontraremos una hembra, Mike? Las colonias son tierra prohibida hasta que el teleyector entre en funcionamiento. Para eso faltan sesenta años, tiempo local. ¿O hablas de Meg, la muchacha de informática?

—Quédate conmigo, chico —me animó Mike—. Quien quiere puede.

Me quedé con Mike. Éramos sólo cinco en la nave de descenso. Siempre me excitaba bajar de una órbita alta a la atmósfera de un mundo real. Sobre todo un mundo que se parecía tanto a Vieja Tierra como Alianza-Maui. Miré el limbo azul y blanco del planeta hasta que los mares estuvieron abajo y entramos en la atmósfera, deslizándonos hacia el límite de iluminación al triple de la velocidad de nuestro propio sonido.

Eramos dioses. Pero incluso los dioses a veces tienen que bajar de su alto trono.

El cuerpo de Siri siempre me asombraba. Esa vez en el Archipiélago. Tres semanas en esa enorme y oscilante casa arbórea bajo las ondeantes velas con la escolta de los delfines, ocasos tropicales que llenaban el anochecer de maravillas, el dosel de los astros durante la noche, y nuestra estela marcada por mil remolinos fosforescentes que reflejaban las constelaciones del firmamento. Pero lo que recuerdo es el cuerpo de Siri. Por alguna razón —la timidez, los años de separación— ella llevaba un traje de baño de dos piezas en los primeros días de nuestra permanencia en el Archipiélago, y la suave blancura de los senos y el bajo vientre aún no se había oscurecido para concordar con el resto del bronceado cuando tuve que marcharme de nuevo.

La recuerdo esa primera vez. Triángulos en el claro de luna cuando nos tendimos en la hierba blanda, frente al puerto de Primersitio. Las bragas de seda colgadas de tallos de hierbasauce. Mostraba un pudor infantil, el ligero titubeo de algo que se entrega prematuramente. Pero también orgullo. El mismo orgullo que luego le permitió enfrentarse a la airada multitud de separatistas en la escalinata del consulado de la Hegemonía en Golondrina Sur y enviarlos a casa avergonzados.

Recuerdo mi quinto descenso al planeta, nuestro Cuarto Encuentro. Fue una de las pocas veces que la vi llorar. En aquella época era casi una reina, con su fama y su sabiduría. La habían escogido cuatro veces para la Entidad Suma y el Consejo de la Hegemonía le pedía asesoramiento. Lucía su independencia como un manto real y su fiero orgullo nunca ardió con más brillo. Pero cuando estábamos solos en la casa de piedra al sur de Fevarone, fue ella quien desvió la mirada. Yo estaba nervioso, intimidado por aquella enérgica forastera, pero fue Siri —la de espalda erguida y ojos orgullosos— quien volvió la cara hacia la pared para decir entre lágrimas: «Vete. Vete, Merin. No quiero que me veas. Soy una vieja de carnes flojas. Vete».

Confieso que entonces me mostré brusco con ella. Le sujeté las muñecas con la mano izquierda —usando una fuerza que incluso a mí me sorprendió— y le rasgué la túnica de seda. Le besé los hombros, el cuello, las sombras de marcas de elásticos en el vientre tenso y la cicatriz que un accidente le había dejado en la pierna cuarenta años locales atrás. Le besé el cabello entrecano y las arrugas trazadas en mejillas otrora tersas. Le besé las lágrimas.

—Cielos, Mike, esto no puede ser legal —había dicho yo cuando mi amigo desenrolló la alfombra voladora que llevaba en la mochila. Estábamos en la isla 241, el romántico nombre con que los comerciantes de la Hegemonía habían bautizado la desolada mancha volcánica que habían escogido para nuestro permiso. La isla 241 estaba a menos de cincuenta kilómetros de los más antigüos establecimientos coloniales, pero podría haber estado a cincuenta años luz. Ninguna nave nativa tenía permiso para recalar en la isla mientras hubiera tripulantes de la Los Angeles u obreros del teleyector. Los colonos de Alianza-Maui aún tenían unos deslizadores antiguos en condiciones de funcionamiento, pero por mutuo acuerdo no sobrevolaban la isla. Excepto por los dormitorios, la playa y la tienda libre de impuestos, la isla ofrecía pocos elementos de interés para los navegantes estelares. Algún día, cuando la Los Angeles hubiera transportado los últimos componentes y el teleyector estuviera terminado, los funcionarios de la Hegemonía transformarían la isla 241 en un centro de comercio y turismo. Hasta entonces era un sitio primitivo con una rampa para naves de descenso, edificios recién terminados de piedra blanca local y unos aburridos empleados de mantenimiento. Mike declaró que ambos saldríamos en una excursión de tres días al extremo más escabroso e inaccesible de la pequeña isla.

—No quiero ir de excursión, por todos los cielos —exclamé yo—. Prefiero quedarme en la nave y enchufarme a un simulador.

—Cierra el pico y sigúeme —ordenó Mike, y, como un miembro menor del panteón que siguiera a una deidad más antigua y más sabia, cerré el pico y lo seguí. Dos horas de marcha cuesta arriba por un chaparral de ramas espinosas nos llevaron a un borde de lava varios cientos de metros por encima de las rugientes olas. Estábamos cerca del ecuador en un mundo tropical, pero en aquella vereda expuesta el viento aullaba y me hacía castañetear los dientes. El poniente era un manchón rojo entre cúmulos oscuros al oeste y yo no deseaba estar a la intemperie cuando oscureciera.

—Vamos —rogué—. Alejémonos del viento y encendamos una fogata. No sé cómo diablos vamos a instalar una tienda en esta roca.

Mike se sentó y encendió un cigarrillo de cannabis.

—Echa una ojeada a tu mochila, chico.

Vacilé. La voz de Mike sonaba neutra, pero era la inexpresiva pasividad del bromista antes de que caiga el balde de agua. Me agazapé y hurgué en la mochila de nilón. Estaba vacía excepto por viejos cubos de empaque de flujoespuma para rellenarla, y un disfraz de Arlequín, con máscara y campanillas en los pies.

—¿Estás…? ¿Es esto…? ¿Te has vuelto loco? —rezongué. Oscurecía deprisa. Quizá la tormenta no pasara al sur de nosotros, como habíamos pensado. Abajo el oleaje mugía como una bestia hambrienta. Si hubiera sabido cómo regresar al complejo en la oscuridad, habría dejado que los restos de Mike Osho alimentaran a los peces.

—Ahora mira qué hay en mi mochila —indicó Mike. Sacó unos cubos de flujoespuma, unas joyas artesanales como las que yo había visto en Vector Renacimiento, una brújula inercial, una lápiz láser que el personal de seguridad de a bordo tal vez habría calificado de arma oculta, otro disfraz de Arlequín —adecuado éste para su figura más maciza— y una alfombra voladora.

—Cielos, Mike, esto no puede ser legal —protesté mientras acariciaba el exquisito dibujo de la vieja alfombra.

—No he visto ningún aduanero por aquí —sonrió Mike—. Y dudo que los lugareños tengan ordenanzas de control de tráfico.

—Sí, pero… —Le ayudé a desenrollar la estera. Tenía poco más de un metro de anchura por dos de longitud. La magnífica tela se había desteñido con el tiempo, pero las hebras de vuelo brillaban como cobre nuevo—. ¿Dónde la conseguiste? —pregunté—. ¿Aún funciona?

—En Jardín —respondió Mike, quien guardó mi disfraz y otras cosas en su mochila—. Sí, funciona.

Había pasado más de un siglo desde que Vladimir Sholokov, inmigrante de Vieja Tierra, experto en lepidópteros e ingeniero de sistemas electromagnéticos, había diseñado la primera alfombra voladora para su hermosa y joven sobrina de Nueva Tierra. La leyenda sostenía que la sobrina había rechazado el obsequio pero que con el tiempo aquellos juguetes se habían vuelto absurdamente famosos —más entre adultos ricos que entre los niños— hasta que se los prohibió en casi todos los mundos de la Hegemonía. Peligrosos de manejar, un desperdicio de monofilamentos protegidos, casi imposibles de manipular en un espacio aéreo controlado, las alfombras voladoras se habían transformado en curiosidades propias de las narraciones infantiles, los museos y algunos mundos coloniales.

—Te habrá costado una fortuna —comenté.

—Treinta marcos —precisó Mike, mientras se instalaba en la alfombra—. El viejo comerciante de Carvnel pensaba que no valía nada. Y no valía nada… para él. La llevé a la nave, la recargué, reprogramé los chips de inercia y… voila! —Mike tocó el intrincado diseño y la estera se puso rígida y se elevó quince centímetros.

La miré dubitativamente.

—De acuerdo, pero si…

—No temas —me tranquilizó Mike, indicándome con impaciencia que me sentara—. Tiene carga completa. Sé cómo manejarla; vamos, súbete o aléjate. Quiero ponerme en marcha antes de que se acerque la tormenta.

—Pero no creo…

—Vamos, Merin. Decídete. Llevo prisa.

Vacilé un par de segundos. Si nos pescaban marchándonos de la isla, nos echarían de la nave. Y la nave era mi vida. Había tomado esa decisión cuando acepté el contrato de ocho misiones para Alianza-Maui. Más aún, estaba a doscientos años luz y cinco años y medio de la civilización. Incluso si nos llevaban de vuelta al espacio de la Hegemonía, el viaje de ida y vuelta nos habría quitado once años de amigos y familia. La deuda temporal era irrevocable.

Me acomodé en la estera detrás de Mike. El puso la mochila entre ambos, me aconsejó que me agarrara y tanteó los diseños de vuelo. La estera se elevó cinco metros sobre el saliente, viró a la izquierda y salió disparada sobre el océano. Trescientos metros más abajo, olas blancas se encrespaban en la creciente oscuridad. Cobramos altura y enfilamos hacia el norte.

En pocos segundos se pueden decidir futuros enteros.

Recuerdo mi conversación con Siri durante nuestro Segundo Encuentro, poco después de visitar la villa costera de Favarone. Caminábamos por la playa. Se había permitido que Alón permaneciera en la ciudad bajo supervisión de Magritte. Mejor así. Yo no me sentía cómodo con el niño. Sólo la innegable y verde solemnidad de los ojos y la perturbadora familiaridad de sus rizos cortos y oscuros y la nariz chata servían para unirlo a mí, a nosotros, en mi mente. Eso y la rápida y socarrona sonrisa que esbozaba cuando Siri lo reñía. Era una sonrisa demasiado cínica y prudente para un chico de diez años. Yo la conocía bien. Había creído que esas cosas no se heredaban, sino que se aprendían.

—Sabes muy poco —me dijo Siri. Caminaba descalza por un charco de agua de mar. A veces alzaba una delicada caracola, la inspeccionaba, la arrojaba al agua salobre.

—Estoy bien adiestrado —repliqué.

—Sí, sin duda estás bien adiestrado —convino Siri—. Sé que eres muy hábil, Merin. Pero sabes muy poco.

Irritado, sin saber qué responder, seguí caminando con la cabeza gacha. Desenterré de la arena un trozo de piedralava blanca y la arrojé hacia la bahía. Se acumulaban nubes en el horizonte del este. Deseé estar de nuevo en la nave. En esta ocasión había regresado de mala gana y ahora comprendía que la vuelta había sido un error.

Era mi tercera visita a Alianza-Maui, nuestro Segundo Encuentro, como lo llamaban los poetas y su gente. Me faltaban cinco meses para cumplir veintiún años estándar. Siri había celebrado sus treinta y siete años tres semanas antes.

—He visitado muchos sitios donde tú no has estado —dije al fin. Incluso a mí me pareció una petulancia pueril.

—Oh, sí —exclamó Siri, aplaudiendo. Por un instante vislumbré a mi otra Siri, la joven con quien yo había soñado durante nueve meses de viajes. Luego la imagen volvió a la cruda realidad y reparé en el cabello corto, los músculos más flojos del cuello, los nudos en el dorso de esas manos antes amadas—. Has visitado sitios donde yo nunca he estado —repitió Siri deprisa. La voz era la misma. Casi la misma—. Merin, amor mío, has visto cosas que yo ni siquiera alcanzo a imaginar. Quizá conozcas más datos sobre el universo de los que yo pueda adivinar. Pero sabes muy poco, querido mío.

—¿De qué diablos hablas, Siri? —Me senté en un tronco medio hundido cerca de la franja de arena húmeda y alcé las rodillas como una cerca entre nosotros.

Siri salió del charco y se arrodilló frente a mí. Me cogió las manos y, aunque las mías eran más grandes y pesadas, con dedos y huesos más toscos, sentí la fortaleza de las suyas. Supuse que era la fortaleza de todos los años que yo no había compartido.

—Hay que vivir para saber las cosas realmente, amor mío. Tener a Alón me ha ayudado a comprenderlo. La crianza de un niño nos agudiza el sentido de la realidad.

—¿A qué te refieres?

Siri desvió la mirada unos instantes y se apartó distraídamente un mechón de cabello. Aún me cogía ambas manos con la mano izquierda.

—No estoy segura —murmuró—. Creo que empiezas a comprender cuándo las cosas no son importantes. No sé bien cómo expresarlo. Si has pasado treinta años entrando en habitaciones llenas de extraños, sientes menos angustia que si has tenido sólo la mitad de esos años de experiencia. Sabes qué te deparan la habitación y esas gentes y vas en su busca. Si no está allí, lo intuyes antes y vuelves a lo tuyo. Simplemente sabes más acerca de lo que es, lo que no es y el escaso tiempo que hay para aprender la diferencia. ¿Comprendes, Merin? ¿Entiendes al menos un poco?

—No.

Siri asintió y se mordió el labio inferior, pero se mantuvo en silencio. Se inclinó para besarme. Tenía los labios secos, apremiantes. Me aparté un momento y vi el cielo detrás, deseé tiempo para pensar. Pero luego sentí la tibia intrusión de su lengua y cerré los ojos. La marea subía a nuestras espaldas. Sentí una calidez y una excitación simpáticas cuando Siri me desabrochó la camisa y me pasó las largas uñas por el pecho. Hubo un instante de vacío entre nosotros y abrí los ojos a tiempo para ver que se desabrochaba los últimos botones del vestido blanco. Los pechos eran más grandes de lo que yo recordaba, más pesados, los pezones más anchos y oscuros. El aire frío nos mordió a los dos hasta que la desnudé y nos abrazamos. Nos deslizamos por el tronco hacia la arena tibia. La abracé con más fuerza, preguntándome cómo había creído que ella era la más fuerte. Su piel sabía a sal.

Las manos de Siri me ayudaron. Su cabello corto se apretó contra la madera descolorida, el algodón blanco y la arena. Mis latidos se hicieron más veloces que el oleaje.

—¿Entiendes, Merin? —me susurró instantes después, cuando su calor nos conectó.

—Sí —respondí; aunque no era cierto.

Mike condujo la alfombra voladora hacia Primersitio. El viaje había durado más de una hora en la oscuridad y yo había pasado casi todo el tiempo protegiéndome del viento y temiendo que la alfombra se plegara y ambos cayéramos al mar. Estábamos a media hora de distancia cuando distinguimos la primera isla móvil. Con la tormenta detrás, las velas hinchadas, las islas navegaban desde sus terrenos de alimentación del sur en una procesión incesante. Muchas aparecían brillantemente iluminadas, festoneadas con faroles de color y fluctuantes velos de luz transparente.

—¿Estás seguro del rumbo? —grité.

—Sí —profirió Mike.

No volvió la cabeza. El viento me lanzaba su largo cabello negro a la cara. De vez en cuando Mike revisaba la brújula y hacía pequeñas correcciones de curso. Quizá fuera más fácil seguir las islas. Pasamos sobre una de casi medio kilómetro de longitud y yo me esforcé en distinguir detalles, pero la isla estaba a oscuras excepto por el fulgor de la estela fosforescente. Formas oscuras hendían las olas lechosas. Toqué a Mike en el hombro y señalé.

—¡Delfines! —gritó—. De eso se trataba esta colonia, ¿recuerdas? Un grupo de gente bienintencionada quiso salvar a todos los mamíferos de los océanos de Vieja Tierra durante la Hégira. No lo consiguió.

Habría gritado otra pregunta, pero en ese momento divisamos el promontorio y el puerto de Primersitio.

Había pensado que las estrellas eran hermosamente brillantes sobre Alianza-Maui, que las islas migratorias eran memorables por su pintoresquismo. Pero la ciudad de Primersitio, rodeada por la bahía y las colinas, se convertía en una señal llameante en la noche. Su brillo me evocó una nave-antorcha creando su propia nova de plasma contra el limbo oscuro de una hosca gigante gaseosa. La ciudad era un panal de edificios blancos en cinco niveles, todos iluminados por linternas de fulgor cálido por dentro y por un sinfín de antorchas en el exterior. La piedralava blanca de la isla volcánica parecía fulgurar gracias a las luces de la ciudad. Más allá del poblado se alzaban tiendas, pabellones, fogatas y piras demasiado grandes para cumplir otra función que no fuera dar la bienvenida a las islas que regresaban.

La bahía estaba llena de embarcaciones: catamaranes oscilantes con cascabeles colgados de los mástiles; barcos-vivienda de casco ancho y fondo plano construidos para arrastrarse de puerto en puerto en los calmos bajíos ecuatoriales, pero orgullosamente iluminados aquella noche; yates oceánicos, brillantes y funcionales como tiburones. Desde la punta del arrecife de la bahía un faro arrojaba su haz giratorio al mar, iluminando olas e islas, recortando el pintoresco agrupamiento de naves y hombres.

El ruido se oía a dos kilómetros. Era algarabía de celebración. Por encima de los gritos y el murmullo del oleaje se elevaban las inequívocas notas de una sonata para flauta de Bach. Luego supe que ese coro de bienvenida se transmitía por hidrófonos a los Canales de Pasaje, donde los delfines brincaban y danzaban al ritmo de la música.

—Por Dios, Mike, ¿cómo te enteraste de que ocurría todo esto?

—Se lo pregunté al ordenador principal de la nave —la alfombra voladora se inclinó a la derecha para alejarse de las naves y el haz del faro. Al norte de Primersitio viramos hacia una franja de tierra oscura. Percibí el blando estruendo de las olas en los bajíos—. Celebran este festival todos los años, pero este es el sesquicentenario; hace tres semanas que están en fiestas y debe durar dos más. Hay sólo cien mil colonos en este mundo, Merin, y apuesto a que la mitad está aquí.

Redujimos la velocidad, descendimos con cuidado y nos posamos en una protuberancia rocosa cerca de la playa. La tormenta no nos había sorprendido en el sur, pero los relámpagos intermitentes y las luces distantes de las islas aún silueteaban el horizonte. El fulgor de Primersitio no alcanzaba a ocultar el brillo de las estrellas. El aire estaba más tibio y sentí aroma de huertos en la brisa. Plegamos la alfombra voladora y nos apresuramos a ponernos los disfraces de Arlequín. Mike se guardó el lápiz láser y las joyas en los bolsillos.

—¿Para qué son? —pregunté mientras ocultábamos la mochila y la alfombra voladora bajo una gran roca.

—¿Esto? —indicó Mike mientras agitaba un collar de Renacimiento con los dedos—. Es nuestra moneda, por si tenemos que negociar favores.

—¿Favores?

—Favores —repitió Mike—. La generosidad de una dama. Consuelo para un fatigado viajero del espacio. Lo que tú llamas coño, chico.

—Oh —exclamé, ajustándome la máscara y la gorra de bufón. Las campanillas tintinearon en la oscuridad.

—Vamos —ordenó Mike—. Nos perderemos la fiesta.

Asentí y lo seguí, haciendo sonar las campanillas mientras avanzábamos por la piedra y los chaparrales hacia la luz.

Espero bajo el sol. No sé bien qué espero. Siento un creciente calor en la espalda mientras el sol de la mañana se refleja en la piedra blanca de la tumba de Siri.

¿La tumba de Siri?

No hay nubes en el cielo. Alzo la cabeza y entorno los ojos como si pudiera ver la Los Angeles y el teleyector recién terminado a través del resplandor de la atmósfera. Es imposible. Parte de mí sabe que aún no se han elevado. Parte de mí sabe instantáneamente el tiempo que queda para que la nave y el teleyector concluyan su tránsito hacia el cénit. Parte de mí no quiere pensar en ello.

Siri, ¿estoy haciendo lo correcto?

Los pendones crujen en las astas cuando arrecia el viento. Intuyo la inquietud de la multitud expectante. Por primera vez desde que bajé al planeta para este Sexto Encuentro, me embarga la pena. No; pena no, no aún…, sino una tristeza incisiva que pronto desembocará en pesadumbre. Durante años entablé calladas conversaciones con Siri, me planteaba preguntas para hablar con ella, y de pronto comprendo con fría claridad que nunca más nos sentaremos a hablar. El vacío crece dentro de mí.

¿Debo permitirlo, Siri?

No hay respuesta excepto el creciente murmullo de la multitud. Dentro de pocos minutos, Donel, mi hijo varón, el más joven y el único que ha sobrevivido, o su hija Lira y su hermano, vendrán colina arriba para exhortarme a continuar. Arrojo el tallo de hierbasauce que estaba mascando. Hay una sombra en el horizonte. Podría ser una nube. O la primera de las islas, impulsada por el instinto y los vientos primaverales del norte a migrar hacia la franja de Bajíos Ecuatoriales de donde vinieron. No tiene importancia.

Siri, ¿estoy haciendo lo correcto?

No hay respuesta, y el tiempo apremia.

A veces Siri parecía tan ignorante que me indignaba. No sabía nada de la vida que yo llevaba lejos de ella. Me hacía preguntas, pero yo dudaba de que le interesaran las respuestas. Pasé muchas horas explicándole la belleza de las fórmulas físicas que permitían el funcionamiento de nuestras gironaves, pero nunca pareció entender. Una vez, cuando le explicaba con detalle las diferencias entre la antigua nave seminal de los colonos y la Los Angeles, Siri me sorprendió al preguntar: «Pero ¿por qué mis antepasados tardaron ochenta años de a bordo para llegar a Alianza-Maui cuando vosotros hacéis el viaje en ciento treinta días?». No había comprendido nada.

Su sentido de la historia era lamentable. Veía a la Hegemonía y la Red de Mundos tal como una niña contemplaría el mundo fantasioso de un mito agradable pero estúpido; había en ello una indiferencia exasperante.

Siri lo sabía todo acerca de los primeros días de la Hégira —al menos en lo concerniente a Alianza-Maui y los colonos— y en ocasiones evocaba deliciosas curiosidades o frases arcaicas, pero ignoraba las realidades post-Hégira. Nombres como Jardín y los éxters, Renacimiento y Lusus, apenas significaban nada para ella. Yo podía mencionar a Salmud Brevy o al general Horace Glennon-Height y ella no tenía asociaciones ni reacciones.

La última vez que la vi, Siri tenía setenta años estándar. Setenta años y nunca había viajado a otro mundo, ni usado una ultralínea, ni saboreado una bebida alcohólica que no fuera vino, ni tenido interfaz con un cirujano empático, ni atravesado una puerta teleyectora, ni fumado un cigarrillo de cannabis, ni recibido reordenamiento genético, ni ingerido medicación ARN, ni oído nada del gnosticismo Zen o de la Iglesia del Alcaudón, ni volado en ningún vehículo excepto un antiguo deslizador Vikken que pertenecía a su familia.

Siri nunca había hecho el amor con nadie excepto conmigo. Al menos eso afirmaba. Yo le creía.

Durante nuestro Primer Encuentro, en el Archipiélago, Siri me llevó a hablar con los delfines. Nos habíamos levantado para presenciar el alba. Los niveles más altos de la casa arbórea eran un lugar perfecto para ver cómo se iluminaba el pálido cielo. Los ondeantes y altos cirros se volvieron rosados y el mar pareció derretirse cuando el sol flotó sobre el horizonte llano.

—Vamos a nadar —sugirió Siri. La intensa luz horizontal le bañaba la piel y prolongaba su sombra en los tablones de la plataforma.

—Estoy muy cansado —protesté—. Más tarde. —Habíamos permanecido despiertos casi toda la noche, hablando, haciendo el amor, hablando, haciendo de nuevo el amor. Bajo el resplandor de la mañana yo me sentía vacío y con náuseas. El ligero movimiento de la isla me provocaba cierto vértigo, esa desconexión con la gravedad típica de la borrachera.

—No, vamos ahora —insistió Siri mientras me cogía la mano.

Me irritó, pero no discutí. Siri tenía veintiséis años, siete más que en el Primer Encuentro pero su conducta impulsiva a menudo me recordaba a la Siri adolescente que yo me había llevado del Festival sólo diez meses míos antes.

Su risa profunda y espontánea era la misma. Los ojos verdes le brillaban de igual modo cuando se impacientaba. La larga melena de cabello rojizo no había cambiado. Pero su cuerpo había madurado hasta cumplir su insinuada promesa. Los pechos aún eran firmes, casi adolescentes, salpicados de pecas a las que seguía una blancura tan traslúcida que se intuía una suave tracería de venas azules. Pero algo había cambiado. Ella era diferente.

—¿Vienes conmigo o te quedas mirando? —preguntó Siri. Se quitó el caftán cuando salimos a la cubierta inferior. Nuestra pequeña nave aún estaba amarrada al muelle. Las velas de la isla empezaban a inflarse con la brisa de la mañana. Durante los últimos días Siri había insistido en usar traje de baño cuando entrábamos en el agua. Ahora no llevaba nada. Sus pezones se erguían en el aire fresco.

—¿No nos quedaremos atrás? —pregunté, mirando las crujientes velas. Durante días el mar había sido un espejo esmaltado. Ahora los aparejos del foque se tensaban mientras las gruesas hojas se llenaban de viento.

—No seas tonto —espetó Siri—. Siempre podremos coger una raíz o un zarcillo de alimentación. Vamos. —Me arrojó una máscara osmótica y se colocó la suya. La pátina transparente y aceitosa le abrillantó la cara. Del bolsillo del caftán sacó un grueso medallón y se lo colgó del cuello. El metal lucía siniestro y oscuro contra la piel.

—¿Qué es eso? —pregunté.

Siri no se quitó la máscara osmótica para responder. Se colocó las hebras de comunicación en el cuello y me alcanzó los auriculares.

—Disco de traducción —explicó con voz metálica—. Creí que lo sabías todo sobre aparatos, Merin. El último es una babosa —se puso el disco entre los pechos y saltó de la isla. Vi las esferas pálidas de sus nalgas mientras hacía una cabriola para ganar profundidad. Al cabo de pocos segundos fue sólo un borrón blanco en el agua. Me puse la máscara, conecté las hebras y me lancé al mar.

La parte inferior de la isla era una mancha oscura en un techo de luz cristalina. Nadé con cierta aprensión entre los gruesos zarcillos de alimentación, aunque Siri me había demostrado que sólo les interesaba devorar el diminuto zooplancton que ahora recibía la luz del sol como polvo en una pista de baile abandonada. Las raíces acuáticas parecían estalactitas nudosas que descendían cientos de metros en las purpúreas profundidades.

La isla se desplazaba. Yo veía la fibrilación tenue de los zarcillos. Una estela recibía la luz diez metros más arriba. Por un instante me sentí ahogado. El gel de la máscara me asfixiaba como agua, hasta que me relajé y el aire me llenó los pulmones.

—Más hondo, Merin —dijo la voz de Siri.

Parpadeé a cámara lenta, mientras la máscara se reajustaba sobre mis ojos, y vi a Siri veinte metros más abajo; cogía una raíz y se desplazaba sin esfuerzo sobre las corrientes más frías y más profundas, adonde no llegaba la luz. Pensé en los miles de metros de agua que tenía debajo y en las cosas que podían acechar allí, no conocidas ni buscadas por los colonos humanos. Pensé en tinieblas y profundidades y el escroto se me tensó.

—Baja.

La voz de Siri era un zumbido de insecto en mis oídos. Giré y di un puntapié. La presión ascendente no era tan grande como en los mares de Vieja Tierra, pero aún así se requería energía para bajar tanto. La máscara compensaba la profundidad y el nitrógeno, pero yo sentía la presión contra la piel y los oídos. Al fin dejé de patear, cogí una raíz y bajé hasta Siri.

Flotamos juntos en la luz opaca. Siri era aquí una figura espectral. Su larga melena ondeaba en un nimbo vinoso y las franjas pálidas del cuerpo relucían en la luz verde azulada. La superficie parecía lejana. La V cada vez más ancha de la estela y la agitación de veintenas de zarcillos indicaban que la isla se movía más deprisa, enfilando hacia otros terrenos de alimentación, aguas lejanas.

—¿Dónde están los…? —empecé a subvocalizar.

—Shhh —ordenó Siri. Jugueteó con el medallón. Entonces los oí: gritos, trinos, silbidos, ronroneos y exclamaciones. Una música extraña llenó las profundidades.

—Jesús —exclamé, y como Siri había sintonizado nuestras hebras con el traductor, la palabra se emitió como un silbido sin sentido.

—¡Hola! —dijo ella, y el saludo traducido reverberó desde el transmisor, una llamada de alta velocidad deslizándose al ultrasónico—. ¡Hola!

Minutos después los delfines vinieron a investigar. Pasaron de largo. El tamaño era sorprendente y alarmante, la piel aparecía brillante y musculosa bajo la luz incierta. Un ejemplar grande se acercó a un metro y viró en el último momento. El vientre blanco y curvo pasó ante nosotros como una pared. El oscuro ojo se volvió para seguirme. Un golpe de la ancha aleta trasera provocó una turbulencia, suficiente para convencerme de la potencia del animal.

—Hola —llamó Siri, pero la forma veloz se perdió en la brumosa distancia y de pronto reinó el silencio. Siri apagó el traductor—. ¿Quieres hablarles? —me preguntó.

—Claro —respondí, aunque con ciertas dudas.

Más de tres siglos de esfuerzos habían conducido a un diálogo interesante entre los humanos y los mamíferos marinos. Una vez Mike me explicó que las estructuras de pensamiento de los dos grupos de huérfanos de Vieja Tierra eran demasiado distintas, con muy escasos referentes. Un experto anterior a la Hégira había escrito que hablar con un delfín o una marsopa resultaba tan satisfactorio como conversar con un bebé humano de un año. Ambas partes disfrutaban del contacto y había un simulacro de intercambio, pero no se obtenían conocimientos nuevos. Siri conectó el disco traductor.

—Hola —saludé.

Tras otro minuto de silencio nuestros auriculares zumbaron mientras ululaciones estridentes resonaban en el mar.

lejos/no-aleta/¿tono-bola?/pulso actual/rodéame/¿gracioso?

—¿Qué diablos dice? —pregunté a Siri, y el traductor emitió mi pregunta. Siri sonreía bajo la máscara osmótica.

Lo intenté de nuevo.

—¡Hola! Saludos de… eh… la superficie. ¿Cómo estáis?

El macho grande se lanzó hacia nosotros como un torpedo. Hendió el agua a una velocidad diez veces mayor de la que yo hubiera alcanzado con aletas de buzo. Por un instante creí que iba a embestirnos. Alcé las rodillas y me aferré con fuerza a la raíz de la isla. Siguió de largo, trepando para buscar aire mientras Siri y yo nos mecíamos en la esfera turbulenta y los tonos agudos de su grito.

no-aleta/no-alimento/no-nadar/no-jugar/no-diversión.

Siri apagó el traductor y se acercó. Me cogió los hombros mientras yo me aferraba a la raíz con la mano derecha. Nuestras piernas se tocaron mientras flotábamos en el agua tibia. Peces diminutos y carmesíes espejearon arriba mientras las siluetas oscuras de los delfines giraban más allá.

—¿Suficiente? —preguntó. Me apoyaba la mano en el pecho.

—Un intento más —rogué. Siri asintió y conectó el disco. La corriente nos juntó de nuevo. Ella me abrazó.

—¿Por qué merodeáis por las islas? —pregunté a las siluetas con morro de botella que se movían en la luz fluctuante—. ¿En qué os beneficia permanecer con las islas?

suena ahora/viejas canciones/agua profunda/no-Grandes Voces/no-Tiburón/viejas canciones/nuevas canciones.

Siri estaba pegada a mí. Me estrechó con el brazo izquierdo.

—Las Grandes Voces eran las ballenas —susurró. Su cabellera se extendía como un abanico flameante. Bajó la mano derecha por mí cuerpo y pareció sorprenderse de lo que encontró.

—¿Echáis de menos las Grandes Voces? —pregunté a las sombras.

No hubo respuesta. Siri me rodeó las caderas con las piernas. La superficie era un cuenco de luz batida a cuarenta metros de altura.

—¿Qué extrañáis más de los océanos de Vieja Tierra? —pregunté. Con el brazo izquierdo estreché a Siri, deslicé la mano por la curva de su espalda, hasta donde su trasero se elevaba para encontrar mi mano, la sostuve con fuerza. Para los delfines que nos rodeaban debíamos parecer una sola criatura. Siri se deslizó sobre mí y fuimos una sola criatura.

El disco traductor se había movido y ahora colgaba del hombro de Siri. Yo iba a desconectarlo pero me detuve cuando la respuesta a mi pregunta nos zumbó en los oídos.

extrañamos Tiburón/extrañamos Tiburón/extrañamos Tiburón/Tiburón/Tiburón/Tiburón/Tiburón.

Apagué el disco y sacudí la cabeza. No entendía. Había muchas cosas que no entendía. Cerré los ojos mientras Siri y yo nos mecíamos suavemente siguiendo nuestro ritmo y el de la corriente. La cadencia de la llamada de los delfines cobró la triste y lenta modulación de un antiguo lamento.

Siri y yo bajamos de las colinas y regresamos al Festival poco antes del amanecer del segundo día. Habíamos recorrido las colinas durante una noche y un día, comimos con desconocidos en pabellones de seda anaranjada, nos bañamos juntos en las heladas aguas del Shree, bailamos al son de una música incesante mientras desfilaban las islas. Teníamos hambre. Yo me había despertado al caer el sol y Siri no estaba. Regresó antes de que despuntara la luna de Alianza-Maui. Me explicó que sus padres se habían ido varios días con unos amigos en un barco-vivienda. Habían dejado el deslizador de la familia en Primersitio. Ahora íbamos de baile en baile, de fogata en fogata, regresando al centro de la ciudad. Pensábamos volar al oeste, hacia la finca de su familia en Fevarone.

Era muy tarde pero aún había juerguistas en Primersitio. Yo me sentía feliz. Tenía diecinueve años, estaba enamorado y la gravedad 0,93 de Alianza-Maui me parecía aún más ligera. Habría podido echar a volar. Habría podido hacer cualquier cosa.

Nos detuvimos ante un puesto y compramos fritangas y tazas de café negro. De pronto se me ocurrió una cosa.

—¿Cómo supiste que yo era un viajero estelar? —pregunté.

—Silencio, amigo Merin. Come tu magro desayuno. Cuando lleguemos a la villa, prepararé una comida auténtica y nuestro ayuno terminará por fin.

—No, hablo en serio —insistí mientras me limpiaba la grasa de la barbilla con la manga de mi mugriento disfraz de Arlequín—. Esta mañana has dicho que desde la primera noche supiste que yo venía de la nave. ¿Por qué? ¿Fue por mi acento? ¿El disfraz? Mike y yo vimos a otros sujetos vestidos así.

Siri rió y se echó el cabello hacia atrás.

—Sólo alégrate de saber que fui yo quien te descubrió, Merin, amor mío. Sí hubiera sido mi tío Gresham o mis amigos, habrías tenido problemas.

—Vaya. ¿Por qué? —cogí otra rosquilla frita y Siri la pagó. La seguí a través de la menguante multitud. A pesar del movimiento y la música, empezaba a estar cansado.

—Son separatistas. Hace poco el tío Gresham pronunció un discurso ante el Consejo exhortándonos a luchar en vez de dejarnos absorber por vuestra Hegemonía. Dijo que deberíamos destruir vuestro teleyector antes de que él nos destruya a nosotros.

—¿De verdad? ¿Dijo cómo pensaba hacerlo? Por lo que sé, no tenéis naves para abandonar el planeta.

—No, no las hemos tenido en cincuenta años —admitió Siri—. Pero eso demuestra lo irracionales que son los separatistas.

Asentí. El capitán Singh y el consejero Halmyn nos habían instruido acerca de los separatistas de Alianza-Maui. «La habitual coalición de nacionalistas y retrógrados», había dicho Singh. «Otra razón para que trabajemos despacio y desarrollemos el potencial comercial de este mundo antes de terminar el teleyector. La Red de Mundos no necesita que estos bárbaros ingresen prematuramente. Además, los grupos como los separatistas constituyen otra razón para que los tripulantes y obreros permanezcan alejados de los nativos».

—¿Dónde está el deslizador? —pregunté. La plaza se vaciaba deprisa. La mayoría de las orquestas habían guardado los instrumentos. Personas con alegres disfraces roncaban en la hierba o los adoquines, entre la basura y los faroles apagados. Sólo quedaban algunos juerguistas solitarios, grupos que bailaban al son de una guitarra o que cantaban ebriamente. De inmediato descubrí a Mike Osho, bufonesco, sin máscara, una muchacha colgando de cada brazo. Intentaba enseñar el «Hava Nagilla» a un fascinado pero inepto círculo de admiradores. Uno de ellos tropezaba y todos los demás caían. Mike los ayudaba a levantarse entre carcajadas y empezaban de nuevo, brincando torpemente mientras él cantaba con su voz de bajo profundo.

—Allí está —anunció Siri, señalando una hilera de deslizadores aparcados detrás del ayuntamiento. Asentí y llamé a Mike, pero él estaba demasiado ocupado con sus dos muchachas para reparar en mí. Siri y yo habíamos cruzado la plaza y estábamos a la sombra del viejo edificio cuando se oyó el grito.

—¡Tripulante de la nave! Da la vuelta, hijo de puta de la Hegemonía.

Me detuve en seco y me volví apretando los puños, pero no había nadie cerca de mí. Seis jóvenes bajaban las escaleras del palco y formaban un semicírculo detrás de Mike. El hombre de delante era alto, delgado y guapo. Tenía unos veinticinco años y sus largos rizos rubios se derramaban sobre un traje de seda carmesí que resaltaba su cuerpo. En la mano derecha empuñaba una espada de un metro que parecía de acero templado.

Mike se volvió despacio. A pesar de la distancia comprendí que sus ojos procuraban evaluar la situación con calma. Las dos mujeres y un par de hombres del grupo rieron como ante un chiste. Mike conservó la sonrisa ebria.

—¿Te refieres a mí? —preguntó.

—Te hablo a ti, hijo de puta de la Hegemonía —jadeó el líder del grupo, torciendo el gesto en una mueca.

—Bertol —susurró Siri—. Mi primo. El primogénito de Gresham.

Asentí y salí de las sombras. Siri me cogió el brazo.

—Es la segunda vez que insultas a mi madre —ronroneó Mike—. ¿Ella o yo te hemos ofendido? En tal caso, mil perdones.

Mike hizo una reverencia tan profunda que las campanillas de la gorra casi rozaron el suelo. Los miembros del grupo aplaudieron.

—Me ofende tu presencia, bastardo de la Hegemonía. Envenenas nuestro aire con tu gordo cuerpo.

Mike enarcó las cejas cómicamente. Un joven con disfraz de pescado agitó la mano.

—Oh, vamos, Bertol. El sólo…

—Cállate, Ferick. Hablo con este gordo imbécil.

—¿Imbécil? —repitió Mike, las cejas enarcadas—. ¿He viajado doscientos años luz para que me llamaran gordo imbécil? Pues no ha valido la pena.

Giró graciosamente, zafándose de las mujeres. Me habría reunido con Mike pero Siri me aferraba el brazo con fuerza, susurrándome. Cuando logré desasirme, advertí que Mike aún sonreía, haciéndose el bufón. Pero tenía la mano izquierda en el bolsillo de la camisa.

—Dale tu espada, Creg —rugió Bertol. Uno de los jóvenes arrojó una espada a Mike. El arma se estrelló contra los adoquines.

—Lo dirás en broma, supongo —murmuró Mike con repentina sobriedad—. Grandísimo cretino. ¿Crees que me prestaré a un duelo sólo porque te excita hacerte el héroe ante esos patanes?

—Recoge la espada —gritó Bertol— o te ensartaré donde estás.

Avanzó un paso, la cara desfigurada de furia.

—Lárgate —espetó Mike, el lápiz láser en la mano izquierda.

—¡No! —grité, corriendo hacia la luz. Los obreros de construcción usaban ese lápiz para garrapatear marcas en vigas de aleación de filamentos.

Todo ocurrió súbitamente. Bertol avanzó otro paso y Mike lo roció con el rayo verde. Bertol soltó un grito y retrocedió; un tajo negro y humeante le cruzaba la camisa de seda. Vacilé. Mike había sintonizado el lápiz en potencia mínima. Dos amigos de Bertol avanzaron y Mike les pasó la luz por los tobillos. Uno cayó de rodillas maldiciendo y el otro se alejó brincando y aferrándose la pierna.

Se había reunido una multitud, que rió cuando Mike se quitó la gorra en otra reverencia.

—Gracias —dijo Mike—. Mi madre da las gracias.

El primo de Siri estaba furioso. Babeaba por los labios y barbilla abajo. Me abrí paso entre la multitud y me interpuse entre Mike y el alto colono.

—Está bien —atajé—. Nos vamos. Nos vamos ya.

—Demonios, Merin, apártate —prorrumpió Mike.

—Ya está bien —repetí volviéndome hacia él—. Estoy con una muchacha llamada Siri que tiene un… —Bertol embistió espada en mano. Le aferré el hombro con el brazo izquierdo y lo eché hacia atrás. Se desplomó en la hierba.

—Oh, diablos —exclamó Mike y retrocedió varios pasos. Parecía cansado y asqueado cuando se sentó en un escalón de piedra—. Oh, diablos —murmuró. Había una breve línea roja en uno de los retazos negros del lado izquierdo del disfraz de Arlequín. La estrecha línea se extendió y la sangre empapó el ancho vientre de Mike Osho.

—Cielos, Mike.

Me arranqué un trozo de camisa y traté de detener la hemorragia. No recordaba las medidas de primeros auxilios que nos habían enseñado en la nave. Me toqué la muñeca pero mi comlog no estaba allí. Los habíamos dejado en la nave.

—No es tan grave, Mike. Es sólo un corte. La sangre me mojaba la mano y la muñeca.

—Será suficiente —anunció Mike, la voz tensa de dolor—. Demonios. Una maldita espada. ¿Puedes creerlo, Merin? Mi juventud tronchada por un maldito cubierto salido de una jodida ópera de un centavo. Demonios, esto duele.

—Opera de tres centavos —corregí, cambiando de mano. El trapo estaba empapado.

—¿Sabes cuál es tu problema, Merin? Siempre estás metiendo tus malditos dos centavos. Ohhhh —la cara de Mike palideció y luego cobró un tono grisáceo. Apoyó la barbilla en el pecho y respiró entrecortadamente—. A la mierda con este chico. Vamos a casa, ¿eh?

Miré por encima del hombro. Bertol se alejaba con sus amigos. El resto de la multitud nos contemplaba horrorizada.

—¡Llamad a un médico! —grité—. ¡Traed enfermeros!

Dos hombres echaron a correr. No había señales de Siri.

—¡Espera! ¡Espera! —dijo Mike con voz más fuerte, como si hubiera olvidado algo importante—. Sólo un minuto —murmuró, y murió.

Murió. Muerte verdadera. Muerte cerebral. Abrió la boca obscenamente, revolvió los ojos y un instante después la sangre dejó de manar de la herida.

Por unos segundos maldije el cielo. Vi a la Los Angeles desplazándose por el borroso campo estelar y pensé que habría podido resucitar a Mike llevándolo allá en pocos minutos. La multitud retrocedió mientras yo gritaba y maldecía a las estrellas. Al fin me volví hacia Bertol.

—Tú —mascullé.

El joven se detuvo en la linde de la plaza. Tenía la cara cenicienta. Me miró en silencio.

—Tú —repetí. Cogí el lápiz láser, le di máxima potencia y caminé hacia Bertol y sus amigos.

Más tarde, en medio de la confusión de gritos y carne chamuscada, advertí que el deslizador de Siri se posaba en la plaza atestada; el polvo revoloteaba y la voz de ella me ordenaba subir. Nos alejamos de la luz y la locura. El viento frío me apartaba del cuello el pelo empapado de sudor.

—Iremos a Fevarone —anunció Siri—. Bertol estaba borracho. Los separatistas son un grupo pequeño y violento. No habrá represalias. Te quedarás conmigo hasta que el Consejo efectúe la indagación.

—No. Allá. Aterriza allá —señalé una franja de tierra a poca distancia de la ciudad.

Siri aterrizó de mala gana. Miré la roca para cerciorarme de que la mochila estaba allí y bajé del deslizador. Siri se movió en el asiento y me abrazó la cabeza.

—Merin, mi amor —tenía los labios tibios y abiertos pero yo no sentía nada. Tenía el cuerpo anestesiado. La aparté.

Ella se apartó el cabello y me miró con ojos verdes llenos de lágrimas. Luego el deslizador se elevó, viró y voló hacia el sur bajo la luz del amanecer.

Espera, tuve ganas de gritar. Me senté en una roca y me aferré las rodillas, sollozando. Me levanté y arrojé el lápiz láser al mar. Cogí la mochila y la vacié en el suelo.

La alfombra voladora no estaba.

Me senté de nuevo, demasiado agotado para reír, llorar o caminar. El sol se elevó. Aún estaba sentado allí cuando el deslizador negro de Seguridad de la Nave se posó en silencio a mi lado.

—¿Padre? Padre, se está haciendo tarde.

Me vuelvo para ver a mi hijo Donel a mis espaldas. Lleva la túnica azul y oro del Consejo de la Hegemonía. Tiene la calva irritada, perlada de sudor. Donel tiene sólo cuarenta y tres años pero parece mucho mayor.

—Por favor, padre —dice. Asiento y me levanto para sacudirme la hierba y el polvo. Caminamos juntos hacia la tumba. La multitud se ha acercado más. La grava cruje bajo los pies inquietos—. ¿Entro contigo, padre? —pregunta Donel.

Me detengo a mirar a este maduro desconocido que es mi hijo. Pocos rasgos de Siri o de mí se reflejan en él. Tiene una cara cordial, expresiva, tensa con la excitación del día. Intuyo en él la franqueza que en algunas personas reemplaza a la inteligencia. No puedo evitar comparar a este calvo cachorro humano con Alón, con sus rizos oscuros, su silencio y su sonrisa sardónica. Pero Alón murió hace treinta y tres años, abatido en una estúpida batalla que no tenía nada que ver con él.

—No —respondo—. Entraré solo. Gracias, Donel.

Cabecea y retrocede. Los pendones crujen sobre las cabezas de la ansiosa multitud. Me vuelvo hacia la tumba. La entrada está cerrada con un mecanismo de identificación de manos. Sólo tengo que tocarlo.

En los últimos instantes me he sumido en una fantasía que me salvará de la creciente tristeza interior y de los hechos externos que he desencadenado: Siri no está muerta. En las etapas finales de su enfermedad reunió a los médicos y los escasos técnicos de la colonia para que reconstruyeran una de las antiguas cámaras de hibernación usadas en la nave seminal hace dos siglos. Siri sólo está durmiendo. Más aún, ese sueño de un año le ha devuelto la juventud. Cuando la despierte, será la Siri de nuestros primeros tiempos. Saldremos caminando a la luz del sol y cuando se abran las puertas del teleyector seremos los primeros en pasar.

—¿Padre?

—Sí.

Avanzo y apoyo la mano en la puerta de la cripta. Susurran motores eléctricos y la blanca losa de piedra se desliza hacia atrás. Inclino la cabeza y entro en la tumba de Siri.

—¡Demonios, Merin, asegura esa soga antes de que te arroje por la borda! ¡Date prisa!

Me apresuré. La soga húmeda era difícil de enrollar y más difícil de amarrar. Siri meneó la cabeza y se inclinó para sujetar un nudo de bolina con una mano.

Era nuestro Sexto Encuentro. Yo había llegado con tres meses de retraso para su cumpleaños, pero más de cinco mil personas habían asistido a la celebración. El FEM de la Entidad Suma le había deseado buena suerte en un discurso de cuarenta minutos. Un poeta leyó sus más recientes añadidos a los sonetos del Ciclo de Amor. El embajador de la Hegemonía obsequió a Siri con un pergamino y una nave nueva, un pequeño sumergible impulsado por las primeras células de fusión permitidas en Alianza-Maui.

Siri tenía dieciocho naves más. Doce pertenecían a la flota de rápidos catamaranes que circulaban entre el Archipiélago errante y las islas fijas. Dos eran bellos yates de carrera que se usaban sólo dos veces al año para ganar los premios Regata del Fundador y Pauta de la Alianza. Las otras embarcaciones eran antiguas barcas pesqueras, feas y torpes, en buen estado pero poco más que chalanas.

Siri tenía diecinueve naves pero viajábamos en un barco pesquero, el Ginnie Paul. Durante ocho días habíamos pescado en la plataforma de los Bajíos Ecuatoriales; una tripulación de dos, arrojando y recogiendo redes, caminando con el agua hasta las rodillas entre peces malolientes y trilobites crujientes, brincando entre las olas, montando guardia, durmiendo como niños exhaustos durante los breves períodos de descanso. Yo aún no había cumplido veintitrés años. Creía estar acostumbrado a trabajos pesados en la Los Angeles y solía hacer una hora de ejercicios en la cápsula de 1,3 g cada dos turnos, pero ahora el dolor me atenazaba los brazos y la espalda y tenía ampollas entre los callos de las manos. Siri acababa de cumplir setenta años.

—Merin, ve adelante y recoge el trinquete. Haz lo mismo con el foque y luego baja a encargarte de los bocadillos. Mucha mostaza.

Asentí y fui adelante. Durante un día y medio habíamos jugado al escondite con una tormenta: la dejábamos atrás cuando podíamos, virábamos para recibir el castigo cuando debíamos. Al principio había resultado excitante, un respiro agradable después de arrojar, recoger y reparar redes. Pero al cabo de las primeras horas, el torrente de adrenalina se vio reemplazado por una náusea constante, fatiga y un cansancio agobiante. El mar no se aplacaba. Las olas alcanzaban seis metros de altura. El Ginnie Paul se zarandeaba como la matrona de anchas vigas que era. Todo estaba mojado. Yo tenía la piel empapada bajo tres capas de ropa impermeable. Para Siri eran unas ansiadas vacaciones.

—Esto no es nada —había comentado durante la más oscura hora de la noche, mientras las olas bañaban la cubierta y se estrellaban contra el plástico rajado de la cabina—. Tendrías que verlo en la temporada de los simunes.

Las nubes aún colgaban a baja altura y se fundían en ondas grises a lo lejos, pero el mar se había calmado bastante. Unté con mostaza los bocadillos de carne y vertí café en gruesas tazas blancas. Habría sido más fácil no derramar el café en gravedad cero que subiendo la empinada escalerilla con aquel zamarreo. Siri aceptó la taza casi vacía sin comentarios. Guardamos silencio mientras saboreábamos la comida y el calor. Cogí el timón cuando Siri bajó para llenar nuevamente las tazas. El día gris se transformaba gradualmente en noche.

—Merin —dijo ella tras alcanzarme la taza y sentándose en el largo banco acolchado que rodeaba la cabina—. ¿Qué ocurrirá cuando inauguren el teleyector?

Me sorprendió la pregunta. Casi nunca hablábamos del momento en que Alianza-Maui se uniría a la Hegemonía. Miré a Siri y de pronto comprendí que parecía muy vieja. La cara era un mosaico de arrugas y sombras. Los bellos ojos verdes se habían hundido en pozos de oscuridad y los pómulos eran filos de cuchillo sobre pergamino quebradizo. El cabello corto y gris se erizaba en mechones húmedos. El cuello y las muñecas parecían tendones nudosos que surgían de un suéter informe.

—¿A qué te refieres? —pregunté.

—¿Qué ocurrirá cuando inauguren el teleyector?

—Ya sabes lo que dice el Consejo, Siri —respondí en voz alta, pues Siri era sorda de un oído—. Iniciará una nueva era de comercio y tecnología para Alianza-Maui. Ya no estaréis limitados a vuestro pequeño mundo. Como ciudadanos, todos tendréis derecho a usar las puertas del teleyector.

—Sí —replicó Siri con voz fatigada—. He oído todo eso, Merin. ¿Pero qué ocurrirá? ¿Quiénes serán los primeros en llegar?

Me encogí de hombros.

—Más diplomáticos, supongo. Especialistas en contacto cultural. Antropólogos. Etnólogos. Biólogos marinos.

—¿Y luego?

Hice una pausa. Oscurecía. El mar estaba más calmado. Nuestras luces rojas y verdes de navegación brillaban en la noche. Experimenté la misma angustia que había conocido dos días antes, cuando la muralla de la tormenta apareció en el horizonte.

—Luego vendrán los misioneros. Los geólogos petroleros. Los especialistas en cultivos marinos. Los expertos en propiedades.

Siri sorbió el café.

—Creí que vuestra Hegemonía había superado la economía petrolera.

Me reí y trabé el timón.

—Nadie supera una economía basada en petróleo. No mientras exista el petróleo. No lo quemamos, si a eso te refieres. Pero sigue siendo esencial para la producción de plásticos, productos sintéticos, bases alimentarias y queroides. Doscientos mil millones de personas usan mucho plástico.

—¿Alianza-Maui tiene petróleo?

—Sí —contesté, ya sin reírme—. Hay una reserva de miles de millones de barriles en los Bajíos Ecuatoriales.

—¿Cómo lo extraerán, Merin? ¿Plataformas?

—Sí. Plataformas. Sumergibles. Colonias submarinas con obreros especiales traídos de Mare Infinitus.

—¿Y las islas móviles? —inquirió Siri—. Deben regresar cada año a los bajíos para alimentarse de la algazul y reproducirse. ¿Qué será de las islas?

Me encogí de hombros otra vez. Había bebido demasiado café y sentía un sabor amargo en la boca.

—No lo sé. No han dicho gran cosa a los tripulantes. Pero en nuestro primer viaje, Mike oyó que planeaban construir viviendas en la mayor cantidad de islas, y que algunas serán protegidas.

—¿Construir? —La voz de Siri demostró sorpresa por primera vez—. ¿Cómo pueden construir en las islas? Incluso las Primeras Familias deben pedir autorización a las Gentes del Mar para edificar nuestras casas arbóreas.

Sonreí cuando Siri usó la designación local para aludir a los delfines. Los habitantes de Alianza-Maui eran como niños cuando se trataba de esos malditos cetáceos.

—Los planes están preparados —expliqué—. Hay 128.573 islas móviles con tamaño suficiente para construir viviendas. Hace tiempo que ésas están contratadas. Supongo que las islas más pequeñas se desperdigarán. En las islas fijas se construirán edificios de recreo.

—Recreo —repitió Siri—. ¿Cuántas personas de la Hegemonía usarán el teleyector para venir aquí a… recrearse?

—¿Al principio? —pregunté—. Sólo unos miles al año. Mientras la única puerta esté en el centro comercial en la isla 241, el turismo será limitado. Quizá cincuenta mil el segundo año, cuando Primersitio tenga su puerta. Será un viaje de lujo. Siempre lo es cuando una colonia entra en la Red.

—¿Y después?

—¿Después de la prueba de cinco años? Habrá miles de puertas, desde luego. Supongo que llegarán veinte o treinta millones de nuevos residentes durante el primer año de ciudadanía plena.

—Veinte o treinta millones —murmuró Siri. La luz de la brújula le iluminaba la cara arrugada. Aún se apreciaba cierta belleza allí. Pero no había cólera ni alarma. Yo esperaba ambas cosas.

—Pero vosotros también seréis ciudadanos —la consolé—. Libres para visitar cualquier parte de la Red de Mundos. Habrá dieciséis mundos nuevos para escoger. Probablemente más para entonces.

—Sí —suspiró Siri mientras dejaba la taza vacía. Una lluvia fina goteaba en el vidrio que nos rodeaba. La tosca pantalla de radar empotrada en el marco tallado a mano mostraba mares vacíos. La tormenta se alejaba—. ¿Es cierto, Merin, que la gente de la Hegemonía tiene hogares en una docena de mundos? ¿Casas con ventanas que dan a una docena de cielos?

—Claro. Pero no mucha gente. Sólo los ricos pueden permitirse residencias multimundo.

Siri sonrió y me apoyó la mano en la rodilla. El dorso de esa mano tenía manchas y venas azules.

—Pero tú eres muy rico, ¿verdad, viajero de las estrellas?

Aparté los ojos.

—No, aún no.

—Ah, pero pronto, Merin, pronto. ¿Cuánto tiempo, amor? Menos de dos semanas aquí, el viaje de regreso a tu Hegemonía. Cinco meses más de tu tiempo para traer los últimos componentes, unas semanas para terminar, y luego volverás a casa con una fortuna. Caminarás para cruzar doscientos vacíos años luz. Qué extraña idea… ¿Dónde estaba? ¿Cuánto tiempo es eso? Menos de un año estándar.

—Diez meses. Trescientos seis días estándar. Trescientos catorce de los vuestros. Novecientos dieciocho turnos.

—Entonces terminará tu exilio.

—Sí.

—Tendrás veinticuatro años y serás muy rico.

—Sí.

—Estoy cansada, Merin. Quiero dormir.

Programé el timón, conecté la alarma para colisiones y bajé. El viento arreciaba y la vieja barca se mecía en el oleaje. Nos desnudamos bajo la luz opaca de la oscilante lámpara. Fui el primero en acostarme en la litera. Era la primera vez que Siri y yo dormíamos juntos en esa ocasión. Recordando nuestro último Encuentro y su timidez en la villa, esperé a que bajara la luz. En cambio permaneció un rato desnuda en el aire frío, los brazos flacos a los costados.

El tiempo había pasado por Siri, pero no había causado estragos. La gravedad había realizado su inevitable trabajo en los pechos y las nalgas, pero ella estaba mucho más delgada. Miré el perfil delgado de las costillas y el esternón y recordé a la muchacha de dieciséis años, de piel tibia y aterciopelada. A la fría luz de la lámpara contemplé las carnes flojas de Siri y recordé el claro de luna en sus pechos nacientes. Pero, inexplicablemente, era la misma Siri quien estaba ahora ante mí.

—Muévete, Merin.

Se acostó junto a mí. Las sábanas eran frescas, la tosca manta acogedora. Apagué la luz. La nave se mecía al ritmo de la respiración del mar. Oí el crujido de los mástiles y aparejos. Por la mañana tendríamos que arrojar, recoger y remendar, pero ahora era hora de descansar. Me adormilé acunado por el ruido de las olas contra la madera.

—¿Merin?

—Sí.

—¿Qué pasaría si los separatistas atacaran a los turistas de la Hegemonía, a los nuevos residentes?

—Creía que habían enviado los separatistas a las islas.

—En efecto. Pero ¿qué ocurriría si se resistieran?

—La Hegemonía enviaría tropas FUERZA que darían un escarmiento ejemplar a los separatistas.

—¿Y si atacaran el teleyector…, si lo destruyeran antes de que pudiera funcionar?

—Imposible.

—Sí, lo sé. ¿Pero qué sucedería?

—La Los Angeles regresaría nueve meses después con tropas de la Hegemonía que darían escarmiento ejemplar a los separatistas y a todos los de Alianza-Maui que se interpusieran.

—Nueve meses de a bordo —comentó Siri—. Once años de nuestro tiempo.

—Pero inevitable de un modo u otro. Hablemos de otra cosa.

—De acuerdo —aceptó Siri, pero no hablamos. Escuché los crujidos y suspiros del barco. Siri se había acomodado en el hueco de mi brazo. Me apoyaba la cabeza en el hombro y su respiración era tan honda y profunda que creí que estaba dormida. Yo estaba a punto de dormirme cuando su mano tibia me acarició la entrepierna. Me sorprendí aún mientras se me endurecía el sexo. Siri susurró la respuesta a mi tácita pregunta—: No, Merin, nunca se es demasiado vieja. Siempre deseas la tibieza y la cercanía. Tú decides, mi amor. Yo seré feliz de todos modos.

Decidí. Hacia el amanecer nos dormimos.

La tumba está vacía.

—¡Donel, ven aquí!

Donel entra deprisa, y la túnica susurra en la oquedad. La tumba está vacía. No hay cámara de hibernación —en realidad no esperaba que la hubiese— pero tampoco hay sarcófago ni ataúd. Una lámpara brillante alumbra el interior blanco.

—¿Qué diablos es esto, Donel? Creí que era la tumba de Siri.

—Lo es, padre.

—¿Dónde está sepultada? ¿Bajo el suelo?

Donel se enjuga la frente. Recuerdo que estoy hablando de su madre. También recuerdo que él ha tenido casi dos años para acostumbrarse a su muerte.

—¿Nadie te lo ha contado? —pregunta.

—¿Contarme qué? —la cólera y la confusión se aplacan—. Me trajeron aquí desde la estación de descenso y me dijeron que debía visitar la tumba de Siri antes de la inauguración del teleyector. ¿Qué pasa?

—Mamá fue incinerada, de acuerdo con sus deseos. Sus cenizas se esparcieron en el gran Mar del Sur desde la plataforma más alta de la isla familiar.

—¿Entonces para qué esta… cripta? —cuido mis palabras. Donel es sensible.

Se enjuga la frente de nuevo y mira el suelo. La multitud no puede vernos pero estamos muy atrasados. Los demás miembros del Consejo ya han tenido que correr colina abajo para reunirse con los dignatarios en el palco. Mi pesadumbre de este día no sólo ha sido inoportuna, sino que ha estropeado la representación.

—Mamá dejó instrucciones. Se llevaron a cabo —toca un panel de la pared interior. El panel se desliza y descubre un pequeño nicho con una caja metálica. La caja lleva mi nombre.

—¿Qué es eso?

Donel sacude la cabeza.

—Artículos personales que te dejó mamá. Sólo Magritte conocía los detalles, y ella murió el invierno pasado sin desvelar el secreto.

—De acuerdo. Gracias. Saldré enseguida.

Donel mira su cronómetro.

—La ceremonia comienza dentro de ocho minutos. Dentro de veinte activarán el teleyector.

—Lo sé —digo. Vaya si lo sé. Parte de mí sabe exactamente cuánto tiempo queda—. Saldré enseguida.

Donel titubea y se marcha. Cierro la puerta con un toque de la mano. La caja de metal es asombrosamente pesada. La apoyo en el suelo de piedra y me acuclillo al lado. Un identificador de manos más pequeño me da acceso. La tapa se abre y atisbo el interior.

—Demonios —murmuro. No sé qué esperaba, tal vez objetos, recuerdos nostálgicos de los ciento tres días que pasamos juntos, una flor aplastada o la caracola que encontramos en Fevarone. Pero no hay tales recordatorios.

La caja contiene un pequeño láser manual Steiner-Ginn, una de las armas de proyección más potentes jamás construidas. El acumulador está unido por un cable a una pequeña célula de fusión que Siri debió de sacar del sumergible nuevo. A la célula de fusión también está conectado un comlog, una antigualla con un interior de estado sólido y un panel de cristal líquido. El indicador de carga emite un fulgor verde.

Hay dos objetos más en la caja. Uno es el medallón traductor que usamos tanto tiempo atrás. El último objeto me deja boquiabierto.

—Diablos, pequeña zorra —exclamo. Ahora lo comprendo todo. No puedo reprimir una sonrisa—. Artera y querida zorra.

Allí, pulcramente enrollada, con el cable correctamente enchufado, se encuentra la alfombra voladora que Mike Osho compró en el mercado de Carvnel por treinta marcos. Dejo la alfombra, desconecto el comlog y lo saco. Me siento con las piernas cruzadas en la fría piedra y toco el panel. La luz de la cripta se apaga y de pronto aparece Siri.

No me echaron de la nave cuando Mike murió. Pudieron hacerlo pero no fue así. No me dejaron a merced de la provinciana justicia de Alianza-Maui. Pudieron hacerlo pero no fue así. Me retuvieron dos días en Seguridad y me interrogaron. En una ocasión fue el propio capitán Singh quien formuló las preguntas. Luego me reintegraron al servicio activo. Durante los cuatro meses del largo salto de regreso me atormenté pensando en el asesinato de Mike. Sabía que mi torpeza había contribuido a su muerte. Trabajaba mis turnos, soñaba mis sudorosas pesadillas y me preguntaba si me darían la baja al regresar a la Red. Pudieron hacerlo pero no fue así.

No me echaron. Tendría mi permiso normal en la Red pero no disfrutaría de descansos mientras estuviera en el sistema de Alianza-Maui. Además, hubo una amonestación escrita y una degradación temporal.

Tomé mi permiso de tres semanas con el resto de la dotación, pero, al contrario de los demás, no pensaba regresar. Me teleyecté a Esperance y cometí el clásico error del viajero estelar: visitar a la familia. Dos días en el atestado bulbo residencial bastaron. Salté a Lusus y durante tres días me dediqué a putañear en la Rue des Chats. Cuando se me ensombreció el ánimo, salté a Fuji y perdí la mayor parte de mis marcos apostando en las sangrientas peleas de samurais.

Al fin salté a Estación Sistema Originario y abordé el transbordador para una peregrinación de dos días a la Cuenca de Helias. Nunca había estado en el Sistema Originario ni en Marte y no pretendo regresar nunca, pero los diez días que pasé allí, a solas y vagando por los pasillos polvorientos del Monasterio, me permitieron regresar a la nave. Regresar a Siri.

En ocasiones abandonaba el laberinto de piedra roja del megalito y, vestido sólo con traje dérmico y máscara, salía a uno de los miles de balcones de piedra para contemplar el cielo y el pálido astro gris que había sido Vieja Tierra. A veces pensaba en los valientes y estúpidos idealistas que se habían lanzado hacia la gran oscuridad en sus lentas y maltrechas naves, llevando embriones e ideologías con la misma fe y fervor. Pero en general trataba de no pensar. Casi siempre, en la noche roja, me limitaba a dejar que Siri viniera a mí. En la Roca del Maestro, donde el satori perfecto había eludido a tantos peregrinos más dignos, lo alcancé mediante el recuerdo del cuerpo de una muchacha de dieciséis años tendida junto a mí mientras el claro de luna se reflejaba en las alas de un halcón.

Cuando la Los Angeles efectuó otro salto cuántico, yo iba a bordo. Cuatro meses después me conformé con realizar mi turno con la dotación de obreros, enchufarme en mis simuladores habituales y pasar el permiso durmiendo. Hasta que Singh fue a verme.

—Vas a descender —anunció. Yo no comprendí—. En los últimos once meses los nativos han transformado tu error con Osho en una maldita leyenda. Han creado todo un mito cultural acerca de tus retozos con esa muchacha colonial.

—Siri —murmuré.

—Coge tu equipo —ordenó Singh—. Pasarás tres semanas en tierra. Los expertos del embajador aseguran que serás más beneficioso para la Hegemonía allá abajo que aquí arriba. Veremos.

El mundo esperaba. Las multitudes vitoreaban. Siri agitaba las manos. Partimos de la bahía en un catamarán y navegamos hacia el sud-sudeste, con destino al Archipiélago y la isla de su familia.

—Hola, Merin. —Siri flota en la oscuridad de su tumba. El holo no es perfecto; una bruma rodea los bordes. Pero es Siri, tal como la vi la última vez, el cabello gris tijereteado más que cortado, la cabeza erguida, la cara tallada por las sombras—. Hola, Merin, amor mío.

—Hola, Siri —saludo. La puerta de la tumba está cerrada.

—Lamento no poder compartir nuestro Séptimo Encuentro, Merin. Lo esperaba con ansiedad. —Siri hace una pausa y se mira las manos. La imagen fluctúa cuando la atraviesan motas de polvo—. Había pensado muy bien mis palabras. Cómo decirlas. Alegatos, instrucciones. Pero sé que habría sido inútil. O bien ya lo he dicho y tú has oído, o no queda nada por explicar y el silencio es lo más conveniente.

La edad ha embellecido la voz de Siri. Ahora subyacen en ella una plenitud y una calma que sólo pueden nacer del dolor. Síri mueve las manos, que desaparecen fuera del borde de la proyección.

—Merin, amor mío, qué extraños han sido nuestros días compartidos y nuestras separaciones. Qué bellamente absurdo el mito que nos unía. Mis días eran sólo latidos para ti. Te odiaba por eso. Tú eras un espejo que no mentía. ¡Si te hubieras podido ver la cara al principio de cada Encuentro! Al menos podías haber ocultado tus emociones… Al menos pudiste hacer eso por mí.

»Pero en tu torpe ingenuidad siempre hubo algo, Merin. Hay algo allí que desmiente la crudeza y el desconsiderado egoísmo que te caracteriza. Afecto, tal vez. Un respeto por el afecto, al menos.

»Merin, este diario tiene cientos de anotaciones…, miles, me temo… Lo he llevado desde que tenía trece años. Cuando veas esto, todas estarán borradas excepto las siguientes. Adiós, amor mío. Adiós.

Apago el comlog y guardo silencio un instante. La multitud apenas se oye a través de las gruesas paredes de la tumba. Recobro el aliento y aprieto el panel.

Siri aparece. Tiene casi cincuenta años. Reconozco al instante el día y el lugar en que registró esta imagen. Recuerdo la capa, el pendiente de piedranguila que le cuelga del cuello, el mechón de cabello que se le escapa de la boina y le roza la mejilla. Recuerdo todo sobre ese día. Fue el último día de nuestro Tercer Encuentro y estábamos con amigos en las alturas de Golondrina Sur. Donel tenía diez años y tratábamos de convencerlo de que patinara por la nieve con nosotros. Él lloriqueaba. Siri se alejó de nosotros aun antes de que aterrizara el deslizador.

Cuando Magritte bajó, la cara de Siri nos indicó que algo había ocurrido.

La misma cara me mira ahora. Se acaricia distraídamente el rebelde mechón de pelo. Los ojos están inflamados pero la voz está calma.

—Merin, hoy han matado a nuestro hijo. Alón tenía veintiún años y lo han matado. Hoy estabas tan confundido, Merin. «¿Cómo pudo ocurrir semejante error?», repetías. No conocías realmente a nuestro hijo pero el dolor se te notaba en la cara. Merin, no fue un accidente. Si no sobrevive nada más, ningún otro registro, si nunca comprendiste por qué permití que un mito sentimental rigiera mi vida, que se sepa esto: Alón no murió en un accidente. Estaba con los separatistas cuando llegó la policía del Consejo. Incluso entonces pudo haber escapado. Habíamos preparado una coartada. La policía habría creído su historia. Optó por quedarse.

»Hoy, Merin, te impresionaste por mi discurso ante la multitud, esa turba, en la embajada. Debes saber esto, viajero estelar. Cuando dije "Ahora no es momento de mostrar vuestra cólera y vuestro odio", quise decir precisamente eso. Ni más ni menos. No era el momento. Pero el día llegará. Sin duda llegará. La Alianza no se tomaba a la ligera en esos días finales, Merin. No se la toma a la ligera hoy. Los que han olvidado se sorprenderán cuando llegue el día, pero sin duda llegará.

Hay un cambio de imagen y por una fracción de segundo la cara de una Siri de veintiséis años se superpone a los rasgos de la mujer mayor.

—Merin, estoy embarazada. Qué alegría. Hace cinco semanas que fe fuiste y te echo de menos. Te marcharás diez años. Más que eso Merin, ¿por qué no me invitaste a ir contigo? No podría haber aceptado, pero me habría encantado que me invitaras. Pero estoy embarazada, Merin. Los médicos dicen que será varón. Le hablaré de ti, amor mío. Tal vez algún día tú y él naveguéis en el Archipiélago y escuchéis las canciones de las Gentes del Mar, como tú y yo lo hemos hecho durante estas últimas semanas. Quizás entonces comprendas. Merin, te echo de menos. Por favor, apresúrate a volver.

La imagen holográfica fluctúa. La muchacha de dieciséis años tiene la cara roja. La larga melena cae sobre los hombros desnudos y la bata blanca. Habla deprisa, llorando.

—Viajero estelar Merin Aspic, lamento lo de tu amigo, en serio, pero te marchaste sin siquiera despedirte. Tenía planes para que nos ayudaras…, para que tú y yo… Te fuiste sin despedirte. No me importa lo que te ocurra. Espero que vuelvas a las pestilentes y apiñadas colmenas de la Hegemonía y te pudras. Merin Aspic, no quisiera verte de nuevo aunque me pagaran. Hasta nunca.

Me da la espalda antes de que termine la proyección. La tumba está a oscuras pero el audio continúa por un momento. Se oye una risita suave y la voz de Siri —no distingo la edad— hablar por última vez.

—Adiós, Merin, adiós.

—Adiós —me despido, y apago el panel.

La multitud me abre paso cuando salgo parpadeando de la tumba. Mis inoportunos sentimientos han estropeado el drama del acontecimiento, y mi sonrisa ahora provoca susurros airados. Los altavoces nos transmiten desde lejos la retórica de la ceremonia oficial.

—… comenzando una nueva era de cooperación —declama la voz profunda del embajador.

Pongo la caja en la hierba y saco la alfombra voladora. La multitud se esfuerza para ver mientras desenrollo la alfombra. Los dibujos han perdido el color pero las hebras de vuelo relucen como cobre nuevo. Me siento en medio de la estera y coloco la pesada caja detrás de mí.

—… y seguirán más, hasta que el espacio y el tiempo dejen de ser obstáculos.

Cuando toco el diseño de vuelo y la estera se eleva cuatro metros en el aire, la multitud retrocede. Ahora veo más allá del techo de la tumba. Las islas regresan para formar el Archipiélago Ecuatorial. Cientos de ellas impulsadas desde el hambriento sur por vientos suaves.

—De modo que con gran placer cierro este circuito y te doy la bienvenida, colonia de Alianza-Maui, a la comunidad de la Hegemonía del Hombre.

La delgada hebra del láser de comunicación ceremonial envía sus haces al cénit. Suenan aplausos y la orquesta empieza a tocar. Alzo la vista para contemplar el nacimiento de una nueva estrella. Parte de mí sabe al instante lo que acaba de ocurrir.

Por unos microsegundos el teleyector funcionó. Por unos microsegundos el espacio y el tiempo dejaron de ser obstáculos. Luego la marejada de la singularidad artificial activó la carga de termita que yo había puesto en la esfera de contención externa. La diminuta explosión no se apreció, pero un instante después el expansivo radio de Swarzschild devora la corteza, se traza el frágil dodecaedro de treinta y seis mil toneladas y crece rápidamente para engullir varios miles de kilómetros de espacio. Eso resulta visible —magníficamente visible— cuando una nova en miniatura despide un resplandor blanco en el cielo claro y azul.

La banda deja de tocar. Ya no hay razón para hacerlo. El teleyector se desploma sobre sí mismo con un estallido de rayos X que no alcanzan a causar daños a través de la generosa atmósfera de Alianza-Maui. Una segunda estría de plasma se hace visible cuando la Los Angeles se aleja del pequeño agujero negro. Los vientos arrecian y los mares se encrespan. Esta noche se producirán extrañas mareas.

Quiero decir algo profundo, pero no se me ocurre nada. Además, la multitud no tiene ánimo para escuchar. Me convenzo de que oigo algunas ovaciones en medio de los lamentos e imprecaciones.

Toco los diseños de vuelo y la alfombra voladora se remonta sobre el peñasco y la bahía. Un halcón que remolonea en las corrientes térmicas del mediodía aletea asustado.

—¡Qué vengan! —grito al halcón fugitivo—. ¡Qué vengan! ¡Tendré treinta y cinco años y no estaré solo! ¡Qué vengan si se atreven!

Bajo el puño y me echo a reír. El viento me agita el cabello y me enfría el sudor del pecho y los brazos.

Más tranquilo, miro alrededor y pongo rumbo hacia las islas más lejanas. Ansío encontrar a los demás. Ante todo, ansío hablar con las Gentes del Mar para anunciarles que ha llegado la hora de que el Tiburón venga al fin a los mares de Alianza-Maui.

Más tarde, cuando se hayan ganado las batallas y el mundo les pertenezca, les hablaré de ella. Les cantaré acerca de Siri.

La cascada de luz de la distante batalla espacial continuaba. No se oía nada excepto el gemido del viento en las montañas. El grupo permanecía unido, escuchando con atención y mirando el antiguo comlog como si esperase algo más.

No había más. El cónsul extrajo el microdisco y se lo guardó en el bolsillo.

Sol Weintraub acarició la espalda de la niña dormida.

—Usted no será Merin Aspic, ¿verdad? —preguntó al cónsul.

—No —replicó el cónsul—. Merin Aspic murió durante la Rebelión. La Rebelión de Siri.

—¿Cómo llegó esa grabación a sus manos? —preguntó el padre Hoyt. A pesar de la máscara de dolor del sacerdote, era evidente que estaba emocionado—. Esta increíble grabación…

—Él me la dio —explicó el cónsul—. Semanas antes de morir en la Batalla del Archipiélago —el cónsul miró al desconcertado grupo—. Yo soy nieto de Siri y Merin. Mi padre, el Donel a quien Aspic menciona, fue el primer Consejero Interno cuando Alianza-Maui fue admitido en el Protectorado. Luego lo eligieron senador y continuó en funciones hasta su muerte. Yo tenía nueve años ese día de la colina, cerca de la tumba de Siri. Tenía veinte, edad suficiente para luchar junto a los rebeldes, cuando Aspic vino a nuestra isla, de noche, me llevó aparte y me prohibió que me uniera a ellos.

—¿Usted habría luchado? —preguntó Brawne Lamia.

—Habría luchado y muerto. Como un tercio de nuestros hombres y un quinto de nuestras mujeres. Como todos los delfines y muchas de las islas, aunque la Hegemonía procuró mantener la mayor cantidad intacta.

—Es un documento conmovedor —comentó Sol Weintraub—. Pero ¿por qué está usted aquí? ¿Por qué la peregrinación al Alcaudón?

—No he terminado —anunció el cónsul—. Escuchen.

Mi padre era tan débil como fuerte había sido mi abuela. La Hegemonía no esperó once años locales para regresar. Las naves-antorcha FUERZA ya estaban en órbita antes de que hubieran transcurrido cinco años. Mi padre se cruzó de brazos mientras destruían las improvisadas naves rebeldes. Siguió defendiendo a la Hegemonía mientras ésta sitiaba nuestro mundo. Cuando yo tenía quince años, presencié con mi familia, desde la cubierta superior de nuestra isla ancestral, una docena de islas ardiendo en la distancia mientras los deslizadores de la Hegemonía incendiaban el mar con sus cargas de profundidad. Por la mañana, cadáveres de delfines agrisaban las olas.

Mi hermana mayor, Lira, fue a luchar con los rebeldes en esos días desesperados, después de la Batalla del Archipiélago. Hubo testigos que la vieron morir. Su cuerpo no se encontró. Mi padre nunca volvió a mencionarla.

Tres años después del cese del fuego y el ingreso en el Protectorado, los colonos originales éramos una minoría en nuestro propio mundo. Las islas fueron domesticadas y vendidas a los turistas, tal como Merin había predicho a Siri. Primersitio es ahora una ciudad de once millones de habitantes, con condominios, torres y ciudades EM que proliferan por la isla a lo largo de la costa. La bahía de Prímersitio es un bazar pintoresco donde los descendientes de las Primeras Familias venden objetos de arte y artesanía a precios exorbitantes.

Cuando eligieron senador a mi padre vivimos en centro Tau Ceti durante un tiempo, y allí terminé mi educación. Yo era un hijo obediente que exaltaba las virtudes de la vida en la Red, estudiaba la gloriosa historía de la Hegemonía del Hombre y me preparaba para hacer carrera en el cuerpo diplomático.

Entre tanto esperaba.

Regresé a Alianza-Maui poco después de licenciarme y trabajé en las oficinas de la Isla de la Administración Central. Parte de mi trabajo consistía en visitar los cientos de plataformas de perforación de los bajíos, presentar informes acerca de los complejos submarinos y actuar como enlace con las empresas constructoras que iban desde TC2 y Sol Draconi Septem. No me gustaba mi trabajo, pero eso no alteraba mi disposición para trabajar. Sonreía y esperaba.

Cortejé y desposé a una muchacha de una de las Primeras Familias, del linaje de Bertol, primo de Sin, y tras recibir óptimas calificaciones en los exámenes del cuerpo diplomático pedí un puesto fuera de la Red.

Así comenzó una Diáspora personal para Gresha y para mí. Yo era eficiente, un diplomático nato. Después de los cinco años estándar llegué a vicecónsul; a los ocho, a cónsul. Mientras permaneciera en el Afuera, no ascendería más.

Así lo deseaba. Trabajaba para la Hegemonía. Y esperaba.

Al principio mi papel consistía en brindar a la Red medios para ayudar a los colonos a hacer lo que mejor saben: destruir la vida aborigen. No es casual que en seis siglos de expansión interestelar la Hegemonía no haya encontrado especies consideradas inteligentes según el índice Drake-Turíng-Chen. En Vieja Tierra se acepta que toda especie que incluya a la humanidad en el menú de su cadena alimenticia quedará extinguida al poco tiempo. Al expandirse la Red, si alguna especie intentaba competir en serio con el intelecto humano, desaparecería antes de que se inaugurara el primer teleyector en el sistema en que habitaba.

En Remolino cazamos a los elusivos zeplen mediante sus torres de nubes. Quizá no fueran inteligentes según las pautas humanas o del Núcleo, pero eran hermosos. Cuando morían, ondeando en colores irisados, irradiando invisibles mensajes policromos, sin ser oídos por sus compañeros en fuga, la belleza de la agonía era indescriptible. Vendimos sus pieles fotorreceptivas a empresas de la Red, su carne a mundos como Puertas del Cielo, y molimos sus huesos para venderlos como afrodisíacos a los impotentes y supersticiosos de una veintena de mundos coloniales.

En Jardín trabajé como asesor de los ingenieros de arcología que drenaron Gran Marjal y pusieron fin al breve reinado de los centauros de pantano que dominaban la zona, amenazando los avances de la Hegemonía. Hacia el final intentaron emigrar, pero las Comarcas del Norte eran demasiado secas para ellos. Cuando visité la región décadas después, estando Jardín ya en la Red, los restos disecados de los centauros aún salpicaban las distantes comarcas, como hollejos de plantas exóticas de una era más colorida.

Llegué a Hebrón cuando los colonos judíos terminaban su larga rencilla con los seneschai aluit, criaturas tan frágiles como la ecología sin agua de aquel mundo. Los aluit eran empáticos: nuestro temor y nuestra codicia los mataron, además de nuestra infranqueable extrañeza. Pero en Hebrón no fue la muerte de los aluit lo que me endureció el corazón, sino el modo en que perjudiqué a los colonos.

En Vieja Tierra había una palabra para describirme: quintacolumnista. Aunque Hebrón no era mi mundo, los colonos que habían huido allí tenían razones tan claras como las de esos antepasados míos que firmaron la Alianza de la Vida en la isla de Maui, Vieja Tierra. Pero yo esperaba. En mi espera actuaba… en todos los sentidos de la palabra.

Los de Hebrón confiaron en mí. Llegaron a creer en mis francas revelaciones acerca de las ventajas de unirse de nuevo a la comunidad humana, de unirse a la Red. Insistieron en dejar sólo una ciudad abierta a los extranjeros. Yo sonreí y acepté. Hoy Nueva jerusalén alberga sesenta millones de personas, mientras que el resto del continente alberga apenas a diez millones de aborígenes judíos, que incluso dependen de la ciudad de la Red para la mayoría de sus necesidades. Otra década. Quizá menos.

Se me quebró el ánimo cuando Hebrón ingresó en la Red. Descubrí el alcohol, la bendita antítesis del Flashback y las conexiones cerebrales. Gresha se quedó conmigo en el hospital de allí hasta que me recobré. Curiosamente, a pesar de tratarse de un mundo judío, la clínica era católica. Recuerdo el susurro de las sotanas en los pasillos, de noche.

Mi colapso había sido discreto y distante. No perjudicó mi carrera. Como cónsul pleno, llevé a mi esposa e hijo a Bressia.

Allí afrontábamos una situación de delicado equilibrio que rayaba en lo bizantino. Durante décadas, coronel Kassad, fuerzas del TecnoNúcleo habían hostigado a los enjambres éxter dondequiera que huyeran. Los poderosos del Senado y el Consejo Asesor IA resolvieron que se debía poner a prueba el poderío éxter en el Afuera. Se escogió Bressia.

Admito que los bressianos habían sido nuestros sustitutos durante décadas antes de que yo llegara. Era una sociedad arcaica y ridiculamente prusiana, militarista al máximo, arrogante en sus pretensiones económicas, xenófoba al extremo de prestarse alegremente a eliminar la «amenaza éxter». Al principio, unas pocas naves-antorcha alquiladas para que llegaran a los enjambres. Armas de plasma. Sondas de impacto con virus especiales.

Por un ligero error de cálculo yo aún estaba en Bressia cuando llegaron las hordas éxter. Unos meses de diferencia. Un equipo de análisis político-militar tendría que haber estado en mi lugar.

No importaba. Se cumplieron los propósitos de la Hegemonía. La resolución y la capacidad de despliegue rápido de FUERZA se pusieron a prueba sin que los intereses de la Hegemonía sufrieran ningún inconveniente. Gresha murió, desde luego. En el prímer bombardeo. También Alón, mi hijo de diez años. Había estado conmigo y había sobrevivido a la guerra. Murió cuando un idiota de FUERZA activó una trampa caza-bobos o una carga de demolición demasiado cerca de la barraca de refugiados de Buckminster, la capital.

Yo no estaba con él cuando murió.

Después de Bressia me ascendieron. Me asignaron la tarea más difícil y delicada jamás delegada en un simple cónsul: diplomático a cargo de las negociaciones directas con los éxters.

Prímero me teleyectaron a Centro Tau Ceti para largas conferencias con el comité de la senadora Gladstone y algunos miembros del Consejo IA. Hablé con Gladstone en persona. El plan era complejo. Se trataba de provocar un ataque éxter, y la clave de esa provocación era el mundo de Hyperion.

Los éxters observaban Hyperion desde antes de la Batalla de Bressia. Nuestros informes de espionaje sugerían que estaban obsesionados con las Tumbas de Tiempo y el Alcaudón. Su ataque contra la nave hospital de la Hegemonía que trasladaba al coronel Kassad, entre otros, obedeció a un error de cálculo; su nave insignia se asustó cuando la nave hospital fue erróneamente identificada como una gironave militar. Pero aún desde el punto de vista éxter, cuando el capitán envió las naves de descenso cerca de las Tumbas reveló con ello su aptitud para desafiar las mareas de tiempo. Cuando al fin el Alcaudón diezmó a sus equipos comando, el capitán de la nave-antorcha regresó al Enjambre para ser ejecutado.

Sin embargo, nuestros informes sugerían que el error éxter no había representado un desastre total. Se habían obtenido datos valiosos acerca del Alcaudón. Además, la obsesión éxter con Hyperion se había profundizado.

Gladstone me explicó que la Hegemonía pretendía capitalizar esa obsesión.

La esencia del plan era provocar a los éxters para que atacaran la Hegemonía. El foco del ataque sería Hyperion. Me dieron a entender que la batalla resultante se relacionaba más con la política interna de la Red que con los éxters. Ciertos elementos del TecnoNúcleo se habían opuesto durante siglos a que Hyperion ingresara en la Hegemonía. Gladstone explicó que esta situación ya no convenía a la humanidad y que una anexión forzosa de Hyperion —con el pretexto de defender la Red misma— permitiría que las coaliciones IA más progresistas del Núcleo ganaran poder. Este cambio en el equilibrio de poder dentro del Núcleo beneficiaría al Senado y la Red de maneras que no se me detallaron. Los éxters serían erradicados para siempre como amenaza potencial. Se iniciaría una nueva era de gloria para la Hegemonía.

Gladstone me explicó que yo no tenía por qué aceptar. La misión estaba plagada de peligros, tanto para mi carrera como para mi vida. A pesar de todo, acepté.

La Hegemonía me brindó una nave espacial privada. Solicité una sola modificación: el añadido de un antiguo piano Steinway.

Durante meses viajé solo bajo el impulso Hawking. Durante más meses recorrí regiones adonde migraban regularmente los enjambres éxter. Al final detectaron mi nave y la capturaron. Aceptaron que yo era un mensajero, aunque conocían mi condición de espía. Deliberaron para decidir si debían matarme y resolvieron que no. Deliberaron para decidir si debían negociar conmigo y resolvieron que sí.

No intentaré describir la belleza de la vida en un enjambre: las ciudades globulares de gravedad cero, las granjas en cometas, los cúmulos de impulso, los bosques microorbitales, los ríos migratorios, los diez mil colores y texturas de la vida en la Semana del Contacto. Creo que los éxters han conseguido algo que la humanidad de la Red no ha logrado en los últimos milenios: han evolucionado. Mientras nosotros vivimos en nuestras culturas derivativas, pálidos reflejos de la vida de Vieja Tierra, los éxters han explorado nuevas dimensiones de la estética, la ética, las biociencias, las artes y todos los campos que deben cambiar y crecer para reflejar el desarrollo del alma humana.

Los llamamos bárbaros y nos aferramos tímidamente a nuestra Red, como visigodos agazapándose en las ruinas de la disipada gloria de Roma… y nos consideramos civilizados.

En diez meses estándar les conté mi mayor secreto y ellos me revelaron el suyo. Expliqué con todo detalle que la gente de Gladstone pretendía exterminarlos. Les descubrí que los científicos de la Red no comprendían las anomalías de las Tumbas de Tiempo, y el inexplicable temor del TecnoNúcleo ante Hyperion. Señalé que Hyperion sería una trampa si intentaban ocuparlo, que hasta el último elemento FUERZA sería trasladado al Sistema de Hyperion para aplastarlos. Revelé todo lo que sabía y de nuevo esperé la muerte.

En vez de matarme, me contaron una cosa. Me mostraron interferencias de ultralínea, grabaciones en haz cerrado, y sus propios registros de la fecha en que habían huido del Sistema de Vieja Tierra, cuatro siglos y medio antes. Los hechos eran terribles en su sencillez.

El Gran Error del 38 no fue tal. La muerte de Vieja Tierra obedeció a un plan de ciertos elementos del TecnoNúcleo y sus aliados humanos en el creciente gobierno de la Hegemonía. La Hégira se organizó detalladamente décadas antes de que ese agujero negro descontrolado se hundiera «por accidente» en el corazón de Vieja Tierra.

La Red de Mundos, la Entidad Suma, la Hegemonía del Hombre, se originaban en el más pérfido parricidio. Ahora se mantenían mediante una discreta y deliberada política de fratricidio: el exterminio de toda especie que mostrara el menor potencial para la competencia. Y los éxters, la única otra tribu humana libre para vagabundear entre los astros y el único grupo no dominado por el TecnoNúcleo, era el siguiente paso en la lista de extinción.

Regresé a la Red. Habían transcurrido más de treinta años de tiempo de la Red; Meina Gladstone era FEM. La Rebelión de Siri se había convertido en una leyenda romántica, una nota a pie de página en la historia de la Hegemonía.

Vi a Gladstone. Le referí muchas de las cosas que me habían revelado los éxters, pero no todas. Le conté que sabían que cualquier batalla por Hyperion sería una trampa, pero que irían de todos modos. Le conté que los éxters querían que yo fuera cónsul de Hyperion para usarme como agente doble cuando estallara la guerra.

Lo que silencié es que habían prometido darme un artefacto que abriría las Tumbas de Tiempo y liberaría al Alcaudón.

La FEM Gladstone entabló largas charlas conmigo. Los agentes de inteligencia FUERZA mantuvieron conversaciones aún más largas; algunas duraron meses. Se usaron tecnologías y drogas para confirmar que yo decía la verdad y no retenía nada. Los éxters también eran expertos en tecnologías y drogas. Yo decía la verdad, pero retenía algo.

Por último me asignaron a Hyperion. Gladstone ofreció incluir al mundo en el Protectorado, y a mí me brindó una embajada. Decliné ambas ofertas, aunque pregunté si podía conservar mi nave privada. Viajé en una gironave regular y mi propia nave llegó semanas después en el vientre de una nave-antorcha que nos visitaba. La dejaron en una órbita de aparcamiento, con el entendimiento de que yo la llamaría y me marcharía cuando deseara.

Solo en Hyperion, esperé. Transcurrieron años. Permití que mi ayudante gobernara ese mundo del Afuera mientras yo bebía en el bar Cicero y esperaba. Los éxters se pusieron en contacto conmigo por una ultralínea privada y yo tomé tres semanas de permiso, llevé mi nave hasta un lugar aislado cerca del Mar de Hierba, establecí contacto con su nave exploradora cerca de la Nube de Oort, recibí a su agente —una mujer llamada Andil— y a un terceto de técnicos. Descendí al norte de la Cordillera de la Brida, a pocos kilómetros de las Tumbas.

Los éxters no tenían teleyectores. Pasaban la vida en largos viajes entre las estrellas, observando la vida en la Red como si fuera una película o holo a frenética velocidad. Estaban obsesionados con el tiempo. El TecnoNúcleo había dado el teleyector a la humanidad y continuaba manteniéndolo. Los científicos humanos no lo entendían. Los éxters lo intentaron y fracasaron, pero incluso en sus fracasos entrevieron cómo manipular el espacio/tiempo.

Comprendían las mareas de tiempo, los campos antientrópicos que rodeaban las Tumbas. No sabían generar esos campos, pero podían escudarse de ellos y —teóricamente— destruirlos. Las Tumbas y lo que contenían dejarían de retroceder en el tiempo. Las Tumbas se «abrirían». El Alcaudón escaparía de su prisión al no estar conectado con las inmediaciones de las Tumbas. Todo lo que hubiera dentro se liberaría.

Los éxters creían que las Tumbas de Tiempo eran artefactos de su propio futuro, y el Alcaudón un arma de redención que aguardaba la mano adecuada para empuñarla. El Culto del Alcaudón veía al monstruo como un ángel vengador; los éxters lo veían como una herramienta de diseño humano, enviada hacia el pasado para liberar a la humanidad del TecnoNúcleo. Andil y los técnicos estaban allí para calibrar y experimentar.

—¿No lo usaréis ahora? —pregunté. Estábamos a la sombra de la estructura que llaman la Esfinge.

—Ahora no —respondió Andil—. Cuando la invasión sea inminente.

—Pero dijisteis que el artefacto tardaría meses en funcionar, en abrir las Tumbas.

Andil asintió. Tenía ojos de color verde oscuro. Era muy alta y yo distinguía las sutiles franjas del exoesqueleto de potencia de su traje dérmico.

—Tal vez un año o más. El artefacto causa la desintegración lenta del campo antientrópico, pero cuando se desencadena, el proceso es irreversible. No lo activaremos hasta que los Diez Consejos hayan decidido que la invasión a la Red es necesaria.

—¿Aún hay dudas?

—Debates éticos —explicó Andil. A pocos metros, los tres técnicos cubrían el artefacto con una tela de camuflaje y un campo de contención codificado—. Una guerra interestelar causará millones de muertes, quizá miles de millones. La liberación del Alcaudón tendrá consecuencias imprevisibles. Aunque necesitemos atacar al Núcleo, se debate cuál es el mejor sistema.

Asentí y miré el artefacto y el valle de las Tumbas.

—Pero una vez que esto esté activado, no habrá retroceso. El Alcaudón quedará libre, y habréis tenido que ganar la guerra para controlarlo.

Andil sonrió ligeramente.

—Es verdad.

Entonces la maté, a ella y a los tres técnicos. Arrojé el láser Steiner-Ginn de la abuela Siri hacia las dunas, me senté en una caja vacía y lloré unos instantes. Luego regresé, usé el comlog de un técnico para entrar en el campo de contención, quité la tela de camuflaje y activé el aparato.

No se produjeron cambios inmediatos. La misma luz invernal titilaba en el aire. La Tumba de Jade refulgía suavemente y la Esfinge miraba el vacío. El único sonido era la arena al raspar cajas y cadáveres. Sólo un indicador reluciente del aparato éxter demostraba que estaba funcionando, que ya había funcionado.

Regresé despacio a la nave, temiendo o deseando que apareciera el Alcaudón. Me senté en el balcón de mi nave durante más de una hora, mientras las sombras caían sobre el valle y la arena cubría los cadáveres. No hubo Alcaudón. No hubo árbol de espinas. Al cabo de un rato toqué un preludio de Bach en el Steinway, cerré la nave y me elevé al espacio.

Llamé a la nave éxter y dije que se había producido un accidente. El Alcaudón había liquidado a los demás; el aparato se había activado prematuramente. Incluso en su pánico y confusión, los éxters me ofrecieron refugio. Rechacé la oferta y dirigí mi nave hacia la Red. Los éxters no me persiguieron.

Usé el transmisor ultralínea para ponerme en contacto con Gladstone y comunicarle que los agentes éxter habían muerto. Le dije que la invasión era muy probable, que la trampa funcionaría según lo previsto. No le hablé del aparato. Gladstone me felicitó y me pidió que regresara. Me negué. Le dije que necesitaba silencio y soledad. Enfilé hacia el mundo del Afuera más cercano al sistema de Hyperion, consciente de que el viaje consumiría tiempo mientras se iniciaba el acto siguiente.

Cuando llegó la llamada ultralínea de Gladstone para la peregrinación, comprendí el papel que los éxters me habían destinado en estos días finales; los éxters, o el Núcleo, o Gladstone y sus maquinaciones. Ya no importa quiénes se consideren amos de los acontecimientos. Los acontecimientos ya no obedecen a sus amos.

El mundo tal como lo conocemos llega a su fin, amigos míos, no importa lo que ocurra con nosotros. En cuanto a mí, no tengo ninguna solicitud para el Alcaudón. No traigo palabras finales para el Alcaudón ni para el universo. He regresado porque debo hacerlo, porque es mi destino. Supe lo que debía hacer desde que era niño, cuando regresaba solo a la tumba de Siri y juraba venganza contra la Hegemonía. Supe qué precio debía pagar, en la vida y en la historia.

Pero cuando llegue el momento de juzgar, de comprender una traición que se propagará como una llamarada por la Red, que terminará con mundos, pido que no piensen ustedes en mí. Mi nombre ni siquiera estaba escrito en el agua, como dijo esa alma poética perdida.

Piensen en Vieja Tierra, que murió sin razón, piensen en los delfines, en su carne gris secándose y pudriéndose al sol. Vean las islas móviles sin lugar adonde ir, sus terrenos de alimentación destruidos, los Bajíos Ecuatoriales plagados de plataformas de perforación, las islas mismas agobiadas por gritos, atestadas de turistas que apestan a loción ultravioleta y cannabis.

Mejor aún, no piensen en nada de eso. Imagínense en mi lugar después de activar la palanca: un asesino, un traidor, pero aun así orgulloso, los pies plantados sobre las ondulantes arenas de Hyperion, la cabeza erguida, el puño alzado al cielo, gritando: «iUna peste sobre vuestras casas!»

Pues, verán ustedes, recuerdo el sueño de mi abuela. Recuerdo el modo en que pudo haber sido.

Recuerdo a Siri.

—¿Es usted el espía? —preguntó el padre Hoyt—. ¿El espía éxter?

El cónsul se frotó las mejillas y calló. Parecía agotado.

—Sí —intervino Martin Silenus—. La FEM Gladstone me advirtió cuando me escogieron para la peregrinación. Dijo que había un espía.

—Nos lo dijo a todos —señaló Brawne Lamia. Miró al cónsul con ojos tristes.

—Nuestro amigo es un espía —declaró Sol Weintraub—, pero no sólo un espía éxter —la niña se había despertado. Weintraub la alzó para calmarle el llanto—. Es lo que en las novelas de espionaje llaman un agente doble, en este caso un agente triple, un agente hasta el infinito. En realidad, un agente de la represalia.

El cónsul miró al viejo profesor.

—Aun así es un espía —sentenció Silenus—. Los espías son ejecutados, ¿verdad?

El coronel Kassad tenía la vara de muerte en la mano. No apuntaba a nadie.

—¿Está usted en contacto con la nave? —preguntó al cónsul.

—Sí.

—¿Cómo?

—Mediante el comlog de Siri. Fue modificado.

Kassad asintió.

—¿Ha estado en contacto con los éxters mediante el transmisor ultralínea de la nave?

—Sí.

—¿Ha enviado informes sobre la peregrinación, tal como ellos esperaban?

—Sí.

—¿Han respondido?

—No.

—¿Por qué deberíamos creerle? —protestó el poeta. Es un maldito espía.

—Cállese —ordenó el coronel Kassad sin dejar de mirar al cónsul—. ¿Usted atacó a Het Masteen?

—No —contestó el cónsul—, pero cuando ardió la Yggdrasill comprendí que algo andaba mal.

—¿A qué se refiere?

El cónsul carraspeó.

—He pasado tiempo con las Voces del Árbol. La conexión con las naves arbóreas es casi telepática. Masteen reaccionó con excesiva calma. O bien no era lo que afirmaba, o bien sabía que la nave iba a ser destruida y había roto el contacto con ella. Cuando yo montaba guardia, bajé para hablar con él. No estaba. La cabina se hallaba como la encontramos, excepto que la caja de Moebius estaba en estado neutro. El erg podía escapar. La aseguré y fui arriba.

—¿No atacó usted a Het Masteen? —insistió Kassad.

—No.

—Repito… ¿por qué demonios hemos de creerle? —exclamó Silenus. El poeta bebía whisky de la última botella que había traído consigo.

El cónsul contempló la botella mientras respondía.

—No tienen ustedes razones para creerme. No importa.

Los largos dedos del coronel Kassad tamborileaban sobre el revestimiento opaco de la vara de muerte.

—¿Qué hará con su comunicación ultralínea?

El cónsul respiró cansadamente.

—Informar cuando se abran las Tumbas de Tiempo. Si todavía estoy vivo.

Brawne Lamia señaló el antiguo comlog.

—Podríamos destruirlo.

El cónsul se encogió de hombros.

—Podría sernos útil —señaló el coronel—. Podemos espiar las transmisiones civiles y militares que se efectúen en código abierto. Si es preciso, podemos llamar a la nave del cónsul.

—¡No! —exclamó el cónsul. Era la primera vez en muchos minutos que demostraba una emoción—. Ahora no podemos retroceder.

—Creo que no tenemos intención de retroceder —observó el coronel Kassad. Miró las caras pálidas. Nadie habló durante un rato.

—Debemos tomar una decisión —concluyó Sol Weintraub. Hamacó a la niña y señaló al cónsul con la cabeza.

Martin Silenus apoyaba la frente en la boca de la botella vacía. Alzó los ojos.

—La pena por traición es la muerte —rió—. Todos moriremos dentro de pocas horas, de cualquier modo. ¿Por qué no hacer de nuestro último acto una ejecución?

El padre Hoyt esbozó una mueca de dolor. Se tocó los labios cuarteados con un dedo trémulo.

—No somos un tribunal.

—Sí, lo somos —corrigió el coronel Kassad.

El cónsul estiró las piernas, apoyó los brazos en las rodillas y entrelazó los dedos.

—Decidan ustedes —dijo sin emoción.

Brawne Lamia había desenfundado la pistola automática de su padre. La apoyó en el suelo, miró a Kassad y al cónsul.

—¿Hablamos de traición? ¿Traición a qué? Ninguno de nosotros es lo que se dice un ciudadano eminente, salvo el coronel. Fuerzas que no controlamos nos han zarandeado de aquí para allá.

Sol Weintraub se dirigió al cónsul.

—Lo que usted ignora, amigo, es que si Meina Gladstone y elementos del Núcleo lo escogieron para establecer contacto con los éxters, sabían muy bien lo que usted haría. Quizá no pudieran averiguar que los éxters tenían medios para abrir las Tumbas aunque con las IAs del Núcleo nunca se sabe, pero sin duda eran conscientes de que usted se volvería contra ambas sociedades, los dos bandos que han perjudicado a su familia. Todo forma parte de un plan estrambótico. Usted seguía su propia voluntad tanto como esta niña.

Alzó a Rachel.

El cónsul parecía confundido. Iba a hablar, pero meneó la cabeza.

—Tal vez eso sea cierto —intervino el coronel Fedmahn Kassad—, pero por mucho que intenten usarnos como peones, debemos tratar de escoger nuestros propios actos —miró la pared. Las pulsaciones de luz de la distante batalla espacial pintaban el yeso de rojo sangre—. Miles morirán por culpa de esta guerra. Quizá millones. Si los éxters o el Alcaudón ganan acceso al sistema teleyector de la Red, miles de millones de vidas correrán peligro en cientos de mundos.

Kassad alzó la vara de muerte.

—Esto sería más rápido para todos nosotros —concluyó—. El Alcaudón no conoce la misericordia.

Nadie habló. El cónsul parecía mirar a lo lejos.

Kassad puso el seguro y se guardó la vara de muerte en el bolsillo.

—Hemos llegado hasta aquí. Seguiremos juntos el resto del camino —decidió.

Brawne Lamia guardó la pistola de su padre, se levantó, se acercó al cónsul, se arrodilló y lo abrazó. El sorprendido cónsul la estrechó con un brazo.

Bailaban luces en la pared.

Un instante después, Sol Weintraub se acercó y los estrechó a ambos con un brazo y los dos hombros. La niña se contorsionaba de placer en medio de la calidez de los cuerpos. El cónsul olió el aroma a talco y bebé.

—Me equivocaba —dijo—. Haré un ruego al Alcaudón. Pediré por ella.

Acarició dulcemente la cabeza de Rachel.

Martin Silenus emitió un sonido que comenzó como una carcajada y terminó como un sollozo.

—Nuestros últimos deseos —hipó—. ¿La musa concede deseos? Yo no tengo ninguno. Sólo quiero que el poema quede concluido.

El padre Hoyt se volvió hacia el poeta.

—¿Es tan importante?

—Oh, sí, sí, sí —jadeó Silenus. Soltó la botella vacía, hurgó en su cartera y extrajo un puñado de páginas, alzándolas como si las ofreciera al grupo—. ¿Quieren leerlo? ¿Quieren que yo lo lea? Está fluyendo de nuevo. Lean las partes viejas. Lean los Cantos que escribí hace tres siglos y nunca llegué a publicar. Todo está aquí. Todos estamos aquí. Mi nombre, el de ustedes, este viaje. ¿No lo ven ustedes…? No estoy creando un poema, estoy creando el futuro —soltó las hojas, alzó la botella vacía, frunció el ceño, la sostuvo como un cáliz—. Estoy creando el futuro —repitió—, pero lo que debemos cambiar es el pasado. Un instante. Una decisión.

Martin Silenus alzó la cara. Tenía los ojos hinchados.

—Esta cosa que nos matará mañana, mi musa, nuestro creador, nuestro destructor, retrocedió en el tiempo. Bien, así sea. Esta vez, que me lleve a mí y deje en paz a Billy. Que me lleve, que el poema termine allí y quede inconcluso para siempre.

Alzó más la botella, cerró los ojos y la lanzó contra la pared. Los fragmentos de cristal reflejaron la luz anaranjada de las silenciosas explosiones.

El coronel Kassad se acercó y apoyó los largos dedos en el hombro del poeta.

Por unos instantes la habitación se entibió con el mero contacto humano. El padre Lenar Hoyt se alejó de la pared donde se apoyaba, levantó la mano derecha uniendo el índice y el pulgar, alzando los otros tres dedos, en un ademán que no sólo incluía a los demás, sino a sí mismo.

Ego te absolvo —murmuró.

El viento arañaba las paredes y silbaba alrededor de las gárgolas y balcones. La luz de una batalla que se libraba a cien millones de kilómetros pintaba el grupo de tonos azulados. El coronel Kassad se dirigió a la puerta y todos se separaron.

—Tratemos de dormir —propuso Brawne Lamia.

Más tarde, solo en su saco de dormir, mientras escuchaba los gemidos y aullidos del viento, el cónsul apoyó la mejilla en la mochila y se arrebujó en la tosca manta. Hacía años que sufría de insomnio.

El cónsul se llevó el puño cerrado a la mejilla, cerró los ojos y se durmió.