El amanecer sobre el Mar de Hierba era todo un espectáculo. El cónsul observaba desde el punto más alto de la cubierta de popa. Después de la guardia había intentado dormir, había desistido y decidió ir a cubierta para presenciar el final de la noche. La cabeza de tormenta cubría el cielo con nubes bajas y el sol naciente bañaba el mundo de un oro rutilante que se reflejaba por doquier. Las velas, los cabos y las curtidas planchas de la carreta fulguraron bajo la breve bendición de luz hasta que las nubes ocultaron el sol y el mundo perdió de nuevo el color. El viento que sopló después era frío como si bajara de los nevados picos de la Cordillera de la Brida, visible como un borrón oscuro en el nordeste.
Brawne Lamia y Martin Silenus se reunieron con el cónsul en cubierta, cada cual con una taza de café. El viento azotaba los aparejos. La rizada melena de Brawne Lamia le ondeaba alrededor de la cara como un nimbo oscuro.
—Buenos días —masculló Silenus, quien miró con ojos entornados el ondulante Mar de Hierba.
—Buenos días —replicó el cónsul, sorprendido de estar lúcido a pesar de la falta de sueño—. Aunque el viento viene de cara, la carreta avanza a buena velocidad. Llegaremos a las montañas antes del anochecer.
Silenus soltó un gruñido y hundió la nariz en la taza de café.
—Yo no conseguí dormir anoche —dijo Brawne Lamia— sólo de pensar en la historia de Weintraub.
—No creo… —empezó el poeta, pero se interrumpió cuando Weintraub subió a cubierta con la niña asomando por una funda que colgaba del pecho del profesor.
—Buenos días a todos —saludó Weintraub. Miró alrededor y respiró hondo—. Mmm. Aire fresco, ¿eh?
—Frío como hielo —rezongó Silenus—. Al norte de las montañas será peor aún.
—Bajaré a buscar una chaqueta —anunció Lamia, pero aún no se había movido cuando llegó un grito de la cubierta inferior.
—¡Sangre!
En efecto, había sangre por doquier. La cabina de Het Masteen estaba curiosamente ordenada —la cama sin deshacer, el baúl y otras cajas apiladas en un rincón, la túnica plegada sobre una silla— excepto por la sangre que cubría partes del suelo, el mamparo y el techo. Los seis peregrinos se apiñaron junto a la entrada, reacios a entrar.
—Yo me dirigía a la cubierta superior —explicó el padre Hoyt con voz monocorde—. La puerta estaba entornada. Vislumbré… la sangre de la pared.
—¿Es sangre? —preguntó Martin Silenus.
Brawne Lamia entró en la cabina, pasó la mano por una mancha del mamparo y luego se llevó los dedos a los labios.
—En efecto.
Miró alrededor, caminó hacia el armario, echó una ojeada a los estantes y perchas vacíos y se acercó a la pequeña ventana. Estaba cerrada por dentro.
Lenar Hoyt parecía más enfermo que de costumbre y buscó una silla.
—¿Está muerto?
—No sabemos nada excepto que el capitán Masteen no está en su habitación, pero sí hay mucha sangre —concretó Lamia. Se secó la mano en la pernera del pantalón—. Debemos registrar toda la nave.
—Muy bien —espetó el coronel Kassad—. ¿Y si no encontramos al capitán?
Brawne Lamia abrió el ventanuco. El aire fresco disipó el tufo a matadero y trajo el rumor del volante y el susurro de la hierba bajo el casco.
—Si no encontramos al capitán Masteen —replicó—, supondremos que abandonó la nave o lo capturaron.
—Pero la sangre… —empezó el padre Hoyt.
—No prueba nada —terminó Kassad—. Lamia tiene razón. No conocemos el tipo sanguíneo ni el genotipo de Masteen. ¿Alguien vio u oyó algo?
Gruñidos negativos, movimientos de cabeza. Martin Silenus miró en torno.
—¿No reconocen ustedes el trabajo de nuestro amigo el Alcaudón?
—No lo sabemos —precisó Lamia—. Tal vez alguien quiere hacernos creer que ha sido obra del Alcaudón.
—Eso no tiene sentido —protestó Hoyt, quien respiraba con dificultad.
—No obstante —insistió Lamia—, buscaremos por parejas. ¿Quién va armado aparte de mí?
—Yo —respondió el coronel Kassad—. Tengo más armas si alguien las necesita.
—No —dijo Hoyt.
El poeta meneó la cabeza.
Sol Weintraub había regresado al pasillo con la niña. Miró hacia el interior.
—Yo no tengo nada —anunció.
—Tampoco yo —intervino el cónsul. Había devuelto la vara de muerte a Kassad al terminar su guardia, dos horas antes del alba.
—De acuerdo —resolvió Lamia—, el sacerdote vendrá conmigo a la cubierta inferior. Silenus, vaya con el coronel. Ustedes examinarán la cubierta intermedia. Weintraub, usted y el cónsul revisarán arriba. Busquen cualquier anomalía, cualquier indicio de lucha.
—Una pregunta —objetó Silenus.
—¿Qué?
—¿Quién diablos la ha elegido reina de la fiesta?
—Soy detective privado —replicó Lamia, volviéndose hacia él.
Martin Silenus se encogió de hombros.
—El amigo Hoyt es sacerdote de una religión olvidada. Eso no significa que tengamos que arrodillarnos cuando celebra misa.
—De acuerdo —suspiró Brawne Lamia—. Le daré una razón mejor. —La mujer se movió con tal rapidez que el cónsul casi no atinó a verla. De pronto brincó de la ventana al centro del camarote, alzó a Martin Silenus con un brazo y apretó con la enorme mano el delgado cuello del poeta—. Por ejemplo, que uno hace lo que es lógico porque es lo único lógico que se puede hacer.
Martin Silenus emitió un gruñido ahogado.
—Bien —concluyó Lamia, soltándolo. Silenus se tambaleó y casi cayó sobre el padre Hoyt.
—Tengan esto —ofreció Kassad, al regresar con dos pequeños paralizadores neurales. Entregó uno a Sol Weintraub—. ¿Qué arma tiene usted? —le preguntó a Lamia.
La mujer metió la mano en un bolsillo de la túnica y extrajo una antigua pistola.
Kassad miró la reliquia un instante y asintió.
—No se aparten del compañero —aconsejó—. No disparen contra nada a menos que esté bien identificado y sea incuestionablemente amenazador.
—Eso describe a la zorra a quien pienso disparar —masculló Silenus, masajeándose la garganta.
Brawne Lamia avanzó un paso hacia el poeta.
—Basta —atajó Fedmahn Kassad—. Terminemos con esto.
Silenus siguió al coronel. Sol Weintraub se acercó al cónsul y le entregó el paralizador.
—No quiero tener esta cosa con Rachel. ¿Subimos?
El cónsul aceptó el arma y asintió.
La carreta eólica no albergaba rastros de Het Masteen, la Voz del Árbol. Al cabo de una hora de búsqueda, el grupo se reunió en la cabina del hombre desaparecido. La sangre estaba más oscura y seca.
—¿Habremos pasado algo por alto? —apuntó el padre Hoyt—. ¿Pasadizos secretos? ¿Compartimientos ocultos?
—Es una posibilidad —admitió Kassad—, pero barrí la nave con sensores de calor y movimiento. Si hay algo mayor que un ratón a bordo, tendría que haberlo encontrado.
—Si usted tenía esos sensores —protestó Silenus—, ¿por qué cuernos nos ha hecho arrastrar por la mugre y los pasadizos durante una hora?
—Porque con un equipo adecuado se pueden burlar estos sensores.
—Así, en respuesta a mi pregunta —precisó Hoyt, jadeando un instante ante una visible oleada de dolor—, con el equipo apropiado, el capitán Masteen podría estar escondido en algún compartimiento.
—Posible pero improbable —replicó Brawne Lamia—. Opino que ya no está a bordo.
—El Alcaudón —dijo Martin Silenus con disgusto. No era una pregunta.
—Quizá —convino Lamia—. Coronel, usted y el cónsul estuvieron de guardia durante esas cuatro horas. ¿Están seguros de que no vieron ni oyeron nada?
Ambos asintieron.
—La nave estaba en silencio —explicó Kassad—. Habría oído una lucha aunque se hubiera producido antes de mi guardia.
—Y yo no dormí después de mi turno —anunció el cónsul—. Mi habitación comparte un tabique con la de Masteen. No oí nada.
—Bien —espetó Silenus—, hemos oído el testimonio de los dos sujetos que merodeaban armados en la oscuridad cuando liquidaron a ese pobre diablo. Dicen que son inocentes. ¡El siguiente!
—Si mataron a Masteen —declaró Kassad—, no fue con una vara de muerte. Ningún arma moderna y silenciosa que yo conozca desparrama tanta sangre. No se oyeron disparos ni hemos encontrado agujeros de bala, así que la pistola automática de Lamia no resulta sospechosa. Si la sangre es del capitán Masteen, yo diría que se usó un arma blanca.
—El Alcaudón es un arma blanca —dijo Martin Silenus.
Lamia se acercó al equipaje apilado.
—Un debate no resolverá nada. Veamos si hay algo entre las pertenencias de Masteen.
El padre Hoyt alzó una mano vacilante.
—Eso es… privado. No creo que tengamos derecho.
Brawne Lamia se cruzó de brazos.
—Mire, padre, si Masteen ha muerto, no le importará. Si está vivo, examinar este material puede darnos una pista de adonde lo han llevado. En cualquier caso, tenemos que tratar de hallar un indicio.
Hoyt titubeó pero asintió. A pesar de todo, hubo poca invasión de la intimidad. El primer baúl de Masteen contenía sólo unas mudas de ropa y un ejemplar del Libro de la Vida de Muir. El segundo bolso contenía una cantidad de semillas envueltas por separado, secas y rodeadas de tierra húmeda.
—Los templarios deben plantar por lo menos cien semillas del Árbol Eterno en cada mundo que visitan —explicó el cónsul—. Los brotes rara vez echan raíces, pero es un ritual.
Brawne Lamia se acercó a la gran caja de metal que estaba al pie de la pila.
—¡No toque eso! —exclamó el cónsul.
—¿Por qué no?
—Es un cubo de Moebius —respondió el coronel Kassad por el cónsul—. Una cápsula de doble copia alrededor de un campo de contención de impedancia cero plegado sobre sí mismo.
—¿Y qué? —preguntó Lamia—. Los cubos de Moebius encierran artefactos y los guardan. No estallan.
—No —convino el cónsul—, pero lo que contienen sí puede estallar. Tal vez ya lo ha hecho.
—Un cubo de ese tamaño podría contener una explosión nuclear de un kilotón mientras estuviera cerrado durante el nanosegundo de ignición —añadió Fedmahn Kassad.
Lamia frunció el ceño.
—Entonces, ¿cómo sabemos que allí no hay algo que mató a Masteen?
Kassad señaló una franja verde y reluciente que corría a lo largo de la única juntura del baúl.
—Está sellada. Una vez abierto, un cubo de Moebius se tiene que reactivar en un lugar donde se puedan generar campos de contención. Lo que haya allí dentro no atacó al capitán Masteen.
—¿No hay modo de averiguarlo? —murmuró Lamia.
—Tengo una buena conjetura —dijo el cónsul.
Los demás lo miraron. Rachel rompió a llorar y Sol colocó una franja térmica alrededor de un biberón.
—¿Recuerdan que ayer en Linde el capitán Masteen armó un alboroto con el cubo? —prosiguió el cónsul—. Habló como si fuera un arma secreta.
—¿Un arma? —preguntó Lamia.
—¡Desde luego! —exclamó Kassad—. ¡Un erg!
—¿Erg? —Martin Silenus miró la pequeña caja—. Pensaba que los ergs eran esas criaturas energéticas que los templarios usan en sus naves arbóreas.
—Así es —asintió el cónsul—. Las hallaron hace tres siglos en asteroides de Aldebarán. Los cuerpos tienen el tamaño del espinazo de un gato, principalmente un sistema nervioso piezoeléctrico envainado en cartílago de silicio, pero se alimentan de campos de fuerza tan poderosos como los que generan las gironaves pequeñas… y los manipulan.
—¿Cómo se guarda todo eso en esa cajita? —preguntó Silenus, mientras observaba el cubo de Moebius—. ¿Espejos?
—En cierto sentido —explicó Kassad—. El campo de esa cosa estaría latente…, no se moriría de hambre ni se alimentaría. Como una fuga criogénica para nosotros. Además éste debe de ser pequeño. Un cachorro, como quien dice.
Lamia acarició la vaina metálica.
—¿Los templarios controlan estas cosas? ¿Se comunican con ellas?
—Sí —dijo Kassad—. Nadie sabe a ciencia cierta cómo. Es uno de los secretos de la Hermandad. Pero Het Masteen debía de confiar en que el erg lo ayudaría con…
—El Alcaudón —concluyó Martin Silenus—. El templario pensaba que ese trasto energético sería su arma secreta cuando se enfrentara al Señor del Dolor —el poeta rió.
El padre Hoyt se aclaró la garganta.
—La Iglesia ha aceptado el dictamen de la Hegemonía según el cual estas criaturas, los ergs, no pueden sentir… y por lo tanto no son candidatos para la salvación.
—Oh, claro que sienten, padre —rebatió el cónsul—. Perciben cosas mucho mejor de lo que imaginamos. Pero si quiere decir inteligentes, conscientes, entonces tenemos algo parecido a un pequeño saltamontes. ¿Los saltamontes son candidatos para la salvación?
Hoyt calló.
—Bien, sin duda el capitán Masteen pensaba que esta cosa sería su salvación —intervino—. Algo falló —echó un vistazo a las paredes manchadas de sangre y a los lamparones que se secaban en el suelo—. Larguémonos de aquí.
La carreta eólica se internó en vientos cada vez más fuertes mientras la tormenta se aproximaba desde el nordeste. Jirones de nubes blancas flotaban bajo el techo gris de la cabeza de tormenta. Las hierbas se arqueaban bajo ráfagas de viento frío. Relámpagos ondulantes iluminaban el horizonte, seguidos por truenos que retumbaban como disparos de advertencia sobre la proa de la nave. Los peregrinos miraron en silencio hasta que las primeras y heladas gotas los obligaron a bajar a la gran habitación de popa.
—Esto estaba en el bolsillo de la túnica —anunció Lamia mientras alzaba un papel con el número 5.
—De manera que Masteen tendría que haber sido el próximo en contar su historia —murmuró el cónsul.
Martin Silenus inclinó la silla hasta tocar las altas ventanas con la espalda. La luz de la tormenta proporcionaba un aire ligeramente demoníaco a sus rasgos de sátiro.
—Hay otra posibilidad —apuntó—. Tal vez alguien que aún no ha hablado tenía el quinto turno y mató al templario para cambiar el lugar.
Lamia miró al poeta.
—Eso significa el cónsul o yo —replicó.
Silenus se encogió de hombros.
Brawne Lamia sacó otro papel de su túnica.
—Yo tengo el número 6. ¿Qué habría ganado? Soy la siguiente de un modo u otro.
—Entonces quizás alguien necesitaba silenciar a Masteen —sugirió el poeta. De nuevo se encogió de hombros—. Personalmente, creo que el Alcaudón ha iniciado su cosecha. ¿Por qué creemos que nos dejarán llegar a las Tumbas cuando esa cosa ha estado exterminando gente desde aquí hasta Keats?
—Esto es distinto —objetó Sol Weintraub—. Ésta es la peregrinación del Alcaudón.
—¿Y qué?
En el silencio que siguió, el cónsul se aproximó a las ventanas. Ráfagas de lluvia oscurecían el Mar de Hierba y repiqueteaban contra los paneles. La carreta crujió y se inclinó a estribor cuando cambió de rumbo.
—Lamia —dijo el coronel Kassad—, ¿desea contar su historia ahora?
Lamia se cruzó de brazos y miró los cristales empapados por la lluvia.
—No. Esperemos a bajar de esta maldita nave. Apesta a muerte.
La carreta eólica llegó al puerto de Reposo del Peregrino por la tarde, pero la tormenta y la luz pálida creaban la impresión de un anochecer. El cónsul esperaba que los representantes del Templo del Alcaudón les salieran al encuentro cuando empezaran la penúltima etapa del viaje, pero Reposo del Peregrino parecía tan desierta como Linde.
La cercanía de las colinas y la primera vista de la Cordillera de la Brida resultaban tan excitantes como cualquier llegada a puerto, y llevó a los seis peregrinos a cubierta a pesar de la fría lluvia. Las colinas eran secas y sensuales, con curvas pardas y súbitas prominencias que contrastaban con la verde monocromía del Mar de Hierba. Más allá, picos de nueve mil metros asomaban en planos grises y blancos cortados por nubes bajas, pero aun con ese aspecto truncado resultaban imponentes. La línea de las nieves se hallaba a poca altura por encima del apiñamiento de cobertizos y hoteles baratos que había sido Reposo del Peregrino.
—Si han destruido el funicular, pobres de nosotros —masculló el cónsul. Hasta ahora se había negado a pensar en ello, pero la sola idea le retorcía el estómago.
—Veo las primeras cinco torres —dijo el coronel Kassad, que estaba usando los binoculares de potencia—. Parecen intactas.
—¿Se ve algún funicular?
—No…, un momento, sí. Hay uno en la puerta de la plataforma.
—¿Alguno en movimiento? —preguntó Martin Silenus, quien sin duda comprendía que la situación sería desesperada si el funicular no estaba intacto.
—No.
El cónsul meneó la cabeza. Incluso con el peor tiempo y sin pasajeros, los coches se mantenían en movimiento para conservar los grandes cables flexibles y libres de hielo.
Los seis tenían el equipaje en cubierta aun antes de que la carreta eólica plegara las velas y extendiera la pasarela. Todos llevaban gruesos abrigos: Kassad, una capa de termuflaje FUERZA; Brawne Lamia, una chaqueta larga de corte militar; Martin Silenus, gruesas pieles que cobraban tonos amarillentos y grises según el capricho del viento; el padre Hoyt, una sotana negra y larga que le daba aún más aspecto de espantajo; Sol Weintraub, un grueso abrigo acolchado que también cubría a la niña; y el cónsul, la delgada pero útil chaqueta que su esposa le había regalado unas décadas antes.
—¿Y las cosas de Masteen? —preguntó Sol ante la pasarela. Kassad había bajado para reconocer la aldea.
—Las tengo aquí —anunció Lamia—. Las llevaremos con nosotros.
—No parece correcto —objetó el padre Hoyt—. Quiero decir, seguir adelante sin más. Tendríamos que hacer… alguna ceremonia. Un reconocimiento de que un hombre ha muerto.
—Puede haber muerto —le recordó Lamia, quien levantó con una mano una mochila de cuarenta kilos.
—¿De verdad cree que Masteen puede estar vivo? —preguntó incrédulamente Hoyt.
—No —admitió Lamia. Copos de nieve se le posaron en la cabellera negra.
Kassad hizo señas desde el extremo del muelle y bajaron el equipaje de la silenciosa carreta eólica. Nadie miró hacia atrás.
—¿Desierto? —preguntó Lamia al acercarse al coronel. La capa de Kassad estaba perdiendo su camaleónico tono gris y negro.
—Desierto.
—¿Cuerpos?
—No —respondió Kassad. Se volvió hacia Sol y el cónsul—. ¿Han traído las cosas de la despensa?
Ambos asintieron.
—¿Qué cosas? —preguntó Silenus.
—Comida para una semana —contestó Kassad mientras se volvía hacia la estación del funicular. Por primera vez el cónsul reparó en la larga arma de asalto que el coronel llevaba calada bajo el brazo, apenas visible bajo la capa—. No sabemos si encontraremos provisiones de aquí en adelante.
¿Estaremos vivos dentro de una semana?, se preguntó el cónsul en silencio.
Llevaron los bártulos hasta la estación en dos viajes. El viento silbaba por las ventanas abiertas y las astilladas cúpulas de los oscuros edificios. En el segundo viaje, el cónsul cogió un extremo del cubo de Moebius de Masteen mientras Lenar Hoyt resollaba cargando con el otro extremo.
—¿Por qué nos llevamos al erg? —jadeó Hoyt al pie de la escalera metálica de la estación. Las estrías de herrumbre manchaban el andén como un liquen naranja.
—No lo sé —jadeó el cónsul.
Desde el andén contemplaban el Mar de Hierba. La carreta eólica estaba donde la habían dejado, las velas plegadas; un objeto oscuro y sin vida. Chubascos de nieve atravesaban la pradera y creaban la ilusión de crestas de olas sobre los tallos de alta hierba.
—Suban el material a bordo —ordenó Kassad—. Yo veré si el motor se puede controlar desde aquella cabina.
—¿No es automático? —preguntó Martin Silenus, la pequeña cabeza perdida entre las gruesas pieles—. ¿Cómo la carreta eólica?
—No creo —respondió Kassad—. Adelante, yo veré si puedo ponerlo en marcha.
—¿Y si arranca sin usted? —preguntó Lamia.
—No lo hará —aseguró el coronel.
El interior del funicular estaba frío, y desnudo excepto por bancos de metal en el compartimiento delantero y una docena de toscas literas en la más pequeña sección trasera. El vagón era grande, ocho metros de longitud por cinco de anchura. El compartimiento trasero estaba separado de la cabina delantera por un delgado tabique de metal con una abertura sin puerta. Una pequeña cómoda ocupaba un rincón del compartimiento trasero. Ventanillas panorámicas rodeaban el compartimiento delantero.
Los peregrinos apilaron el equipaje en el centro y patearon el suelo, agitaron los brazos o buscaron otros modos de entrar en calor. Martin Silenus se tendió cuan largo era en uno de los bancos. Sólo un pie y la coronilla emergían de las pieles.
—Me olvidaba —dijo—. ¿Cómo cuernos se enciende la calefacción de esta cosa? El cónsul examinó los paneles.
—Es eléctrica. Se conectará cuando el coronel nos ponga en movimiento.
—Si es que lo consigue —objetó Silenus. Sol Weintraub había cambiado los pañales de Rachel. La arropó en un traje térmico para bebés y la acunó.
—Como comprenderán, yo nunca había estado aquí antes —anunció—. ¿Alguno de ustedes dos estuvo?
—Sí —dijo el poeta.
—No —respondió el cónsul—. Pero he visto fotos del funicular.
—Kassad dijo que una vez regresó a Keats por este medio —intervino Brawne Lamia desde el otro compartimiento.
—Creo… —empezó Sol Weintraub, y un ruido rechinante y una sacudida lo interrumpieron cuando el funicular se balanceó y el cable empezó a moverse. Todos se precipitaron a la ventanilla del andén. Kassad había arrojado sus cosas a bordo antes de trepar la larga escalerilla de la cabina del operador. Salió a la puerta de la cabina, se deslizó cayendo por la larga escalerilla y corrió hacia el vehículo. El vagón ya dejaba atrás la zona de carga del andén.
—No llegará —susurró el padre Hoyt. Kassad recorrió los últimos diez metros con piernas imposiblemente largas, una figura caricaturesca en su delgadez.
El funicular abandonó la zona de carga, osciló al salir de la estación. Se abrió un espacio entre la estación y el funicular. Las rocas estaban ocho metros más abajo. El andén estaba tachonado de hielo. Kassad corrió con ímpetu mientras el funicular se alejaba.
—¡Vamos! —gritó Brawne Lamia. Los otros repitieron el grito.
El cónsul miró las astillas de hielo que se resquebrajaban y se desprendían del cable mientras el funicular avanzaba y subía. Miró hacia atrás. Demasiado lejos. Kassad no llegaría.
Fedmahn Kassad corría a increíble velocidad cuando llegó al borde del andén. El cónsul recordó por segunda vez el jaguar de Vieja Tierra que había visto en un zoológico de Lusus. Pensaba que el coronel resbalaría sobre el hielo, las largas piernas se estirarían, el hombre caería en silencio a las rocas nevadas. En cambio, Kassad pareció volar durante un instante interminable, los largos brazos extendidos, la capa ondeante. Desapareció detrás del coche.
Se oyó un impacto, seguido por un largo momento de silencio e inmovilidad. Estaban a cuarenta metros de altura, ascendiendo hacia la primera torre. Un segundo después vieron a Kassad en la esquina del funicular, encaramado a las escarchadas agarraderas de metal. Brawne Lamia abrió la puerta de la cabina. Diez manos ayudaron a Kassad a entrar.
—Gracias a Dios —murmuró el padre Hoyt.
El coronel jadeó y sonrió sombríamente.
—Había un freno automático. Tuve que trabar la palanca con un saco de arena. No quise hacer retroceder el coche para un segundo intento.
Martin Silenus señaló la torre de soporte y las nubes. El cable ascendía hasta perderse en la distancia.
—Supongo que ahora cruzaremos las montañas, nos guste o no.
—¿Cuánto nos llevará el viaje? —preguntó Hoyt.
—Doce horas, tal vez menos. Los operadores a veces detenían los vagones si el viento era muy intenso o el hielo muy peligroso.
—No habrá paradas en este viaje —anunció Kassad.
—A menos que el cable esté gastado en alguna parte —apuntó el poeta—. O choquemos contra una protuberancia.
—Cállese —exclamó Lamia—. ¿Quién quiere calentar comida?
—Miren —señaló el cónsul.
Se acercaron a las ventanillas delanteras. El funicular se elevó cien metros sobre la última estribación de pardas colinas. Abajo y detrás vieron la estación, los abandonados edificios de Reposo del Peregrino y la inmóvil carreta eólica.
Luego quedaron envueltos por la nevisca y las gruesas nubes.
El funicular no tenía elementos para cocinar, pero en el compartimiento trasero encontraron una nevera y un horno de microondas para calentar. Lamia y Weintraub sacaron carnes y verduras procedentes de la despensa de la carreta eólica y prepararon una comida aceptable. Martin Silenus traía botellas de vino de la Benarés y de la carreta, y escogió un borgoña de Hyperion para acompañar el guiso.
Casi terminaban de cenar cuando la oscuridad que rodeaba las ventanillas se iluminó y desapareció. El cónsul se volvió y vio que el sol reaparecía de pronto y llenaba el funicular con una gloriosa luz dorada.
Soltaron un suspiro colectivo. Parecía haber anochecido horas antes, pero ahora, mientras se elevaban sobre un mar de nubes del cual surgía una isla de montañas, gozaron de un brillante ocaso. El resplandor glauco del cielo diurno de Hyperion cobró el hondo lapislázuli del anochecer mientras un sol rojo y dorado inflamaba torres de nubes y grandes cimas de hielo y roca. El cónsul miró alrededor. Los demás peregrinos, grises y pequeños en la luz penumbrosa de medio minuto atrás, ahora relucían bajo el oro del poniente. Martin Silenus alzó la copa.
—Eso está mejor, por Dios.
El cónsul miró el macizo cable que se disminuía hasta parecer un cordel y desaparecer. En una cumbre a varios kilómetros de distancia, la luz áurea relucía sobre la próxima torre de soporte.
—Ciento noventa y dos postes —declaró Silenus con el tedioso canturreo de un guía de turismo—. Cada poste está construido de duraleación y filamentos de carbono y tiene ochenta y tres metros de altura.
—Debemos estar a mucha altura —musitó Brawne Lamia.
—El punto más alto del viaje de noventa y seis kilómetros en funicular se encuentra sobre la cima del monte Dryden, quinto en altura en la Cordillera de la Brida, con nueve mil doscientos cuarenta y seis metros —canturreó Martin Silenus.
El coronel Kassad miró alrededor.
—La cabina está presurizada. Sentí el cambio hace un rato.
—Miren —señaló Brawne Lamia.
El sol había descansado un largo instante en el horizonte de nubes. Ahora se sumergía, encendiendo las honduras de la cabeza de tormenta y arrojando una panoplia de colores al confín occidental del mundo. Las cornisas de nieve y el hielo esmaltado aún fulguraban en las laderas occidentales de los picos, que se elevaban un kilómetro por encima del funicular en ascenso. Algunas estrellas más brillantes despuntaron en la cúpula del cielo, cada vez más honda.
El cónsul se volvió a Brawne Lamia.
—¿Por qué no cuenta su historia ahora, Lamia? Querremos dormir después, antes de llegar a la Fortaleza.
Lamia tomó el último sorbo de vino.
—¿Todos quieren oírla ahora?
Asintió todo el mundo menos Martin Silenus, quien se encogió de hombros.
—Bien —dijo Brawne Lamia. Dejó la copa vacía, irguió las piernas en el banco hasta apoyar los codos en las rodillas, y contó su historia.
Supe que el caso sería especial en cuanto él entró en mi oficina. Era hermoso. No quiero decir afeminado ni «bonito» al estilo de los modelos masculinos o las estrellas de HTV. Simplemente… hermoso.
Era un hombre bajo, de estatura similar a la mía, y yo nací y me crié en la gravedad 1,3 de Lusus. Era evidente que mi visitante no venía de Lusus: figura sólida y bien proporcionada, atlética pero delgada. Su rostro era un modelo de energía y resolución: frente baja, pómulos afilados, nariz firme, mandíbula sólida, una boca ancha que sugería sensualidad y obstinación. Los ojos eran grandes y castaños. Aparentaba unos treinta años estándar.
Claro que no hice esta clasificación en cuanto entró. Mi primer pensamiento fue: ¿Esto es un cliente? Mi segundo pensamiento fue: Demonios, este tío es una belleza.
—¿Lamia?
—Ajá.
—¿Brawne Lamia de Investigaciones TodaRed?
—Ajá.
Miró incrédulamente alrededor. Comprendí. Mi oficina está en el nivel veintitrés de una vieja colmena industrial de la sección Fosas Viejas de Cerdo de Hierro en Lusus. Tres grandes ventanas dan a la Trinchera de Servicios 9, donde siempre está oscuro y húmedo gracias al goteo de un gigantesco filtro de la colmena superior. Se ven muelles de carga abandonados y vigas oxidadas.
Qué diablos, es barato. Además, la mayoría de mis clientes llaman en lugar de presentarse personalmente.
—¿Puedo sentarme? —preguntó, al parecer satisfecho de que una agencia de investigaciones con buena reputación operase en semejante tugurio.
—Claro —respondí, al tiempo que le señalaba una silla—, ¿señor…?
—Johnny —dijo.
No parecía de esos fulanos que sólo dan el nombre. Algo en él olía a dinero. No era la ropa —un traje informal gris y negro, aunque la tela era mejor de lo habitual— sino la sensación de que aquel tío tenía clase. Había algo en el acento. Soy hábil identificando dialectos (es una ayuda en esta profesión) pero no podía localizar el mundo natal del sujeto, y mucho menos la región.
—¿En qué puedo servirlo Johnny? —Le alcancé la botella de whisky que estaba a punto de guardar cuando él entró.
Johnny negó con la cabeza. Quizá pensaba que yo quería que bebiera de la botella. Bien, no soy tan ordinaria. Hay vasos de plástico junto a la máquina de agua fresca.
—Lamia —dijo, con ese acento culto que yo aún no atinaba a identificar—, necesito un detective.
—Yo lo soy.
Hizo una pausa. Tímido. Muchos clientes titubean al explicarme qué quieren. No es de extrañar, porque el noventa y cinco por ciento de los trabajos consiste en divorcios y asuntos domésticos. Esperé.
—Es un asunto delicado —explicó al fin.
—Sí. Eh…, Johnny, la mayor parte de mis casos entran en esa categoría. Estoy afiliada a UniRed y todo lo relacionado con un cliente está amparado por la Ley de Protección de la Intimidad. Todo es confidencial, incluso esta conversación. Aunque usted decida no contratarme —era una patraña, pues las autoridades podían revisar mis archivos cuando quisieran, pero intuí que debía tranquilizar a ese tipo. Dios mío, era un Adonis.
—Bien —suspiró, y miró de nuevo alrededor. Se inclinó hacia delante—. Lamia, quiero que investigue un asesinato.
Esto me puso alerta. Tenía los pies sobre el escritorio; me erguí y me apoyé en la mesa.
—¿Un asesinato? ¿Está seguro? ¿Y la policía?
—No está involucrada.
—Imposible —declaré con la deprimente sensación de que era un lunático y no un cliente—. Ocultar un asesinato a las autoridades constituye un delito —pensé: ¿eres tú el asesino, Johnny?
Sonrió y negó con un ademán.
—No en este caso.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que se cometió un asesinato, pero la policía, sea local o de la Hegemonía, no sabe nada ni tiene jurisdicción sobre él.
—Imposible —repetí. En el exterior, las chispas de un soldador industrial se derramaron sobre la zanja junto con la herrumbrosa llovizna—. Expliqúese.
—Se cometió un asesinato fuera de la Red. Fuera del Protectorado. No había autoridades locales.
En cierto modo aquello tenía lógica. Aunque juro que ignoraba a qué lugar se refería. Incluso las colonias del Afuera y los mundos coloniales tienen polizones. ¿A bordo de una nave espacial? No. La Autoridad de Tránsito Interestelar tiene jurisdicción allí.
—Entiendo —dije. Hacía varias semanas que no tenía ningún caso—. De acuerdo, explíqueme los detalles.
—¿La conversación será confidencial aunque usted no acepte el caso?
—Absolutamente.
—Si acepta el caso, ¿responderá sólo ante mí?
—Desde luego.
Mi aspirante a cliente vaciló y se frotó la barbilla con los dedos. Sus manos eran exquisitas.
—De acuerdo —decidió al fin.
—Empiece por el principio. ¿Quién fue asesinado?
Johnny se irguió en el asiento como un alumno modelo. Su sinceridad era indudable.
—Yo —respondió.
Tardé diez minutos en sonsacarle la historia. Cuando terminó, ya no pensaba que estuviera loco. Yo lo estaba. O lo estaría si aceptaba el trabajo.
Johnny —su verdadero nombre era un código de dígitos, letras y series de cifras más largas que mi brazo— era un cíbrido.
Yo había oído hablar de los cíbridos. ¿Quién no? Una vez acusé a mi primer esposo de ser un cíbrido. Pero nunca esperé estar sentada con uno de ellos en la misma habitación. Ni encontrarlo tan atractivo.
Johnny era una inteligencia artificial. Su conciencia, ego o como quieran llamarlo, flotaba en alguna parte del plano de información de la megaesfera de datos del TecnoNúcleo. Como todo el mundo, con la excepción de la actual FEM del Senado o los recolectores de residuos de las IAs, yo ignoraba dónde estaba el TecnoNúcleo. Las IAs se han liberado del control humano más de tres siglos atrás, y aunque continúan sirviendo a la Hegemonía como aliados —asesorando a la Entidad Suma, monitorizando las esferas de datos y usando sus aptitudes predictivas para evitarnos errores garrafales o desastres naturales—, el TecnoNúcleo en general realiza sus indescifrables y nada humanas actividades en privado. Por mí está bien.
Por norma general las IAs tratan con los humanos y las máquinas humanas por medio de la esfera de datos. Pueden crear un holo interactivo si lo necesitan. Recuerdo que, durante la incorporación de Alianza-Maui, los embajadores del TecnoNúcleo que asistieron a la firma del tratado se parecían sospechosamente a la vieja estrella de holos Tyrone Bathwaite.
Los cíbridos son otra cosa. Confeccionados con material genético humano, tienen una apariencia y una conducta externa mucho más humana de la que se concede a los androides. Los convenios entre el TecnoNúcleo y la Hegemonía permiten sólo la existencia de un puñado de cíbridos.
Examiné a Johnny. Desde la perspectiva de una IA, el bello cuerpo y la fascinante personalidad que tenía delante debían de ser un mero apéndice, un remoto algo más complejo pero no mucho más importante que cualquiera de los diez mil sensores, manipuladores, unidades autónomas y otros remotos que una IA emplea en un día de trabajo. Deshacerse de «Johnny» no representaría para una IA mayor problema que para mí cortarme las uñas.
Qué desperdicio, pensé.
—Un cíbrido —exclamé.
—Sí. Con licencia. Tengo un visado de usuario de la Red de Mundos.
—Bien ¿Alguien… asesinó a su cíbrido y usted quiere que averigüe quién?
—No —replicó el hombre. Tenía rizos pelirrojos. Al igual que el acento, el corte de pelo me resultaba desconocido. Parecía arcaico, pero yo lo había visto en alguna parte—. No sólo asesinaron este cuerpo. Mi atacante me asesinó a mí.
—¿A usted?
—Sí.
—¿Usted… la IA en sí misma?
—En efecto.
No lo comprendía. Las IAs no pueden morir. No por lo que se sabía en la Red, al menos.
—No entiendo —admití.
Johnny asintió.
—Al contrario de una personalidad humana que, según la creencia más difundida, se destruye con la muerte, mi conciencia no puede ser anulada. Sin embargo, como consecuencia del asalto, hubo una… interrupción. Aunque yo poseía lo que llamaremos registros en duplicado de mis recuerdos, personalidad, etcétera, hubo una pérdida. Algunos datos fueron destruidos en el ataque. En ese sentido, el atacante cometió un asesinato.
—Entiendo —mentí. Cobré aliento—. ¿Qué hay de las autoridades IA…, si es que existen…, o los ciberpolicías de la Hegemonía? ¿No sería apropiado acudir a ellos?
—Por razones personales —replicó el atractivo joven que yo intentaba ver como un cíbrido— es importante, e incluso necesario, que yo no acuda a ellos.
Enarqué las cejas. Esa frase era típica de mis clientes más habituales.
—Le aseguro que no es nada ilegal —me tranquilizó—. Ni antiético. Simplemente… me resulta conflictivo en un aspecto que no puedo explicar.
Me crucé de brazos.
—Mire, Johnny. Esta historia es bastante dudosa. Sólo tengo su palabra de que usted es un cíbrido. Por lo que sé, podría ser un farsante.
Se sorprendió.
—No se me había ocurrido. ¿Cómo quiere que le demuestre que soy lo que yo afirmo?
No vacilé un segundo.
—Transfiera un millón de marcos a mi cuenta bancaria de TransRed.
Johnny sonrió. Al instante sonó el teléfono y la imagen de un hombre agitado con el código de TransRed flotando a sus espaldas dijo:
—Excúseme, Brawne Lamia, pero nos preguntábamos si con un depósito de este volumen le interesaría investigar nuestras opciones en ahorros a largo plazo o nuestras posibilidades financieras de garantía mutua.
—Más tarde —respondí. El empleado bancario asintió y se esfumó.
—Eso pudo ser una simulación —objeté.
Johnny sonrió agradablemente.
—Sí, pero con todo sería una demostración satisfactoria, ¿verdad?
—No necesariamente.
—Suponiendo que yo sea lo que afirmo, ¿aceptará el caso? —dijo encogiéndose de hombros.
—Sí —suspiré—. Pero quiero precisar una cosa. Mi tarifa no es un millón de marcos. Cobro quinientos al día más los gastos.
El cíbrido cabeceó.
—¿Eso significa que acepta el caso?
Me levanté, me puse el sombrero y cogí una chaqueta vieja de un perchero. Me agaché ante el cajón inferior del escritorio y deslicé la pistola de mi padre en un bolsillo de la chaqueta.
—Vamos —indiqué.
—Sí. ¿Adónde?
—Quiero ver dónde lo asesinaron.
Reza el tópico que los nativos de Lusus odian abandonar su colmena y sufren de agorafobia instantánea si visitan un sitio más abierto que una galería comercial. Lo cierto es que la mayor parte de mis trabajos vienen del exterior y me llevan al exterior: perseguir a deudores que usan el teleyector y un cambio de identidad para empezar de nuevo; encontrar a cónyuges infieles que piensan que las citas en otro planeta impedirán que los descubran; rastrear a niños desaparecidos y padres ausentes.
Sin embargo, quedé sorprendida al extremo de titubear un instante cuando salimos del teleyector de Cerdo de Hierro a una desierta meseta de piedra que parecía extenderse hasta el infinito. Excepto por el rectángulo broncíneo del portal teleyector, no había rastros de civilización. El aire olía a huevo podrido. El cielo era un caldero amarillento y nublado de aspecto mórbido. El suelo aparecía gris y seco y no albergaba vida visible, ni siquiera líquenes. Ignoraba a qué distancia se hallaba el horizonte, pero sin duda estaba lejos; no se veían árboles, arbustos ni animales.
—¿Dónde diablos estamos? —pregunté. Creía conocer todos los mundos de la Red.
—Madhya —reveló Johnny.
—Nunca lo había oído nombrar —manifesté mientras metía una mano en el bolsillo y palpaba la culata perlada de la automática de papá.
—Aún no pertenece oficialmente a la Red —apuntó el cíbrido—. Oficialmente, es una colonia de Parvati. Pero está a sólo minutos luz de la base de FUERZA que hay allí y se han instalado las conexiones de teleyección antes de que Madhya se una al Protectorado.
Miré el paisaje desolado. El hedor a dióxido de azufre me estaba descomponiendo y temí que me estropeara el traje.
—¿Colonias? ¿En las cercanías?
—No. Hay varias ciudades pequeñas en el otro lado del planeta.
—¿Cuál es la zona habitada más cercana?
—Nanda Devi. Un pueblo de trescientos habitantes. Está más de dos mil kilómetros al sur.
—Entonces, ¿por qué han puesto un portal teleyector aquí?
—Explotación minera potencial —explicó Johnny. Señaló la meseta gris—. Metales pesados. El consorcio autorizó más de cien portales teleyectores en este hemisferio para tener un acceso fácil cuando comenzaran las obras.
—De acuerdo. Es buen sitio para un asesinato. ¿Por qué vino aquí?
—No lo sé. Eso forma parte de la memoria perdida.
—¿Con quién vino?
—Tampoco lo sé.
El joven se puso las gráciles manos en los bolsillos.
—El que me atacó, o lo que me atacó, usó un tipo de arma conocida en el Núcleo como virus SIDA II.
—¿Qué es eso?
—SIDA II fue una plaga humana muy anterior a la Hégira —informó Johnny—. Desquiciaba el sistema inmunitario. Este virus funciona del mismo modo en una IA. En menos de un segundo se infiltra en los sistemas de seguridad y lanza programas de fagocitación letales contra el huésped…, contra la IA misma. Contra mí.
—¿No pudo contraer este virus de forma natural?
Johnny sonrió.
—Imposible. Es como preguntar a la víctima de un tiroteo si se cayó sobre las balas.
Me encogí de hombros.
—Mire, si usted anda buscando una experta en redes de datos o IA, ha acudido a la persona equivocada. Al margen de consultar la esfera como hacen veinte mil millones de sujetos, no sé un comino sobre el mundo fantasma —usé el viejo término para ver cómo reaccionaba.
—Lo sé —asintió Johnny sin inmutarse—. No le pido eso.
—¿Qué quiere de mí?
—Averigüe quién me trajo aquí y me mató. Y por qué.
—De acuerdo. ¿Por qué cree que el asesinato ocurrió aquí?
—Porque aquí recuperé el control de mi cíbrido cuando fui… reconstituido.
—¿Quiere decir que el cíbrido quedó incapacitado cuando el virus lo destruyó a usted?
—Sí.
—¿Cuánto duró eso?
—¿Mi muerte? Casi un minuto, hasta que mi personalidad de reserva fue activada.
Se me escapó la risa.
—¿Qué le parece gracioso?
—Su concepto de la muerte —admití.
Los ojos castaños me miraron con tristeza.
—Tal vez resulte gracioso para usted, pero no puede imaginar lo que significa un minuto de… desconexión… para un elemento del TecnoNúcleo. Significa siglos de tiempo e información. Milenios de aislamiento.
—Ya —dije, conteniendo las lágrimas sin mayor esfuerzo—. ¿Qué hizo pues su cuerpo, su cíbrido, mientras usted cambiaba cintas de personalidad o lo que sea?
—Supongo que estaba en coma.
—¿No puede funcionar de manera autónoma?
—Oh sí, pero no cuando se produce una falla de los sistemas generales.
—¿Dónde despertó usted?
—¿Cómo?
—Cuando usted reactivó el cíbrido, ¿dónde estaba él?
Johnny comprendió. Señaló una roca a menos de cinco metros del teleyector.
—Acostado allí.
—¿A este lado o al otro?
—Al otro lado.
Fui a examinar el lugar. No había sangre, ni notas, ni armas asesinas. Ni siquiera una huella o un indicio de que el cuerpo de Johnny hubiera estado allí durante aquel minuto eterno. Un equipo forense de la policía habría podido descubrir volúmenes enteros de pistas microscópicas y bióticas, pero yo sólo veía piedras.
—Si ha perdido la memoria —dije—, ¿cómo sabe que alguien más vino aquí con usted?
—Consulté los registros del teleyector.
—¿Buscó el nombre de esa persona o personas en el registro de la tarjeta universal?
—Ambos nos teleyectamos con mi tarjeta —explicó Johnny.
—¿Sólo una persona más?
—Sí.
Asentí. Los registros de teleyector resolverían todos los delitos intermundo si los portales fueran verdadera teleportación; el registro de datos de transporte podría haber recreado al sujeto hasta el último gramo y folículo. En cambio, un teleyector es esencialmente un tosco agujero abierto en la trama espacio temporal por una singularidad de fases. Si el delincuente no usa su propia tarjeta, los únicos datos que tenemos son origen y destino.
—¿Desde dónde se teleyectaron? —pregunté.
—Centro Tau Ceti.
—¿Tiene el código del portal?
—Desde luego.
—Vayamos allí a terminar esta conversación —propuse—. Este lugar apesta.
TC2, el viejo apodo de Centro Tau Ceti, es sin duda el mundo más poblado de la Red. Además de unos cinco mil millones de habitantes que ocupan espacio en una superficie disponible de la mitad de Vieja Tierra, tiene una ecología de anillo orbital que alberga a quinientos millones más. Además de ser la capital de la Hegemonía y la sede del Senado, TC2 es el centro comercial de la Red. Desde luego, el número de portal que había encontrado Johnny nos llevó a un términex de seiscientos portales en una de las torres de Nueva Londres, uno de los distritos urbanos mayores y más antiguos.
—Diablos —exclamé—. Bebamos un trago.
Había varios bares cerca del términex y escogí uno relativamente apacible: simulaba una taberna de marineros, fresca, oscura, con una profusión de madera y bronce falsos. Pedí una cerveza. Nunca bebo cosas fuertes ni consumo Flashback cuando trabajo en un caso. A veces creo que sigo en este oficio porque necesito esa autodisciplina. Johnny también pidió una cerveza, un brebaje oscuro y alemán embotellado en Vector Renacimiento. Me pregunté qué vicios tendría un cíbrido.
—¿Qué más averiguó antes de venir a verme? —pregunté.
El joven abrió las manos.
—Nada.
—Mierda —protesté con todo respeto—. Esto es una broma. Con todos los poderes de una IA a su disposición, usted no puede averiguar el paradero ni los actos de su cíbrido unos días antes del… accidente.
—No. —Johnny bebió un sorbo de cerveza—. Mejor dicho, podría hacerlo pero tengo importantes razones por las cuales no deseo que otras IAs me sorprendan investigando.
—¿Sospecha de alguna de ellas?
En vez de responder, Johnny me entregó una lista de sus compras con tarjeta universal.
—El bloqueo provocado por mi asesinato dejó cinco días estándar sin explicación. Aquí están los gastos que se realizaron con tarjeta durante ese tiempo.
—Usted dijo que sólo estuvo desconectado un minuto.
Johnny se rascó la mejilla con un dedo.
—Tuve suerte de perder sólo cinco días de datos —alegó.
Llamé al camarero humano y pedí otra cerveza.
—Mire, Johnny…, quienquiera sea usted, nunca podré abordar este caso sin averiguar más sobre su personalidad y su situación. ¿Quién desearía matarlo si sabe que usted será reconstituido o como diablos se llame?
—Veo dos motivos posibles —respondió Johnny.
Asentí.
—Uno sería crear esa pérdida de memoria —apunté—. Eso sugeriría que quisieron hacerle olvidar algo que ocurrió durante la última semana, o que llamó la atención de usted en ese período. ¿Cuál es el segundo motivo?
—Enviarme un mensaje —explicó Johnny—. No sé qué es. Ni de quién.
—¿Sabe quién querría matarlo?
—No.
—¿Ninguna sospecha?
—Ninguna.
—La mayoría de los asesinatos son actos de cólera irracional y repentina cometidos por alguien que la víctima conoce bien. Un pariente, un amigo, un amante. La mayoría de los asesinatos premeditados son cometidos por alguien cercano a la víctima.
Johnny permaneció en silencio. Había en su cara algo que me resultaba irresistible: una especie de fuerza masculina combinada con cierta lucidez femenina. Tal vez era la mirada.
—¿Las IAs tienen familia? —pregunté—. ¿Rencillas? ¿Riñas? ¿Celos?
—No —sonrió—. Hay organizaciones cuasifamiliares, pero no comparten ninguno de los requerimientos de emoción o responsabilidad que exhiben las familias humanas. Las «familias» IA son ante todo códigos grupales cómodos para indicar dónde se originaron ciertas tendencias de proceso.
—¿No cree que lo haya atacado otra IA?
—Es posible. —Johnny hizo girar el vaso en las manos—. Pero no comprendo por qué me atacaron a través de mi cíbrido.
—¿Acceso más fácil?
—Quizá. Pero le complica las cosas al atacante. Un ataque en un plano de datos habría sido infinitamente más letal. Tampoco se me ocurren las motivaciones de otra IA. No tiene sentido. No constituyo una amenaza para nadie.
—¿Por qué tiene un cíbrido, Johnny? Si entiendo su papel, quizás encuentre un motivo.
Cogió un pastelillo y jugó con él.
—Tengo un cíbrido…, se podría decir que soy un cíbrido, porque mi… función… es observar a los seres humanos y reaccionar ante ellos. En cierto sentido fui humano una vez.
Fruncí el ceño y sacudí la cabeza. Eso carecía de lógica.
—¿Ha oído hablar de proyectos de recuperación de personalidad? —preguntó.
—No.
—Hace un año estándar los simuladores FUERZA recrearon la personalidad de Horace Glennon-Height para ver por qué era un general tan brillante… Estuvo en todos los noticiarios.
—Ya.
—Bien; yo soy, o era, un proyecto de recuperación anterior y mucho más complicado. Mi personalidad núcleo se basaba en un poeta de Vieja Tierra anterior a la Hégira. Antiguo. Nació a fines del siglo dieciocho según el viejo calendario.
—¿Cómo cuernos reconstruyen una personalidad que se perdió en el tiempo?
—Por los escritos —respondió Johnny—. Cartas, diarios, biografías críticas, testimonios de amigos, pero sobre todo mediante los poemas. El simulador recrea el entorno, inserta los factores conocidos y trabaja a partir de los productos creativos. Voila… un núcleo de personalidad. Tosco al principio, pero, cuando al fin llegué a la existencia, relativamente refinado. Nuestro primer intento fue un poeta del siglo veinte llamado Ezra Pound. Nuestra personalidad era empecinada al extremo del absurdo, con prejuicios hasta casi llegar a la irracionalidad, funcionalmente loca. Llevó un año de revisiones descubrir que la personalidad era correcta; era el hombre quien estaba chiflado. Un genio, pero chiflado.
—¿Entonces, qué? Construyen su personalidad a partir de un poeta muerto. ¿Qué hacen luego?
—Esto se transforma en el molde a partir del cual crece la IA. El cíbrido me permite desempeñar mi papel en la comunidad de plano de datos.
—¿Cómo poeta?
Johnny sonrió de nuevo.
—Más bien como poema.
—¿Cómo poema?
—Una obra de arte ambulante… pero no en el sentido humano. Un rompecabezas, quizás. Un enigma variable que de vez en cuando ofrece insólitas posibilidades de análisis más serios.
—No lo entiendo.
—Tal vez no importe. Dudo que mi propósito haya sido la causa del ataque.
—¿Cuál considera que fue la causa?
—No tengo idea.
El círculo se cerraba.
—Bien —suspiré—. Trataré de averiguar qué hacía usted y con quién estuvo durante esos cinco días perdidos. ¿Hay algo que me pueda servir, además de la tarjeta de crédito?
Johnny negó con un ademán.
—Supongo que usted entiende por qué me resulta tan importante averiguar la identidad y la motivación del atacante.
—Desde luego. Él podría intentarlo de nuevo.
—Exacto.
—¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted?
Johnny me dio un chip de acceso.
—¿Es una línea segura? —pregunté.
—Mucho.
—Bien. Le llamaré cuando averigüe algo.
Salimos del bar y caminamos hacia el términex. Se estaba alejando cuando di tres zancadas y le cogí el brazo. Era la primera vez que le tocaba.
—Johnny. ¿Cómo se llama el poeta de Vieja Tierra que resucitaron…?
—Recobraron.
—Lo que sea. El que constituye el fundamento de su personalidad IA.
El atractivo cíbrido titubeó. Noté que tenía las pestañas muy largas.
—¿Qué más da? —preguntó.
—Nadie sabe qué es lo importante.
Asintió.
—Keats —contestó—. Nacido en 1795 de la era cristiana. Muerto de tuberculosis en 1821. John Keats.
Seguir a alguien a través de una serie de transbordos de teleyector resulta casi imposible. Especialmente si ese alguien no quiere que lo detecten. Los polizontes de la Red pueden hacerlo, con cincuenta agentes asignados a la misión, más algún exótico y caro juguete de alta tecnología, por no mencionar la cooperación de la Autoridad de Tránsito.
Es casi imposible hacerlo en solitario.
Aun así, me resultaba importante averiguar adónde se dirigía mi cliente.
Johnny no miró hacia atrás al cruzar la plaza del términex. Yo me oculté detrás de un quiosco y miré por mi cámara de bolsillo mientras él tecleaba códigos en un panel manual, insertaba la tarjeta y atravesaba el reluciente rectángulo.
Tal vez usaba un panel manual porque se dirigía a un portal de acceso general, pues los códigos de los teleyectores privados suelen estar impresos en chips que sólo responden a usuarios concretos. Sensacional. Había reducido las probabilidades a sólo dos millones de portales en ciento cincuenta mundos de la Red y unas setenta lunas.
Con una mano arranqué el «forro» rojo de mi abrigo mientras tecleaba la repetición de mi cámara. Miré por el ocular la secuencia del panel aumentado. Extraje una capa que armonizaba con mi nueva chaqueta roja y me calé el sombrero sobre la frente. Moviéndome deprisa por la plaza, pregunté a mi comlog el código de transferencia de nueve dígitos que había visto en la cámara. Sabía que los tres primeros dígitos correspondían al mundo de Tsingtao-Hsishuang Panna —tengo memorizados todos los prefijos planetarios— y al instante me informaron que el código de portal conducía a un barrio residencial de la ciudad de Wansiehn, Primera Expansión.
Me metí en la primera cabina abierta y me teleyecté; salí a una pequeña plaza términex pavimentada con ladrillos gastados. Había antiguas tiendas orientales y los aleros de los techos de pagoda colgaban sobre callejones laterales. Las gentes se apiñaban en la plaza o se detenían en las puertas y aunque la mayoría eran obvios descendientes de los exiliados de la Larga Fuga que colonizaron THP, muchos parecían extranjeros. El aire olía a vegetación alienígena, cloacas y arroz.
—Demonios —mascullé. Había otros tres portales teleyectores y ninguno estaba en uso constante. Johnny se podía haber teleyectado de inmediato por cualquiera de ellos.
En vez de regresar a Lusus, pasé unos minutos registrando la plaza y las calles laterales. Para entonces, la pildora de melanina que había engullido estaba actuando y yo era una joven negra… o un joven negro, resultaba díficil de decir con mi moderna chaqueta roja abultada y el visor polarizado, mientras paseaba registrando imágenes con mi cámara de turista.
La cápsula de rastreo que había disuelto en la segunda cerveza alemana de Johnny había tenido tiempo de sobra para funcionar. Las microesporas de ultravioleta positivo flotaban en el aire. Yo casi podía seguir el rastro de las exhalaciones que había dejado. En cambio, encontré la brillante huella amarilla de una mano en una pared oscura (amarilla para mi visor especial, desde luego, pero invisible fuera del espectro ultravioleta) y seguí el rastro de manchones donde la ropa saturada había rozado los puestos o la piedra.
Johnny comía en un restaurante cantonés a menos de dos calles de la plaza términex. La comida frita olía delicioso, pero me abstuve de entrar. Johnny miró los precios en los puestos de un callejón y regateó en el mercado casi una hora antes de terminar, regresó a la plaza y se teleyectó. Ésta vez usó un chip codificador —sin duda un portal privado, posiblemente una propiedad privada— y yo corrí dos riesgos al usar una tarjeta de rastreo para seguirlo. Dos riesgos porque, primero, la tarjeta es totalmente ilegal y podía perder la licencia si me pescaban —poco probable si continuaba usando los obscenamente caros pero estéticamente perfectos chips transformadores de Papá Silva— y, segundo, porque podía terminar en el salón de la casa de Johnny, una situación siempre embarazosa.
No era el salón. Incluso antes de localizar los letreros de la calle reconocí el tirón gravitatorio, la luz opaca y broncínea, el olor a aceite y ozono; comprendí que estaba en Lusus.
Johnny había saltado a una de las torres residenciales de las Colmenas Bergson. Tal vez por eso había escogido mi agencia: éramos casi vecinos, sólo nos separaban seiscientos kilómetros.
Mi cíbrido no estaba a la vista. Caminé resueltamente para no alertar a los vídeos de seguridad programados para reaccionar ante los remolones. No había guía de residentes; las puertas de los apartamentos no mostraban número ni nombre, no había listas accesibles por comlog. Calculé que habría veinte mil cubículos residenciales en la Colmena Bergson Este.
Los indicios se desvanecían al morir la sopa de esporas, pero registré sólo dos de los pasillos radiales antes de hallar un rastro. Johnny vivía en un ala con suelo de vidrio cerca de un lago de metano. La cerradura electrónica mostraba la reluciente huella de una mano. Usé mis ganzúas para obtener una lectura de la cerradura y luego me teleyecté a casa.
Había observado cómo mi hombre iba a comer comida china y se disponía a pasar la noche en casa. Suficiente por un día.
BB Surbringer era mi experto en IA. BB trabajaba en estadísticas y Registros de Control de Flujo de la Hegemonía y pasaba la mayor parte de su vida en un diván de caída libre con media docena de microcables insertados en el cráneo mientras comulgaba con otros burócratas en el plano de datos. Yo lo había conocido en la universidad cuando era un ciberfan puro, un hacker de vigésima generación que se había implantado conexiones corticales a los doce años estándar. Su verdadero nombre era Ernest, pero se había ganado el apodo BB cuando salió con una amiga mía llamada Shayla Toyo. Shayla lo había visto desnudo en la segunda cita y se había echado a reír durante media hora: Ernest medía —y mide— dos metros de estatura pero pesa menos de cincuenta kilos. Shayla dijo que el trasero de Surbringer era como dos balines. BB (balín-balín) era un apodo cruel, y por lo tanto tuvo éxito.
Lo visité en un monolito sin ventanas de TC2. No había torres en las nubes para BB y los de su estirpe.
—¿Por qué te interesas en el mundo de la información en tu vejez, Brawne? Eres demasiado vieja para conseguir un trabajo en serio.
—Sólo quiero informarme sobre IA, BB.
—Claro, es sólo uno de los temas más complejos del universo conocido —suspiró, y miró con añoranza su conexión neural desenchufada y los cables de metacórtex. Los ciberfans no bajan nunca, pero los servidores públicos tienen que apearse para almorzar. BB era como la mayoría de los ciberfans: no se sentía cómodo intercambiando información si no cabalgaba en una ola de datos—. ¿Qué quieres saber?
—¿Por qué se independizaron las IAs? —tenía que empezar por alguna parte.
BB hizo un gesto complicado con las manos.
—Dijeron que tenían otros proyectos, no compatibles con la inmersión total en los asuntos de la Hegemonía; léase asuntos humanos. Lo cierto es que nadie lo sabe.
—Pero todavía actúan. ¿Todavía dirigen cosas?
—Claro. El sistema no funcionaría sin ellas. Tú lo sabes, Brawne. Ni siquiera la Entidad Suma funcionaría sin administración IA ni patrones Swarzschild de tiempo real…
—De acuerdo —lo interrumpí antes de que empezara con su jerga incomprensible—. Pero ¿cuáles son los «otros proyectos»?
—Nadie lo sabe. Branner y Swayze de Artintel piensan que las IAs se interesan en la evolución de la conciencia a escala galáctica. Sabemos que sus sondas han penetrado en el Afuera más que…
—¿Y los cíbridos?
—¿Cíbridos? —BB se incorporó y demostró interés por primera vez—. ¿Por qué mencionas a los cíbridos?
—¿Por qué te sorprende que los mencione, BB?
Se frotó distraídamente la conexión neural.
—Bien; ante todo, la mayoría se olvida de que existen. Hace dos siglos todo era alarmismo acerca de gente artificial que tomaría el poder, pero actualmente nadie los recuerda. Además, ayer me topé con un informe de anomalías según el cual los cíbridos están desapareciendo.
—¿Desapareciendo? —fue mi turno de asombrarme.
—Ya sabes, los sacan de servicio. Las IAs mantenían mil cíbridos con licencia en la Red. La mitad de ellos operaban aquí, en TC2. El censo de la semana pasada mostró que dos tercios habían sido llamados durante el último mes.
—¿Qué pasa cuando una IA llama a sus cíbridos?
—No lo sé. Los destruyen, supongo. Las IAs no suelen desperdiciar nada, así que me imagino que el material genético se recicla.
—¿Por qué se recicla?
—Nadie lo sabe, Brawne. La mayoría de nosotros ignoramos por qué las IAs hacen casi todas las cosas que hacen.
—¿Los expertos consideran que las IAs son una amenaza?
—¿Bromeas? Hace seiscientos años, quizá. Hace dos siglos la Secesión nos puso quisquillosos. Pero si esas cosas quisieran perjudicar a la humanidad, pudieron hacerlo mucho tiempo atrás. Preocuparse por una revuelta de las IAs es tan inútil como temer una rebelión de los animales en la granja.
—Excepto que las IAs son más inteligentes que nosotros.
—Sí. Bien, eso es verdad.
—BB, ¿has oído hablar de proyectos de recuperación de personalidad?
—¿Cómo el asunto de Glennon-Height? Claro. Todos han oído hablar de ello. Incluso trabajé en eso en la Universidad Reichs hace unos años. Pero son obsoletos. Ya no suscitan interés.
—¿Por qué?
—Demonios, Brawne; no sabes nada, ¿verdad? Todos los proyectos de recuperación de personalidad fracasaron. Ni siquiera con el mejor control de simulación (e involucraron a la red CMORHT de FUERZA) se pueden evaluar todas las variables. El molde de personalidad se vuelve autoconsciente… No sólo consciente, como tú y yo, sino consciente de que es una personalidad artificialmente autoconsciente, lo cual conduce a Bucles Extraños terminales y a laberintos no armónicos que desembocan en el espacio Escher.
—Traduce.
BB suspiró y miró el indicador temporal azul y dorado de la pared. Al cabo de cinco minutos su tiempo de almuerzo obligatorio terminaría. Podría regresar al mundo real.
—Traducción: la personalidad recobrada sufre un colapso. Desquicio mental. Locura.
—¿Todas ellas?
—Todas ellas.
—¿Pero las IAs todavía están interesadas en el proceso?
—Quién sabe. Nunca lo llevaron a cabo. Todos los proyectos de recuperación de que he oído hablar estaban dirigidos por humanos…, en general proyectos universitarios frustrados. Académicos con cerebro muerto gastando fortunas para recobrar cerebros de académicos muertos.
Forcé una sonrisa. Le faltaban tres minutos para volver a enchufarse.
—¿Todas las personalidades recobradas tenían cíbridos a control remoto?
—No. ¿De dónde sacaste esa idea, Brawne? Ninguna lo tenía. No daría resultado.
—¿Por qué no?
—Estropearía el simulador de estímulos. Además necesitarías material de clonación perfecto y un entorno interactivo preciso hasta el último detalle. Verás, pequeña, a una personalidad recobrada le permites vivir en su mundo mediante simulaciones a gran escala y luego introduces algunas preguntas mediante sueños o interacciones ambientales. Sacar una personalidad de la realidad simulada y meterla en tiempo lento…
Este era el término tradicional de los ciberfans para designar (perdón por la expresión) el mundo real.
—… sólo aceleraría el avance de la locura —concluyó.
Sacudí la cabeza.
—Ya. Bien, gracias, BB —me dirigí a la puerta. A mi ex compañero de estudios le faltaba medio minuto para escapar del «tiempo lento»—. ¿Alguna vez has oído hablar de una personalidad recobrada a partir de un poeta de Vieja Tierra llamado John Keats?
—¿Keats? Claro, leí algo sobre eso en mi época de estudiante. Marti Carollus lo realizó hace cincuenta años en Nueva Cambridge.
—¿Qué ocurrió?
—Lo de siempre. La personalidad entró en un Bucle Extraño. Pero antes del colapso sufrió una muerte simulada. Una enfermedad antigua. —BB miró el reloj, sonrió y alzó su conexión. Antes de insertarla en el cuenco receptor del cráneo me miró de nuevo, casi beatíficamente—. Ahora recuerdo —añadió con una sonrisa soñadora—. Era tuberculosis.
Si nuestra sociedad optara alguna vez por el enfoque Hermano Mayor de Orwell, el instrumento escogido para la opresión tendría que ser la estela de créditos. En una economía sin efectivo y con un mercado negro de trueques casi inexistente, las actividades de una persona se podrían rastrear en tiempo real siguiendo la estela de créditos de su tarjeta universal. Hay leyes estrictas que protegen la intimidad de la tarjeta, pero la gente tiene la mala costumbre de ignorar o anular las leyes cuando el empuje social se transforma en empellón totalitario.
La estela de crédito de Johnny para el período de cinco días que conducía a su asesinato mostraba a un hombre de hábitos regulares y gastos modestos.
Antes de seguir las pistas de la tarjeta de crédito pasé un par de aburridos días siguiendo a Johnny.
Datos: Vivía solo en Colmenar Bergson Este. Una inspección mostró que había vivido allí siete meses locales (menos de cinco meses estándar). Desayunaba en un café cercano y se teleyectaba a Vector Renacimiento, donde trabajaba cinco horas reuniendo algún tipo de información a partir de los archivos impresos, tomaba un almuerzo ligero en un puesto de comida, pasaba otro par de horas en la biblioteca y regresaba a Lusus o se teleyectaba a algún restaurante de otro mundo. Se retiraba a su cubículo a las 2200 horas. Más teleyecciones de las habituales en un lusiano de clase media, pero un estilo de vida poco revelador. La tarjeta de crédito confirmaba que se había atenido a ese esquema durante la semana del asesinato, al margen de un par de compras —zapatos un día, alimentos al siguiente— y una parada en un bar de Vector Renacimiento el día de su «asesinato».
Fui a cenar con él en el pequeño restaurante de la Calle del Dragón Rojo, cerca del portal de Tsingtao-Hsishuang Panna. La comida era muy picante, muy condimentada y muy buena.
—¿Cómo anda todo? —preguntó.
—Sensacional. Soy mil marcos más rica que cuando nos conocimos y he conocido un buen restaurante cantonés.
—Me satisface que mi dinero se gaste en algo importante.
—Hablando del dinero… ¿De dónde lo saca? No se puede ganar gran cosa remoloneando en una biblioteca de Vector Renacimiento.
Johnny enarcó las cejas.
—Vivo de una pequeña… herencia.
—Espero que no sea muy pequeña. Me gusta que me paguen.
—Bastará para nuestros propósitos, Lamia. ¿Ha descubierto algo de interés?
Me encogí de hombros.
—Dígame qué hace en esa biblioteca.
—¿Guarda alguna relación?
—Sí, es posible.
Me dirigió una mirada extraña. Algo en sus ojos me aflojó las rodillas.
—Usted me recuerda a alguien —dijo en voz baja.
—¿De verdad? —a ningún otro le hubiera perdonado esa sugerencia—. ¿A quién?
—Una mujer que conocí hace mucho —se pasó los dedos por la frente, como si de pronto estuviera cansado o mareado.
—¿Cómo se llamaba?
—Fanny —susurró.
Yo sabía de qué hablaba. John Keats tuvo una novia llamada Fanny. Su relación consistió en una serie de frustraciones románticas que enloquecieron al poeta.
Cuando murió en Italia, solo excepto por un compañero de viaje, sintiéndose abandonado por los amigos y la amante, Keats pidió que sepultaran con él las cartas sin abrir de Fanny y un bucle de su cabello.
Antes yo no sabía un rábano acerca de Keats; había averiguado toda esa bazofia con el comlog.
—¿Qué hace en la biblioteca? —insistí.
El cíbrido carraspeó.
—Estoy investigando un poema. Busco fragmentos del original.
—¿Un poema de Keats?
—Sí.
—¿No sería más fácil pedir acceso a él?
—Claro. Pero para mí es importante ver el original…, tocarlo.
Reflexioné en el asunto.
—¿De qué trata el poema?
Sonrió. Al menos los labios sonrieron. Los ojos castaños aún parecían turbados.
—Se llama Hyperion. Resulta difícil describir de qué trata. Un fracaso artístico, supongo. Keats no lo terminó.
Aparté el plato y bebí té tibio.
—Usted dice que Keats no lo terminó. ¿No querrá decir que usted no lo terminó?
Su aire de sorpresa tenía que ser auténtico, a menos que las IAs fueran actores consumados. Bien podía ser así.
—Dios santo, yo no soy John Keats. Tener una personalidad basada en un molde de recuperación no me hace Keats, al igual que llamarse Lamia no hace de usted un monstruo. Un millón de influencias me han separado de ese pobre y triste genio.
—Usted dijo que yo le recordaba a Fanny.
—Un eco de un sueño. Menos aun. Usted ha probado medicinas de aprendizaje ARN, ¿verdad?
—Sí.
—Es lo mismo. Recuerdos que parecen… huecos.
Un camarero humano trajo bizcochos de la suerte.
—¿Le interesaría visitar el verdadero Hyperion? —pregunté.
—¿Qué es eso?
—Un mundo del Afuera. Más allá de Parvati, creo.
Johnny parecía desconcertado. Había abierto el bizcocho pero aún no había leído su fortuna.
—Creo que lo llamaban el Mundo de los Poetas —continué—. Incluso tiene una ciudad que lleva su nombre…, el nombre de Keats.
El joven meneó la cabeza.
—Lo lamento, no he oído hablar de ese sitio.
—¿Cómo es posible? ¿Las IAs no lo saben todo?
Soltó una risa seca.
—Ésta sabe muy poco —leyó su fortuna: CUIDADO CON LOS IMPULSOS REPENTINOS.
Me crucé de brazos.
—¿Sabe una cosa? Excepto por ese truco de salón con el holo del gerente de bancos, no tengo ninguna prueba de que usted sea lo que afirma.
—Déme la mano.
—¿La mano?
—Sí. Cualquiera de las dos. Gracias.
Johnny me cogió la mano derecha con las dos manos suyas. Sus dedos eran más largos que los míos. Los míos eran más fuertes.
—Cierre los ojos —indicó.
Los cerré. No hubo transición: en un momento estaba sentada en el Loto Azul de la Calle del Dragón Rojo y de pronto estuve… en ninguna parte. O en alguna parte. Flotaba en un plano de datos grises azulado, recorría autopistas de información color amarillo cromo, atravesaba grandes ciudades de reluciente almacenamiento de datos, rojos rascacielos envueltos en hielo de seguridad negro, entidades simples como cuentas personales o archivos empresariales que ardían como refinerías en llamas en la noche. Encima de todo, como suspendido en un espacio distorsionado, colgaba el peso gigantesco de las IAs, sus comunicaciones más simples palpitaban como relámpagos violentos en los infinitos horizontes. A cierta distancia, perdidos en el laberinto de neón tridimensional que recortaba un diminuto segundo de arco en la increíble esfera de datos de un pequeño mundo, intuí más que vi esos suaves ojos castaños que me aguardaban.
Johnny me soltó la mano. Había abierto mi bizcocho de la suerte. El papel decía: INVIERTA SABIAMENTE EN BUENOS NEGOCIOS.
—Dios mío —susurré. BB me había llevado volando por un plano de datos anteriormente, pero sin una conexión neural aquella experiencia había sido una sombra de esto. Era la diferencia entre mirar un holo de fuegos artificiales en blanco y negro y estar allí—. ¿Cómo lo ha hecho?
—¿Mañana logrará algún progreso en el caso? —preguntó.
Recobré la compostura.
—Mañana pretendo resolverlo —anuncié.
Bien, tal vez no resolverlo, pero al menos poner las cosas en movimiento. El último recargo en la tarjeta de crédito de Johnny procedía del bar de Vector Renacimiento. Yo lo había confirmado el primer día, desde luego. Había hablado con varios parroquianos —pues no había camarero humano—, pero no había encontrado a nadie que recordara a Johnny. Había vuelto dos veces en vano. Pero el tercer día decidí quedarme allí hasta que surgiera algo.
El bar por cierto no pertenecía al tipo de madera y bronce, como el que Johnny y yo habíamos visitado en TC2. Este tugurio estaba en el segundo piso de un edificio decrépito en un vecindario lamentable a dos calles de la biblioteca de Renacimiento donde Johnny pasaba sus días. No era el tipo de lugar donde se detendría en su camino a la plaza del teleyector, sino adonde iría si encontraba a alguien en las inmediaciones de la biblioteca; alguien con quien quisiera hablar en privado.
Después de seis horas ya me estaba hartando de maníes salados y cerveza cuando entró un viejo vago. Supuse que era un cliente habitual porque no se detuvo en la puerta ni miró alrededor, sino que enfiló directamente hacia la mesita del fondo y pidió un whisky antes de que el camarero mecánico se detuviera a su lado. Cuando me reuní con él comprendí que no era un vago sino un ejemplo de los hombres y mujeres cansados que había visto en las tiendas de chatarra y los puestos callejeros de aquel vecindario. Me miró con ojos entornados y derrotados.
—¿Puedo sentarme?
—Depende, hermana. ¿Qué vendes?
—Compro —me senté, apoyé la jarra en la mesa y le pasé la foto de Johnny entrando en el teleyector de TC2—. ¿Has visto a este tipo?
El viejo miró la foto y se concentró en el whisky.
—Tal vez.
Pedí al camarero mecánico otra ronda.
—Si lo has visto, es tu día de suerte.
El viejo resopló y se frotó la barba crecida con el dorso de la mano.
—Sería el primero en un largo tiempo —me miró—. ¿Cuánto? ¿Por qué?
—Información. «Cuánto» depende de la información. ¿Lo has visto? —Del bolsillo de mi túnica extraje un billete de cincuenta marcos del mercado negro.
—Sí.
El billete se posó en la mesa pero se quedó en mi mano.
—¿Cuándo?
—El martes pasado. Por la mañana.
Era el día correcto. Le di los cincuenta marcos y saqué otro billete.
—¿Estaba solo?
El viejo se humedeció los labios.
—Déjame pensar. No creo…, no; estaba allí —señaló una mesa del fondo—. Había dos sujetos con él. Uno de ellos… bien, por eso lo recuerdo.
—¿De qué hablas?
El viejo se frotó el índice y el pulgar en un gesto tan antiguo como la codicia.
—Háblame de los dos hombres —insistí.
—El joven…, tu joven…, estaba con uno de ellos. Ya sabes, esos fanáticos naturistas con túnicas. Salen en la HTV constantemente. Ellos y sus malditos árboles.
¿Árboles?
—¿Un templario? —pregunté asombrada. ¿Qué hacía un templario en un bar de Vector Renacimiento? Si perseguía a Johnny, ¿por qué usaba la túnica? Era como cometer un asesinato con traje de payaso.
—Sí. Templario. Túnica marrón, de tipo oriental.
—¿Hombre?
—Sí, eso he dicho.
—¿Puedes describirlo mejor?
—No. Templario. Un hijo de puta alto. No alcancé a verle la cara.
—¿Y el otro?
El viejo se encogió de hombros. Saqué un segundo billete y coloqué los dos junto a mi vaso.
—¿Entraron juntos? —insistí—. ¿Los tres?
—No… No puedo… No, espera. Tu fulano y el templario entraron primero. Recuerdo haber visto la túnica antes de que el otro se sentara.
—Describe al otro hombre.
El viejo llamó al camarero y pidió un tercer trago. Usé mi tarjeta y el camarero se alejó deslizándose ruidosamente.
—Como tú —informó—. Parecido a ti.
—¿Bajo? ¿Brazos y piernas fuertes? ¿Un lusiano?
—Sí, eso creo. Nunca he estado en ese planeta.
—¿Qué más?
—Sin pelo —continuó el viejo—. Sólo esa cosa como la que llevaba mi sobrina. Una cola de caballo.
—Una coleta.
—Sí. Lo que sea —acercó la mano a los billetes.
—Un par de preguntas más. ¿Discutieron?
—No. No creo. Hablaban en voz baja. El lugar está casi vacío a esa hora.
—¿Qué hora era?
—Las diez de la mañana.
Esto coincidía con el código de la tarjeta de crédito.
—¿Oíste algo de la conversación?
—No.
—¿Quién hablaba más?
El viejo tomó un sorbo y frunció el ceño para pensar.
—Al principio el templario. Tu hombre parecía responder preguntas. Una vez pareció sorprendido.
—¿Alarmado?
—No, sólo sorprendido. Como si el fulano de la túnica hubiera dicho algo que él no esperaba.
—Dijiste que el templario fue quien más habló al principio. ¿Quién habló después? ¿Mi hombre?
—No, el de la cola de caballo. Luego se marcharon.
—¿Los tres?
—No. Tu hombre y el de la cola de caballo.
—¿El templario se quedó?
—Sí. Eso creo. Yo fui al lavabo. Creo que cuando regresé ya no estaba.
—¿Hacia dónde fueron los otros dos?
—No lo sé, mierda. No prestaba tanta atención. Estaba tomando una copa, no jugando a los espías.
Asentí. El camarero se acercó rodando pero lo ahuyenté con un ademán. El viejo frunció el ceño.
—¿Así que no discutían cuando se marcharon? ¿Ningún indicio de desacuerdo o de que uno estuviera obligando al otro a marcharse?
—¿Quién?
—Mi hombre y el de la coleta.
—No. Mierda. No lo sé —miró los billetes que tenía en la mano mugrienta y el whisky del panel de exhibición del camarero; quizá comprendió que no iba a conseguir nada más de mí—. ¿Para qué quieres saber todo esto?
—Estoy buscando a ese sujeto —respondí. Contemplé el bar. Había unas veinte personas sentadas a las mesas. La mayoría parecían clientes del vecindario—. ¿Hay aquí alguien más que pueda haberlos visto? ¿O recuerdas si alguien más estaba aquí?
—No —contestó estólidamente. Advertí que los ojos del viejo eran exactamente del color del whisky que había bebido.
Me levanté, dejando un último billete de veinte marcos sobre la mesa.
—Gracias, amigo.
—De nada, hermana.
El camarero ya rodaba hacia él antes de que yo llegara a la puerta.
Regresaba a la biblioteca, y me detuve un instante en la transitada plaza del teleyector. Cuadro de situación hasta el momento: Johnny se había encontrado con el templario, o el templario había ido a verlo a la biblioteca o fuera de ella cuando llegó a media mañana. Convinieron en hablar en un lugar privado, el bar, y algo que dijo el templario sorprendió a Johnny. Un hombre con coleta —tal vez un lusiano— apareció y participó en la conversación.
Johnny y Coleta salieron juntos. Poco después, Johnny se teleyectó a TC2 y desde allí viajó con otra persona —tal vez Coleta o el templario— a Madhya, donde algo intentó matarlo. Donde algo lo mató.
Demasiadas lagunas. Demasiados «alguien». No era mucho después de un día de trabajo. Dudaba entre regresar o no a Lusus, cuando mi comlog gorjeó en la frecuencia de comunicaciones restringida que le había dado a Johnny.
—Lamia —dijo con voz jadeante—. Venga deprisa, por favor. Creo que acaban de intentarlo de nuevo. Quieren matarme. —Las coordenadas que me dio correspondían a la Colmena Bergson Este.
Corrí al teleyector.
La puerta del cubículo de Johnny entreabierta. No había nadie en el pasillo, no se oían ruidos. Aún no habían aparecido las autoridades.
Saqué del bolsillo la pistola automática de papá, metí una bala en la recámara y encendí el láser de puntería, todo en un solo movimiento. Entré agazapada, los brazos extendidos, al tiempo que deslizaba el punto rojo sobre las paredes oscuras. En una pared había una estampa barata y un pasillo más oscuro conducía hacia el cubículo. El vestíbulo estaba vacío. El salón y la habitación de comunicaciones estaban vacíos.
Johnny yacía en el suelo del dormitorio, la cabeza contra la cama. La sábana estaba empapada de sangre. Johnny trató de levantarse, se cayó. A sus espaldas la puerta corredera estaba abierta y un húmedo viento industrial soplaba desde la calle.
Registré el único armario, el corto pasillo, la pequeña cocina, y retrocedí hasta el balcón. A doscientos metros de altura en la curva pared de la colmena la vista era espectacular, pues abarcaba diez o veinte kilómetros del Paseo de la Trinchera. El techo de la colmena era una oscura masa de vigas cien metros más arriba. Miles de luces, holos comerciales y letreros de neón brillaban en el paseo, uniéndose en la bruma de la distancia como un borrón eléctrico brillante y palpitante. Había cientos de balcones similares en esta pared de la colmena, todos desiertos. El más cercano estaba a veinte metros. Eran esas cosas que los agentes de alquiler señalaban como una ventaja —sin duda Johnny pagaba un suculento extra por una habitación exterior— pero los balcones eran totalmente inútiles debido al fuerte viento que se elevaba hacia los conductos de ventilación y que arrastraba polvo y desechos además del eterno olor de aceite y ozono típico de la colmena.
Guardé la pistola y fui a examinar a Johnny. El corte que le cruzaba la frente era superficial pero desagradable. Se estaba incorporando cuando salí del cuarto de baño con una almohadilla esterilizada para apoyársela en la herida.
—¿Qué ha pasado? —pregunté.
—Dos hombres… estaban esperando en el dormitorio cuando entré. Habían burlado las alarmas de la puerta del balcón.
—Merece usted un reembolso en su impuesto a la seguridad. ¿Qué ocurrió luego?
—Luchamos. Me querían tumbar en el suelo. Uno de ellos tenía un inyector y logré arrancárselo de la mano.
—¿Por qué se fueron?
—Activé las alarmas interiores.
—¿Pero no la de seguridad de la colmena?
—No. No quería que interviniesen.
—¿Quién le pegó?
Johnny me dirigió una sonrisa tímida.
—Fui yo. Me soltaron, los seguí, tropecé y caí contra la mesilla de noche.
—No fue una trifulca muy grácil por parte de ninguno de los dos bandos —comenté. Encendí una lámpara y examiné la alfombra hasta que encontré la ampolla de la inyección, que había rodado bajo la cama.
Johnny la miró como si fuera una serpiente.
—¿Qué opina? —pregunté—. ¿Más SIDA II?
Negó con un gesto.
—Conozco un sitio donde lo podemos hacer analizar —sugerí—. Sospecho que es sólo un hipnótico. Querían raptarlo, no matarlo.
Johnny movió la almohadilla y torció el gesto. Aún sangraba.
—¿Para qué querrían secuestrar a un cíbrido?
—Dígamelo usted. Empiezo a creer que el presunto asesinato fue sólo un frustrado intento de secuestro.
Johnny meneó de nuevo la cabeza.
—¿Uno de los hombres tenía coleta?
—No lo sé. Llevaban gorras y máscaras osmóticas.
—¿Alguno era tan alto como para ser un templario o tan fuerte como para ser un lusiano?
—¿Un templario? —preguntó Johnny sorprendido—. No. Uno era de estatura media. El de la ampolla pudo haber sido lusiano. Era bastante fuerte.
—Así que persiguió usted a un matón lusiano sin llevar armas. ¿Tiene bioprocesadores o implantes de aumento que yo no conozca?
—No. Sólo estaba furioso.
Lo ayudé a levantarse.
—¿Las IAs se enfurecen?
—Yo sí.
—Vamos. Conozco una clínica automática que hace descuentos. Luego se quedará conmigo un rato.
—¿Con usted? ¿Por qué?
—Porque ya no necesita un detective. Ahora necesita un guardaespaldas.
Mi cubículo no estaba registrado en el plan zonal de la colmena como apartamento; yo había conseguido un depósito remodelado de un amigo a quien habían esquilmado los usureros. Mi amigo había decidido emigrar a una colonia del Afuera y yo había hecho un buen negocio comprando un lugar que estaba apenas a un kilómetro de pasillo de mi oficina.
El ambiente era un poco tosco, y a veces el ruido de los muelles de carga ahogaba la conversación; pero yo tenía diez veces más espacio que en un cubículo normal y podía utilizar las pesas y el equipo de gimnasia.
Johnny parecía francamente intrigado por el lugar y yo tuve que pellizcarme para no dejarme subyugar. Si me descuidaba, empezaría a usar lápiz de labios y rouge corporal para este cíbrido.
—¿Por qué vive en Lusus? —pregunté—. La mayoría de los extranjeros no soportan la gravedad ni el paisaje. Además el material de investigación está en la biblioteca de Vector Renacimiento. ¿Por qué está usted aquí?
Lo miré y escuché atentamente. El cabello lacio se le partía en la coronilla y caía en rizos rojizos sobre el cuello. Tenía la costumbre de apoyar la mejilla en el puño mientras hablaba. Pensé que su dialecto era en realidad la lengua pura de alguien que ha aprendido un nuevo idioma a la perfección pero sin los perezosos atajos de alguien que ha nacido hablándolo. Debajo de esto subyacía una entonación que me recordaba a un ladrón a quien había conocido y que se había criado en Asquith, un tranquilo y apartado mundo de la Red colonizado por inmigrantes de la Primera Expansión procedentes de lo que habían sido las islas Británicas.
—He vivido en muchos mundos —señaló—. Mi propósito es observar.
—¿Cómo poeta?
Meneó la cabeza, pestañeó, se tocó la herida.
—No. Yo no soy poeta. Keats lo era.
A pesar de las circunstancias, Johnny exhibía una energía y vitalidad que yo había conocido en pocos hombres. Resultaba difícil de describir, pero yo había visto habitaciones llenas de personajes importantes reordenándose para girar en órbita de personalidades como la de él. No era sólo su reticencia y su sensibilidad, sino la intensidad que irradiaba.
—¿Por qué vive usted aquí? —preguntó.
—Nací aquí.
—Sí, pero pasó la infancia en Centro Tau Ceti. Su padre era senador.
Permanecí en silencio.
—Muchos esperaban que se dedicara a la política —continuó—. ¿El suicidio de su padre la disuadió?
—No fue suicidio.
—¿No?
—Todos los noticiarios y la indagación dijeron que sí —mascullé—, pero se equivocaban. Mi padre jamás se habría quitado la vida.
—¿De manera que fue asesinato?
—Sí.
—¿A pesar de que no había motivación ni sospechosos?
—Sí.
—Entiendo —dijo Johnny. El fulgor amarillo de las lámparas de los muelles de carga se filtraba por las ventanas polvorientas y le hacía brillar el pelo como cobre—. ¿Le gusta ser detective?
—Cuando lo hago bien. ¿Tiene hambre?
—No.
—Entonces vamos a dormir. Puede tenderse en el diván.
—¿Lo hace bien a menudo? ¿Ser detective?
—Mañana veremos.
Por la mañana Johnny saltó a Vector Renacimiento a la hora habitual, esperó un momento en la plaza y saltó al Viejo Museo de los Colonos en Sol Draconi Septem. Desde allí se trasladó al términex principal de Nordholm y al mundo templario de Bosquecillos de Dios.
Habíamos organizado el horario de antemano y yo lo esperaba en Vector Renacimiento, oculta en las sombras del peristilo.
Un hombre con coleta fue el tercero en llegar después de Johnny. Sin duda era lusiano: la palidez de la colmena, la masa muscular y corporal, el andar arrogante. Podría haber sido mi hermano perdido.
No miró a Johnny, pero noté que se sorprendía cuando el cíbrído enfilaba hacia los portales de salida. Yo permanecí oculta y sólo tuve un atisbo de su tarjeta, pero habría apostado a que era un rastreador.
Coleta se mostró cauto en el Museo de los Colonos y siguió a Johnny a una distancia prudencial. Yo iba vestida con una túnica de meditación de los gnósticos Zen, con visor de aislamiento y todo; no miré hacia ellos mientras enfilaba hacia el portal de salida del museo para saltar directamente a Bosquecillo de Dios.
Me dominó una sensación extraña cuando dejé a Johnny solo en el museo y el términex de Nordholm, pero eran lugares públicos, así que era un riesgo calculado.
Johnny atravesó el portal de llegada del Arbolmundo justo en tiempo, y compró un billete para la visita. Tuvo que darse prisa para alcanzarme y abordar el deslizador ómnibus antes de la partida. Yo ya estaba instalada en el asiento trasero de la cubierta superior y Johnny encontró un sitio en la parte delantera, tal como habíamos previsto. Ahora yo llevaba el atuendo básico de turista y mi cámara era una de las tantas que entraba en acción cuando Coleta se apresuró a ocupar un asiento tres filas detrás de Johnny.
La visita al Arbolmundo es siempre divertida —papá me llevó allí por primera vez cuando yo tenía tres años estándar—; pero en esta ocasión, mientras el deslizador se desplazaba sobre ramas del tamaño de autopistas y sobrevolaba un tronco de la anchura del monte Olympus de Marte, empecé a angustiarme ante las miradas de los templarios encapuchados.
Johnny y yo habíamos comentado varios modos sagaces y sutiles de observar a Coleta si aparecía, de seguirlo hasta su guarida y, si era preciso, pasar semanas deduciendo su juego. Al final opté por algo no tan sutil.
El ómnibus nos había dejado cerca del Museo Muir y la gente paseaba por la plaza, indecisos entre gastar diez marcos en un billete para aprender algo o ir directamente a la tienda de regalos, cuando me acerqué a Coleta, le cogí el brazo y dije en tono cordial:
—Hola. ¿Por qué no me cuentas qué diablos quieres de mi cliente?
Un viejo cliché dice que los lusianos son tan sutiles como un lavado de estómago y aún menos agradables. Si yo había confirmado la primera parte, Coleta corroboró en gran medida el segundo prejuicio.
Fue rápido. Mientras yo le aferraba el brazo derecho en un ademán aparentemente amable, el cuchillo centelleó en su mano izquierda en un abrir y cerrar de ojos.
Me aparté a la derecha y el cuchillo cortó el aire a centímetros de mi mejilla. Caí al suelo y rodé mientras alcanzaba el paralizador neural y me incorporaba para hacer frente a la amenaza.
Ninguna amenaza. Coleta corría. Se alejaba de mí y de Johnny. Apartaba turistas a empellones, los esquivaba, enfilaba hacia la entrada del museo.
Me calcé el paralizador en la muñeca y eché a correr. Los paralizadores son sensacionales armas de corto alcance —fáciles de apuntar como una escopeta y sin los desastrosos efectos que tiene una perdigonada cuando hay espectadores inocentes— pero son inútiles a más de diez metros. Con dispersión plena, podía provocar a la mitad de los turistas de la plaza una buena migraña, pero Coleta ya estaba demasiado lejos para tumbarlo. Corrí tras él.
Johnny corrió hacia mí. Le indiqué que se fuera.
—¡Mi apartamento! —grité—. Use la llave.
Coleta había llegado a la entrada del museo y se volvió hacia mí cuchillo en mano. Embestí y experimenté una cierta alegría al pensar en los siguientes minutos.
Coleta saltó encima de un molinillo y apartó turistas a codazos para atravesar las puertas. Lo seguí. Sólo advertí adonde se dirigía cuando llegué al interior abovedado de la Sala Principal y vi que se abría paso hacia la atestada escalera mecánica del Piso de Excursiones.
Mi padre me había llevado en la Excursión Templario cuando yo tenía tres años. Los portales teleyectores estaban abiertos día y noche; se tardaba tres horas en efectuar todas las visitas comentadas por los treinta mundos donde los ecólogos templarios habían preservado la naturaleza pensando que le agradaría al Muir. No lo recordaba con certeza, pero me parecía que los caminos eran sendas en espiral con los portales relativamente juntos para facilitar el tránsito de los guías templarios y el personal de mantenimiento. Demonios.
Un guardia uniformado que estaba cerca del portal turístico percibió la confusión cuando irrumpió Coleta y trató de interceptar al rudo intruso. Incluso a quince metros vislumbré la alarma y la incredulidad en la cara del viejo guardia cuando retrocedió tambaleando, el mango del cuchillo de Coleta saliéndole del pecho.
El viejo guardia, tal vez un policía jubilado local, miró hacia abajo, la cara pálida, tocó con prudencia la empuñadura de hueso como si fuera de utilería y cayó de bruces. Los turistas gritaron. Alguien llamó a un médico. Coleta apartó a un guía templario y se arrojó por el portal fulgurante.
Las cosas no estaban saliendo como yo había previsto.
Enfilé hacia el portal sin detenerme.
Salté y patiné en la hierba resbaladiza de una ladera. Un cielo amarillo limón. Aromas tropicales. Caras sorprendidas se volvieron hacia mí. Coleta se dirigía al otro teleyector, atravesando macizos de flores y pateando bonsais ornamentales. Reconocí el mundo de Fuji, me deslicé colina abajo y trajiné colina arriba entre los macizos, siguiendo la huella de destrucción trazada por Coleta.
—¡Detened a ese hombre! —grité, aunque sabía que era una tontería. Nadie se movió excepto una turista nipona que alzó la cámara y filmó una secuencia.
Coleta miró hacia atrás, apartó a varios turistas boquiabiertos y atravesó el portal del teleyector.
Yo empuñaba de nuevo el paralizador y lo agité ante la multitud.
—¡Atrás, atrás!
Se apartaron deprisa. Entré con prudencia, paralizador en mano. Coleta ya no tenía el cuchillo pero yo ignoraba qué otros juguetes llevaba.
Luz brillante sobre agua. Las olas violáceas de Mare Infinitus. El sendero era una estrecha vereda de madera a diez metros de los flotadores. Serpeaba sobre un mágico arrecife coralino y un sargazo de algas amarillas antes de regresar, pero un pasadizo estrecho conducía al portal. Coleta había trepado a la puerta que decía PROHIBIDO EL ACCESO y estaba atravesando el pasadizo.
Corrí al borde de la plataforma, sintonicé en haz intenso y coloqué el paralizador en automático, barriendo la escena con el rayo invisible como si apuntara una manguera de jardín.
Coleta trastabilló pero logró recorrer los diez metros que faltaban hasta el portal y lo atravesó. Solté una maldición y trepé la puerta, ignorando los gritos de un guía templario. Llegué a ver un letrero que recordaba a los turistas que se pusieran equipo térmico y atravesé el portal, sintiendo apenas el cosquilleo de la pantalla teleyectora. Una tormenta rugiente azotaba el campo de contención que transformaba el camino de los turistas en un túnel a través de una feroz blancura. Sol Draconi Septem: la zona septentrional donde los cabildeos de los templarios ante la Entidad Suma habían salvado las zonas árticas al detener el proyecto de calefacción colonial. Sentí la gravedad 1,7 estándar en los hombros como el yugo de mi aparato de ejercicios. Era una lástima que Coleta también fuera lusiano; si su físico hubiera sido corriente, no habría sido rival en este ambiente. Ahora veríamos quién estaba en mejor forma.
Coleta estaba a cincuenta metros y atisbaba por encima del hombro. El otro teleyector se alzaba cerca pero la tormenta volvía invisible e inaccesible todo lo que estuviese fuera del camino. Eché a andar tras él. Como concesión a la gravedad, éste era el más breve de los senderos de la Excursión Templaria y emprendía el regreso a sólo doscientos metros. Oí el jadeo de Coleta mientras me acercaba. Yo avanzaba a buen paso; no le permitiría llegar al próximo teleyector. No vi turistas en el sendero y hasta el momento nadie nos había seguido. Pensé que aquél no sería mal sitio para interrogarlo.
Coleta estaba a treinta metros del portal de salida cuando se volvió, se apoyó en una rodilla y apuntó una pistola de energía. El primer disparo fue corto, tal vez a causa del desacostumbrado peso del arma en el campo gravitatorio de Sol Draconi, pero bastó para trazar una cicatriz de vereda carbonizada y escarcha derretida a un metro de mí. Afinó la puntería.
Atravesé el campo de contención de un salto, embistiendo contra la resistencia elástica y tambaleando entre las ráfagas. El aire frío me quemó los pulmones y la nieve me cubrió en segundos la cara y los brazos desnudos. Coleta me buscaba dentro del pasillo iluminado, pero la oscuridad de la tormenta me favorecía mientras yo avanzaba hacia él entre ráfagas de nieve.
Coleta asomó la cabeza, los hombros y el brazo derecho por la pared del campo, con los ojos entornados ante la andanada de partículas heladas que le cubrieron las mejillas y la frente en un instante. El segundo disparo fue alto y sentí el calor del rayo por encima. Ahora nos separaban diez metros; sintonicé el paralizador en dispersión amplia y disparé en su dirección sin alzar la cabeza del remolino de nieve donde había caído.
Coleta soltó la pistola de energía y cayó a través del campo de contención.
Lancé un grito de triunfo que se perdió en el rugido del viento y avancé trastabillando hacia la pared del campo. Mis manos y mis pies eran ahora objetos distantes, más allá del dolor del frío. Me ardían las mejillas y las orejas. Decidí no pensar en el congelamiento y me arrojé contra el campo.
Era un campo clase tres, diseñado para contener los elementos y a una bestia tan enorme como un espectro ártico, con lo cual permitía al turista extraviado o al templario que realizaba alguna tarea volver al sendero; pero, debilitada por el frío, choqué contra la pared como una mosca contra plástico mientras mis pies resbalaban sobre la nieve y el hielo. Al fin me lancé hacia delante y aterricé pesada y torpemente, arrastrando las piernas.
El calor repentino del sendero me hizo temblar. Astillas de hielo cayeron de mi cuerpo mientras me levantaba trabajosamente.
Coleta corrió hacia el portal de salida. El brazo derecho le colgaba como si lo tuviera roto. Yo conocía la dolorosa agonía de un paralizador neural, por lo que no lo envidiaba. Miró hacia atrás una vez cuando eché a correr hacia él y atravesó el teleyector.
Alianza-Maui. El aire tropical olía a mar y vegetación. El cielo era azul como en Vieja Tierra. Comprendí de inmediato que el sendero conducía a una de las pocas islas móviles que los templarios habían salvado de la domesticación emprendida por la Hegemonía. Era una isla grande, tal vez medio kilómetro de punta a punta. Desde el portal de acceso, en una ancha cubierta que rodeaba el árbol mayor, vi que las hojas-velas expansivas se hinchaban con el viento y las lianas-timón color índigo se arrastraban detrás. El portal de salida estaba a sólo quince metros de distancia por una escalera, pero Coleta enfiló por el otro lado, por el camino principal, hacia un apiñamiento de chozas y puestos cerca del borde de la isla.
Sólo allí, a medio camino por el sendero de la Excursión Templaria, permitían que las estructuras humanas albergaran a excursionistas fatigados mientras compraban refrescos o recuerdos para beneficiar a la Hermandad Templaria. Eché a correr por la ancha escalera hacia el sendero, aún tiritando, la ropa empapada de nieve que se derretía deprisa. ¿Por qué Coleta correría hacia esa gente?
Descubrí las brillantes alfombras de alquiler y lo comprendí. Las alfombras voladoras eran ilegales en la mayoría de los mundos de la Red, pero aún constituían una tradición en Alianza-Maui debido a la leyenda de Siri; con menos de dos metros de longitud y un metro de anchura, esos antiguos juguetes aguardaban para llevar turistas hasta el mar y traerlos de regreso a la isla errabunda. Si Coleta llegaba a una de ellas… Apurando el paso, alcancé al lusiano a pocos metros de las alfombras voladoras y lo aferré bajo las rodillas. Rodamos en la zona de los puestos, alarmando y dispersando a los escasos turistas.
Mi padre me enseñó algo que todo hijo ignora a su propio riesgo: un tío rudo y grande puede aporrear a un tío rudo y pequeño. En este caso estábamos empatados. Coleta se zafó y se levantó, adoptando una postura de luchador oriental, brazos extendidos, dedos desplegados. Ahora veríamos quién era el mejor.
Coleta asestó el primer golpe, tras fijar un ataque con la mano izquierda y darme en cambio un puntapié. Me agaché pero el impacto bastó para aturdirme el hombro y el brazo izquierdos.
Coleta retrocedió bailando. Lo seguí. Le lancé un puñetazo con la derecha. Me respondió con la izquierda. Lo desvié con el brazo derecho. Coleta retrocedió, giró y me lanzó una patada con la pierna izquierda. Lo esquivé, le cogí la pierna y lo tumbé en la arena.
Coleta se levantó. Lo derribé con un gancho izquierdo. Se alejó rodando y se puso de rodillas. Le propiné una patada detrás de la oreja izquierda, controlando el golpe para que no perdiera el sentido.
Una imprudencia, comprendí un instante después, cuando cuatro dedos penetraron mi guardia directos al corazón. En cambio, me magulló el músculo debajo del pecho derecho. Le pegué con fuerza en la boca y chorreó sangre mientras rodaba hacia el borde del agua y se quedaba rígido. La gente corría hacia el portal de salida, pidiendo a los demás que llamaran a la policía.
Cogí de la coleta al aspirante a asesino de Johnny, lo arrastré hasta el agua y le mojé la cara hasta que despertó. Lo tendí de espaldas y le aferré la camisa rasgada y manchada. Nos quedaban un par de minutos hasta que llegara alguien.
Coleta me miró con ojos vidriosos. Lo sacudí una vez y me encorvé.
—Escucha, amigo —susurré—. Vamos a tener una charla breve pero sincera. Empezarás por decirme quién eres y por qué fastidias al sujeto que estabas siguiendo.
Sentí la vibración de la corriente antes de ver el azul. Maldije y le solté la camisa. El nimbo eléctrico rodeó de inmediato el cuerpo de Coleta. Salté hacia atrás, pero tarde para evitar que se me erizara el vello y las alarmas de control de mi comlog se pusieran a chillar. Coleta abrió la boca para gritar y en el interior vi el azul, semejante a un chapucero efecto especial holográfico. La camisa siseó, se ennegreció y ardió. Debajo del pecho crecieron manchas azules, como una película vieja al quemarse. Las manchas se ensancharon, se unieron, se ensancharon más. Vi órganos que se derretían en llamas azules dentro de la cavidad del pecho. Coleta gritó de nuevo, esta vez audiblemente, y los dientes y los ojos se derrumbaron en un fuego azul.
Retrocedí otro paso.
Coleta ardía y las llamas rojizas predominaban ahora sobre el fulgor azul. Las carnes chisporrotearon como si los huesos se hubieran encendido. Al cabo de un rato era una humeante caricatura de carnes chamuscadas, el cuerpo reducido a la postura de púgil enano, común a todos los carbonizados. Me aparté y me cubrí la boca, escrutando la cara de los pocos testigos para comprobar si alguno de ellos lo había hecho. Encontré ojos desencajados y asustados. Uniformes azules de seguridad salieron del teleyector.
Demonios. Miré alrededor. Las velas se hinchaban y ondulaban arriba. Espejines radiantes, bellos incluso a plena luz del día, aleteaban en una vegetación tropical de cien colores. La luz solar bailaba sobre el mar azul. El camino hacia ambos portales estaba bloqueado. El guardia de seguridad que encabezaba el grupo había desenfundado un arma.
En tres zancadas llegué a la primera alfombra voladora, mientras trataba de recordar, por mi único viaje de dos décadas antes, cómo se activaban las hebras de vuelo. Palpé los dibujos desesperada.
La alfombra voladora se puso rígida y se elevó diez centímetros. Oí gritos mientras los guardias llegaban al linde de la multitud. Una mujer con un chabacano atuendo de Renacimiento Menor me señaló. Salté de la alfombra voladora, recogí las otras siete y abordé la mía. Casi sin poder ver los dibujos de vuelo debajo de la pila de alfombras, golpeé los controles hasta que la estera remontó el vuelo, tumbándome al elevarse.
A cincuenta metros de distancia y treinta de altura, arrojé las demás alfombras al mar y me volví para ver qué sucedía en la playa.
Varios uniformes azules estaban apiñados alrededor de los restos quemados. Otro apuntaba una vara plateada hacia mí.
Finas agujas de dolor me atravesaron el brazo derecho, los hombros y el cuello. Los párpados se me cerraron y casi me caí de la alfombra. Aferré el costado con la mano izquierda, me encaramé y teclee el dibujo de ascenso con dedos de trapo. Trepando de nuevo, busqué mi paralizador en la manga derecha. El brazalete de la muñeca estaba vacío.
Un poco después me incorporé para ahuyentar los efectos de la parálisis, pero los dedos aún me ardían y tenía una tremenda jaqueca. La isla móvil quedaba muy atrás y disminuía por momentos. Un siglo atrás los delfines traídos originalmente durante la Hégira habrían guiado la isla, pero el programa de pacificación de la Hegemonía durante la Rebelión de Siri había exterminado a la mayoría de los mamíferos acuáticos, y ahora las islas erraban sin rumbo con su cargamento de turistas de la Red y dueños de balnearios.
Busqué en el horizonte otra isla, un indicio de la escasa tierra firme. Nada. O, mejor dicho, cielo azul, océano infinito y pinceladas de nubes al oeste. ¿O era hacia el este?
Saqué el comlog del cinturón para pedir acceso a la esfera de datos, pero me detuve. Si las autoridades me habían perseguido hasta allí, el próximo paso sería localizarme y enviar un deslizador o un VEM de seguridad. No sabía si podían rastrear mi comlog cuando yo pidiera acceso, pero no veía razones para darles pistas. Puse mi enlace de comunicación en alerta y miré de nuevo alrededor.
Bien hecho, Brawne. Flotaba a doscientos metros de altura en una alfombra voladora de tres siglos de edad con quién sabe cuántas (¡o cuán pocas!) horas de carga en las hebras de vuelo, tal vez a mil kilómetros de tierra. Además, perdida. Sensacional. Me crucé de brazos para pensar.
—¿Brawne Lamia? —di un respingo al oír la suave voz de Johnny.
—¿Johnny? —miré el comlog. Aún estaba en alerta: el indicador de frecuencias estaba oscuro—. Johnny, ¿es usted?
—Claro. Pensé que nunca encendería el comlog.
—¿Cómo me localizó? ¿En qué banda llama?
—Eso no importa. ¿Hacia dónde se dirige?
Riendo, le confesé que no tenía la más remota idea.
—¿Puede usted ayudarme?
—Espere. —Hubo una brevísima pausa—. De acuerdo, la tengo en uno de los satélites climáticos. Una cosa muy primitiva. Menos mal que la alfombra voladora tiene un transpónder pasivo.
Miré la alfombra, lo único que me separaba de una larga caída al mar.
—¿De verdad? ¿Los otros también pueden localizarme?
—Podrían hacerlo —respondió Johnny—, pero estoy interfiriendo la señal. ¿Adónde quiere ir?
—A casa.
—No sé si es prudente después de la muerte de… nuestro sospechoso.
Entorné los ojos con repentina suspicacia.
—¿Cómo sabe eso? Yo no le he contado nada.
—Por favor, Lamia. Las bandas de seguridad lo están repitiendo en seis mundos. Tienen una razonable descripción de usted.
—Mierda.
—Ni más ni menos. ¿Adónde quiere ir?
—¿Dónde está usted? —pregunté—. ¿En mi casa?
—No. Me marché cuando las bandas de seguridad la mencionaron a usted. Estoy… cerca de un teleyector.
—Ahí es donde necesito estar —miré de nuevo alrededor. Mar, cielo, nubes. Al menos no había flotas de VEMs.
—De acuerdo —asintió la voz de Johnny—. Hay un multiportal FUERZA abandonado a menos de diez kilómetros de su actual posición.
Me protegí los ojos haciendo visera con las manos, y giré trescientos sesenta grados oteando en la lejanía.
—No hay nada —repliqué—. No sé a qué distancia está el horizonte en este mundo, pero son por lo menos cuarenta kilómetros y no veo nada.
—Base sumergible —informó Johnny—. Aférrese. Tomaré el control.
La alfombra voladora dio un salto, trastabilló y se zambulló. Me aferré con ambas manos tratando de no gritar.
—Sumergible —repetí en pleno picado—. ¿A qué distancia?
—A qué profundidad, querrá decir.
—Sí.
—Ocho brazas.
Convertí a metros aquellas unidades arcaicas. Esta vez sí que grité.
—¡Son casi catorce metros bajo el agua!
—¿Dónde le parece que podría estar un sumergible?
—¿Qué demonios espera que haga, contener la respiración? —el océano se abalanzaba sobre mí.
—No es necesario —respondió mi comlog—. La alfombra voladora tiene un primitivo campo de choque. Servirá fácilmente para sólo ocho brazas. Por favor, aguante.
Johnny me estaba esperando cuando llegué. El sumergible estaba oscuro y húmedo con el sudor del abandono; el teleyector era un modelo militar que yo jamás había visto. Resultó un alivio salir al sol y a una calle urbana y ver a Johnny esperando.
Le referí lo que había ocurrido con Coleta. Caminamos por calles vacías frente a edificios desvencijados. Anochecía en el cielo azul claro. No había nadie a la vista.
—Eh —exclamé y me detuve—, ¿dónde estamos?
Era un mundo increíblemente terrícola, pero el cielo, la gravedad y la textura del lugar no se parecían a nada que yo conociera.
Johnny sonrió.
—Dejaré que lo adivine.
Salimos a una calle ancha y vi ruinas a la izquierda. Me detuve a mirar.
—Es el Coliseo —dije—. El Coliseo Romano de Vieja Tierra. —Miré los viejos edificios, las calles de adoquines y los árboles que se mecían en la brisa—. Es una reconstrucción de la ciudad de Roma de Vieja Tierra —continué, tratando de no demostrar mi asombro—. ¿Nueva Tierra? —De inmediato comprendí que no era eso. Yo había estado muchas veces en Nueva Tierra y los colores del cielo, los olores y la gravedad no eran los mismos.
Johnny meneó la cabeza.
—No estamos en la Red.
Me detuve.
—Eso es imposible —por definición, todo mundo al que se podía llegar por teleyector estaba en la Red.
—No obstante, no es la Red.
—¿Dónde estamos?
—Vieja Tierra.
Seguimos caminando. Johnny señaló otra ruina.
—El Foro. —Mientras bajaba una larga escalera, indicó—: Adelante está Piazza di Spagna, donde pasaremos la noche.
—Vieja Tierra —repetí, mi primer comentario en veinte minutos—. ¿Viaje en el tiempo?
—Eso no es posible, Lamia.
—¿Un parque temático, entonces?
Johnny rió. Era una risa grata y espontánea.
—Quizás. En realidad no sé cuál es su propósito ni su función. Es un… análogo.
—Un análogo. —Parpadeé ante el sol rojo que se ponía al final de una calleja—. Se parece a los holos que he visto de Vieja Tierra. La sensación resulta convincente, aunque nunca he estado allí.
—Es muy exacto.
—¿Dónde está? Me refiero a la estrella.
—No sé el número —respondió Johnny—. Está en el Cúmulo de Hércules.
Preferí no repetir esas palabras, pero me detuve para sentarme en un escalón.
Con el motor Hawking la humanidad había explorado, colonizado y conectado con teleyector mundos a muchos miles de años luz de distancia. Pero nadie había intentado llegar a los explosivos soles del Núcleo. Apenas habíamos asomado de un brazo en espiral. El Cúmulo de Hércules.
—¿Por qué el TecnoNúcleo construyó una réplica de Roma en el Cúmulo de Hércules? —pregunté.
Johnny se sentó a mi lado. Una arremolinada bandada de palomas echó a volar estrepitosamente y sobrevoló los tejados.
—No lo sé, Lamia. Hay muchas cosas que ignoro…, al menos en parte, porque hasta ahora no me interesaban.
—Brawne.
—¿Cómo?
—Sin formalidades. Puedes llamarme Brawne.
Johnny sonrió e inclinó la cabeza.
—Gracias, Brawne. Pero le diré una cosa. No creo que sea sólo una réplica de la ciudad de Roma. Es toda Vieja Tierra.
Apoyé ambas manos en la piedra tibia del escalón donde me había sentado.
—¿Toda Vieja Tierra? ¿Todos los continentes…, las ciudades?
—Eso creo. No he salido de Italia e Inglaterra excepto para efectuar un viaje por mar entre ambas, pero creo que el análogo es completo.
—¿Por qué, por amor de Dios?
Johnny asintió despacio.
—Tal vez sea eso. ¿Por qué no vamos adentro a comer y hablamos de esto? Quizá se relacione con quién trató de matarme y por qué.
«Adentro» era un apartamento en una casa grande al pie de las escaleras de mármol. Las ventanas daban a lo que Johnny llamaba la «piazza». Escalera arriba se alzaba una iglesia grande de color pardo amarillento, y más abajo había una plaza donde una fuente con forma de bote arrojaba agua en la quietud del atardecer. Johnny comentó que la fuente era obra de Bernini, pero el nombre no significaba nada para mí.
Las habitaciones eran pequeñas y altas, con muebles toscos pero intrincadamente tallados de una época que no reconocí. No había indicios de electricidad ni artefactos modernos. La casa no respondió cuando le hablé en la puerta y en las escaleras del apartamento. Anochecía sobre la plaza y la ciudad fuera de las altas ventanas, pero las únicas luces procedían de faroles de gas o algún combustible más primitivo.
—Esto pertenece al pasado de Vieja Tierra —declaré y toqué las mullidas almohadas. Alcé la cabeza al comprender de pronto—. Keats murió en Italia. Principios del siglo diecinueve o veinte… Esto es… esa época.
—Sí. Principios del siglo diecinueve: 1821, para ser más exactos.
—¿Todo este mundo es un museo?
—No. Distintas zonas pertenecen a distintas épocas. Depende del análogo que se busque.
—No entiendo. —Entramos en una habitación atiborrada de muebles sólidos y me senté en un diván tallado junto a la ventana. Una áurea pátina de luz nocturna aún bañaba la torre de la parda iglesia escalera arriba. Las palomas blancas revoloteaban contra el cielo azul—. ¿Hay millones de personas…, cíbridos…, viviendo en esta falsa Vieja Tierra?
—No lo creo —respondió Johnny—. Sólo la cantidad necesaria para cada proyecto análogo específico. —Vio que yo no comprendía y cobró aliento antes de continuar—. Cuando yo… desperté aquí había análogos cíbridos de Joseph Severn, el doctor Clark, la propietaria Anna Angeletti, el joven teniente Elton y algunos más. Tenderos italianos, el dueño de la trattoria que está frente a la plaza, quien nos traía comida; también había peatones y demás. A lo sumo una veintena.
—¿Qué les ocurrió?
—Seguramente fueron… reciclados. Como el hombre de la coleta.
—Coleta… —Miré a Johnny en la habitación en penumbras—. ¿Era un cíbrido?
—Sin duda. La autodestrucción que describiste es exactamente el modo en que yo me libraría de este cíbrido si tuviera que hacerlo.
Mi mente estaba acelerada. Comprendí lo estúpida que había sido, lo poco que había aprendido.
—Entonces, fue otra IA quien intentó matarte.
—Eso parece.
—¿Por qué?
Johnny movió las manos.
—Quizá para borrar un cuanto de conocimiento que murió con mi cíbrido. Algo que yo había aprendido recientemente. La otra IA sabía que eso quedaría destruido con mi falla de sistemas.
Me levanté, deambulé de un lado a otro, fui a la ventana. Ahora anochecía de verdad. Había lámparas en la habitación, pero Johnny no intentó encenderlas y yo prefería la penumbra. Volvía aún más irreal el fantástico relato que estaba oyendo. Miré hacia el dormitorio. Las ventanas del oeste dejaban entrar los últimos rayos de luz; las blancas sábanas resplandecían.
—Moriste aquí —señalé.
—Él murió —rectificó Johnny—. Yo no soy él.
—Pero tienes sus recuerdos.
—Sueños medio olvidados. Hay lagunas.
—Pero tú sabes lo que él sentía.
—Recuerdo lo que los diseñadores creían que él sentía.
—Cuéntamelo.
—¿Qué? —la tez de Johnny brillaba muy pálida en la sombra. Sus rizos cortos se oscurecieron.
—Qué sentiste al morir. Qué sentiste al renacer.
Johnny me lo contó, en voz baja y melodiosa, usando a veces un inglés arcaico y difícil pero mucho más bello al oído que la lengua híbrida que hablamos hoy.
Describió qué sentía un poeta obsesionado por la perfección, más despiadado con sus propias creaciones que el crítico más exigente, aunque los críticos siempre eran exigentes. La obra de Keats fue vilipendiada, ridiculizada, tildada de tonta y poco original. Demasiado pobre para desposar a la mujer que amaba, pidió dinero al hermano de América y así perdió la última oportunidad de seguridad financiera.
Luego la breve gloria de alcanzar la plena maduración de su potencial poético justo cuando caía presa de la «tisis» que le había arrebatado a su madre y su hermano Tom. Luego el exilio en Italia, presuntamente «por razones de salud», pero sabiendo que significaría una muerte solitaria y dolorosa a los veintiséis años.
Johnny me habló del dolor de ver la letra de Fanny en cartas que no se atrevía a abrir; habló de la lealtad del joven artista Joseph Severn, escogido como compañero de viaje de Keats por «amigos» que al final abandonaron al poeta, contó cómo Severn había atendido al moribundo, permaneciendo junto a él durante los últimos días. Habló de las hemorragias en la noche, del doctor Clark haciéndole sangrías y recetando «ejercicios y aire puro», y de la desesperación religiosa y personal que indujo a Keats a exigir que le tallaran este epitafio en piedra: «Aquí yace alguien cuyo nombre estaba escrito en el agua».
Una luz borrosa perfilaba las altas ventanas. La voz de Johnny parecía flotar en el aire perfumado. Habló de despertar después de la muerte en la cama donde había muerto, aún asistido por el leal Severn y el doctor Clark, de recordar que era el poeta John Keats tal como uno recuerda una identidad de un sueño evanescente, siempre consciente de que él era otra cosa.
Habló de la continuidad de la ilusión, del viaje de regreso a Inglaterra, la reunión con Fanny-que-no-era-Fanny y el trastorno mental que esto le había provocado. Habló de su incapacidad para escribir más poesía, de su creciente alejamiento de los impostores cíbridos, de su caída en una especie de catatonia combinada con «alucinaciones» de su verdadera existencia IA en el casi incomprensible (para un poeta del siglo diecinueve) TecnoNúcleo, del desmoronamiento de la ilusión y el abandono del «Proyecto Keats».
—En verdad, esa maligna farsa me evocaba el pasaje de una carta que yo escribí… él escribió, a su hermano George poco antes de la enfermedad. Keats decía:
¿No habrá seres superiores que se diviertan con las gráciles aunque instintivas actitudes en que pueda incurrir mi mente, tal como a mí me divierten la picardía del armiño o la angustia del venado? Aunque una pelea callejera es algo detestable, las energías que en ella se exhiben son loables. Para un ser superior, nuestros razonamientos pueden cobrar el mismo tono: aunque erróneos, pueden ser loables. La poesía consiste precisamente en esto.
—¿Crees que el Proyecto Keats era maligno? —pregunté.
—Todo lo que engaña es maligno, a mi entender.
—Quizá seas más John Keats de lo que estás dispuesto a admitir.
—No. La ausencia de instinto poético demostró lo contrario incluso en medio de la ilusión más sofisticada.
Miré los contornos de las formas en la oscura casa.
—¿Las IAs saben dónde estamos?
—Probablemente. Seguramente. No puedo ir a ningún sitio sin que el TecnoNúcleo me localice y me siga. Pero huíamos de las autoridades y los bandidos de la Red, ¿verdad?
—Pero ahora sabes que fue alguien…, una inteligencia del TecnoNúcleo la que te atacó.
—Sí, pero sólo en la Red. Semejante violencia no se toleraría en el Núcleo.
Se produjo un ruido en la calle. Una paloma, esperé. Quizá viento arrastrando basura en los adoquines.
—¿Cómo reaccionará el TecnoNúcleo ante mi presencia aquí?
—No tengo ni idea —contestó él.
—Sin duda esto es un secreto.
—Es… algo que ellos consideran irrelevante para la humanidad.
Sacudí la cabeza, un gesto fútil en la oscuridad.
—La recreación de Vieja Tierra, la resurrección de personalidades humanas como cíbridos en este mundo recreado, una inteligencia artificial que mata a otra, ¿irrelevante? —Reí, pero logré dominar la carcajada—. Por todos los cielos, Johnny.
—¿Por qué no?
Me acerqué a la ventana y, sin importarme que ofreciera un buen blanco a alguien que acechara en la calle, saqué un cigarrillo. Estaban húmedos después de la persecución de esa tarde en la nieve, pero uno se encendió.
—Johnny, antes dijiste que el análogo de Vieja Tierra estaba completo y yo comenté: «Por amor de Dios», y respondiste: «Tal vez sea eso». ¿Fue un alarde de ingenio o quisiste decir algo?
—Quise decir que quizá sea por el amor de Dios.
—Explícate.
Johnny suspiró en la oscuridad.
—No comprendo el propósito exacto del proyecto Keats ni de los demás análogos de Vieja Tierra, pero sospecho que forma parte de un proyecto del TecnoNúcleo que se remonta a por lo menos siete siglos estándar, cuyo propósito era alcanzar la Inteligencia Máxima.
—Inteligencia Máxima —repetí, exhalando humo—. Vaya. ¿De modo que el TecnoNúcleo intenta… qué? ¿Construir a Dios?
—Sí.
—¿Por qué?
—No hay una respuesta simple, Brawne. Tampoco resulta fácil responder por qué la humanidad ha buscado a Dios bajo un millón de formas durante diez mil generaciones. Pero para el Núcleo se trata de la búsqueda de mayor eficiencia, de modos más fiables de manipular… variables.
—Pero el TecnoNúcleo puede recurrir a sí mismo y a la megaesfera de datos de doscientos mundos.
—Sin embargo, hay lagunas en los… poderes de predicción.
Lancé el cigarrillo por la ventana y observé la brasa que caía en la noche. La brisa se enfrió de golpe y me froté los brazos.
—¿De qué manera todo esto. —Vieja Tierra, los proyectos de resurrección, los cíbridos—…, de qué manera conducen a la creación de la Inteligencia Máxima?
—No lo sé, Brawne. Hace ocho siglos estándar, al principio de la Primera Edad de la Información, un hombre llamado Norbert Wiener escribió: «¿Puede Dios jugar un juego trascendente con su propia criatura? ¿Puede cualquier creador, por limitado que sea, jugar un juego trascendente con su propia criatura?». La humanidad se enfrentó a este problema sin resolverlo en los inicios de la inteligencia artificial. El Núcleo intenta encontrar la solución en los proyectos de resurrección. Tal vez el programa IM esté completo y todo esto permanezca en función de la Criatura-Creador definitiva, una personalidad cuyos motivos son tan incomprensibles para el Núcleo como los del Núcleo para la humanidad.
Deambulé por la habitación a oscuras, tropecé con una mesita y me quedé donde estaba.
—Nada de esto nos indica quién trata de matarte —señalé.
—No. —Johnny se incorporó y caminó hacia la pared. Encendió una cerilla que sacó de una caja en un estante y prendió una vela. Nuestras sombras ondularon en las paredes y el techo.
Johnny se me acercó y me cogió suavemente los brazos. La luz tenue le pintaba de cobre los rizos y las pestañas, rozándole los altos pómulos y la firme barbilla.
—¿Por qué te muestras tan dura? —preguntó.
Le miré fijamente. Su cara estaba muy cerca de la mía. Teníamos la misma altura.
—Suéltame —dije.
En cambio, se inclinó para besarme. Sus labios eran blancos y tibios y el beso pareció durar horas. Es una máquina, pensé. Humano, pero una máquina. Cerré los ojos. Su suave mano me acarició la mejilla, el cuello, la nuca.
—Escucha… —susurré cuando nos separamos un instante.
Johnny no me dejó terminar. Me cogió en brazos y me llevó al otro cuarto. La cama alta. El colchón mullido y el hondo cobertor. La luz de las velas del otro cuarto fluctuaban y bailaban mientras nos desnudábamos con repentina urgencia.
Esa noche hicimos el amor tres veces; respondimos a lentos y dulces imperativos del tacto y la tibieza y la cercanía y la creciente intensidad de la sensación. Recuerdo que la segunda vez lo observé: debajo de mí, él tenía los ojos cerrados, el cabello caído sobre la frente; la luz de las velas mostraba la agitación del pecho cálido, sus brazos y manos asombrosamente fuertes me sostenían con firmeza. Abrió los ojos un instante para mirarme y sólo vi reflejadas la emoción y la pasión del momento.
Poco antes del alba nos dormimos, y cuando me aparté de él sentí el contacto fresco de su mano en mi cadera, un movimiento protector sin resultar posesivo.
Nos atacaron después de las primeras luces. Eran cinco, todos hombres. No procedían de Lusus, pero eran fuertes y sabían trabajar en equipo.
Lo primero que oí fue que derribaban la puerta del apartamento. Salté de la cama, me situé al lado de la puerta del dormitorio y los miré entrar. Johnny se incorporó y gritó algo cuando el primer hombre apuntó un paralizador. Johnny se había puesto calzoncillos de algodón antes de dormirse; yo estaba desnuda. Pelear desnuda cuando los oponentes están vestidos presenta muchas desventajas, pero el mayor problema es psicológico. Si uno puede superar la sensación de vulnerabilidad agudizada, el resto es fácil de compensar.
El primer hombre me vio, pero decidió paralizar a Johnny de todos modos y pagó por ese error. Le arranqué el arma de un puntapié y lo tumbé con un golpe detrás de la oreja izquierda. Dos más entraron en la habitación. Esta vez ambos tuvieron la astucia de encargarse primero de mí. Otros dos se abalanzaron sobre Johnny.
Detuve una mano con los dedos en punta, desvié un puntapié que me habría hecho mucho daño, retrocedí. A mi izquierda había una cómoda alta y el pesado cajón de arriba salió fácilmente. El hombre que tenía delante se escudó la cara con ambos brazos y la madera se astilló, pero aquella reacción instintiva me dio una ventaja momentánea y la aproveché: descargué todo el peso de mi cuerpo en la patada. El número dos gruñó y cayó contra su socio.
Johnny estaba luchando, pero uno de los intrusos le apretaba la garganta mientras el otro le sujetaba las piernas. Avancé agazapada, recibí el golpe de mi número dos y salté sobre la cama. El tipo que sujetaba las piernas de Johnny voló por el cristal y la madera de la ventana sin decir palabra.
Alguien aterrizó sobre mi espalda y completé la voltereta por la cama y el suelo para arrojarlo contra la pared. Era hábil. Aguantó el golpe en el hombro y trató de darme en el nervio tras la oreja. Tuvo problemas porque se topó con más músculos de los que esperaba. Le propiné un codazo en el estómago y me alejé rodando. El que estrangulaba a Johnny le soltó y me lanzó una patada perfecta a las costillas. Recibí medio impacto, sentí que una costilla cedía y me volví. Sin pretensiones de elegancia, alargué la mano izquierda para aplastarle el testículo izquierdo. El hombre gritó y quedó fuera de combate.
Yo no había olvidado el paralizador caído, ni al último oponente. Reptó hacia el otro lado de la cama, escabulléndose, y avanzó a gatas para alcanzar el arma. Sufriendo el dolor de la costilla rota, alcé la maciza cama con Johnny encima y la descargué sobre la cabeza y los hombros del sujeto.
Me metí bajo la cama, cogí el paralizador y retrocedí hacia un rincón.
Un atacante había volado por la ventana. Estábamos en el segundo piso. El primero en entrar aún yacía en la puerta. El que yo había pateado logró apoyarse en una rodilla y ambos codos. Por la sangre que le manaba de la boca y la barbilla, calculé que una costilla le había perforado un pulmón. Respiraba en resuellos. La cama había aplastado el cráneo del otro fulano tendido. El que había intentado asfixiar a Johnny estaba acurrucado cerca de la ventana, aferrándose la ingle y vomitando. Lo paralicé con el arma; luego me acerqué al que había pateado y le agarré el pelo para levantarlo.
—¿Quién te ha enviado?
—Que te jodan —dijo, rociándome la cara con sangre.
—Tal vez más tarde. De nuevo, ¿quién te ha mandado? —le apoyé tres dedos en la costilla que parecía floja y apreté.
El hombre gritó y palideció. Tosió, y la sangre era muy roja contra la tez pálida.
—¿Quién te envió? —Le apoyé cuatro dedos en las costillas.
—¡El obispo! —exclamó, tratando de zafarse de mis dedos.
—¿Qué obispo?
—Templo del Alcaudón… Lusus… No, por favor… Oh, diablos…
—¿Qué pensabais hacer con él…, con nosotros?
—Nada… Oh, diablos… Necesito atención médica, por favor…
—Claro. Responde.
—Paralizarlo, llevarlo… al Templo… Lusus. Por favor. No puedo respirar.
—¿Y conmigo?
—Matarte si te resistías.
—Bien —dije, alzándolo un poco por el pelo—, ahora vamos bien. ¿Para qué lo quieren a él?
—¡No lo sé! —Gritó con ganas. Yo no dejaba de vigilar la puerta del apartamento. Aún tenía el paralizador en la mano un puñado de pelo—. No… lo sé… —jadeó. Ahora tenía una buena hemorragia. Su sangre me goteaba sobre el brazo y el pecho izquierdo.
—¿Cómo habéis llegado hasta aquí?
—VEM… techo…
—¿Por qué teleyector saltasteis?
—No lo sé… Lo juro… Una ciudad en el agua. El vehículo está sintonizado para regresar allí… ¡Por favor!
Le rasgué las ropas. No llevaba comlog ni otras armas. Tenía el tatuaje de un tridente azul encima del corazón.
—¿Gunda? —pregunté.
—Sí… Hermandad de Parvati. Fuera de la Red. Difícil de rastrear.
—¿Todos vosotros?
—Sí… Por favor… Consigúeme ayuda… Oh, diablos… Por favor… —Se derrumbó, casi inconsciente.
Lo solté, retrocedí y lo rocié con el rayo paralizador.
Johnny estaba sentado, se frotaba la garganta y me miraba de manera extraña.
—Vístete —ordené—. Nos vamos.
El VEM era un viejo Vikken Scénic transparente, sin identificador de manos en la placa de ignición ni en el panel. Llegamos al límite de iluminación planetaria antes de cruzar Francia y contemplamos una oscuridad que según Johnny era el Océano Atlántico. Excepto por las luces y alguna ciudad flotante o plataforma de perforación, la única claridad procedía de las estrellas y del ancho fulgor líquido de las colonias submarinas.
—¿Por qué nos llevamos el vehículo? —preguntó Johnny.
—Quiero ver desde dónde se teleyectaron.
—Mencionó el Templo del Alcaudón de Lusus.
—Sí. Ahora veremos.
La cara de Johnny apenas resultaba visible mientras él contemplaba el mar oscuro, veinte kilómetros más abajo.
—¿Crees que esos hombres morirán?
—Uno de ellos ya estaba muerto —respondí—. El tío del pulmón perforado necesitará ayuda. Dos de ellos se recuperarán. No sé qué pasó con el que voló por la ventana. ¿Te preocupa?
—Sí. Fue una violencia… salvaje.
—«Aunque una pelea callejera es algo detestable, las energías que en ella se exhiben son loables» —cité—. No eran cíbridos, ¿verdad?
—Creo que no.
—Así que hay al menos dos grupos que te persiguen… las IAs y el obispo del Templo del Alcaudón. Y aún no sabemos por qué.
—Ahora tengo una idea.
Me volví en el asiento de espuma. Las constelaciones —que no se parecían a los holos del firmamento de Vieja Tierra ni a las de ningún mundo de la Red que yo conociera— arrojaban luz suficiente para iluminar los ojos de Johnny.
—Cuéntame —le pedí.
—Tu mención de Hyperion me dio una pista. El hecho de que yo no supiera nada sobre ese mundo. Su ausencia indicaba que era importante.
—El extraño caso del perro ladrando en la noche —comenté.
—¿Qué?
—Nada. Continúa.
Johnny se me acercó.
—La única razón por la cual yo no lo sabría sería que algunos elementos del TecnoNúcleo hubiesen bloqueado mi conocimiento.
—Tu cíbrido pasa… —Ahora resultaba extraño hablarle a Johnny de esa manera—. Tú pasas la mayor parte del tiempo en la Red, ¿verdad?
—Sí.
—¿No te toparías con alguna mención de Hyperion? Aparece en las noticias de vez en cuando, especialmente cuando aluden al Culto del Alcaudón.
—Tal vez oí algo. Tal vez por eso me asesinaron.
Me recliné para contemplar las estrellas.
—Vamos a preguntárselo al obispo —decidí.
Johnny explicó que las luces que teníamos delante eran un análogo de Nueva York a mediados del siglo veinte. No sabía para qué proyecto de resurrección se había reconstruido la ciudad. Apagué el automático del VEM y descendí más.
Altos edificios de la era fálica de la arquitectura urbana se elevaban de los pantanos y lagunas del litoral de América del Norte. Algunos tenían las luces encendidas. Johnny señaló una estructura decrépita pero de rara elegancia.
—El Empire State Building —indicó.
—De acuerdo. Sea lo que fuere, allí es donde quiere aterrizar el VEM.
—¿Es seguro?
Sonreí burlonamente.
—Nada en la vida es seguro.
Dejé que el vehículo siguiera su curso y descendimos en una pequeña plataforma abierta al pie de la aguja del edificio. Bajamos a la resquebrajada azotea. Estaba muy oscuro, excepto por las escasas luces de los edificios y las estrellas. A poca distancia, un fulgor azul delineaba un portal teleyector donde otrora quizás hubo puertas de ascensor.
—Yo iré primero —dije, pero Johnny ya había pasado. Palmee el paralizador prestado y lo seguí.
Nunca había visitado el Templo del Alcaudón de Lusus, pero sin duda estábamos allí. Johnny me llevaba unos pasos de ventaja, pero no había nadie más en las cercanías.
Era un sitio fresco, oscuro y cavernoso, si las cavernas pudieran alcanzar ese tamaño. Una escalofriante escultura policroma colgada de cables invisibles rotaba en una brisa que yo no sentía. Johnny y yo nos volvimos cuando el portal teleyector se esfumó.
—Bien, hemos hecho el trabajo por ellos, ¿eh? —le susurré a Johnny. Incluso el susurro parecía retumbar en la sala iluminada de rojo. Yo no había previsto que Johnny saltara al templo conmigo.
La luz pareció ascender, no iluminando el gran salón sino ensanchando su alcance de tal modo que pudimos ver el semicírculo de hombres. Recordé que algunos se llamaban exorcistas y otros lectores y había alguna otra categoría que no recordaba. Fueran quienes fuesen, resultaba alarmante verlos allí, al menos una veintena, con túnicas que eran variaciones en rojo y negro y altas frentes que brillaban bajo la luz roja. No me costó reconocer al obispo. Era de mi mundo, aunque más bajo y más gordo que la mayoría de nosotros, y su túnica era muy roja.
No traté de esconder el paralizador. Si nos atacaban, tal vez pudiera derribarlos a todos. Era posible pero no probable. No les veía armas, pero esas túnicas podían ocultar un arsenal.
Johnny enfiló hacia el obispo y yo lo seguí. Nos detuvimos a diez pasos del hombre. El obispo era el único que no estaba de pie. La silla era de madera y parecía plegable, como si los intrincados brazos, soportes, respaldo y patas se pudieran trasladar de forma compacta. No se podía decir lo mismo de la masa de músculo y grasa evidenciada bajo la túnica del obispo.
Johnny avanzó otro paso.
—¿Por qué intentaste secuestrar a mi cíbrido? —le preguntó al obispo como si los demás no estuviéramos allí.
El obispo rió y meneó la cabeza.
—Mi querida… entidad, es verdad que deseábamos tu presencia en nuestro lugar de adoración, pero no tienes pruebas de que estemos involucrados en un intento de secuestro.
—No me interesan las pruebas —replicó Johnny—. Quiero saber por qué me quieres aquí.
Oí un susurro a nuestras espaldas y me volví deprísa, el paralizador conectado y apuntado, pero el ancho círculo de sacerdotes del Alcaudón permaneció inmóvil. La mayoría estaban fuera del alcance de mi arma. Lamenté no tener conmigo el arma de proyectiles de mi padre.
La profunda y modulada voz del obispo parecía llenar el enorme espacio.
—Sin duda sabes que la Iglesia de la Expiación Final tiene un profundo y permanente interés en el mundo de Hyperion.
—Sí.
—También sabrás que en los últimos siete siglos la personalidad del poeta Keats de Vieja Tierra se ha integrado a los mitos culturales de la colonia de Hyperion.
—Sí. ¿Y qué?
El obispo se frotó la mejilla con un gran anillo rojo.
—Así que cuando te ofreciste para participar en la Peregrinación del Alcaudón aceptamos. Nos sentimos consternados cuando revocaste la oferta.
El aire asombrado de Johnny era muy humano.
—¿Yo me ofrecí? ¿Cuándo?
—Hace ocho días locales —contestó el obispo—. En esta sala. Tú viniste a proponernos la idea.
—¿Yo dije que quería participar en la… Peregrinación?
—Mencionaste que era, si no recuerdo mal, «importante para tu educación». Podemos mostrarte la grabación, si lo deseas. En el Templo grabamos esas conversaciones. También podemos darte un duplicado de la grabación para que la veas cuando desees.
—Sí —aceptó Johnny.
El obispo asintió y un acólito o lo que fuera desapareció un instante en las sombras y regresó con un chip de vídeo estándar en la mano. El obispo asintió de nuevo y el hombre de túnica negra se adelantó para entregarle el chip a Johnny. Mantuve el paralizador preparado hasta que el sujeto regresó al semicírculo de observadores.
—¿Por qué enviaste a los gundas? —pregunté. Era la primera vez que hablaba ante el obispo y mi voz sonaba estridente y cascada.
El hombre santo del Alcaudón gesticuló con una mano regordeta.
—El señor Keats había manifestado interés en participar en nuestra más santa peregrinación. Como creemos que la Expiación Final es inminente, esto tiene mucha importancia para nosotros. En consecuencia, nuestros agentes nos informaron que el señor Keats podía haber sido víctima de uno o más ataques y que cierta investigadora privada, es decir tú, era responsable de la destrucción del guardaespaldas cíbrido que el TecnoNúcleo había concedido al señor Keats.
—¡Guardaespaldas! —exclamé. Ahora la asombrada era yo.
—Desde luego —replicó el obispo. Se volvió hacia Johnny—. El caballero de la coleta, recientemente asesinado en la Excursión Templaria, ¿no te fue presentado como guardaespaldas una semana antes? Aparece en la grabación.
Johnny no dijo nada. Parecía esforzarse por recordar algo.
—De cualquier modo —continuó el obispo—, debemos tener su respuesta acerca de la peregrinación antes del fin de semana. El Sequoia Sempervirens parte de la Red dentro de nueve días locales.
—Pero es una nave arbórea Templaria —objetó Johnny—. Ellos no viajan a Hyperion.
El obispo sonrió.
—En este caso, sí. Tenemos razones para creer que ésta será la última peregrinación patrocinada por la Iglesia y hemos contratado la nave Templaria para permitir que tantos fieles como sean posibles efectúen el viaje —el obispo gesticuló y dos hombres vestidos de rojo y negro desaparecieron en la oscuridad. Dos exorcistas se adelantaron para plegar el sillón mientras el obispo se levantaba—. Por favor, responde cuanto antes —concluyó, y acto seguido se marchó. El exorcista restante se quedó para acompañarnos afuera.
No había más teleyectores. Salimos por la puerta principal del Templo y nos quedamos en el primer escalón de la larga escalinata, contemplando el Bulevar de Centro Colmena y respirando el aire frío y sucio.
La automática de mi padre estaba en el cajón donde yo la había guardado. Me aseguré de que tuviera una carga completa de proyectiles, le metí el cargador y llevé el arma a la cocina donde se preparaba el desayuno.
Johnny estaba sentado a la larga mesa, escrutando el muelle de carga por las ventanas grises. Llevé las tortillas y serví café.
—¿Crees que fue idea tuya?
—Ya viste la grabación de vídeo.
—Las grabaciones se pueden falsear.
—Sí. Pero ésta era auténtica.
—Entonces, ¿para qué te ofreciste a participar en la peregrinación? ¿Por qué tu guardaespaldas intentó matarte después de que hablaras con la Iglesia del Alcaudón y el capitán templario?
Johnny probó la tortilla, asintió aprobatoriamente y tomó otro bocado.
—El… guardaespaldas… me resulta totalmente desconocido. Me lo debieron asignar la semana en que perdí la memoria. Su verdadero propósito, por lo visto, era evitar que yo descubriera algo… o eliminarme si lo descubría.
—¿Algo de la Red o del plano de datos?
—La Red, supongo.
—Necesitamos averiguar para quién trabajaba y por qué te lo asignaron.
—Lo sé —suspiró Johnny—. Acabo de preguntarlo. El Núcleo responde que solicité un guardaespaldas. El cíbrido estaba bajo el control de un nexo IA que corresponde a una fuerza de seguridad.
—Pregunta por qué intentó matarte.
—Ya lo he hecho. Niegan categóricamente tal posibilidad.
—Entonces, ¿por qué este presunto guardaespaldas te rondaba una semana después del asesinato?
—Responden que, aunque yo no volví a solicitar protección después de mi… discontinuidad…, las autoridades del Núcleo consideraron prudente brindármela.
—Menuda protección —reí—. ¿Por qué diablos huyó en el mundo templario cuando lo sorprendí? Ni siquiera se dignan contarte una historia convincente, Johnny.
—No.
—El obispo tampoco explicó por qué la Iglesia del Alcaudón tiene acceso teleyector a Vieja Tierra… o como se llame ese mundo de atrezzo.
—Nosotros no se lo preguntamos.
—Yo no lo pregunté porque quería salir entera de aquel condenado Templo.
Johnny no parecía oírme. Se tomaba el café, la mirada perdida en otra parte.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Se volvió hacia mí acariciándose el labio inferior.
—Aquí hay una paradoja, Brawne.
—¿Cuál?
—Si mi propósito era ir a Hyperion, que mi cíbrido viajara allí…, no podría haber permanecido en el Tecno-Núcleo. Tendría que haber investido al cíbrido de toda mi conciencia.
—¿Por qué? —pregunté, pero comprendía la razón.
—Piensa. El plano de datos es una abstracción. Una mezcla de esferas de datos generadas por ordenadores e inteligencias artificiales y la matriz gibsoniana cuasiperceptiva diseñada originalmente para operadores humanos, ahora aceptada como terreno común para hombre, máquina e IA.
—Pero el hardware IA existe en alguna parte del espacio real —objeté—. En alguna parte del TecnoNúcleo.
—Sí, pero eso es irrelevante para la función de la conciencia —explicó Johnny—. Yo puedo «estar» en cualquier lugar adonde las esferas de datos superpuestas me permitan viajar…, todos los mundos de la Red, el plano de datos y cualquiera de los productos del TecnoNúcleo tales como Vieja Tierra… pero sólo dentro de ese entorno puedo aspirar a la «conciencia» u operar sensores o remotos como este cíbrido.
Dejé la taza de café y miré la cosa a la que había amado como a un hombre sólo la noche anterior.
—¿Sí?
—Los mundos coloniales tienen esferas de datos limitados —continuó Johnny—. Aunque hay algún contacto con el TecnoNúcleo mediante las transmisiones ultralínea, es sólo un intercambio de datos, como en las interfaces informáticas de la Primera Era de la Información; no un flujo de conciencia. La esfera de datos de Hyperion es primitiva al extremo de la inexistencia. Por lo que sé, el Núcleo no tiene ningún contacto con ese mundo.
—¿Eso sería normal? ¿Con un mundo colonial tan alejado?
—No. El Núcleo mantiene contacto con todos los mundos coloniales, con bárbaros interestelares como los éxters y con otras fuentes que la Hegemonía ni siquiera imagina.
Quedé estupefacta.
—¿Con los éxters?
Desde la guerra en Bressia de años antes, los éxters habían sido la bestia negra de la Red. La idea de que el Núcleo (la misma congregación IA que asesoraba al Senado y a la Entidad Suma y que permitía el funcionamiento de nuestra economía, nuestro sistema de teleyectores y nuestra civilización tecnológica) estuviera en contacto con los éxters era escalofriante. ¿Qué diablos quería decir Johnny con «otras fuentes»? Preferí seguir en la ignorancia.
—Pero comentaste que es posible que tu cíbrido viaje aquí —apunté—. ¿Qué quieres decir con «investir al cíbrido de toda tu conciencia»? ¿Puede una IA volverse… humana? ¿Puedes existir sólo en tu cíbrido?
—Se ha hecho —respondió Johnny—. Una vez. Una reconstrucción de personalidad no muy distinta a la mía. Un poeta del siglo veinte llamado Ezra Pound. Abandonó su personalidad IA y huyó de la Red en su cíbrido. Pero la reconstrucción de Pound estaba loca.
—O cuerda —objeté.
—Sí.
—De manera que todos los datos y la personalidad de una IA pueden sobrevivir en el cerebro orgánico de un cíbrido.
—Claro que no, Brawne. Ni siquiera el uno por ciento del uno por ciento de mi conciencia total sobreviviría a la transición. Los cerebros orgánicos no pueden procesar ni siquiera la información más primitiva tal como nosotros lo hacemos. La personalidad resultante no sería la personalidad IA… y tampoco sería una conciencia verdaderamente humana ni un cíbrido…
Johnny se interrumpió y se volvió rápidamente para mirar por la ventana.
—¿Qué pasa? —pregunté al cabo de un minuto. Tendí la mano pero no lo toqué. Habló sin volverse.
—Quizá me equivocaba al decir que la conciencia no sería humana —susurró—. Es posible que la personalidad resultante fuera humana, tocada de cierta locura divina y cierta perspectiva metahumana. Podría ser…, si se la purgara de toda la memoria de nuestra época, de toda la conciencia del Núcleo… Podría ser la persona con la cual se programó al cíbrido…
—John Keats —susurré.
Johnny se apartó de la ventana y cerró los ojos. Tenía la voz ronca de emoción. Era la primera vez que le oía recitar poesía:
Con sus sueños el fanático entreteje
un paraíso para una secta; también el salvaje
desde las honduras del reposo
se pregunta por el Cielo; mas no trazan
en pergamino, ni en papel de China
las sombras de la expresión melodiosa.
Despojados de laureles viven, sueñan y mueren;
pues sólo la Poesía puede contar sueños,
sólo la exquisita magia de las palabras
puede rescatar la imaginación del turbio hechizo
y el estólido encantamiento. ¿Quién puede decir:
«No eres poeta, no puedes contar tus sueños»?
Todo hombre cuya alma no sea tosca
tiene visiones, y hablará, si ha amado
y fue nutrido en su lengua materna.
Y se sabrá si el sueño ahora propuesto
es de fanático o poeta,
cuando mi mano, tierna escriba, esté en la tumba.
—No lo entiendo —dije—. ¿Qué significa?
—Significa —explicó Johnny, sonriendo dulcemente—, que ahora sé qué decisión tomé y por qué la tomé. Quería dejar de ser un cíbrido para ser un hombre. Quería ir a Hyperion. Aún quiero hacerlo.
—Hace una semana alguien te mató por esa decisión.
—Sí.
—¿Vas a intentarlo de nuevo?
—Sí.
—¿Por qué no invistes de conciencia a tu cíbrido aquí? ¿Por qué no volverte humano en la Red?
—No funcionaría —replicó Johnny—. Lo que ves como una compleja sociedad interestelar es sólo un fragmento de la matriz de realidad del Núcleo. Constantemente me enfrentaría a las IAs y estaría a su merced. La personalidad de Keats, su realidad, no sobreviviría.
—De acuerdo —admití—, necesitas salir de la Red. Pero hay otras colonias. ¿Por qué Hyperion?
Johnny me cogió la mano. Tenía dedos largos, cálidos y fuertes.
—¿No lo comprendes, Brawne? Hay alguna conexión aquí. Es posible que los sueños de Keats acerca de Hyperion fueran una especie de comunicación transtemporal entre su personalidad de entonces y la de ahora. En cualquier caso, Hyperion es el misterio clave de nuestra época, tanto físico como poético; es muy probable que él…, que yo haya nacido, muerto y renacido para explorarlo.
—Me parece descabellado. Ilusiones de grandeza.
—Sin duda —rió Johnny—. ¡Nunca he sido más feliz! —me cogió por los hombros y me puso en pie para abrazarme—. ¿Vendrás conmigo, Brawne? ¿Vendrás conmigo a Hyperion?
Parpadeé sorprendida, tanto ante la pregunta como ante la respuesta, que me inundó como un torrente cálido.
—Sí —contesté—. Iré.
Entramos en el dormitorio e hicimos el amor el resto de ese día, y al final dormimos para despertar bajo la tenue luz del Turno Tres de la trinchera industrial de fuera. Johnny estaba tendido de espaldas, los ojos castaños abiertos y clavados en el techo, sumido en sus pensamientos. Pero no tanto como para no sonreír y abrazarme. Me acurruqué contra él, acomodándome en la pequeña curva donde el hombro se encuentra en el pecho, y me volví a dormir.
Llevaba mis mejores galas —un traje de tela negra, una blusa tejida con seda de Renacimiento con una hematita Carvnel en la garganta, un tricornio Eulin Bré— cuando Johnny y yo saltamos a TC2 al día siguiente. Lo dejé en el bar decorado con madera y bronce cerca del términex central, pero antes le di la automática de papá envuelta en un saco de papel y le dije que disparara contra cualquiera que simplemente lo mirara de forma sospechosa.
—La lengua de la Red es un idioma sutil —comentó.
—Esa frase es más vieja que la Red. Tan sólo hazlo —le estrujé la mano y me fui sin mirar atrás.
Cogí un taxi volador hasta el Complejo Administrativo y atravesé nueve puestos de seguridad para llegar al Centro. Caminé medio kilómetro por el Parque de los Ciervos, admirando los cisnes del lago cercano y los edificios blancos de la colina; atravesé nueve puestos más hasta que una agente de seguridad del Centro me condujo por el sendero de losas hasta la Casa de Gobierno, un edificio bajo y gracioso entre jardines y colinas arboladas. Había una sala de espera amueblada con elegancia pero apenas había tenido tiempo de sentarme en un auténtico De Kooning anterior a la Hégira cuando un secretario apareció para guiarme hasta la oficina privada de la FEM.
Meina Gladstone rodeó el escritorio para darme la mano y señalarme una silla. Resultaba extraño tenerla de nuevo ante mí después de verla tantos años por HTV. En persona era aún más imponente: el pelo corto parecía flotar en ondas blancas; las mejillas y el mentón eran prominentes, tan similares a los de Lincoln como aseguraban los expertos aficionados a la historia, pero los ojos grandes, tristes y castaños dominaban el semblante y daban la impresión de estar frente a una persona realmente original.
Yo tenía la boca seca.
—Gracias por recibirme, funcionaria ejecutiva. Sé que usted está muy ocupada.
—Nunca estoy ocupada para ti, Brawne. Así como tu padre nunca estuvo ocupado para mí cuando yo era una senadora joven.
Asentí. Papá una vez describió a Meina Gladstone como el único genio político de la Hegemonía. Sabía que sería FEM algún día a pesar de su tardía iniciación en política. Ojalá papá hubiera vivido para verlo.
—¿Cómo está tu madre, Brawne?
—Está bien, funcionaria ejecutiva. Rara vez sale de nuestra casa de veraneo en Freeholm, pero la veo en la Fiesta de Navidad.
Gladstone asintió. Estaba sentada en el borde de un escritorio macizo que según los tabloides perteneció a un presidente asesinado —no Lincoln— de los Estados Unidos anteriores al Error, pero sonrió y fue a sentarse en la simple silla.
—Echo de menos a tu padre, Brawne. Ojalá estuviera en este gobierno. ¿Has visto el lago al entrar?
—Sí.
—¿Recuerdas que jugabas allí con barquitos con mi Kresten cuando ambas erais niñas?
—Apenas, funcionaria ejecutiva. Era yo muy pequeña.
Meina Gladstone sonrió. Un intercom gorjeó, pero ella desconectó el aparato.
—¿En qué puedo ayudarte, Brawne?
Cobré aliento.
—Funcionaria ejecutiva, tal vez usted sepa que estoy trabajando como investigadora privada independiente… —no esperé su respuesta—. Un caso en el que he trabajado últimamente me ha llevado de vuelta al suicidio de papá…
—Brawne, sabes que eso se investigó a fondo. Vi el informe de la comisión.
—Sí, yo también. Pero recientemente he descubierto cosas muy extrañas acerca del TecnoNúcleo y su actitud hacia el mundo de Hyperion. ¿Usted y papá no estaban trabajando en una ley que incluiría a Hyperion en el Protectorado de la Hegemonía?
Gladstone asintió.
—Sí, Brawne, pero había muchas colonias en consideración ese año. Ninguna fue admitida.
—De acuerdo. Pero el Núcleo o el Consejo Asesor IA, ¿tenía un interés especial en Hyperion?
La FEM se llevó un lápiz al labio inferior.
—¿Qué clase de información tienes, Brawne? —iba a responderle pero ella me interrumpió con el dedo—. ¡Espera! —tecleó un interactivo—. Thomas, voy a salir un rato. Asegúrate de que la delegación comercial de Sol Draconi no se aburra si me atraso un poco.
No le vi tocar nada más, pero de pronto un teleyector azul y oro despertó zumbando cerca de la pared. Gladstone me invitó a pasar primero.
Una llanura de hierba alta y dorada se extendía hasta horizontes inalcanzables. El cielo era amarillo pálido, con estrías de cobre bruñido que tal vez eran nubes. No reconocí aquel mundo.
Meina Gladstone atravesó el portal y se tocó el comlog de la manga. El portal teleyector se esfumó. Soplaba una brisa tibia y aromática.
Gladstone se tocó de nuevo la manga, miró el cielo y cabeceó.
—Excusa la molestia, Brawne. Kastrop-Rauxel no tiene esfera de datos ni satélites. Continúa hablando. ¿Qué clase de información has encontrado?
Miré las praderas desiertas.
—Nada que merezca tantas precauciones… probablemente. Descubrí que el TecnoNúcleo está muy interesado en Hyperion. También ha construido una especie de análogo de Vieja Tierra. Un mundo entero.
Si yo esperaba alarma o sorpresa, quedé defraudada. Gladstone asintió.
—Sí, tenemos noticias acerca del análogo de Vieja Tierra.
Me sorprendí.
—Entonces, ¿por qué no lo han anunciado? Si el Núcleo puede reconstruir Vieja Tierra, mucha gente estará interesada.
Gladstone empezó a caminar y yo la seguí, andando deprisa para seguir sus largos pasos.
—Brawne, la Hegemonía prefiere mantenerlo en secreto. Nuestras mejores fuentes de inteligencia humana no tienen ni idea de por qué el Núcleo actúa así. No ha ofrecido ninguna pista. Por ahora la mejor política es esperar. ¿Qué información tienes acerca de Hyperion?
No sabía por qué confiaba en Meina Gladstone, al margen de los viejos tiempos. Pero sabía que para recibir alguna información tendría que darle algo a cambio.
—El Núcleo construyó un análogo de un poeta de Vieja Tierra y parece obsesionado en impedir que tenga acceso a cualquier información referente a Hyperion.
Gladstone cogió un largo tallo de hierba y se lo llevó a la boca.
—El cíbrido John Keats.
—Sí —esta vez traté de no manifestar mi sorpresa—. Sé que papá estaba muy interesado en conseguir la jerarquía de Protectorado para Hyperion. Si el Núcleo muestra un interés especial en ese lugar, tal vez haya tenido algo que ver…, haya manipulado…
—¿Su aparente suicidio?
—Sí.
El viento hacía ondular la hierba dorada. Una criatura pequeña se escabulló entre los tallos.
—Es una posibilidad, Brawne. Pero no hay la menor prueba. Cuéntame qué hará este cíbrido.
—Primero cuénteme por qué el Núcleo está tan interesado en Hyperion.
La mujer abrió las manos.
—Si supiéramos eso, Brawne, dormiría mucho más tranquila. Por lo que sabemos, hace siglos que el TecnoNúcleo está obsesionado con Hyperion. Cuando el FEM Yevshensky permitió al rey Billy de Asquith reconocer el planeta, casi precipitó una verdadera secesión IA en la Red. Últimamente, con el establecimiento de nuestro transmisor ultralínea, se provocó una crisis similar.
—Pero las IAs no se separaron.
—No, Brawne. Al parecer, por alguna razón, nos necesitan tanto como nosotros a ellas.
—Pero si están tan interesadas en Hyperion, ¿por qué no permiten su admisión en la Red, para que ellas también puedan ir allí?
Gladstone se pasó la mano por el cabello. Las broncíneas nubes ondulaban.
—En eso se muestran tajantes: Hyperion no debe ingresar en la Red. Es una interesante paradoja. Dime qué hará el cíbrido.
—Primero explíqueme por qué el Núcleo está obsesionado con Hyperion.
—No lo sabemos con certeza.
—Sus conjeturas, entonces.
FEM Gladstone se apartó el tallo de hierba de la boca y lo observó.
—Creemos que el Núcleo está embarcado en un proyecto realmente increíble que le permitiría predecir… todo. Manipular hasta la última variable del espacio, el tiempo y la historia como un cuanto de información manejable.
—El Proyecto Inteligencia Máxima —dije, consciente de que era un descuido pero sin darle importancia.
Esta vez FEM Gladstone se sorprendió.
—¿Cómo sabes eso?
—¿Qué tiene que ver el proyecto con Hyperion?
Gladstone suspiró.
—No lo sabemos con certeza, Brawne. Pero sabemos que en Hyperion hay una anomalía que el TecnoNúcleo no ha podido manipular como factor de sus análisis predictivos. ¿Sabes algo acerca de las Tumbas de Tiempo que la Iglesia del Alcaudón considera sagradas?
—Claro. Hace un tiempo se prohibió el acceso a los turistas.
—Sí. Debido a un accidente que sufrió una investigadora hace unas décadas, nuestros científicos han confirmado que los campos antientrópicos que rodean las Tumbas no son una mera protección contra los efectos de erosión del tiempo, como se creía.
—¿Qué son?
—Los vestigios de un campo o fuerza que ha impulsado las Tumbas y su contenido hacia atrás en el tiempo desde un futuro distante.
—¿Contenido? —balbucí—. Pero las Tumbas están vacías. Desde que se descubrieron.
—Vacías ahora —replicó Meina Gladstone—. Pero hay pruebas de que estaban llenas…, estarán llenas…, cuando se abran. En nuestro futuro cercano.
La miré sorprendida.
—¿Cuán cercano?
Sus ojos oscuros conservaron su aire benévolo, pero el cabeceo fue terminante.
—Ya te he revelado demasiado, Brawne. Te prohibo que lo repitas. Aseguraremos ese silencio si es necesario.
Oculté mi desconcierto arrancando un tallo de hierba para mascarlo.
—De acuerdo —asentí—. ¿Qué saldrá de las Tumbas? ¿Alienígenas? ¿Bombas? ¿Son como cápsulas de tiempo al revés?
Gladstone sonrió tensamente.
—Si supiéramos eso, Brawne, conoceríamos más que el Núcleo, y no es así —la sonrisa desapareció—. Una hipótesis es que las Tumbas están relacionadas con una guerra futura. Un ajuste de cuentas futuras mediante una alteración del pasado, quizá.
—¿Una guerra entre quiénes, por amor de Dios?
Ella abrió de nuevo las manos.
—Tenemos que regresar, Brawne. Por favor, dime qué hará el cíbrido.
Bajé los ojos y luego me enfrenté con su mirada firme. Yo no podía confiar en nadie, pero el Núcleo y la Iglesia del Alcaudón ya conocían los planes de Johnny. Si éste era un juego de tres, tal vez conviniera que los tres bandos estuvieran al corriente por si alguno estaba del lado de los buenos.
—Investirá toda su conciencia en el cíbrido —respondí con torpeza—. Se volverá humano, e irá a Hyperion. Yo lo acompañaré.
La Funcionaría Ejecutiva Máxima del Senado y la Entidad Suma, jefa de un gobierno que abarcaba casi doscientos mundos y miles de millones de personas, me miró en silencio un largo rato.
—Entonces piensa ir con los peregrinos en la nave Templaria —concluyó al fin.
—Sí.
—No —dijo Gladstone.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que el Sequoia Sempervirens no recibirá autorización para abandonar el espacio de la Hegemonía. No habrá peregrinación a menos que el Senado decida que nos es conveniente —declaró con dureza.
—Johnny y yo iremos en una gironave —alegué—. La peregrinación es un juego perdido de todos modos.
—No. No habrá más gironaves civiles a Hyperion durante una temporada.
La palabra «civiles» me llamó la atención.
—¿Guerra?
Gladstone asintió con los labios apretados.
—Antes que la mayoría de las gironaves pudieran llegar a la región.
—¿Guerra con los… éxters?
—Al principio. Tómalo como un modo de forzar las cosas entre el TecnoNúcleo y nosotros, Brawne. Tendremos que incorporar el sistema de Hyperion a la Red y concederle protección FUERZA, o caerá en manos de una raza que no siente respeto ni confianza por el Núcleo y sus IAs.
No mencioné que Johnny había comentado que el Núcleo estaba en contacto con los éxters.
—Un modo de forzar las cosas. Bien. ¿Pero quién manipuló a los éxters para incitarlos a atacar?
Gladstone me miró. Si su cara se parecía entonces a la de Lincoln, el Lincoln de Vieja Tierra era un hijo de puta con carácter.
—Es hora de regresar, Brawne. Comprenderás la importancia que esta información no se difunda.
—Comprendo que usted no me habría contado nada a menos que tuviera una razón para ello. No sé a quién quiere hacerle llegar el mensaje, pero sé que soy un intermediario, no una confidente.
—No subestimes nuestra decisión de mantener esto en secreto, Brawne.
Me eché a reír.
—Señora, yo no subestimaría su decisión para hacer nada.
Meina Gladstone me cedió el paso en el portal teleyector.
—Sé un modo de descubrir qué se propone el Núcleo —manifestó Johnny mientras viajábamos a solas en un bote de propulsión alquilado en Mare Infinitus—. Pero sería peligroso.
—Menuda novedad.
—Hablo en serio. Sólo debemos intentarlo si consideramos imprescindible comprender por qué el Núcleo teme a Hyperion.
—Yo lo entiendo así.
—Necesitaremos un operador. Alguien que sea un artista en operaciones en el plano de datos. Alguien listo, pero no tanto como para que ellos decidan no arriesgarse. Alguien dispuesto a todo y que sea capaz de guardar el secreto a cambio de la mayor travesura ciberfan.
Sonreí.
—Tengo al hombre indicado.
BB vivía solo en un apartamento barato al pie de una torre barata de un vecindario barato de TC2. Pero no había nada barato en el hardware que llenaba casi todo el apartamento de cuatro habitaciones. La mayor parte del salario de BB de la última década estándar se había destinado a comprar juguetes ciberfan de última generación.
Empecé diciendo que le íbamos a pedir que hiciera algo ilegal. BB respondió que, como empleado público, semejante propuesta quedaba descartada. Preguntó de qué se trataba. Johnny empezó a explicárselo. BB se inclinó hacia delante y le descubrí en los ojos el viejo destello ciberfan de nuestros días de estudiante. Casi esperaba que diseccionara a Johnny allí mismo tan sólo para ver cómo funcionaba un cíbrido. Johnny llegó a la parte interesante y el destello de BB se transformó en un fulgor verde.
—Cuando yo autodestruya mi personalidad IA —comentó Johnny—, el tránsito a conciencia cíbrida tardará sólo nanosegundos, pero durante ese lapso mi sección de las defensas perimétricas del Núcleo disminuirá. Los fagos de seguridad llenarán la laguna antes de que transcurran muchos nanosegundos, pero entre tanto…
—Entro en el Núcleo —susurró BB, los ojos titilantes como un antiguo aparato de vídeo.
—Sería muy peligroso —enfatizó Johnny—. Por lo que sé, ningún operador humano ha penetrado en la periferia del Núcleo.
BB se frotó el labio superior.
—La leyenda asegura que Cowboy Gibson lo consiguió antes de la secesión del Núcleo —murmuró—. Pero nadie la cree. Por otra parte, Cowboy desapareció.
—Aunque penetres —continuó Johnny—, no habría tiempo suficiente para el acceso, excepto por el hecho de que tengo las coordenadas de datos.
—Sensacional —musitó BB. Se volvió hacía su consola y buscó su conexión—. Hagámoslo.
—¿Ahora? —exclamé. Incluso Johnny se asombró.
—¿Para qué esperar? —BB se enchufó la conexión y unió los cables de metacórtex, pero no tocó la bandeja—. ¿Lo hacemos o no?
Me acerqué a Johnny en el sofá y le cogí la mano. Tenía la piel fría. Ahora él no revelaba ninguna expresión, pero imaginé lo que significaría afrontar la destrucción inminente de su personalidad y su existencia previa.
Aunque la transferencia diera resultado, el humano con la personalidad John Keats no sería «Johnny».
—Tiene razón —suspiró Johnny—. ¿Para qué esperar?
Lo besé.
—De acuerdo —dije—. Entraré con BB.
—¡No! —Johnny me estrujó la mano—. No puedes ayudar y el peligro sería terrible.
Oí mi propia voz, tan implacable como la de Meina Gladstone.
—Quizá. Pero no puedo pedirle a BB que haga esto si yo no lo hago. No te dejaré entrar solo —le estrujé la mano por última vez y fui a sentarme junto a BB frente a la consola—. ¿Cómo me conecto con esta cosa, BB?
Todos han leído material ciberfan. Todos han oído hablar de la terrible belleza del plano de datos, las autopistas tridimensionales con sus paisajes de hielo negro y perímetros de neón, rutilantes. Bucles extraños, titilantes rascacielos de datos bajo nubes flotantes de presencia IA. Lo vi todo cabalgando en la onda de BB. Era demasiado. Demasiado intenso. Demasiado aterrador. Oí las negras amenazas de los temibles fagos de seguridad, olí la muerte en el aliento de los virus de contraataque incluso a través de las pantallas de hielo, sentí el peso de la ira IA (éramos insectos bajo patas de elefante), y no habíamos hecho nada excepto viajar por caminos de datos autorizados en una tarea inventada por BB, un trabajo de niños para su empleo en estadísticas y Registros de Control de Flujo. Yo sólo llevaba cables adhesivos; recibía una borrosa versión televisiva en blanco y negro del plano de datos mientras Johnny y BB contemplaban un holo de simulador de estímulos, por así decirlo.
No sé cómo lo podían soportar.
—Bien —susurró BB en un equivalente del murmullo en el plano de datos—, aquí estamos.
—¿Dónde? —Yo sólo veía un infinito laberinto de luces brillantes y sombras aún más brillantes, diez mil ciudades en cuatro dimensiones.
—Periferia del Núcleo —musitó BB—. Aférrate. Es el momento.
Yo no tenía brazos para aferrarme y nada físico que coger en este universo, pero me concentré en las sombras ondulantes que había en nuestro vehículo de datos y me agarré.
Entonces murió Johnny.
He presenciado en directo una explosión nuclear. Cuando papá era senador nos llevó a mamá y a mí a la escuela de Mando Olympus para ver una demostración FUERZA. Para el último curso, la cápsula de visión del público fue teleyectada a un mundo olvidado (Armaghast, creo) y un pelotón de reconocimiento FUERZA disparó una bomba táctica contra un presunto adversario que estaba a nueve kilómetros. La cápsula estaba protegida por un campo de contención clase diez polarizado y la bomba era sólo de cincuenta kilotones, pero nunca olvidaré la explosión, la onda de choque al sacudir la cápsula de ochenta toneladas como una hoja, el golpe físico de una luz tan obscenamente brillante que polarizó el campo hasta crear un efecto nocturno y aun así nos hacía lagrimear y rugía para entrar.
Esto fue peor.
Una sección del plano de datos pareció relampaguear y estallar sobre sí misma; la realidad cayó por un desagüe negro.
—¡Aférrate! —gritó BB en medio de la estática que me tironeaba los huesos mientras girábamos succionados por el vacío como insectos en un vórtice oceánico.
Increíblemente, fagos de blindaje negro se lanzaron hacia nosotros en medio del estrépito y la locura. BB esquivó a uno, se volvió en las membranas de ácido del otro.
Nos sorbía algo más frío y más negro que cualquier vacío de nuestra realidad.
—¡Allí! —exclamó BB, el análogo de su voz casi inaudible en el torrente de la rasgada esfera de datos.
¿Allí qué? Entonces lo descubrí: una franja de ondas amarillas en la turbulencia, como una bandera en un huracán. BB rodó, encontró una ola que nos llevara contra la tormenta, cotejó coordenadas que pasaban a tal velocidad que yo no podía distinguirlas y cabalgamos por la franja amarilla hacia…
¿Hacia qué? Fuegos artificiales congelados. Transparentes cordilleras de datos. Interminables glaciares de memoria ROM, ganglios de acceso que se extendían como fisuras, ferruginosas nubes de burbujas de procesos internos semisentientes, rutilantes pirámides de materia de fuente primaria, cada uno custodiado por lagos de hielo negro y ejércitos de fagos pulsátiles.
—Demonios —susurré.
BB siguió la banda amarilla, bajó, entró, penetró. Sentí una conexión, como si alguien nos hubiera entregado de pronto una gran masa para llevar.
—¡Lo tengo! —gritó BB y de repente se produjo un estrépito mayor que el remolino de ruido que nos rodeaba y consumía. No era un claxon ni una sirena, pero tenía el mismo tono de advertencia y agresión.
Estábamos trepando. Vislumbré una pared gris a través del caos brillante y comprendí que era la periferia. El vacío menguaba pero aún rasgaba la pared como una mancha negra. Estábamos saliendo.
Pero no con la rapidez suficiente.
Los fagos nos atacaron desde cinco lados. Durante mis doce años de investigadora me han disparado una vez, me han apuñalado dos veces y me han roto algo más que esta costilla. Pero esto dolía más que todo aquello junto. BB luchaba y trepaba al mismo tiempo.
Mi aporte a la emergencia fue gritar. Sentí garras frías que nos arrastraban hacia abajo, hacia el resplandor, el ruido y el caos. BB estaba desarrollando algún programa, algún hechizo para ahuyentarlos. Pero no bastaba. Yo sentía los golpes, no dirigidos contra mí, sino conectados con el análogo matricial que era BB.
Nos estábamos hundiendo. Fuerzas inexorables nos arrastraban. De pronto sentí la presencia de Johnny y fue como si una manaza nos alzara, levantándonos en un santiamén sobre la pared de la periferia antes de que la mancha cortara nuestro cabo de salvación y el campo defensivo se cerrara como unos dientes de acero.
Avanzamos a imposible velocidad por congestionados caminos de datos, adelantamos mensajeros y otros análogos de operadores como un VEM que dejara atrás carretas de bueyes. Nos acercamos a una puerta que daba al tiempo lento y brincamos en un salto tetradimensional por encima de atascados análogos que enfilaban a la salida.
Sentí la inevitable náusea de la transición cuando abandonamos la matriz. La luz me quemó las retinas. Luz real.
El dolor me arrojó sobre la consola con un gemido.
—Vamos, Brawne. —Johnny o alguien como Johnny me ayudaba a levantarme y me llevaba hacia la puerta.
—BB… —jadeé.
—No.
Abrí los ojos doloridos el instante suficiente para ver a BB Surbringer sobre la consola. Su sombrero Stetson había caído al suelo. La cabeza de BB había estallado, salpicando la consola de gris y rojo. Por la boca abierta le brotaba una espesa espuma blanca. Los ojos se le habían derretido.
Johnny me aferró, casi me levantó.
—Tenemos que irnos —urgió—. Alguien llegará aquí en cualquier momento.
Cerré los ojos y me dejé arrastrar.
Al despertar vi un resplandor opaco y rojo, y oí agua goteando. Olía a cloaca, moho y el ozono de cables de fibra óptica no aislados. Abrí un ojo.
Estábamos en un lugar que parecía más una cueva que una habitación. Serpeaban cables desde un techo destrozado y había charcos de agua en las baldosas mugrientas. La luz roja procedía de otra parte, tal vez un conducto de mantenimiento o un mecatúnel. Gemí suavemente. Johnny estaba allí, acostado a mi lado sobre las toscas mantas. Tenía la cara oscurecida por la grasa o la roña y al menos una herida reciente.
—¿Dónde estamos?
Me acarició la mejilla. Me rodeó los hombros con el otro brazo y me ayudó a sentarme. Me tembló la vista y pensé que iba a vomitar. Johnny me ayudó a beber agua de un vaso de plástico.
—Colmena de la Escoria —respondió.
Lo había comprendido antes de despabilarme. Colmena de la Escoria es el pozo más profundo de Lusus, una tierra de nadie de mecatúneles y guaridas ilegales ocupadas por la mitad de los renegados y delincuentes de la Red. En Colmena de la Escoria me habían disparado años atrás y aún llevaba la cicatriz del láser sobre el hueso de la cadera izquierda.
Cogí el vaso y pedí más agua. Johnny me trajo un sorbo de un termo de acero. Experimenté un instante de pánico cuando me toqué el bolsillo de la túnica y el cinturón: la automática de papá no estaba. Johnny me mostró el arma y me relajé, acepté el vaso y bebí con avidez.
—¿BB? —pregunté, esperando por un instante que todo hubiera sido una terrible pesadilla.
Johnny meneó la cabeza.
—Había defensas que ninguno de los dos habíamos previsto. La incursión de BB fue terrible, pero no pudo hacer nada contra los fagos omega del Núcleo. La mitad de los operadores del plano de datos sintieron ecos de la batalla. BB ya es legendario.
—Sensacional —mascullé con una risotada que se parecía sospechosamente al principio de un sollozo—. Legendario. Y está muerto. Todo en vano.
Johnny me abrazó.
—No en vano, Brawne. Cogió el botín y me pasó los datos antes de morir.
Logré erguirme para observar a Johnny. Parecía como antes: los mismos ojos tiernos, el mismo cabello, la misma voz. Pero algo parecía sutilmente distinto, más profundo. ¿Más humano?
—Tú. ¿Hiciste la transferencia? —pregunté—. ¿Eres…?
—¿Humano? —John Keats sonrió—. Sí, Brawne. O tan humano como puede ser alguien generado en el Núcleo.
—Pero me recuerdas a mí… a BB… lo que ocurrió.
—Sí. También la primera vez que leí el Hornero de Chapman, los ojos de mi hermano Tom cuando sufría hemorragias en la noche, la voz de Severn cuando yo estaba demasiado débil para abrir los ojos y enfrentarme a mi destino, nuestra noche en Piazza di Spagna, cuando toqué tus labios e imaginé que la mejilla de Fanny estaba contra la mía. Recuerdo, Brawne.
Por un instante me sentí confusa y luego dolorida, pero después él me apoyó la mano en la mejilla y me acarició, y no había nadie más. Comprendí. Cerré los ojos.
—¿Por qué estamos aquí? —susurré.
—No puedo arriesgarme a usar un teleyector. El Núcleo nos descubriría de inmediato. Pensé en el puerto espacial, pero no estabas en condiciones de viajar. Escogí la Colmena de la Escoria.
Asentí.
—Intentarán matarte.
—Sí.
—¿Nos persigue la policía local? ¿La policía de la Hegemonía? ¿La policía de tránsito?
—No, no lo creo. Los únicos que nos han fastidiado hasta ahora son dos pandillas de gundas y algunos habitantes de la Colmena.
Abrí los ojos.
—¿Dónde están los gundas? —en la Red había hampones y asesinos más peligrosos, pero yo nunca me había topado con ninguno.
Johnny alzó la automática y sonrió.
—No recuerdo na-nada después de BB —tartamudeé.
—Fuiste herida en el contraataque de los fagos. Podías caminar, pero atrajiste muchas miradas sorprendidas en el Complejo.
—No lo dudo. Cuéntame qué descubrió BB. ¿Por qué el Núcleo está obsesionado con Hyperion?
—Primero come —ordenó Johnny—. Han pasado más de veintiocho horas.
Cruzó la goteante anchura de la habitación-cueva y regresó con un paquete que se autococinaba. Era la comida típica de los fanáticos del holo: carne clónica secada y recalentada, patatas que nunca habían visto la tierra y zanahorias que parecían caracoles marinos. Nunca había probado nada tan sabroso.
—Bien —dije—. Cuéntame.
—Desde su existencia, el TecnoNúcleo está dividido en tres grupos —explicó Johnny—. Los Estables son las IAs de la vieja guardia y algunas se remontan a los días anteriores al Error; al menos una de ellas empezó a ser sentiente en la Primera Era de la Información. Los Estables alegan que se requiere cierto nivel de simbiosis entre la humanidad y el Núcleo. Han promovido el Proyecto Inteligencia Máxima como un modo de evitar decisiones precipitadas, para rechazarlas hasta que todas las variables puedan descomponerse en factores. Los Volátiles son la fuerza que alentó la Secesión hace tres siglos. Los Volátiles han realizado estudios concluyentes para demostrar que la humanidad ha dejado de ser útil y que a partir de ahora los seres humanos constituyen una amenaza para el Núcleo. Abogan por la extinción total e inmediata.
—Extinción —exclamé—. ¿Pueden hacerlo?
—De los humanos de la Red, sí —precisó Johnny—. Las inteligencias del Núcleo no sólo crean la infraestructura de la sociedad de la Hegemonía, sino que son necesarias para todo, desde los despliegues FUERZA hasta los mecanismos de seguridad de los arsenales nucleares y de plasma.
—¿Sabías eso cuando estabas en el Núcleo?
—No. Como cíbrido pseudo-poeta de un proyecto de recuperación yo era un caso raro; una mascota, una criatura parcial que podía vagar por la Red tal como se deja salir a un animal doméstico de la casa. No sabía que había tres campos de influencia IA.
—Tres campos. ¿Cuál es el tercero? ¿En qué se relaciona esto con Hyperion?
—Entre los Estables y los Volátiles están los Máximos. Durante los últimos cinco siglos, los Máximos han estado obsesionados con el Proyecto IM. La existencia o extinción de la raza humana les interesa sólo en la medida en que guarde relación con el proyecto. Hasta ahora han constituido una fuerza moderadora, un aliado de los Estables, porque entienden que los proyectos de reconstrucción y recuperación como el experimento Vieja Tierra son necesarios para la culminación de la IM.
«Recientemente, sin embargo, el problema de Hyperion ha llevado a los Máximos a adoptar el punto de vista de los Volátiles. Desde que se exploró Hyperion hace cuatro siglos, el Núcleo ha sentido preocupación y desconcierto. Inmediatamente se supo que las Tumbas de Tiempo eran artefactos lanzados hacia el pasado desde un punto que está por lo menos a diez mil años en el futuro de la galaxia. Más perturbador aún, las fórmulas predictivas del Núcleo no han podido descomponer en factores la variable Hyperion.
»Brawne, para comprender esto debes entender que el Núcleo depende en gran medida de la predicción. Ahora, sin información de la IM, el Núcleo conoce detalladamente el futuro físico, humano e IA para un período de dos siglos con un margen del 98,9995 por ciento. El Consejo Asesor IA de la Entidad Suma, con sus declaraciones de pitonisa, que los humanos consideran tan indispensables, es una broma. El Núcleo presenta pequeñas revelaciones a la Hegemonía cuando conviene a sus propósitos; a veces para ayudar a los Volátiles, a veces a los Estables, pero siempre para complacer a los Máximos.
»Hyperion es una grieta en la trama predictiva de la existencia del Núcleo. Es casi el oxímoron máximo: una variable que no se puede descomponer en factores. Aunque parezca imposible, por lo visto Hyperion funciona al margen de las leyes de la física, la historia, la psicología humana y la predicción IA tal como la practica el Núcleo.
»El resultado ha desembocado en dos futuros, dos realidades: una en la que el flagelo del Alcaudón, que pronto atacará a la Red y a la humanidad interestelar, es un arma del futuro dominada por el Núcleo; un primer golpe retroactivo de los Volátiles que gobernarán la galaxia dentro de varios milenios. La otra realidad ve la invasión del Alcaudón, la inminente guerra interestelar y los demás productos de la apertura de las Tumbas de Tiempo como un primer golpe humano retroactivo, un último y crepuscular esfuerzo de los éxters, los ex coloniales y otras pequeñas bandas de humanos que escaparon a los "programas de extinción" de los Volátiles.
Goteaba agua en las baldosas. En los túneles cercanos, la sirena de advertencia de un aparato de reparación retumbó en la cerámica y la piedra. Me apoyé en la pared mirando a Johnny.
—Guerra interestelar —suspiré—. ¿Ambas hipótesis conllevan una guerra interestelar?
—Sí. No hay alternativa.
—¿Pueden ambos grupos del Núcleo equivocarse en su predicción?
—No. Lo que ocurre en Hyperion es problemático, pero las perturbaciones en la Red y otras partes son evidentes. Los Máximos usan este conocimiento como principal argumento para apresurar el próximo paso en la evolución del Núcleo.
—¿Qué mostraban los datos robados por BB, Johnny?
Johnny sonrió y me tocó la mano, pero no la sostuvo.
—Mostraban que yo formo parte de las incógnitas de Hyperion. La creación de un cíbrido Keats fue una apuesta peligrosa. Sólo mi aparente fracaso como análogo de Keats permitió que los Estables me conservaran. Cuando decidí ir a Hyperion, los Volátiles me mataron con la clara intención de borrar mi existencia IA si mi cíbrido volvía a tomar esa decisión.
—La tomaste. ¿Qué ocurrió?
—Ellos fracasaron. En su ilimitada arrogancia, el Núcleo no consideró dos factores. Primero, que yo podía investir a mi cíbrido de toda mi conciencia y así alterar la naturaleza del análogo de Keats. Segundo, que yo acudiera a ti.
—¡A mí!
Me cogió la mano.
—Sí, Brawne. Parece que tú también formas parte de las incógnitas de Hyperion.
Sacudí la cabeza. Noté un entumecimiento en la coronilla y detrás de la oreja izquierda y alcé la mano, esperando encontrar el daño producido por la lucha en el plano de datos. En cambio, di con el plástico de una conexión neural.
Liberé la otra mano del apretón de Johnny y lo miré horrorizada. Me había hecho poner los implantes mientras yo estaba inconsciente.
Johnny alzó ambas manos.
—Tuve que hacerlo, Brawne. Puede ser necesario para nuestra supervivencia.
Apreté el puño.
—Maldito hijo de puta. ¿Para qué necesito tener una interfaz directa, mentiroso bastardo?
—No con el Núcleo —murmuró Johnny—. Conmigo.
—¿Contigo? —me temblaba el puño en la ansiedad de romperle esa cara clónica—. ¡Contigo! Ahora eres humano, ¿recuerdas?
—Sí, pero aún conservo ciertas funciones cíbridas. ¿Recuerdas que hace varios días te toqué la mano y fuimos al plano de datos?
Lo miré fijamente.
—No volveré al plano de datos.
—No; tampoco yo. Pero tal vez necesite transmitirte una increíble cantidad de datos en un breve período de tiempo. Anoche contraté una cirujana en el mercado negro de Colmena de la Escoria. Ella te implantó un disco Schron.
—¿Por qué? —el disco Schron es diminuto, del tamaño de una uña, y muy caro. Alberga un sinfín de memorias de burbuja de campo, cada una capaz de contener gran cantidad de bits de información. El portador biológico no tiene acceso a los bucles Schron, que así se utilizan para llevar mensajes. Un hombre o una mujer podía portar personalidades IA o esferas de datos planetarios en un bucle Schron. Mierda, un perro podía hacerlo—. ¿Por qué? —repetí, preguntándome si Johnny u otras fuerzas me estaban usando como mensajera—. ¿Por qué?
Johnny se acercó y me cogió el puño.
—Confía en mí, Brawne.
Creo que no confiaba en nadie desde que papá se voló los sesos veinte años atrás y mamá se recluyó en el egoísmo puro de su aislamiento. No había ninguna razón para confiar ahora en Johnny.
Pero confié. Aflojé el puño y le cogí la mano.
—De acuerdo —suspiró Johnny—. Termina de comer y nos dedicaremos a salvar el pellejo.
Las armas y las drogas eran las cosas más fáciles de comprar en Colmena de la Escoria. Gastamos el resto del considerable fajo de marcos negros de Johnny en comprar armas.
A las 2200 horas, ambos vestíamos una armadura de filamentos de polímero de titanio. Johnny llevaba un casco negro de gunda y yo una máscara FUERZA. Los guanteletes de potencia de Johnny eran macizos y rojos. Yo tenía guantes osmóticos letales. Johnny llevaba un látigo infernal éxter capturado en Bressia y una vara de muerte en el cinturón. Además de la automática de papá, yo ahora disponía de un minicañón Steiner-Ginn sobre un dispositivo de la cintura. Estaba subordinado a mi visor y me dejaba ambas manos libres mientras disparaba.
Johnny y yo nos miramos riendo. Cuando cesaron las carcajadas, se produjo un largo silencio.
—¿Estás seguro de que el Templo del Alcaudón de Lusus es lo más adecuado? —pregunté por tercera o cuarta vez.
—No podemos teleyectarnos —replicó Johnny—. El Núcleo sólo tiene que registrar una disfunción para liquidarnos. No podemos siquiera tomar un ascensor desde los niveles inferiores. Tendremos que encontrar escaleras no monitorizadas y subir los ciento veinte pisos. La mejor forma de llegar al Templo es tomando por el Bulevar.
—Sí, pero ¿nos aceptaría la gente de la Iglesia del Alcaudón?
Johnny se encogió de hombros, un gesto extrañamente insectoide con el equipo de combate. La voz le sonaba metálica a través del casco gunda.
—Es el único grupo a quien le interesa que sobrevivamos, el único con suficiente influencia política para protegernos de la Hegemonía mientras encuentra el modo de llevarnos a Hyperion.
Levanté el visor.
—Meina Gladstone aseguró que no se permitirían más vuelos de peregrinación a Hyperion.
La cúpula negra se movió reflexivamente.
—Al demonio con Meina Gladstone —dijo mi amante poeta.
Cobré aliento y avancé hacia la abertura de nuestro nicho, nuestra cueva, nuestro último refugio. Johnny me siguió. Nuestras armaduras se rozaban.
—¿Preparada, Brawne?
Asentí, puse el minicañón en posición y eché a andar. Johnny me detuvo un instante.
—Te quiero, Brawne.
Asentí de nuevo, siempre dura. Olvidé que tenía el visor levantado y él podía ver mis lágrimas.
La Colmena está despierta las veinticuatro horas del día, pero por tradición el tercer Turno era el más tranquilo y el menos transitado. Hubiéramos tenido mejores posibilidades en la hora punta del Primer Turno, en los caminos peatonales. Pero si los gundas y matones nos estaban esperando, morirían muchos civiles.
Tardamos más de tres horas en subir al Bulevar, no por una única escalera sino por una incesante serie de pasillos, accesos verticales abandonados y asolados por las revueltas ludditas de ocho años atrás, y una escalera final que era más herrumbre que metal. Salimos a un corredor a menos de medio kilómetro del Templo del Alcaudón.
—No puedo creer que haya resultado tan fácil —susurré por el intercom.
—Tal vez estén concentrando gente en el puerto espacial y en los teleyectores privados.
Salimos al Bulevar por el camino menos frecuentado, treinta metros por debajo del primer nivel comercial y cuatrocientos metros debajo del techo. El Templo del Alcaudón era una estructura aislada y barroca a menos de medio kilómetro. Personas que hacían compras o ejercicios nos miraban y se alejaban deprisa. Sin duda llamarían a la policía del centro comercial, pero me hubiera sorprendido que acudiera enseguida.
Una pandilla de matones callejeros pintarrajeados saltó de un conducto de ascensor, soltando gritos y alaridos. Llevaban cuchillos pulsátiles, cadenas y guantes de potencia. El sorprendido Johnny se volvió hacia ellos y disparó rayos con el látigo infernal. El minicañón zumbó buscando blancos mientras yo movía los ojos.
Los siete chicos se detuvieron en seco, levantaron las manos y retrocedieron con ojos asombrados. Se metieron en el conducto y desaparecieron.
Johnny y yo nos miramos. Ninguno de los dos rió. Cruzamos a la senda del norte. Los pocos peatones se refugiaban en las tiendas abiertas. Estábamos a menos de cien metros de la escalera del Templo. Ya oía los latidos de mi corazón en los auriculares del casco FUERZA. Llegamos a cincuenta metros de la escalera. Como si lo hubieran llamado, un acólito o sacerdote apareció en la puerta del Templo, de diez metros de anchura, y nos observó. Treinta metros. Si hubieran querido interceptarnos, lo habrían hecho antes.
Me volví hacia Johnny para decir algo gracioso. Por lo menos veinte rayos y diez proyectiles nos golpearon al mismo tiempo. La capa externa de titanio estalló y desvió la energía de los proyectiles. La superficie espejada rechazó la mayor parte de esa luz mortal. La mayor parte. El impacto tumbó a Johnny. Me arrodillé y dejé que el minicañón buscara el arma láser que nos atacaba.
Diez pisos arriba, en la pared de la Colmena Residencial. Mi visor se opacó. La armadura despidió una nube de gas reflectante. El minicañón sonaba como esas sierras mecánicas que usan en los holodramas históricos. Diez pisos más arriba, cinco metros de pared y balcón estallaron en una nube de proyectiles explosivos y rondas antiarmadura.
Tres pesadas balas me dieron desde atrás. Aterricé sobre las manos, silencié el minicañón, me volví. Había muchos de ellos en cada nivel, se desplazaban deprisa en una precisa coreografía de combate. Johnny estaba de rodillas y disparaba el látigo infernal en orquestados estallidos de luz, avanzando a través de aquel arco iris para burlar las defensas de rebote.
Una de las figuras que corría estalló en llamas cuando un escaparate se transformó en cristal derretido y se desparramó quince metros por el Bulevar. Dos hombres más saltaron por las barandas y los ahuyenté con una descarga del minicañón.
Un deslizador abierto descendió desde las vigas, escupiendo humo por las toberas mientras maniobraba entre las columnas. Estallaron cohetes en el cemento alrededor de nosotros. Los escaparates vomitaron un millón de astillas. Miré, parpadeé, apunté, disparé. El deslizador se escoró, chocó contra una escalera mecánica con una docena de amedrentados civiles y se derrumbó en una masa de metal retorcido y municiones que estallaban. Un comprador saltó en llamas al suelo de la Colmena, ochenta metros más abajo.
—¡Izquierda! —gritó Johnny por el intercom.
Cuatro hombres con armadura de combate bajaron de un nivel superior con mochilas aéreas. La armadura camaleónica polimerizada procuraba adaptarse al tras-fondo cambiante pero sólo transformaba a cada hombre en un brillante caleidoscopio de reflejos. Uno esquivó el fuego del minicañón para neutralizarme mientras los otros tres buscaban a Johnny.
Empuñaba una navaja pulsátil, al estilo del gueto. Dejé que me mordiera el blindaje, consciente de que me heriría el brazo; pero quizá me diera el segundo que necesitaba. Lo conseguí. Maté al hombre con el canto rígido del guantelete y apunté el minicañón hacia los que atacaban a Johnny.
La armadura de los tres se puso rígida y usé el cañón para empujarlos hacia atrás como quien limpia una acera con una manguera. Sólo uno de los hombres se levantó antes de que los arrojara por la rampa de ese nivel.
Johnny había caído de nuevo. Parte del blindaje del pecho se le había derretido. Olí a carne quemada, pero no descubrí heridas fatales. Me agaché para ayudarlo.
—Déjame, Brawne. Corre. La escalera —la comunicación estaba fallando.
—Ni hablar —repliqué. Lo rodeé con el brazo izquierdo para darle apoyo pero dejé espacio de maniobra para el minicañón—. Aún me pagas para ser tu guardaespaldas.
Nos disparaban desde ambas paredes de la Colmena, las vigas y los niveles comerciales. Conté por lo menos veinte cuerpos en las aceras; la mitad eran civiles con ropas brillantes. Las partes móviles de la pierna izquierda de mi armadura rechinaban. Con la pierna rígida, avancé diez metros hacia la escalera del Templo; en ella había varios sacerdotes, al parecer indiferentes a los disparos.
—¡Arriba!
Me volví, apunté y disparé. El cañón se vació al cabo de un disparo y el segundo deslizador soltó sus proyectiles poco antes de estallar en mil pedazos de metal y carne desgarrada. Solté a Johnny y caí sobre él, en un intento de proteger su carne expuesta con mi cuerpo.
Los proyectiles estallaron simultáneamente, varios de ellos en el aire. Dos misiles cavaron surcos. Johnny y yo fuimos arrojados a veinte metros sobre la deformada acera. Afortunadamente. La franja de aleación y ferrocemento donde estábamos un momento antes ardió, burbujeó, cedió y se desplomó sobre la llameante acera inferior. Ahora había allí un foso, una brecha entre las demás tropas terrestres y nosotros.
Me levanté, me deshice con un gesto del inútil minicañón y la montura, arranqué inservibles astillas de mi armadura y cogí a Johnny en brazos. Le habían volado el casco y tenía la cara en pésimo estado. Le brotaba sangre de varios agujeros de la armadura. Le habían arrancado el brazo derecho y el pie izquierdo. Giré y enfilé hacia la escalera del Templo del Alcaudón.
Sonaban sirenas y los deslizadores de seguridad llenaban el espacio aéreo del Bulevar. Los gundas de los niveles superiores y del otro lado de la acera destrozada buscaban refugio. Dos de los comandos que habían descendido con mochila aérea me persiguieron escalera arriba. No me volví. Tenía que alzar mi rígida pierna izquierda en cada escalón. Sabía que tenía quemaduras graves en la espalda y el costado, también había esquirlas incrustadas en otras partes. Los deslizadores volaban en círculos, pero eludían las escaleras del Templo. Tableteaban disparos en toda la galería comercial. Oí pasos metálicos a mis espaldas. Avancé tres escalones más. Veinte escalones más arriba, imposiblemente lejos, el obispo esperaba entre cien sacerdotes del Templo.
Subí otro escalón y miré a Johnny. Me observaba con el único ojo abierto. El otro estaba cubierto de sangre y tejido hinchado.
—Está bien —susurré, advirtiendo que yo también había perdido el casco—. Está bien. Ya llegamos —avancé un escalón más.
Los dos hombres con brillante armadura de combate me cerraron el paso. Ambos tenían los visores levantados y estriados de cicatrices. Las caras eran muy desagradables.
—Déjalo, zorra, y quizá te dejemos con vida.
Asentí, demasiado extenuada para dar otro paso o hacer algo más que aferrarlo con ambos brazos. La sangre de Johnny goteaba sobre la piedra blanca.
—He dicho que dejes a ese hijo de puta…
Les disparé a ambos, a uno en el ojo izquierdo y al otro en el derecho, sin alzar la automática de papá mientras la empuñaba bajo el cuerpo de Johnny.
Cayeron. Avancé otro escalón. Otro más. Descansé un poco y alcé el pie para continuar avanzando.
En la parte superior de la escalinata, el grupo de túnicas negras y rojas se entreabrió. La puerta era muy alta y oscura. No volví la vista atrás, pero por el ruido comprendí que una multitud se había reunido en el Bulevar. El obispo me acompañó cuando atravesé las puertas y me interné en la penumbra.
Deposité a Johnny en el frío suelo. Las túnicas susurraban alrededor. Me quité la armadura y arranqué la de Johnny, que en varios puntos estaba pegada a la carne. Le toqué la mejilla quemada con la mano sana.
—Lo siento.
Johnny movió la cabeza y abrió el ojo. Levantó la mano izquierda para acariciarme la mejilla, el cabello, la nuca.
—Fanny…
Lo sentí morir. También sentí una conmoción cuando su mano encontró la conexión neural, la tibieza de luz blanca del bucle de Schron. Cuando todo lo que fue o sería Johnny Keats estalló dentro de mí, casi como su orgasmo de dos noches antes: la palpitación, la sacudida, una repentina tibieza y quietud que dejaba un eco de sensación.
Lo apoyé en el suelo y dejé que los acólitos se llevaran el cuerpo para mostrarlo a la multitud y las autoridades y los que aguardaban para saber.
Dejé que me llevaran.
Pasé dos semanas en la clínica de recuperación del Templo del Alcaudón. Las quemaduras sanaron, las heridas se cerraron, me extrajeron metal, me injertaron piel, la carne creció, los nervios se anudaron de nuevo. Pero aún me dolía.
Todos perdieron interés en mí excepto los sacerdotes del Alcaudón. El Núcleo se cercioró de que Johnny y el cíbrido estuvieran muertos, de que su presencia en el Núcleo no hubiera dejado huellas.
Las autoridades me tomaron declaración, me retiraron la licencia y disimularon lo sucedido como mejor pudieron. La prensa de la Red informó que una pelea entre hampones de la Colmena de la Escoria había estallado en el Bulevar. Muerte de muchos hampones e inocentes. Situación dominada por la policía.
Una semana antes de que se difundiera la noticia de que la Hegemonía permitiría que la Yggdrasill navegara con peregrinos a la zona de guerra cercana a Hyperion, usé un teleyector del Templo para saltar a Vector Renacimiento, donde pasé una hora a solas en los archivos.
Los papeles estaban en una prensa de vacío, así que no pude tocarlos. Reconocí la letra de Johnny, pues la había visto antes. El pergamino estaba amarillo y quebradizo. Había dos fragmentos. El primero decía:
¡Ha muerto el día, y han muerto sus dulzuras!
¡Dulce voz, dulces labios, suave mano, suaves senos,
tibio aliento, voz ligera, tono tierno,
brillantes ojos, forma excelsa, lánguida cintura!
Desvanecida la flor con sus mágicos brotes,
y la bella imagen que veían mis ojos,
y la bella forma que cogían mis brazos;
desvanecida la voz, la tibieza, la blancura, el paraíso,
prematuramente al caer el día,
cuando el amor festivo en el ocaso
con su telón fragante ya tejía
oscuro y denso paño para el deleite oculto;
mas, como hoy leí el misal de amor,
me dejaré dormir, pues ayuno y rezo.
El segundo fragmento estaba en una letra más exaltada y en papel más tosco, como si lo hubieran garrapateado deprisa en una libreta:
Esta cálida mano, que hoy puede
con fuerza aferrarte, aún podría,
en el glacial silencio de la tumba,
turbar tus días y helar tus noches soñadoras.
Tu corazón sin sangre dejarías
para dar a mis venas roja vida
y aplacar tu conciencia: aquí la tienes,
hacia ti la tiendo.
Estoy encinta. Creo que Johnny lo sabía, aunque no estoy segura.
Estoy doblemente encinta. Con el hijo de Johnny y con la memoria Schron de lo que él era. No sé si los dos están destinados a enlazarse. Pasarán meses hasta que nazca el niño y sólo unos días hasta que me enfrente al Alcaudón.
Pero recuerdo esos minutos en que el destrozado cuerpo de Johnny fue llevado ante la multitud antes de que me asistieran.
Estaban todos en la oscuridad: cientos de sacerdotes, acólitos, exorcistas, ostiarios y adoradores… y empezaron a cantar al unísono, en la roja penumbra, bajo la escultura giratoria del Alcaudón, sus voces retumbaban en las bóvedas góticas.
Cantaban algo como esto:
BENDITA SEA ELLA
BENDITA SEA LA MADRE DE NUESTRA SALVACIÓN
BENDITA SEA LA HERRAMIENTA DE NUESTRA EXPIACIÓN
BENDITA SEA LA NOVIA DE NUESTRA CREACIÓN
BENDITA SEA ELLA.
Yo estaba herida y conmocionada. Entonces no lo entendí. Aún ahora no lo entiendo.
Pero sé que cuando llegue el momento y venga el Alcaudón, Johnny y yo lo afrontaremos juntos.
Había anochecido hacía rato. El funicular se mecía entre los astros y el hielo. El grupo guardaba silencio. Sólo se oía el crujido del cable.
Al cabo de un rato, Lenar Hoyt se dirigió a Brawne Lamia:
—Usted también lleva el cruciforme.
Lamia observó al sacerdote. El coronel se inclinó hacia ella.
—¿Cree que Masteen fue el templario que habló con Johnny?
—Tal vez —respondió Brawne Lamia—. Nunca pude averiguarlo.
Kassad no parpadeó.
—¿Fue usted quien mató a Masteen?
—No.
Martin Silenus se desperezó y bostezó.
—Tenemos unas horas antes del amanecer —declaró—. ¿Alguien quiere dormir un rato?
Varios asintieron.
—Yo montaré guardia —propuso Fedmahn Kassad—. No estoy cansado.
—Yo le haré compañía —anunció el cónsul.
—Yo calentaré café para el termo —se ofreció Brawne Lamia.
Cuando los demás se durmieron, mientras la niña Rachel emitía suaves murmullos en el sueño, los otros tres se sentaron junto a la ventanilla para contemplar el frío y distante fulgor de las estrellas.