4

La Benarés llegó a Linde poco después del mediodía de la jornada siguiente. Uno de los mantas había muerto en el arnés a veinte kilómetros de su destino y Bettik lo había soltado. El otro resistió hasta que amarraron en el despintado muelle y se volvió vientre arriba, extenuado, soltando burbujas por los dos orificios respiratorios. Bettik ordenó que también desataran ese manta y explicó que tenía alguna posibilidad de sobrevivir si se dejaba arrastrar por la corriente más rápida.

Los peregrinos estaban despiertos desde antes del amanecer, observando el paisaje. Hablaban poco y nadie había dicho nada a Martin Silenus. Al poeta no parecía importarle…, bebió vino con el desayuno y cantó canciones obscenas mientras despuntaba el sol.

El río se había ido ensanchando durante la noche y por la mañana era una autopista gris azulada de dos kilómetros de ancho que se internaba en las verdes colinas al sur del Mar de Hierba. No había árboles tan cerca del mar, y los tonos pardos y dorados de los brezales de la Crin se habían transformado poco a poco en el fulgurante verdor de las altas hierbas del norte. Durante toda la mañana las colinas habían ido perdiendo altura, y ahora formaban estribaciones herbosas en ambas orillas del río. Una tenue oscuridad colgaba sobre el horizonte al norte y al este, y los peregrinos que habían vivido en mundos oceánicos, sabiendo que eso indicaba la cercanía del mar, recordaron que el único mar existente allí abarcaba varios miles de millones de hectáreas de hierba.

Linde nunca había sido una ciudad grande, pero ahora estaba totalmente desierta. Los edificios que bordeaban el poceado camino del muelle mostraban la mirada ciega de todas las estructuras abandonadas; en la orilla había indicios de que la población había huido semanas antes. El Reposo del Peregrino, una posada de tres siglos al pie de la cima de la colina, no era más que ruinas calcinadas.

Bettik los acompañó hasta la cima del cerro.

—¿Qué haréis vosotros ahora? —preguntó el coronel Kassad al androide.

—Según los términos contractuales del Templo, somos libres después de este viaje —respondió—. Dejaremos la Benarés aquí para que puedan ustedes regresar, y viajaremos río abajo en lancha. Luego seguiremos nuestro camino.

—¿Con las evacuaciones generales? —inquirió Brawne Lamia.

—No. —Bettik sonrió—. Tenemos nuestros propios propósitos y peregrinajes en Hyperion.

El grupo llegó a la redonda cima del cerro. Allá atrás, la Benarés era un objeto pequeño atado a un muelle desvencijado. El río Hoolie corría al sudoeste, internándose en la bruma azul de la distancia, y se curvaba al oeste, más allá de la ciudad; después se estrechaba hacia las impracticables Cataratas Bajas, doce kilómetros río arriba. Al norte y al este se extendía el Mar de Hierba.

—Dios —jadeó Brawne Lamia.

Era como si hubieran escalado a la última cima de la creación. Abajo, muelles, amarraderos y cobertizos desperdigados indicaban el final de Linde y el comienzo del mar. La incesante hierba se ondulaba sensualmente bajo la ligera brisa y lamía la base de los cerros como un oleaje verde. Parecía infinita y continua; se extendía a todos los horizontes con altura regular. Ni siquiera se vislumbraban los picos nevados de la Cordillera de la Brida, que se alzaban ochocientos kilómetros al nordeste. La ilusión de que contemplaban un vasto mar verde era perfecta, pues incluso el brillo oscilante de los tallos evocaba las crestas de las olas vistas desde la costa.

—Es hermoso —comentó Lamia, quien no lo había visto nunca.

—Es increíble cuando despunta o cae el sol —dijo el cónsul.

—Fascinante —murmuró Sol Weintraub, quien alzó a la niña para que pudiera ver. La niña se retorció de felicidad y se concentró en mirar sus deditos.

—Un ecosistema bien preservado —observó aprobatoriamente Het Masteen—. El Muir estaría complacido.

—Coño —exclamó Martin Silenus.

Los demás se volvieron hacia él.

—La puñetera carreta eólica no está —señaló el poeta.

Los hombres, la mujer y el androide observaron en silencio los amarraderos abandonados y la desierta llanura de hierba.

—Se ha retrasado —apuntó el cónsul.

Martin Silenus soltó una risotada.

—O ya se ha marchado. Nosotros deberíamos haber llegado anoche.

El coronel Kassad alzó los binoculares de potencia y escudriñó el horizonte.

—Dudo de que se hayan marchado sin nosotros. Los sacerdotes del Templo del Alcaudón envían la carreta. Tienen interés en nuestra peregrinación.

—Podríamos caminar —sugirió Lenar Hoyt. El sacerdote tenía el semblante pálido y parecía débil, a todas luces dominado por el dolor y las drogas. No podía tenerse en pie, mucho menos caminar.

—No —se opuso Kassad—. Son cientos de kilómetros y la hierba nos impediría ver.

—Brújulas —dijo el sacerdote.

—Las brújulas no funcionan en Hyperion —replicó Kassad, aún mirando por los binoculares.

—Buscadores de dirección —insistió Hoyt.

—Tenemos uno, pero no se trata de eso —alegó el cónsul—. La hierba es afilada. En medio kilómetro estaríamos en andrajos.

—Además, están las serpientes —añadió Kassad, bajando los binoculares—. Es un ecosistema bien preservado, pero no resulta agradable para dar un paseo.

El padre Hoyt suspiró y casi se derrumbó en la hierba corta de la colina.

—De acuerdo, regresemos —decidió, casi con alivio.

Bettik se adelantó.

—La tripulación se alegrará de esperar para llevarlos a ustedes de regreso a Keats en la Benarés, si la carreta eólica no aparece.

—No —dijo el cónsul—. Idos en la lancha.

—¡Oiga, un momento! —exclamó airadamente Martin Silenus—. No recuerdo haberlo elegido dictador, amigo. Necesitamos llegar allí. Si la puñetera carreta no aparece, tendremos que encontrar otro modo.

El cónsul se volvió, para tener frente a sí al poeta.

—¿Y cómo? ¿En barco? Se tarda dos semanas en navegar hasta la Crin y rodear el Litoral Norte para llegar a Otho o cualquier otro puerto. Además no tenemos naves disponibles; hasta el último buque de Hyperion debe de estar participando en las evacuaciones.

—En dirigible, entonces —gruñó el poeta.

Brawne Lamia rió.

—Oh, sí. Hemos visto muchos en dos días de navegación.

Martin Silenus se volvió y apretó los puños como si fuera a golpearla. En cambio sonrió.

—De acuerdo, amiga, ¿qué hacemos? Tal vez si sacrificamos a alguien a una serpiente de la hierba, los dioses del transporte nos sonrían.

El coronel Kassad se interpuso entre ambos.

—Ya basta —ordenó—. El cónsul tiene razón. Nos quedaremos aquí hasta que llegue la carreta. Masteen, Lamia, vayan ustedes con Bettik para supervisar la descarga de nuestro equipaje. El padre Hoyt y Silenus traerán leña para una fogata.

—¿Una fogata? —se extrañó el sacerdote. Hacía calor en la ladera.

—Para después que anochezca —explicó Kassad—. Para que la carreta sepa dónde estamos. Ahora, en marcha.

La lancha de motor se alejó río abajo en el poniente. Aun a dos kilómetros de distancia el cónsul distinguía la tez azul de los tripulantes. La Benarés tenía una apariencia vieja y abandonada en el muelle; ya formaba parte de la ciudad desierta. Cuando la lancha finalmente se perdió a lo lejos, el grupo se volvió hacia el Mar de Hierba. Las largas sombras de los cerros se arrastraban sobre lo que el cónsul ahora veía como olas y bajíos. Más lejos, el mar cambiaba de color y la hierba parecía aguamarina antes de cobrar un tono de verdes profundidades. El cielo lapislázuli se derretía en los rojos y oros del ocaso, iluminando la cima de la colina y bañando la piel de los peregrinos con un fulgor líquido. Sólo se oía el susurro del viento en la hierba.

—Traemos una puñetera cantidad de bártulos —protestó Martin Silenus— por ser unos sujetos que hacen sólo un viaje de ida.

Era verdad, pensó el cónsul. El equipaje formaba una pequeña montaña en la cima herbosa.

—Allí, en el equipaje —declaró la voz serena de Het Masteen— puede estar nuestra salvación.

—¿A qué se refiere? —preguntó Brawne Lamia.

—Sí —dijo Martin Silenus, recostándose con las manos bajo la nuca y mirando el cielo—. ¿Ha traído ropa interior a prueba de Alcaudón?

El templario meneó la cabeza. El repentino crepúsculo le ensombreció la cara bajo la cogulla de la túnica.

—No seamos triviales ni discutamos —aconsejó—. Es hora de admitir que cada uno de nosotros ha traído a esta peregrinación algo con lo cual espera alterar el inevitable desenlace cuando llegue el momento de enfrentarse al Señor del Dolor.

El poeta rió.

—No me he traído mi pata de conejo para la buena suerte.

El templario movió ligeramente la cogulla.

—Pero ha traído el manuscrito, ¿no?

El poeta calló.

Het Masteen volvió su mirada invisible hacia el hombre alto que tenía a la izquierda.

—Y usted, coronel, esos baúles con su nombre… ¿Armas, quizá?

Kassad irguió la cabeza pero no habló.

—Desde luego —replicó Het Masteen—. Sería tonto ir de cacería sin armamento.

—¿Y yo? —Preguntó Brawne Lamia, cruzándose de brazos—. ¿Sabe usted qué arma secreta traigo oculta?

—Aún no hemos oído su historia, Lamia —replicó el templario con su extraño acento—. Las especulaciones serían prematuras.

—¿Y el cónsul? —preguntó Lamia.

—Oh, sí; es evidente qué arma trae nuestro amigo diplomático.

El cónsul dejó de mirar el ocaso y dijo con franqueza:

—Sólo he traído ropa y un par de libros para leer.

—Ah —suspiró el templario—, pero qué bella nave espacial ha dejado atrás.

Martin Silenus se incorporó de un brinco.

—¡La puñetera nave! —exclamó—. Puede llamarla, ¿verdad? Bien, demonios, saque su silbato para perros. Estoy harto de estar sentado aquí.

El cónsul arrancó un manojo de hierba y lo deshojó.

—Ya han oído lo que dijo Bettik: los satélites y estaciones repetidoras no funcionan —dijo al cabo de un minuto—. Pero, aunque la llamara, no podríamos aterrizar al norte de la Cordillera de la Brida. Eso significaba desastre instantáneo aun antes de que el Alcaudón comenzara a merodear al sur de las montañas.

—Sí —apuntó Silenus mientras agitaba los brazos—, pero podríamos atravesar este puñetero… ¡parque! Llame a la nave.

—Esperemos hasta la mañana —sugirió el cónsul—. Si la carreta no ha llegado, estudiaremos otras posibilidades.

—A la mierda… —comenzó el poeta, pero Kassad dio un paso adelante para aislar a Silenus del círculo.

—Masteen —intervino el coronel—, ¿cuál es su secreto?

El cíelo moribundo arrojaba luz suficiente para alumbrar la ligera sonrisa en los finos labios del templario, quien señaló su equipaje.

—Como ustedes ven, mi baúl es el más pesado y misterioso.

—Es un cubo de Moebius —declaró el padre Hoyt—. He visto artefactos antiguos transportados de esa manera.

—O bombas de fusión —deslizó Kassad.

—Nada tan tosco —replicó Het Masteen meneando la cabeza.

—¿Nos lo va a contar? —preguntó Lamia.

—Cuando sea mi turno —precisó el templario.

—¿Es usted el próximo? —requirió el cónsul—. Podemos escuchar mientras esperamos.

Sol Weintraub se aclaró la garganta.

—Yo tengo el número 4 —dijo, mostrando el papel—. Pero no me importaría cambiar mi lugar con la Verdadera Voz del Árbol. —Weintraub acomodó a Rachel, y le palmeó la espalda.

Het Masteen negó con la cabeza.

—No; hay tiempo. Sólo quise señalar que en la desesperanza siempre hay esperanza. Hasta ahora hemos aprendido mucho gracias a las historias. No obstante, todos tenemos una semilla de promesa enterrada a mayor profundidad de la que hemos admitido.

—No veo… —empezó el padre Hoyt, pero lo interrumpió el repentino grito de Martin Silenus.

—¡La carreta! ¡La puñetera carreta eólica! ¡Al fin!

Veinte minutos después, la carreta eólica estaba amarrada a un muelle. El vehículo venía del norte y las velas eran cuadrados blancos contra una planicie oscura y desteñida. Las últimas luces se apagaron cuando la gran nave estuvo amarrada cerca del cerro, plegó las velas principales y se detuvo.

El cónsul quedó impresionado. Era un vehículo de madera tallada a mano, enorme y panzón como los galeones marítimos de la historia antigua de Vieja Tierra. El gigantesco volante, en el centro del casco curvo, habría resultado invisible entre la hierba de dos metros de altura, pero el cónsul alcanzó a ver la parte inferior cuando llevó el equipaje al muelle. Desde el suelo hasta los avíos había seis o siete metros, y más de cinco veces esa altura hasta la punta del palo mayor. Jadeando de cansancio, el cónsul oyó el chasquido de los pendones y un zumbido regular y casi subsónico procedente del volante interior de la nave o de los enormes giróscopos.

Una pasarela descendió de la cubierta superior al muelle. El padre Hoyt y Brawne Lamia retrocedieron deprisa para que no los aplastara. La carreta eólica tenía menos luces que la Benarés y consistían en varios fanales que colgaban de los palos. No habían visto a ningún tripulante mientras se acercaba la nave, y nadie apareció ahora.

—¡Hola! —llamó el cónsul desde el pie de la pasarela. Ninguna respuesta.

—Esperen aquí un momento, por favor —pidió Kassad, y subió la larga rampa en cinco zancadas.

Se detuvo arriba, se palpó el cinturón donde llevaba la vara de muerte y desapareció en la nave. Instantes después, una luz se encendió en las anchas ventanas de la popa y arrojó trapezoides amarillos sobre la hierba.

—Suban —gritó Kassad desde la pasarela—. Está vacía.

El grupo trajinó con el equipaje y efectuó varios viajes. El cónsul ayudó a Het Masteen con el pesado baúl de Moebius y sintió en las yemas de los dedos una vibración tenue pero intensa.

—¿Dónde diablos está la tripulación? —preguntó Martin Silenus cuando estuvieron reunidos en cubierta. Habían recorrido los reducidos pasillos y camarotes, bajado por escalerillas estrechas y atravesado cabinas no mucho mayores que las literas que albergaban. Sólo el camarote de popa —al parecer el del capitán— se acercaba al tamaño y la comodidad de las instalaciones estándar de la Benarés.

—Sin duda es automática —explicó Kassad. El oficial de FUERZA señaló drizas que desaparecían en ranuras de la cubierta, manipuladores invisibles entre los aparejos y palos, y motores cerca de la vela latina de popa.

—No veo un centro de control —observó Lamia—. Ni siquiera una pantalla o un nexo C —extrajo el comlog y trató de solicitar datos por las frecuencias estándar de comunicaciones y biomédica. La nave no respondió.

—Estas naves llevaban tripulantes —replicó el cónsul—. Los iniciados del Templo acompañaban a los peregrinos hasta las montañas.

—Bueno, ahora no están aquí —dijo Hoyt—. Pero debemos creer que alguien está vivo en la estación del funicular o en la Fortaleza de Cronos, dado que enviaron la carreta.

—O todos están muertos y la carreta eólica funciona automáticamente —aventuró Lamia. Miró por encima del hombro cuando los aparejos y las lonas crujieron bajo una repentina ráfaga de viento—. Mierda, resulta extraño quedar tan aislados de todos y de todo. Es como estar ciego y sordo. No sé cómo pueden soportarlo los coloniales.

Martin Silenus se acercó al grupo y se sentó en la borda. Bebió de una larga botella verde y recitó:

¿Dónde está el Poeta? ¡Mostradlo! ¡Mostradlo,

musas mías, para que yo lo conozca!

Es el hombre que ante otro hombre

es un igual, trátese de un rey

o del mendigo más pobre,

o de cualquier otra maravilla

que un hombre pueda ser, de simio a Platón.

Es el hombre que ante un pájaro,

abadejo o águila, halla el camino

hacia sus instintos. Ha oído

el rugido del león y sabe

qué expresa esa garganta lasciva,

y el aullido del tigre

le habla y le acaricia el oído

como la lengua materna.

—¿Dónde consiguió esa botella de vino? —preguntó Kassad.

Silenus sonrió. Los ojillos le brillaban bajo el fulgor del farol.

—La cocina está bien aprovisionada y hay un bar. Lo he declarado abierto.

—Tendríamos que preparar la cena —comentó el cónsul, aunque en ese momento sólo deseaba un sorbo de vino. Pero habían transcurrido más de diez horas desde la última comida.

Oyeron un crujido y un ronroneo a estribor y los seis se apresuraron a la borda de ese lado. La pasarela había subido. Se volvieron de nuevo cuando se desplegaron las velas, se tensaron las líneas y un volante lanzó un zumbido ultrasónico. Las velas se hincharon, la cubierta escoró, y la carreta eólica se alejó del muelle para internarse en las tinieblas. Los únicos sonidos eran los chasquidos y crujidos de la nave, el rumor distante del volante y los arañazos de la hierba contra el fondo del casco.

La sombra del cerro quedó atrás y la fogata que habían encendido se redujo a un tenue destello de luz estelar sobre la madera pálida. Pronto tuvieron ante ellos sólo cielo y noche y los oscilantes círculos de luz de los fanales.

—Iré abajo a preparar alguna cosa de comer —dijo el cónsul.

Los demás se quedaron arriba, sintiendo el vaivén y el ronroneo en las plantas de los pies y mirando pasar la oscuridad. El Mar de Hierba sólo era visible donde terminaban las estrellas y comenzaba una indiferenciada oscuridad. Kassad usó una linterna para iluminar la lona y los aparejos, las líneas tensadas por manos invisibles; y luego revisó hasta el último rincón y recoveco de proa a popa. Los demás observaban en silencio. Cuando Kassad apagó la linterna, la oscuridad parecía menos opresiva y la luz estelar más brillante. La brisa que barría mil kilómetros de hierba les trajo un olor rico y fértil; no un aroma marino, sino a granja en primavera.

El cónsul los llamó y bajaron a comer.

La cocina era estrecha y no había mesa, así que se instalaron en la cabina grande a popa, improvisando una mesa con tres baúles. Cuatro faroles que colgaban de las bajas vigas iluminaban la habitación. Sopló una brisa cuando Het Masteen abrió una de las altas ventanas que había encima de la cama.

El cónsul descargó los platos con bocadillos en el baúl más grande, volvió a la cocina y regresó con gruesas tazas blancas y un termo de café. Lo sirvió mientras los demás comían.

—Esto está muy bueno —apreció Fedmahn Kassad—. ¿Dónde consiguió la carne?

—La nevera está llena. Y hay otro congelador grande en la despensa de popa.

—¿Es eléctrica? —preguntó Het Masteen.

—No. Doble aislamiento.

Martin Silenus olió una jarra, encontró un cuchillo en el plato y añadió gran cantidad de rábano a su bocadillo. Le brillaban lágrimas en los ojos.

—¿Cuánto dura este crucero? —preguntó Lamia al cónsul.

El apartó la mirada del círculo de café negro en la taza.

—Perdón, ¿qué dijo usted?

—Cuánto se tarda en cruzar el Mar de Hierba.

—Una noche y medio día hasta las montañas —informó el cónsul—. Si los vientos son favorables.

—Y luego…, ¿cuánto para pasar las montañas? —preguntó el padre Hoyt.

—Menos de un día —respondió el cónsul.

—Si el funicular funciona —añadió Kassad.

El cónsul tomó el café caliente e hizo una mueca.

—Tenemos que suponer que funciona. De lo contrario…

—De lo contrario quedaremos aislados a seiscientos kilómetros de las Tumbas de Tiempo, y a mil de las ciudades del sur —replicó el coronel Kassad, mientras se acercaba a la ventana abierta con los brazos en jarras.

El cónsul meneó la cabeza.

—No —observó—. Los sacerdotes del Templo, o quien se encargue de esta peregrinación, se han cerciorado de que lleguemos hasta aquí. Se asegurarán de que hagamos todo el trayecto.

Brawne Lamia cruzó los brazos y frunció el ceño.

—¿Para qué…? ¿Para sacrificarnos?

Martin Silenus rió y sacó la botella.

¿Quiénes son los que acuden al sacrificio?

¿A qué verde altar o misterioso sacerdote

llevas esta tímida ternera,

los sedosos flancos ornados con guirnaldas?

¿Qué aldea de los ríos o el mar

o las montañas, con apacible ciudadela,

aparece despoblada de sus gentes esta pía mañana?

Pequeña aldea, tus calles para siempre

quedarán calladas; ni un alma regresará jamás

a contar por qué estás desolada.

Brawne Lamia metió la mano en la túnica y extrajo un láser del tamaño del meñique. Lo apuntó a la cabeza del poeta.

—Miserable. Una palabra más y… juro que… lo liquidaré.

Se hizo un repentino silencio, salvo por el ronroneo de la nave. El cónsul se acercó a Martin Silenus. El coronel Kassad avanzó dos pasos detrás de Lamia.

El poeta bebió un largo sorbo y sonrió a la mujer morena.

—Oh, construid vuestra nave de la muerte —susurró—. ¡Oh, construidla!

Los dedos de Lamia estaban blancos sobre el diminuto láser. El cónsul se acercó más a Silenus, sin saber qué hacer, imaginando que el destellante haz de luz le disolvía los ojos. Kassad se inclinó hacia Lamia como una sombra tensa.

—Lamia —intervino Sol Weintraub desde su litera—, ¿necesito recordarle que hay una niña presente?

Lamia miró a la derecha. Weintraub había sacado un profundo cajón de un armario y lo había apoyado en la cama a modo de cuna, había bañado a la niña y había entrado en silencio justo antes de que el poeta se pusiera a recitar. Colocó a la niña en aquel nido acolchado.

—Lo siento —murmuró Brawne Lamia, mientras bajaba el láser—. Es que me… me saca de quicio.

Weintraub asintió y empezó a mecer el cajón. El vaivén suave de la carreta, combinado con el rumor incesante del gran volante, parecía haber dormido a la niña.

—Todos estamos cansados y tensos —dijo el erudito—. Quizá deberíamos buscar un lugar para dormir y acostarnos.

La mujer suspiró y se guardó el arma en el cinturón.

—Yo no dormiré. Las cosas son demasiado… extrañas.

Otros asintieron. Martin Silenus estaba sentado en el ancho borde bajo las ventanas de popa. Estiró las piernas y tomó un sorbo.

—Cuente su historia, viejo —animó a Weintraub.

—Sí, cuéntenos —dijo el padre Hoyt. El sacerdote parecía exhausto y tenía un aire cadavérico, pero los ojos febriles le ardían—. Necesitamos conocer las historias, y tiempo para reflexionar sobre ellas antes de llegar.

Weintraub se pasó la mano por la calva.

—Es una historia aburrida. Nunca estuve antes en Hyperion. No hay enfrentamientos con monstruos ni actos de heroísmo. Es la historia de un hombre cuya idea de una aventura épica es dar una clase sin llevar sus notas.

—Mejor —manifestó Martin Silenus—. Necesitamos un soporífero.

Sol Weintraub suspiró, se ajustó las gafas y asintió. Tenía estrías oscuras en la barba, pero casi toda era gris. Bajó la luz del farol de la cama y se dirigió a una silla del centro de la habitación.

El cónsul apagó los otros faroles y sirvió más café. Sol Weintraub habló en voz baja, con frases bien construidas y palabras precisas, y pronto la delicada cadencia de su historia se fundió con el suave susurro y la lenta oscilación de la carreta eólica que avanzaba hacia el norte.

LA NARRACIÓN DEL PROFESOR
EL RÍO LETEO SABE AMARGO

Sol Weintraub y su esposa Sarai habían disfrutado de la vida aun antes del nacimiento de su hija; pero Rachel llevó las cosas a la perfección.

Sarai tenía veintisiete años cuando concibió a la niña; Sol había cumplido veintinueve. Ninguno de los dos había pensado en tratamientos Poulsen porque ninguno de los dos podía permitírselo, pero incluso sin esa ayuda esperaban disfrutar de cincuenta años más de salud.

Ambos habían vivido siempre en Mundo de Barnard, uno de los más antiguos pero menos interesantes miembros de la Hegemonía. Barnard estaba en la Red de Mundos, pero eso carecía de importancia para Sol y Sarai, pues no podían pagar teleyecciones frecuentes y de todos modos no tenían mayor interés en viajar. Poco antes Sol había celebrado su décimo año en el Colegio Nightenhelser, donde enseñaba historia y estudios clásicos y realizaba investigaciones sobre evolución ética. Nightenhelser era un establecimiento pequeño con menos de tres mil estudiantes, pero gozaba de gran reputación académica y atraía a jóvenes de toda la Red.

La principal queja de esos estudiantes era que Nightenhelser y la vecina comunidad de Crawford constituían una isla de civilización en un mar de maíz. Era cierto; el colegio estaba a tres mil kilómetros de Bussard, la capital, y la tierra terraformada se dedicaba a la agricultura. No había bosques que talar, ni colinas que trepar, ni montañas que interrumpieran la aburrida monotonía de los campos de maíz, habichuelas, maíz, trigo, maíz, arroz y maíz. El poeta radical Salmud Brevy había enseñado un tiempo en Nightenhelser antes del motín de Glennon-Height, lo habían despedido, y al teleyectarse al Vector Renacimiento había contado a sus amigos que el condado de Crawford de Sinzer Sur, en Mundo de Barnard, constituía el octavo Círculo de la Desolación en el más pequeño hoyuelo del trasero de la Creación.

A Sol y Sarai Weintraub les gustaba. Crawford, una localidad de veinticinco mil habitantes, parecía la imitación de una ciudad del Medio Oeste norteamericano en el siglo diecinueve. Las calles anchas estaban protegidas por olmos y robles. Mundo de Barnard había sido la segunda colonia terrícola fuera del sistema solar, siglos antes del motor Hawking y la Hégira, y las naves seminales de esa época eran enormes. Los hogares de Crawford reflejaban estilos que iban desde el Victoriano temprano hasta el revival canadiense, pero todos aparecían blancos y aislados en medio de pulcros parques.

El colegio era georgiano, una construcción de ladrillos rojos y columnas blancas alrededor de un centro oval. Sol tenía su oficina en el tercer piso de Plancher Hall, el edificio más antiguo del campus, y en invierno podía observar las complejas simetrías que creaban las ramas desnudas. A Sol le encantaba el olor a polvo de tiza y madera vieja de aquel lugar —un olor que no había cambiado desde que él era estudiante—, y cada día al subir a la oficina miraba con afecto los gastados surcos de los escalones, un legado de veinte generaciones de estudiantes en Nightenhelser.

Sarai había nacido en una granja entre Bussard y Crawford y se había doctorado —en teoría musical— un año antes que Sol. Era una joven enérgica y feliz, que compensaba con personalidad lo que le faltaba según los cánones aceptados de belleza física, y en períodos posteriores de su vida conservó esa personalidad atractiva. Sarai había estudiado dos años en la Universidad de Nueva Lyons, en Deneb Drei, pero estando allí echaba de menos su mundo: los atardeceres eran abruptos, las renombradas montañas cortaban la luz del sol como una guadaña dentada. Sarai añoraba los largos ocasos donde la Estrella de Barnard colgaba en el horizonte como un rojo globo cautivo mientras el cielo se oscurecía. Echaba de menos esa llanura perfecta donde —espiando desde el tercer piso, bajo los abruptos gabletes— una niña podía mirar a través de cincuenta kilómetros de campos una tormenta que se aproximaba como una colgadura negra, iluminada desde dentro por los relámpagos. Y echaba de menos a su familia.

Conoció a Sol una semana después de que la hubieran transferido a Nightenhelser; pasaron tres años más hasta que él le propuso matrimonio y ella aceptó. Al principio ella no veía nada en aquel estudiante graduado. Ella aún seguía la moda de la Red, practicaba teorías musicales posdestruccionistas, leía Orbit y Nihil y las revistas más vanguardistas de Vector Renacimiento y TC2; fingía estar cansada de la vida y usaba un vocabulario rebelde. Nada de esto congeniaba con aquel historiador de escasa estatura que le derramó cóctel de frutas sobre el vestido durante la fiesta de homenaje al decano Moore. Las cualidades exóticas que pudieran provenir del legado judío de Sol Weintraub quedaban instantáneamente negadas por su acento de Barnard, su atuendo típico de Crawford y el hecho de que hubiera ido a la fiesta con un ejemplar de Soledades diversas de Detresque distraídamente metido bajo el brazo.

Para Sol fue amor a primera vista. Miró a aquella muchacha risueña y rubicunda, ignoró el lujoso vestido y las afectadas uñas estilo mandarín para apreciar la personalidad que llamaba como una señal al joven solitario. Sol no comprendió que estaba solo hasta que conoció a Sarai, pero después de darle la mano y derramarle la macedonia sobre el vestido comprendió que su vida estaría vacía para siempre si no se casaba con ella.

Se casaron una semana después de que lo designaran profesor del colegio. Fueron de luna de miel a Alianza-Maui, en la primera teleyección de Sol, y durante tres semanas alquilaron una isla móvil y navegaron entre las maravillas del Archipiélago Ecuatorial. Sol nunca olvidó esos días de sol y viento, y la imagen secreta que siempre amaría más era la de Sarai al salir desnuda del agua por la noche, con las estrellas del Núcleo ardiendo en el cielo mientras su cuerpo reflejaba constelaciones por la fosforescencia de la estela de la isla.

Deseaban tener un hijo enseguida, pero la naturaleza tardó cinco años en satisfacerlos.

Sol tuvo a Sarai en brazos mientras ella se arqueaba de dolor. Fue un parto difícil, pero al fin Rachel Sarah Weintraub nació a las 2.01 de la mañana en el Centro Médico del Condado de Crawford.

La presencia de un bebé perturbó la recluida vida académica de Sol y la profesión de Sarai, crítica musical para la esfera de datos de Barnard, pero no les importó. Los primeros meses fueron una fusión de fatiga constante y alegría. De noche, entre una comida y otra, Sol entraba de puntillas en la habitación para mirar al bebé. A menudo encontraba allí a Sarai, y ambos contemplaban, cogidos del brazo, el milagro de una recién nacida durmiendo de bruces, el trasero al aire, la cabeza hundida en la cuna acolchada.

Rachel era una de esas pocas criaturas que lograban ser encantadoras sin volverse tiránicas; al cumplir los dos años estándar su apariencia y personalidad eran asombrosos: cabello castaño claro, mejillas rojas, la ancha sonrisa de la madre, los grandes ojos castaños del padre. Los amigos decían que la niña combinaba lo mejor de la sensibilidad de Sarai con el intelecto de Sol. Otro amigo, un psicólogo infantil del colegio, comentó una vez que Rachel, a los cinco años, demostraba alentadores indicios de talento: curiosidad estructurada, empatía hacia los demás, compasión y un gran respeto por las reglas de juego.

Una vez, en su oficina, mientras estudiaba antiguos archivos de Vieja Tierra y leía algo sobre el efecto de Beatriz en la visión del mundo de Dante Alighieri, Sol se topó con un pasaje escrito por un crítico del siglo veinte o veintiuno:

…Sólo ella [Beatriz] era real para él y daba sentido al mundo y la belleza.

La naturaleza de ella se transformó en un hito para Dante; lo que Melville llamaría, con mayor sobriedad de la que ahora podemos invocar, su Meridiano de Greenwich…

Sol buscó la definición de Meridiano de Greenwich y continuó leyendo. El crítico había añadido una nota personal:

La mayoría de nosotros, espero, han tenido un hijo o cónyuge o amigo como Beatriz, alguien que por su propia naturaleza, su bondad e inteligencia, aparentemente innatos, nos vuelve incómodamente conscientes de nuestros engaños cuando mentimos.

Sol apagó la pantalla y miró las negras geometrías de las ramas en el campus.

Rachel no era insufriblemente perfecta. A los cinco años estándar, cortó el pelo de sus cinco muñecas favoritas y luego se cortó el suyo. A los siete años, decidió que los peones emigrantes que se alojaban en sus decrépitas casas del sur de la ciudad carecían de una dieta nutritiva, así que vació las despensas, neveras, congeladores y bancos sintetizadores de la casa, persuadió a tres amigas para que la acompañaran y distribuyó varios cientos de marcos del presupuesto alimentario familiar.

A los diez años, Rachel respondió a un desafío de Rechoncho Berkowitz y trató de trepar a la copa del olmo más viejo de Crawford. Estaba a cuarenta metros de altura, a menos de cinco metros de la cúspide, cuando una rama se partió y ella se cayó, aunque sin llegar al suelo. Llamaron a Sol por el comlog mientras éste comentaba las implicaciones morales de la primera era de desarme nuclear de la Tierra. Él abandonó la clase sin decir palabra y corrió doce calles hasta el Centro Médico.

Rachel se había roto la pierna izquierda y dos costillas, tenía una perforación de pulmón y una fractura de mandíbula. Flotaba en un baño de líquido de nutrición cuando Sol llegó, pero Rachel logró mirar por encima del hombro de la madre, sonreír y decir, a pesar del alambre que le habían puesto en la mandíbula:

—Papá, estaba a cinco metros. Tal vez más cerca. La próxima vez llegaré.

Rachel se graduó con honores en la escuela secundaria y recibió ofertas de becas de academias empresariales de cinco mundos y tres universidades, entre ellas Harvard de Nueva Tierra. Escogió Nightenhelser.

Sol no se sorprendió de que su hija eligiera arqueología. Uno de sus recuerdos más entrañables eran las largas tardes que ella había pasado bajo el porche del frente cuando tenía dos años, cavando en el barro, ignorando las arañas y milpiés, entrando en la casa para mostrar cada placa de plástico y pfennig gastado que había exhumado, tras lo cual preguntaba de dónde venía y cómo era la gente que lo había dejado allí.

Rachel recibió su diploma a los diecinueve años estándar, trabajó ese verano en la granja de la abuela, y al siguiente otoño se marchó. Estuvo en la Universidad Reichs de Freeholm veintiocho meses locales, y cuando regresó devolvió el color al mundo de Sol y Sarai.

Durante dos semanas, su hija —una persona adulta y excepcionalmente dueña de sí misma— gozó de su permanencia en el hogar. Una noche, mientras caminaban por el campo después del atardecer, pidió al padre detalles sobre su ascendencia.

—Papá, ¿te consideras judío?

Sol se pasó la mano por el pelo ralo, sorprendido por la pregunta.

—¿Judío? Sí, supongo que sí. Aunque ya no significa lo mismo que en otros tiempos.

—¿Yo soy judía? —preguntó Rachel. Las mejillas le relucían bajo la luz frágil.

—Si quieres serlo —contestó Sol—. No significa lo mismo después de la desaparición de Vieja Tierra.

—Si hubiera sido varón, ¿me habrías hecho circuncidar?

Sol rió con deleite y cierta vergüenza.

—Hablo en serio —insistió Rachel.

Sol se ajustó las gafas.

—Supongo que sí, hija. Nunca se me ocurrió pensar en ello.

—¿Has estado en la sinagoga de Bussard?

—Sólo en mi barmitzvah —dijo Sol y evocó el día, cincuenta años atrás, cuando su padre pidió el Vikken del tío Richard y voló a la capital con la familia para el ritual.

—Papá, ¿por qué los judíos creen que las cosas son menos importantes ahora que antes de la Hégira?

Sol extendió las manos…, manos fuertes, más de picapedrero que de académico.

—Buena pregunta, Rachel. Quizá porque gran parte del sueño ha muerto. Israel ha desaparecido. El Nuevo Templo duró menos que el primero y el segundo. Dios faltó a Su palabra al destruir la Tierra por segunda vez tal como lo hizo. Y esta Diáspora es… eterna.

—Pero los judíos conservan la identidad étnica y religiosa en algunos sitios —continuó su hija.

—Oh, claro. En Hebrón y en zonas aisladas de la Confluencia hallarás comunidades enteras: jasídicos, ortodoxos, hasmonianos; lo que quieras, pero suelen ser pintorescas, poco vitales…, turísticas.

—¿Cómo un parque temático?

—Sí.

—¿Puedes llevarme mañana al templo Beth-el? Si quieres pediré prestado el estatorreactor de Khaki.

—No es preciso —dijo Sol—. Usaremos el transbordador universitario. —Hizo una pausa—. Sí, me gustará llevarte mañana a la sinagoga.

Oscurecía bajo los olmos. Se encendieron las luces en la ancha calle que los llevaba a casa.

—Papá —murmuró Rachel—, voy a hacerte una pregunta que te he hecho un millón de veces desde los dos años. ¿Crees en Dios?

Sol no sonrió. No tuvo más remedio que darle la respuesta que le había dado un millón de veces.

—Estoy esperando para creer.

El trabajo de posgraduación de Rachel trataba de artefactos alienígenas y anteriores a la Hégira. Durante tres años estándar Sol y Sarai recibieron visitas ocasionales seguidas por mensajes ultralínea de mundos exóticos; cercanos, aunque no incluidos en la Red. Sabían que el trabajo de campo para la tesis la llevaría fuera de la Red, al Afuera donde la deuda temporal devoraba la vida y los recuerdos de los que se quedaban.

—¿Dónde demonios queda Hyperion? —preguntó Sarai durante las últimas vacaciones de Rachel, antes de la partida de la expedición—. Parece la marca de un nuevo producto doméstico.

—Es un magnífico lugar, mamá. Hay más artefactos no humanos que en cualquier otro sitio, excepto Armaghast.

—Entonces ¿por qué no vas a Armaghast? —replicó Sarai—. Está a pocos meses de la Red. ¿Por qué conformarse con lo inferior?

—Hyperion aún no se ha transformado en gran atracción turística —explicó Rachel—, aunque los turistas empiezan a ser un problema. La gente con dinero ahora está más dispuesta a irse de la Red.

—¿Irás al laberinto o a las llamadas Tumbas de Tiempo? —preguntó Sol con voz repentinamente susurrante.

—Las Tumbas de Tiempo, papá. Trabajaré con el doctor Melio Arúndez y él sabe más que nadie acerca de las Tumbas.

—¿No son peligrosas? —preguntó Sol, tratando de no revelar su miedo.

Rachel sonrió.

—¿Por la leyenda del Alcaudón? No. Hace dos siglos estándar que esa leyenda no molesta a nadie.

—Pero he visto documentos acerca de los problemas que hubo allí durante la segunda colonización… —empezó Sol.

—También yo, papá. Pero no sabían nada sobre las grandes anguilas de la roca, que bajaban al desierto a cazar. Tal vez perdieron gente por esos bichos y cundió el pánico. Tú sabes cómo nacen las leyendas. Además, los cazadores han extinguido las anguilas.

—Las naves espaciales no aterrizan allí —insistió Sol—. Tienes que navegar para llegar a las Tumbas. O caminar. O lo que sea.

Rachel rió.

—En los primeros días, la gente que llegaba por aire subestimaba los efectos de los campos antientrópicos y hubo algunos accidentes. Pero ahora hay un servicio de dirigibles. Hay un gran hotel llamado Fortaleza de Cronos en el linde norte de las montañas, donde se alojan cientos de turistas cada año.

—¿Te alojarás allí? —preguntó Sarai.

—Durante un tiempo. Será emocionante, mamá.

—Espero que no demasiado —replicó Sarai, y todos sonrieron.

Durante los cuatro años que Rachel estuvo en tránsito —para ella unas semanas de fuga criogénica—, Sol descubrió que la echaba de menos mucho más que si su hija hubiera estado fuera de contacto pero en alguna parte de la Red. La idea de que se alejara volando a mayor velocidad que la luz, envuelta en el capullo cuántico artificial del efecto Hawking, le parecía antinatural y siniestra.

Se mantuvieron ocupados. Sarai dejó el oficio de crítica para dedicar más tiempo a las cuestiones ambientales locales, pero para Sol fue uno de los períodos más intensos de su vida. Publicó su segundo y tercer libros, y el segundo, Hitos morales, causó tal conmoción que lo invitaban constantemente a conferencias y simposios en otros mundos. Acudió a algunos solo, a otros con Sarai; pero aunque ambos disfrutaban de la idea de viajar, la experiencia de enfrentarse a comidas curiosas, gravedades diferentes y luz de soles extraños les desagradó, de manera que Sol decidió pasar más tiempo en casa investigando para su próximo libro y sólo asistir a las conferencias vía holo interactivo desde el colegio.

Cinco años después de la partida de Rachel, Sol tuvo un sueño que le cambió la vida.

Soñó que caminaba por una gran estructura con columnas altas como pinos, y a través del alto techo una luz roja caía en franjas sólidas. A veces vislumbraba cosas en las sombras de la izquierda o de la derecha: una vez distinguió un par de piernas de piedra que se levantaban como enormes edificios en la oscuridad; en otra ocasión entrevió un escarabajo de cristal girando en lo alto, las entrañas ardiendo con luz fría.

Al fin Sol se detuvo a descansar. A sus espaldas oyó un gran incendio, ciudades y bosques ardiendo; más adelante relucían las luces hacia las cuales enfilaba, dos óvalos de rojo profundo.

Se estaba enjugando el sudor de la frente cuando una voz inmensa dijo:

—¡Sol! Toma a Rachel, tu hija única y bien amada, y ve al mundo llamado Hyperion para ofrendarla como víctima ardiente en uno de los lugares de que te hablaré.

En el sueño, Sol respondió: «No puedes hablar en serio». Siguió caminando en la oscuridad y las esferas rojas relucían como lunas sangrientas sobre una llanura borrosa. Cuando se detuvo a descansar, la voz inmensa repitió:

—¡Sol! Toma a Rachel, tu hija única y bien amada, y ve al mundo llamado Hyperion para ofrendarla como víctima ardiente en uno de los lugares de que te hablaré.

Sol se encogió de hombros y dijo a la oscuridad: «Ya te oí la primera vez…, la respuesta sigue siendo no».

Sol sabía que estaba soñando, y parte de su mente disfrutaba de la ironía del argumento, pero otra parte sólo deseaba despertar. En cambio, se encontró en un balcón bajo que daba a una sala donde Rachel yacía desnuda sobre un ancho bloque de piedra. La escena estaba bañada por el fulgor de las esferas rojas gemelas. Sol se miró la mano derecha y encontró allí un largo cuchillo curvo. La hoja y el mango parecían de hueso.

La voz, que cada vez se parecía más a la idea que un director de holos baratos debía de tener sobre la voz de Dios, insistió:

—¡Sol! Atiende bien. El futuro de la humanidad depende de tu obediencia. Toma a Rachel, tu hija única y bien amada, y ve al mundo llamado Hyperion para ofrendarla como víctima ardiente en uno de los lugares de que te hablaré.

Sol, harto del sueño y algo alarmado, arrojó el cuchillo a la oscuridad. Cuando se volvió para encontrar a su hija, la escena se esfumó. Las esferas rojas colgaban más cerca que nunca, y Sol vio que eran gemas facetadas del tamaño de pequeños mundos.

La voz amplificada retumbó de nuevo:

—Has tenido tu oportunidad, Sol Weintraub. Si cambias de parecer, sabes dónde encontrarme.

Sol despertó riendo, pero también estremecido por el sueño. Le divertía la idea de que todo el Talmud y el Antiguo Testamento no fueran más que un novelón cósmico mal hilvanado.

Para la época en que Sol tenía este sueño, Rachel terminaba su primer año de investigaciones en Hyperion. Los nueve arqueólogos y seis físicos habían encontrado la Fortaleza de Cronos fascinante, pero atestada de turistas y peregrinos; así que después del primer mes instalaron un campamento permanente entre la ciudad en ruinas y el pequeño cañón donde se extendían las Tumbas de Tiempo.

Mientras medio equipo excavaba en el emplazamiento más reciente de la ciudad inconclusa, dos colegas ayudaban a Rachel a catalogar todos los aspectos de las Tumbas. Los físicos se sentían fascinados por los campos antientrópicos y pusieron banderas de colores para marcar los límites de las mareas de tiempo.

El equipo de Rachel concentró sus actividades en la estructura llamada la Esfinge, aunque la criatura representada en piedra no era humana ni leonina; tal vez ni siquiera fuera una criatura, aunque las tersas líneas del monolito de piedra sugerían las curvas de un ser vivo y los extensos apéndices evocaban alas. Al contrario de las demás Tumbas, que estaban abiertas y resultaban fáciles de inspeccionar, la Esfinge era una masa de pesados bloques atravesados por pasillos estrechos, algunos de los cuales se reducían hasta resultar intransitables, y mientras que otros se ensanchaban hasta adquirir proporciones de anfiteatro, pero todos conducían de vuelta a sí mismos. No había criptas, salas del tesoro, sarcófagos saqueados, murales ni pasadizos secretos, sólo un laberinto de insensatos pasillos en la piedra húmeda.

Rachel y su amante, Melio Arúndez, iniciaron un mapa de la Esfinge con un método que se había utilizado durante setecientos años, tras inaugurarse en las pirámides egipcias en el siglo veinte. Tras instalar detectores sensibles a la radiación y los rayos cósmicos en el punto más bajo de la Esfinge, registraron los tiempos de llegada y los patrones de desviación de las partículas que atravesaban la masa de piedra a fin de buscar salas o pasajes ocultos que no aparecerían ni siquiera en un radar de imagen profunda. Dada la intensa temporada turística y el temor del Consejo Interno de Hyperion de que esa investigación dañara las Tumbas, Rachel y Melio acudían al emplazamiento por las noches y allí caminaban y se arrastraban media hora por el laberinto de pasillos donde habían instalado las lámparas azules. Sentados bajo cientos de miles de toneladas de piedra, observaban los instrumentos hasta la mañana y escuchaban con los auriculares el sonido de las partículas nacidas en el seno de estrellas moribundas.

Las mareas de tiempo no habían sido un problema con la Esfinge. De todas las Tumbas, parecía la menos protegida por los campos antientrópicos y los físicos habían señalado las horas en que las mareas representaban una amenaza. La marea alta era a las diez, y bajaba sólo veinte minutos después hacia la Tumba de Jade, medio kilómetro al sur. No se permitía que los turistas se acercaran a la Esfinge hasta después de las doce y, para contar con un margen de seguridad, a las nueve ya no tenía que haber nadie. El equipo de físicos había instalado sensores cronotrópicos en diversos puntos de los senderos y pasadizos que unían las Tumbas, para alertar a los monitores sobre variaciones en las mareas y para prevenir a los visitantes.

Cuando sólo le quedaban tres semanas de su año de investigaciones en Hyperion, Rachel despertó una noche, dejó a su amante dormido y viajó en jeep hasta las Tumbas. Ella y Melio habían decidido que era una estupidez que ambos vigilaran el equipo todas las noches; ahora se alternaban, y uno trabajaba en el emplazamiento mientras el otro ordenaba datos y se preparaba para el proyecto final, un mapa por radar de las dunas que había entre la Tumba de Jade y el Obelisco.

La noche era fresca y agradable. Una profusión de estrellas se extendía de un horizonte al otro, cuatro o cinco veces más numerosas que las que Rachel había visto en su infancia en el Mundo de Barnard. Las dunas bajas susurraban y caracoleaban bajo la brisa que soplaba de las montañas del sur.

Rachel encontró luces encendidas en el emplazamiento. El equipo de físicos daba por terminada su labor y cargaba el jeep. Charló con ellos, tomó una taza de café mientras se alejaban y luego cogió la mochila y efectuó el viaje de veinticinco minutos hasta el subsuelo de la Esfinge.

Por centésima vez Rachel se preguntó quién habría construido las Tumbas y con qué propósito. La datación de los materiales había sido inútil debido al efecto del campo antientrópico. El análisis de las Tumbas en relación con la erosión del cañón y otros rasgos geológicos habían sugerido una edad de por lo menos medio millón de años. Se diría que los arquitectos de las Tumbas de Tiempo habían sido humanoides, aunque nada salvo la mera escala de las estructuras lo sugería. Desde luego, los pasadizos de la Esfinge no revelaban gran cosa: algunos eran de tamaño y forma humanas, pero metros después el mismo corredor se encogía hasta el tamaño de una cloaca y luego se transformaba en algo más amplio e irregular que una caverna natural. Las puertas, si así podían llamarse (pues no conducían a nada en particular), eran triangulares, trapezoidales o decagonales, además de rectangulares.

Rachel se arrastró los últimos metros por un declive pronunciado, empujando la mochila. Las lámparas arrojaban un fulgor azulado y pálido en la piedra y en su piel. Llegó al «sótano», un refugio de artefactos y olores humanos. Varias sillas plegables llenaban el centro del pequeño espacio, mientras que detectores, osciloscopios y otros aparatos cubrían la reducida mesa que había contra la pared norte. En el muro opuesto había un tablón sobre caballetes, con tazas de café, un juego de ajedrez, una rosquilla mordida, dos libros y un juguete de plástico que representaba un perrito con una falda de hierba.

Rachel se instaló, puso el termo de café junto al juguete y revisó los detectores de rayos cósmicos. Los datos parecían ser los mismos: ni salas ni pasajes ocultos; sólo unos pocos nichos que incluso el radar profundo había pasado por alto. Por la mañana Melio y Stefan pondrían en funcionamiento una sonda profunda, meterían un filamento de filmación y tomarían una muestra del aire antes de excavar más con un micromanipulador. Hasta el momento, los nichos no habían revelado nada interesante. La broma del campamento era que el siguiente agujero, no mayor que un puño, revelaría sarcófagos en miniatura, urnas ínfimas, una pequeña momia o —como decía Melio— un «diminuto Tutankamón».

Llevada por el hábito, Rachel comprobó los enlaces de comunicación del comlog. Nada. El efecto de cuarenta metros de piedra. Habían hablado de tender cables telefónicos desde el subsuelo hasta la superficie, pero no habían visto una necesidad urgente y ahora el tiempo se les echaba encima. Rachel ajustó los canales de ingreso del comlog para monitorizar los datos del detector y se preparó para una larga y aburrida noche.

Recordó la maravillosa historia de ese faraón de Vieja Tierra —¿era Keops?— que autorizó su enorme pirámide, convino en que construyeran la cámara fúnebre bajo el centro de la estructura y durante años pasó noches de pánico claustrofóbico, pensando en esas toneladas de piedra encima de él durante toda la eternidad. Al final ordenó que colocaran la cámara funeraria dos tercios camino arriba de la gran pirámide. Muy heterodoxo.

Rachel comprendía los temores del rey. Esperaba que —dondequiera que estuviese— ahora durmiera mejor.

Rachel se había adormilado cuando, a las dos y cuarto, el comlog gorjeó y los detectores chillaron. Se levantó de un salto. Según los sensores, la Esfinge de pronto tenía doce cámaras nuevas, algunas más grandes que la estructura total.

Rachel pulsó teclas y el aire se pobló de modelos que cambiaban ante su mirada. La estructura de los pasillos se retorcía sobre sí misma como cintas de Moebius en rotación. Los sensores externos indicaban que la estructura superior se retorcía y curvaba como poliflex en el viento… o como alas.

Rachel supuso que era algún tipo de disfunción múltiple, pero incluso mientras intentaba recalibrar, pedía datos e impresiones al comlog. Luego ocurrieron varias cosas a la vez.

Oyó ruido de pies que se arrastraban en el pasillo de arriba. Todas las pantallas se apagaron al mismo tiempo. En el laberinto de corredores sonó la alarma contra las mareas de tiempo.

Todas las luces se apagaron.

Aquello no tenía sentido. Los grupos de instrumentos tenían su propia alimentación y habrían seguido encendidos incluso bajo un ataque nuclear. La luz del subsuelo tenía una batería nueva para diez años. Las lámparas azules de los pasillos eran bioluminiscentes y no necesitaban energía.

No obstante, las luces se apagaron. Rachel sacó del bolsillo una linterna láser y la activó. Nada.

Por primera vez en su vida, Rachel Weintraub sintió el terror como una mano apretándole el corazón. No podía respirar. Durante diez segundos se quedó totalmente quieta, sin escuchar siquiera, tratando de dominar el pánico. Cuando logró respirar sin resuellos, se acercó a tientas a los instrumentos y los tecleó. No respondieron.

Alzó el comlog y tocó el panel. Nada. Era imposible, desde luego, pues el artefacto tenía la invulnerabilidad del estado sólido y gran capacidad en las células. Pero no funcionaba.

Rachel sintió que el pulso le martilleaba pero de nuevo luchó contra el pánico y avanzó a tientas hacia la única salida. La idea de orientarse en el laberinto en plena oscuridad la aterrorizaba, pero no se le ocurría otra posibilidad.

Un momento. Había luces antiguas en el laberinto de la Esfinge, pero el equipo de investigación había puesto una línea de lámparas. Una línea. Un cable los conectaba todos hasta la superficie.

Bien. Rachel avanzó hacia la salida, palpando la piedra fría. ¿Antes estaba tan fría?

Se oyó el claro sonido de algo afilado arañando el túnel de acceso.

—¿Melio? —llamó Rachel en la oscuridad—. ¿Tanya? ¿Kurt?

Los arañazos sonaban muy cerca. Rachel retrocedió y volcó un instrumento y una silla. Algo le tocó el pelo y ella jadeó, alzó la mano.

El techo estaba más bajo. El sólido bloque de piedra, de cinco metros cuadrados, descendió aún más cuando alzó la otra mano para tocarlo. La abertura del pasillo estaba en medio de la pared. Rachel avanzó hacia ella, agitando las manos como una ciega. Tropezó con una silla, encontró la mesa de instrumentos, la siguió hasta la pared lejana, tanteó el fondo del corredor que desaparecía a medida que el techo bajaba. Retrajo los dedos un segundo antes de que se los cortara.

Rachel se sentó en la oscuridad. Un osciloscopio raspó el techo hasta que la mesa se quebró y se derrumbó. Rachel movió la cabeza en arcos cortos y desesperados. Se oía un jadeo metálico —casi una respiración— a menos de un metro. Empezó a retroceder, deslizándose por el suelo ahora lleno de equipos rotos. El jadeo se volvió más intenso.

Algo aguzado y frío le cogió la muñeca.

Rachel gritó al fin.

En esa época no había transmisor ultralínea en Hyperion, y la gironave Ciudad de Farraux no tenía capacidad para comunicación ultralumínica, de modo que Sol y Sarai se enteraron del accidente de su hija cuando el consulado de la Hegemonía en Parvati llamó por ultralínea al colegio para informar que Rachel estaba herida, estable pero inconsciente, y que la transferían de Parvati a Vector Renacimiento en una nave-antorcha médica. El viaje duraría poco más de diez días de a bordo, con una deuda temporal de cinco meses. Esos cinco meses supusieron una agonía para Sol y su esposa, y cuando la nave médica llegó al nexo de teleyección de Renacimiento, habían imaginado lo peor mil veces. Habían pasado ocho años desde que vieran a Rachel por última vez.

El Centro Médico de Da Vinci era una torre flotante sostenida por energía de transmisión directa. La vista sobre el Mar de Como era espectacular, pero Sol y Sarai no tuvieron tiempo para disfrutarla mientras iban de un nivel al otro buscando a su hija. La doctora Singh y Melio Arúndez se encontraron con ellos en la unidad de terapia intensiva.

Las presentaciones fueron apresuradas.

—¿Y Rachel? —preguntó Sarai.

—Dormida —informó la doctora Singh, una mujer alta y aristocrática de ojos amables—. Por lo que sabemos, Rachel no ha sufrido ninguna lesión física. Pero ha estado inconsciente diecisiete semanas estándar de su propio tiempo. Sólo en los últimos diez días las ondas cerebrales han indicado sueño profundo en vez de coma.

—No lo entiendo —dijo Sol—. ¿Hubo un accidente? ¿Una contusión?

—Algo ocurrió, pero no sabemos qué —suspiró Melio Arúndez—. Rachel estaba en uno de los artefactos, sola. Ni su comlog ni los demás instrumentos registraron nada inusitado. Pero hubo una conmoción en un fenómeno local conocido como campos antientrópicos…

—Las mareas de tiempo —atajó Sol—. Ya lo sabemos. ¿Qué más?

Arúndez asintió y abrió las manos como si modelara el aire.

—Hubo una… conmoción… algo más parecido a un tsunami que a una marea común…, una ola gigante… La Esfinge…, el artefacto donde estaba Rachel…, quedó inundado totalmente. Es decir, no hubo lesiones físicas pero Rachel estaba inconsciente cuando la hallamos… —se volvió hacia la doctora en busca de ayuda.

—Su hija ha estado en coma —explicó la doctora Singh—. No era posible ponerla en fuga criogénica en esa condición…

—¿Efectuó el salto cuántico sin fuga? —preguntó Sol. Había leído acerca de los daños psicológicos sufridos por los viajeros que habían experimentado el efecto Hawking directamente.

—No, no —lo tranquilizó Singh—. Estaba inconsciente de tal manera, que quedaba tan protegida como en el estado de fuga.

—¿Está herida? —preguntó Sarai.

—No lo sabemos —reconoció Singh—. Todos los signos vitales han vuelto casi a la normalidad. La actividad de las ondas cerebrales se aproxima a un estado consciente. El problema es que su cuerpo parece haber absorbido… es decir, el campo antientrópico parece haberla contaminado.

Sol se frotó la frente.

—¿Cómo una radiación?

La doctora Singh titubeó.

—No exactamente. Este caso no tiene antecedentes. Los especialistas en enfermedades de envejecimiento llegarán esta tarde de Centro Tau Ceti, Lusus y Metaxas.

Sol miró fijamente a la mujer.

—Doctora, ¿me está diciendo que Rachel contrajo en Hyperion una enfermedad que la envejece? —Hizo una pausa para recordar—. ¿Algo como el síndrome de Matusalén o el mal de Alzheimer?

—No —declaró Singh—. La enfermedad de su hija no tiene nombre. Los médicos de aquí la llaman mal de Merlín. Es decir, su hija envejece al ritmo normal… pero, por lo que vemos, envejece en sentido inverso.

Sarai se apartó del grupo mirando a la doctora como si estuviera loca.

—Quiero ver a mi hija —dijo en voz baja pero firme—. Quiero verla ahora.

Rachel despertó menos de cuarenta horas después de la llegada de Sol y Sarai. Minutos después estaba sentada en la cama, hablando mientras los médicos y técnicos realizaban sus tareas.

—¡Mamá! ¡Papá! ¿Qué hacéis aquí? —Sin dar tiempo a una respuesta, miró en torno y parpadeó—. Un momento, ¿dónde es aquí? ¿Estamos en Keats?

La madre le cogió la mano.

—Estamos en un hospital de Da Vinci, querida. En Vector Renacimiento.

Rachel abrió los ojos casi cómicamente.

—Renacimiento. ¿Estamos en la Red? —Miró alrededor desconcertada.

—Rachel, ¿qué es lo último que recuerdas? —preguntó la doctora Singh.

La joven la miró sin entender.

—Lo último que… Dormirme junto a Melio después de… —Miró a los padres y se tocó las mejillas con las yemas de los dedos—. ¿Melio? ¿Los demás? ¿Están…?

—Todos los miembros de la expedición están bien —la tranquilizó la doctora Singh—. Tú sufriste un ligero accidente. Han transcurrido diecisiete semanas. Estás de vuelta en la Red. A salvo. Todos tus compañeros están bien.

—Diecisiete semanas… —Rachel palideció.

Sol le cogió la mano.

—¿Cómo te encuentras, hija? —Ella le apretó la mano, pero sin fuerzas.

—No lo sé, papá —atinó a decir—. Cansada. Mareada. Confundida.

Sarai se sentó en la cama y la abrazó.

—Está bien, hija. Todo irá bien.

Melio entró en la habitación sin afeitar, el pelo desaliñado, pues había dormido en el pasillo.

—¿Rachel?

Rachel lo miró, abrazada a la madre.

—Hola —murmuró tímidamente—. He vuelto.

Sol sostenía que la medicina no había cambiado gran cosa desde los tiempos de las sangrías y las cataplasmas; ahora los médicos hacían girar a la gente en centrifugadoras, realineaban el campo magnético del cuerpo, bombardeaban a la víctima con ondas sónicas, investigaban el ARN de las células… y luego admitían su ignorancia sin manifestarlo directamente. Lo único que había cambiado realmente era que las facturas eran más caras.

Estaba durmiendo en una silla cuando la voz de Rachel lo despertó.

—¿Papá?

Sol se irguió, le cogió la mano.

—Aquí estoy, hija.

—¿Dónde estoy, papá? ¿Qué sucedió?

—Estás en un hospital de Renacimiento. Hubo un accidente en Hyperion. Ahora estás bien, excepto que te ha afectado un poco la memoria.

Rachel le aferró la mano.

—¿Un hospital? ¿En la Red? ¿Cómo llegué? ¿Cuánto tiempo he estado aquí?

—Cinco semanas —susurró Sol—. ¿Qué es lo último que recuerdas, Rachel?

Ella se recostó en la almohada y se tocó la frente, palpándose los pequeños sensores.

—Melio y yo habíamos estado en la reunión. Hablamos con el equipo acerca de la instalación del equipo de búsqueda en la Esfinge. Oh, papá…, no te expliqué quién es Melio… Él es…

—Sí —la interrumpió Sol y dio a Rachel su comlog—. Ten, hija. Escucha esto.

Se marchó de la habitación. Rachel tocó el panel y parpadeó al oír su propia voz.

«Bien, Rachel, acabas de despertar. Estás confundida. No sabes cómo has llegado aquí. Algo te ocurrió. Escucha.

»Estoy grabando esto el día doce del mes diez, año 457 de la Hégira, 2739 de la era cristiana según el calendario antiguo. Sí, sé que es medio año estándar desde lo último que recuerdas. Escucha.

»Algo sucedió en la Esfinge. Quedaste atrapada en la marea de tiempo. Te cambió. Estás envejeciendo hacia atrás, aunque esto suene ridículo. Tu cuerpo es más joven cada minuto, aunque por ahora eso no importa. Cuando duermes… cuando dormimos… olvidas. Pierdes otro día de tus recuerdos anteriores al accidente, y olvidas todo a partir de entonces. No me preguntes por qué. Los médicos lo ignoran. Si quieres una analogía, piensa en uno de esos virus que antaño afectaban a los ordenadores. El virus devora los datos de tu comlog… hacia atrás a partir de la última anotación.

»No saben por qué la pérdida de memoria se produce cuando duermes. Trataron de mantenerte despierta, pero al cabo de treinta horas te vuelves catatónica durante un rato y el virus actúa igualmente. Qué diablos.

»¿Sabes una cosa? Hablar sobre mí en tercera persona es terapéutico. Espero aquí a que me lleven arriba para hacerme análisis y sé que me dormiré cuando regrese, sé que lo olvidaré todo y me da escalofríos.

»Bien, sintoniza la placa a corto plazo y tendrás un discurso preparado que te pondrá al corriente de todo lo ocurrido desde el accidente. Mamá y papá están aquí y conocen a Melio. Pero yo no sé tanto como sabía. ¿Cuándo hice el amor por primera vez con él? ¿El segundo mes en Hyperion? Entonces nos quedan sólo unas semanas, Rachel, y luego seremos sólo conocidos. Disfruta de los recuerdos mientras puedas.

»Ésta es la Rachel de ayer. Corto y fuera».

Sol entró y encontró a la hija sentada en la cama, aferrada al comlog, la cara pálida y aterrada.

—Papá…

Se sentó junto a ella y la dejó llorar. Era la vigésima noche consecutiva.

Ocho semanas después de que Rachel llegara a Renacimiento, Sol y Sarai se despidieron de ella y Melio en el multipuerto de teleyección de Da Vinci y viajaron al Mundo de Barnard.

—Creo que no tendría que haber salido del hospital —murmuró Sarai mientras tomaban el trasbordador nocturno a Crawford. El continente era una cuadrícula de parcelas cultivadas allá abajo.

—Mamá —dijo Sol mientras le acariciaba la rodilla—, los médicos la habrían retenido allí para siempre, pero por pura curiosidad. Han hecho cuanto estaba en sus manos para ayudarla: nada. Tiene que vivir su vida.

—¿Pero por qué irse con él? Apenas lo conoce.

Sol suspiró y se apoyó en los almohadones del asiento.

—Dentro de dos semanas ni lo recordará. No como ahora, al menos. Míralo desde la posición de ella, mamá. Luchar cada día para reorientarse en un mundo dislocado. Tiene veinticinco años y está enamorada. Déjala ser feliz.

Sarai volvió la cara hacia la ventanilla.

Miraron en silencio el sol rojo que colgaba como un globo cautivo en el linde de la noche.

A mediados del segundo semestre, Rachel llamó. Era un mensaje unidireccional vía cable teleyector desde Freeholm y la imagen colgó en el centro del holofoso como un fantasma familiar.

—Hola, mamá. Hola, papá. Perdonad por no haber escrito ni llamado en las últimas semanas. Supongo que ya sabéis que he dejado la universidad. También he dejado a Melio. Fue una estupidez tratar de emprender nuevos estudios. El martes olvidaba lo que decían el lunes. Incluso con discos y el comlog era una batalla perdida.

»Quizá vuelva a matricularme en el programa de subgraduados… ¡Lo recuerdo todo! Es una broma, desde luego.

»Lo de Melio también fue difícil. Eso me dicen mis notas. No fue culpa suya, estoy segura. Se mostró bondadoso, paciente y cariñoso hasta el final. Es sólo que…, bien, no se puede iniciar una relación desde cero todos los días. Nuestro apartamento estaba lleno de fotos nuestras, notas que me escribí a mí misma acerca de nosotros, holos nuestros en Hyperion, pero… Por la mañana él era un completo extraño. Por la tarde yo empezaba a creer en lo nuestro, aunque no pudiera recordarlo. Por la noche lloraba en sus brazos… luego, tarde o temprano, me dormía. Es mejor así.

La imagen de Rachel hizo una pausa, se volvió como si fuera a interrumpir el contacto y luego se estabilizó y sonrió.

—Lo cierto es que he dejado la universidad. El centro médico de Freeholm me quiere allí, pero tendrán que hacer cola… Tengo una oferta del Instituto de Investigaciones Tau Ceti que es difícil de rechazar. Ofrecen algo que llaman «honorarios de investigación»… Es más de lo que pagamos por cuatro años en Nightenhelser y Reichs.

»La he rechazado. Voy como paciente externa, pero los trasplantes de ARN me dejan con magulladuras y depresión. Claro, tal vez esté deprimida porque por la mañana no recuerdo de dónde vienen las magulladuras, ja, ja.

»De un modo u otro, me quedaré un tiempo con Tanya y quizá regrese a casa. El mes segundo cumplo años… de nuevo tendré veintidós. Extraño, ¿eh?

»De todos modos, resulta más cómodo estar con gente que conozco, y conocí a Tanya después de mi traslado aquí a los veintidós años… Supongo que lo comprenderéis.

»¿Está mi habitación todavía allí, mamá, o la transformaste en sala de mah-jongg como siempre amenazabas? Escribe o llámame. La próxima vez ahorraré dinero para una llamada bidireccional, para que podamos hablar de verdad. Yo sólo… pensaba…

Rachel agitó la mano.

—Tengo que irme. Hasta luego, cocodrilos. Os quiero a los dos.

Sol voló a Bussard la semana antes del cumpleaños de Rachel para recogerla en el único términex de teleyección pública de Barnard. Él la vio primero, de pie con el equipaje junto al reloj floral. Parecía joven, pero no mucho más joven que cuando se habían despedido en Vector Renacimiento. No, parecía menos segura. Movió la cabeza para alejar esos pensamientos, la llamó y corrió a abrazarla.

Ella se mostraba tan alarmada cuando se separaron que Sol no pudo pasarlo por alto.

—¿Qué ocurre? ¿Qué hay de malo?

Fue una de las pocas veces en que su hija no encontró las palabras.

—Yo… tú… lo olvidé —tartamudeó. Meneó la cabeza llorando y riendo al mismo tiempo—. Tienes un aspecto un poco diferente, papá. Recuerdo haberme ido de aquí como si fuera ayer. Literalmente. Cuando te vi… el pelo… —Rachel se tapó la boca.

Sol se acarició la calva.

—Ah sí —dijo él también, riendo y llorando—. Con tu escuela y tus viajes, han pasado más de once años. Estoy viejo y calvo —abrió de nuevo los brazos—. Bienvenida, pequeña.

Rachel entró en el círculo protector de su abrazo.

Durante varios meses, las cosas anduvieron bien. Rachel se sentía más segura en un entorno familiar y para Sarai la desgarradora situación fue compensada temporalmente por el placer de tener a su hija en casa. Rachel se levantaba temprano y miraba su «programa de orientación», que contenía imágenes de Sol y Sarai doce años mayores de lo que ella recordaba. Sol trató de imaginar cómo sería para Rachel: despertar en su cama, la memoria fresca, veintidós años, de vacaciones antes de ir a estudiar a otra parte, sólo para encontrar a sus padres repentinamente envejecidos, cien pequeños cambios en la casa y la ciudad, otras noticias, años de historia perdidos.

Sol no podía imaginarlo.

El primer error fue acceder al deseo de Rachel e invitar viejos amigos a su fiesta de cumpleaños: eran los mismos que habían celebrado los primeros veintidós: el incontenible Niki, Don Stewart y su amigo Howard, Kathi Obed y Marta Tyn, su mejor amiga Linna McKyler, todos recién salidos de la universidad, desprendiéndose del capullo de la infancia para iniciar una nueva vida.

Rachel los había visto a todos desde su regreso, pero había dormido y olvidado. En esta ocasión Sol y Sarai no recordaron que ella había olvidado.

Niki tenía treinta y cuatro años estándar y dos hijos: aún era enérgico e incontenible, pero viejo según las pautas de Rachel. Don y Howard hablaban de sus inversiones, los logros deportivos de sus hijos y las próximas vacaciones. Kathi estaba confundida y conversó sólo dos veces con Rachel, como si hablase con una impostora. Marta envidiaba abiertamente la juventud de Rachel. Linna, quien se había vuelto una ferviente gnóstica Zen en los últimos años, lloró y se marchó pronto.

Cuando todos se marcharon, Rachel se quedó mirando el salón desordenado y el pastel a medio comer. No lloró. Antes de subir abrazó a la madre y le susurró al padre:

—Papá, por favor no me permitas hacer de nuevo algo así.

Luego subió para dormir.

Era primavera cuando Sol volvió a tener el sueño. Estaba perdido en un sitio grande y oscuro, iluminado sólo por dos esferas rojas. No le resultó absurdo que esa voz inexpresiva dijera:

—Sol. Toma a Rachel, tu única hija y bien amada, y ve al mundo llamado Hyperion para ofrendarla como víctima ardiente en uno de los lugares que te hablaré.

—¡Ya la tienes, hijo de perra! —gritó Sol a la oscuridad—. ¿Qué debo hacer yo para recuperarla? ¡Dímelo, maldito seas!

Sol Weintraub despertó sudando, con lágrimas en los ojos y angustia en el corazón. En la otra habitación su hija dormía mientras el gran virus la devoraba.

En los siguientes meses, Sol buscó obsesivamente información referente a Hyperion, las Tumbas de Tiempo y el Alcaudón. Como profesional de la investigación, se asombró de que hubiera pocos datos sólidos acerca de un tema tan interesante. Estaba la Iglesia del Alcaudón, desde luego, y aunque no había templos en Mundo de Barnard, sí los había en la Red. Pero pronto descubrió que buscar datos sólidos en la literatura del culto del Alcaudón era como tratar de estudiar la geografía de Sarnath visitando un monasterio budista. El dogma de la Iglesia del Alcaudón mencionaba el tiempo, pero sólo en el sentido de que el Alcaudón era presuntamente «el Ángel de la Represalia de Allende el Tiempo», que el tiempo verdadero había terminado para la especie humana cuando Vieja Tierra murió y que los cuatro siglos transcurridos desde entonces eran «tiempo falso». Sol encontró en esos tratados la habitual combinación de ambigüedades y prédicas comunes a la mayoría de las religiones. Aun así, planeaba visitar un templo de la Iglesia del Alcaudón en cuanto hubiera efectuado investigaciones más profundas.

Melio Arúndez organizó otra expedición a Hyperion, también patrocinada por la Universidad Reichs, esta vez con el propósito declarado de aislar y comprender el fenómeno de las mareas que habían infligido el mal de Merlín a Rachel. Un acontecimiento importante era la decisión del Protectorado de la Hegemonía de enviar en esa expedición un teleyector para instalarlo en el consulado de la Hegemonía en Keats. Sin embargo, la expedición tardaría más de tres años de tiempo de la Red en llegar a Hyperion. El primer impulso de Sol fue ir con Arúndez y su equipo: en cualquier holodrama, los protagonistas habrían regresado a la escena de la acción. Pero Sol pronto dominó ese impulso. Era historiador y filósofo; su contribución al éxito de la expedición, en el mejor de los casos, sería mínima. Rachel aún conservaba el interés y la aptitud de una futura arqueóloga, pero estas características menguaban día a día y Sol no veía ningún beneficio en que regresara al escenario del accidente. Cada día sufriría el trauma de despertar en un mundo extraño, en una misión que requería aptitudes de las que ella carecía cada vez más. Sarai no consentiría semejante cosa.

Sol dejó el libro en que estaba trabajando —un análisis de las teorías éticas de Kierkegaard en cuanto moralidad conciliatoria aplicado a la maquinaria legal de la Hegemonía— y se dedicó a juntar antiguos datos acerca del tiempo, Hyperion y la historia de Abraham.

Los meses dedicados a las tareas habituales y la compilación de datos apenas satisficieron su necesidad de acción. En ocasiones descargaba su frustración en los especialistas médicos y científicos que iban a examinar a Rachel como peregrinos ante un altar sagrado.

—¡Cómo demonios puede ocurrir esto! —le gritó a un experto que cometió el error de tratarlo con paternalismo. El doctor tenía una cabeza tan calva que parecía una bola de billar con la cara hecha de líneas pintadas—. ¡Se está volviendo más pequeña! No se ve, pero la masa ósea disminuye. ¿Cómo es posible que vuelva a la infancia de nuevo? ¿Cómo diablos concuerda eso con la ley de conservación de la masa?

El intimidado experto abrió la boca, pero estaba demasiado agitado para hablar. Un colega barbudo respondió por él.

—Señor Weintraub, tiene que entender que su hija actualmente habita en… eh… piense en ello como una región localizada de entropía invertida.

Sol se volvió hacia el otro hombre.

—¿Me está diciendo que está atascada en una burbuja de retroceso?

—Eh… no —replicó el colega, mientras se masajeaba nerviosamente la barbilla—. Sería más acertado decir que… al menos biológicamente… el mecanismo vital y metabólico ha sido invertido… eh…

—Tonterías —masculló Sol—. Ella no excreta para nutrirse ni regurgita la comida. ¿Qué me dice de la actividad neurológica? Si usted invierte los impulsos electroquímicos, queda un disparate. El cerebro funciona, caballeros… Lo que se está borrando es la memoria. ¿Por qué, caballeros? ¿Por qué?

El experto al fin logró hablar.

—Lo ignoramos, Weintraub. Matemáticamente, el cuerpo de su hija semeja una ecuación de tiempo invertida… o tal vez un objeto que ha pasado por un agujero negro que rota deprisa. No sabemos cómo ha sucedido ni por qué lo físicamente imposible está ocurriendo en este caso, señor Weintraub. No sabemos lo suficiente.

Sol estrechó la mano de ambos hombres.

—Es cuanto quería saber, caballeros. Feliz viaje de regreso.

Al cumplir veintiún años, Rachel fue al cuarto de Sol una hora después que todos se hubieran acostado.

—¿Papá?

—¿Qué pasa, pequeña? —Sol se puso la bata y salió al pasillo—. ¿No puedes dormir?

—Hace dos días que no duermo —susurró ella—. Me he quedado despierta para examinar todo el material de instrucción que dejé en el archivo «¿Quieres saber?».

Sol asintió.

—Papá, ¿vendrás abajo a tomar una copa conmigo? Quiero hablar de algunas cosas.

Sol cogió las gafas y se reunió con ella abajo.

Resultó ser la primera y única vez que Sol se emborrachó con su hija. No fue una borrachera escandalosa. Hablaron, contaron chistes, hicieron juegos de palabras, se desternillaron de risa. Rachel empezó a contar un cuento, bebió en la parte más graciosa y de tanto reír escupió whisky por la nariz. Todo les parecía gracioso.

—Traeré otra botella —propuso Sol cuando dejó de lloriquear—. El decano Moore me dio una botella de escocés la Navidad pasada… creo.

Cuando él regresó, caminando con cuidado, Rachel se había erguido en el diván y se peinaba el cabello con los dedos. Sol le sirvió una pequeña medida y ambos bebieron un rato en silencio.

—¿Papá?

—Dime.

—Lo he revisado. Me he visto a mí misma, me he escuchado a mí misma, he visto los holos de Linna y los demás, todos maduros…

—¿Maduros? Linna cumplirá treinta y cinco el mes que viene…

—Bien, mayores, ya me entiendes. De todos modos, he leído los informes médicos, he visto las fotos de Hyperion… ¿y sabes una cosa?

—¿Qué?

—No creo nada de esto, papá.

Sol dejó la bebida y miró a su hija. Ella tenía la cara más redonda que antes, menos enérgica y aún más hermosa.

—Es decir, lo creo —rectificó con una risa de temor—. No es como si tú y mamá hubierais inventado una broma cruel. Además está tu… tu edad… y las noticias y todo lo demás. Sé que es real, pero no lo creo. ¿Me entiendes, papá?

—Sí.

—Esta mañana me levanté y pensé: Sensacional, mañana el examen de paleontología y no he estudiado. Ansiaba dar un par de lecciones a Roger Sherman… Se cree tan listo.

Sol bebió un sorbo.

—Roger murió hace tres años en un accidente aéreo al sur de Bussard —explicó. No habría hablado de no estar bebido, pero tenía que averiguar si había una Rachel oculta dentro de Rachel.

—Lo sé —suspiró Rachel y apoyó el mentón en las rodillas—. He buscado datos acerca de todos mis conocidos. La abuela ha muerto. El profesor Eikhardt ya no enseña. Niki se casó con un… vendedor. Pasan muchas cosas en cuatro años.

—Más de once años —precisó Sol—. El viaje de ida y vuelta a Hyperion te rezagó seis años respecto a los que nos quedamos.

—Pero eso es normal —exclamó Rachel—. La gente viaja constantemente fuera de la Red. Se las arreglan.

Sol asintió.

—Pero esto es distinto, pequeña.

Rachel atinó a sonreír y terminó el whisky.

—Vaya si lo es —dejó el vaso con un ruido brusco y contundente—. Mira, he tomado una decisión. He pasado dos días y medio revisando todo el material que ella… yo… preparé para enterarme de lo que ocurrió, de lo que sucede… y no sirve de nada.

Sol contuvo la respiración.

—Es decir —prosiguió Rachel—, sé que estoy rejuveneciendo cada día, perdiendo el recuerdo de gente que aún no he conocido… ¿Qué vendrá después? ¿Empezaré a rejuvenecer y empequeñecerme y perder aptitudes hasta desaparecer? Cielos, papá. —Rachel se abrazó las rodillas—. Tiene parte de gracia, ¿verdad?

—No —replicó Sol en voz baja.

—No, sin duda no es gracioso —admitió Rachel. Tenía húmedos los ojos grandes y oscuros—. Debe de ser la peor pesadilla para ti y para mamá. Cada día tenéis que verme bajar la escalera, confusa, despertando con los recuerdos de ayer pero oyendo que mi propia voz me dice que ayer sucedió hace años. Que estuve enamorada de un sujeto llamado Amelio…

—Melio —susurró Sol.

—Lo que sea. No sirve de nada, papá. Cuando empiezo a absorberlo, estoy tan agotada que tengo que dormir. Entonces… bien, tú sabes qué pasa entonces.

—¿Qué…? —dijo Sol, y tuvo que aclararse la garganta—. ¿Qué quieres que hagamos, pequeña?

Rachel lo miró a los ojos y sonrió. Era la misma sonrisa que le había obsequiado desde su quinta semana de vida.

—No me lo cuentes, papá —decidió con firmeza—. No me cuentes nada. Sólo me causa dolor. Es decir, yo no he vivido todo eso… —Hizo una pausa y se tocó la frente—. Sabes a qué me refiero, papá. La Rachel que viajó a otro planeta y se enamoró y fue herida… ¡era otra Rachel! Yo no tengo por qué sufrir su dolor —ahora estaba llorando—. ¿Entiendes?

—Sí —dijo Sol, abrazándola—. Entiendo.

El año siguiente llegaron frecuentes mensajes ultralínea de Hyperion, pero eran todos negativos. No se había descubierto la índole ni la fuente de los campos antientrópicos. No se había medido ninguna actividad inusitada en las mareas de tiempo que rodeaban la Esfinge. Los experimentos con animales de laboratorio en las regiones de mareas habían provocado la muerte repentina de algunos animales, pero no se había reproducido el mal de Merlín. Melio terminaba cada mensaje con un «Mi amor para Rachel».

Sol y Sarai usaron dinero prestado por la Universidad Reichs para recibir tratamientos Poulsen limitados en Bussard. Ya eran demasiado viejos para el proceso de extender sus vidas otro siglo, pero cobraron la apariencia de una pareja de cincuenta años y no de setenta. Estudiaron viejas fotos familiares y descubrieron que no resultaba demasiado difícil vestir como una década y media antes.

Rachel, con dieciséis años, bajó la escalera con el comlog sintonizado en la emisora de la universidad.

—¿Puedo comer arroz tostado?

—¿No lo haces todas las mañanas? —sonrió Sarai.

—Sí. Pero pensé que se había terminado. He oído el teléfono. ¿Era Niki?

—No —respondió Sol.

—Condenada —maldijo Rachel y los miró a ambos—. Lo siento. Pero ella prometió que llamaría en cuanto llegaran las notas. Tres semanas desde las clases. Ya debería tener noticias.

—No te preocupes —la tranquilizó Sarai. Llevó la cafetera a la mesa; le iba a servir café a Rachel pero se lo sirvió para ella—. No te preocupes, querida. Prometo que tus calificaciones serán tan buenas que podrás elegir cualquier universidad.

—Mamá —suspiró Rachel—. No lo sabes. Es un mundo cruel —frunció el ceño—. ¿Has visto mi ansible de matemáticas? Mi habitación era un desquicio. No encontraba nada.

Sol carraspeó.

—Hoy no irás a clase, pequeña.

Rachel lo miró sorprendida.

—¿No? ¿Un martes? ¿A seis semanas de la graduación? ¿Qué pasa?

—Has estado enferma —explicó con firmeza—. Puedes quedarte un día en casa. Sólo hoy.

Rachel frunció el ceño.

—¿Enferma? No me siento enferma. Sólo un poco rara. Como si las cosas no estuvieran… en su sitio. ¿Por qué habéis cambiado el sofá de sitio? ¿Y dónde está Chips? Lo llamé pero no vino.

Sol le tocó la mano.

—Has estado enferma —repitió—. El médico dijo que podías despertar con algunas lagunas. Hablemos mientras caminamos hacia el campus. ¿Quieres?

A Rachel se le iluminó la cara.

—¿Faltar a clase e ir a la universidad? Claro —fingió un aire de consternación—. Mientras no tropecemos con Roger Sherman. Está estudiando cálculo allí, y es insufrible.

—No veremos a Roger —aseguró Sol—. ¿Estás preparada?

—Casi. —Rachel abrazó afectuosamente a su madre—. Hasta luego, cocodrilo.

—Nos vemos, caimán —se despidió Sarai.

—Bien —sonrió Rachel, sacudiendo la larga cabellera—. Estoy lista.

Los constantes viajes a Bussard habían exigido la compra de un VEM, y un día fresco de otoño Sol cogió la ruta más lenta, por debajo de los carriles de tráfico, para disfrutar del espectáculo y el olor de los campos cosechados. Hombres y mujeres que trabajaban allí lo saludaron con la mano.

Bussard había crecido mucho desde la infancia de Sol, pero la sinagoga todavía estaba en el linde de uno de los vecindarios más antiguos de la ciudad. El templo era viejo, Sol se sentía viejo, incluso el yarmulke que se puso al entrar parecía antiguo, gastado por décadas de uso; pero el rabino era joven. Sol comprendió que el hombre tenía por lo menos cuarenta años —el pelo raleaba en ambos lados de la gorra oscura— pero a ojos de Sol era apenas un muchacho. Se alivió cuando el hombre sugirió que terminaran la conversación en el parque de enfrente.

Se sentaron en un banco. Sol se sorprendió de llevar todavía el yarmulke y pasaba la tela de una mano a otra. El día olía a hojas quemadas y a la lluvia de la noche anterior.

—No lo entiendo, Weintraub —dijo el rabino—. ¿Le inquieta el sueño… o el hecho de que su hija cayera enferma cuando usted empezó a tenerlo?

Sol levantó la cabeza para sentir el sol en la cara.

—Ninguna de ambas cosas. Pero no puedo evitar la sensación de que los dos sucesos están relacionados.

El rabino se acarició el labio inferior.

—¿Qué edad tiene su hija?

—Trece años —respondió Sol al cabo de una pausa.

—¿La enfermedad es grave? ¿Mortal?

—Mortal no. No todavía.

El rabino se cruzó los brazos sobre el enorme vientre.

—No creerá, Sol… ¿Puedo llamarlo Sol?

—Desde luego.

—Sol, no creerá que al tener este sueño de algún modo ha provocado la enfermedad de su pequeña, ¿verdad?

—No —respondió Sol después de reflexionar un instante y preguntarse si decía la verdad—. No, rabino, no lo creo…

—Llámeme Mort, Sol.

—De acuerdo Mort. No he venido aquí porque crea que el sueño es la causa de la enfermedad de Rachel. Pero creo que mi subconsciente intenta decirme algo.

Mort meció el cuerpo.

—Tal vez un neuroespecialista o un psicólogo podrían ayudarlo, Sol. No creo que yo…

—Me interesa la historia de Abraham —interrumpió Sol—. Es decir, he tenido experiencia con diversos sistemas éticos, pero me cuesta entender uno que comenzó con la orden de que un padre matara al hijo.

—¡No, no, no! —exclamó el rabino, agitando dedos extrañamente infantiles—. Cuando llegó el momento, Dios detuvo la mano de Abraham. No habría permitido un sacrificio humano en Su nombre. Lo que contaba era la obediencia a la voluntad del Señor…

—Sí. Obediencia. Pero dice: «Luego Abraham tendió la mano y cogió el cuchillo para matar al hijo». Dios tuvo que escudriñar el alma de Abraham para ver que él estaba dispuesto a matar a Isaac. Una mera muestra de obediencia sin compromiso interior no habría apaciguado al Dios del Génesis. ¿Qué habría ocurrido si Abraham hubiera amado a su hijo más que a Dios?

Mort tamborileó con los dedos en las rodillas y luego aferró el brazo de Sol.

—Sol, me parece que la enfermedad de su hija lo ha alterado. No la confunda con un documento escrito hace ocho mil años. Hábleme más de la pequeña. Los niños ya no mueren por enfermedades. No en la Red.

Sol se levantó, sonrió y retrocedió para soltarse el brazo.

—Me gustaría hablar más, Mort, pero debo regresar. Esta noche tengo una clase.

—¿Vendrá al templo este sabbath? —preguntó el rabino, quien extendió los dedos regordetes para un último contacto humano.

Sol entregó el yarmulke al rabino.

—Tal vez uno de estos días, Mort. Uno de estos días.

Un día de ese mismo otoño, Sol miró por la ventana del estudio y descubrió la oscura figura de un hombre de pie bajo el olmo desnudo que había ante la casa. Los periodistas, pensó Sol con alarma. Durante una década había temido el día en que el secreto se difundiera, consciente de que significaría el fin de su sencilla vida en Crawford.

Salió al frío de la noche.

—¡Melio! —exclamó cuando distinguió la cara del hombre alto.

El arqueólogo tenía las manos en los bolsillos de la larga chaqueta azul. A pesar de los diez años estándar transcurridos desde el último contacto, Arúndez había cambiado poco. Sol calculaba que aún no había cumplido los treinta. Pero la bronceada cara del joven mostraba arrugas de preocupación.

—Sol —saludó al tiempo que extendía la mano con timidez.

Sol le estrechó la mano cálidamente.

—No sabía que habías regresado. Entra en la casa.

—No. —El arqueólogo retrocedió un paso—. He estado aquí durante una hora, Sol. No tenía valor para acercarme a la puerta.

Sol iba a hablar pero se limitó a asentir. Hundió las manos en los bolsillos para protegerse del frío. Las primeras estrellas despuntaban sobre los gabletes oscuros de la casa.

—Rachel no está ahora —informó al fin—. Ha ido a la biblioteca. Ella cree que debe entregar una monografía de historia.

Melio respiró hondo y asintió.

—Sol —dijo con voz áspera—, tú y Sarai debéis entender que hemos hecho todo lo posible. El equipo ha estado casi tres años estándar en Hyperion. Nos habríamos quedado si la universidad no hubiera cortado los fondos. No había nada…

—Lo sabemos —lo tranquilizó Sol—. Te agradezco los mensajes ultralínea.

—He pasado meses a solas en la Esfinge —continuó Melio—. Según los instrumentos, era sólo una pila de piedras inerte, pero a veces me parecía sentir… algo. —Sacudió la cabeza de nuevo—. Le he fallado, Sol.

—No —rebatió Sol y le aferró el hombro—. Pero tengo una pregunta. Hemos estado en contacto con nuestros senadores, incluso hablamos con los directores del Consejo de Ciencias… Pero nadie puede explicarme por qué la Hegemonía no ha dedicado más tiempo y dinero a investigar los fenómenos de Hyperion. A mi entender, hace tiempo que debimos incluir ese mundo en la Red, al menos por su potencial científico. ¿Cómo pueden ignorar un enigma como las Tumbas?

—Sé a qué te refieres, Sol. Incluso nuestro recorte de fondos resulta sospechoso. Es como si Hegemonía siguiera la política de mantener Hyperion a cierta distancia.

—¿Crees…? —empezó Sol, pero en ese momento Rachel se les acercó en el crepúsculo otoñal. Hundía las manos en la chaqueta roja, llevaba el cabello cortado al estilo universal de los jóvenes y el frío le enrojecía las redondas mejillas. Rachel estaba en el límite entre la niñez y la adolescencia: llevaba tejanos, zapatillas y una chaqueta acolchada; podría haber pasado por un chico.

Les sonrió.

—Hola, papá. —Acercándose bajo la luz opaca, saludó tímidamente a Melio—. Lo siento, no quise interrumpir la conversación.

Sol cobró aliento.

—Está bien; pequeña Rachel, te presento al doctor Arúndez, de la Universidad Reichs de Freeholm. Doctor Arúndez, mi hija Rachel.

—Encantada de conocerlo —dijo Rachel, sonriendo de placer—. ¡Vaya, Reichs! He leído los catálogos. Me encantaría ir allí algún día.

Melio asintió. Sol le notó la rigidez en los hombros y el torso.

—¿Qué te gustaría estudiar allí? —preguntó Melio. Sol temió que Rachel advirtiera el dolor de esa voz, pero ella sólo se encogió de hombros y rió.

—Vaya, todo. El señor Eikhardt, profesor de paleontología y arqueología en el curso avanzado que sigo en el Centro Educativo, dice que tienen un magnífico departamento de artefactos clásicos y antiguos.

—Así es —balbuceó Melio.

Rachel miró tímidamente a los dos hombres, captando la tensión pero sin saber el origen.

—Bien, estoy interrumpiendo la conversación. Tengo que entrar y acostarme. He tenido este extraño virus… una especie de meningitis, dice mamá, sólo que me pone un poco rara. De todos modos, fue un placer conocerlo, doctor Arúndez. Espero verle en Reichs algún día.

—Yo también —respondió Melio y la miró con tal intensidad que Sol tuvo la sensación de que intentaba memorizar cada detalle de aquel instante.

—Bien… —dijo Rachel, y retrocedió. La suela de goma de las zapatillas rechinó contra la acera—. Buenas noches. Te veré mañana, papá.

—Buenas noches, Rachel.

Ella se detuvo en la puerta. La luz de gas del parque la hacía parecer menor de trece años.

—Hasta luego, cocodrilos.

—Nos vemos, caimán —replicó Sol y oyó que Melio susurraba lo mismo al unísono.

Guardaron silencio mientras la noche caía sobre la pequeña ciudad. Pasó un chico en bicicleta, haciendo crujir las hojas. Los radios de las ruedas brillaban bajo los charcos de luz que arrojaban los viejos faroles de la calle.

—Entra en la casa —invitó Sol—. Sarai se alegrará de verte. Rachel estará dormida.

—Ahora no —rechazó Melio. Era una sombra con las manos en los bolsillos—. Necesito… Ha sido un error, Sol. Telefonearé cuando llegue a Freeholm —anunció mientras se iba—. Organizaremos otra expedición.

Sol asintió. Tres años en tránsito, pensó. Si partieran esa noche ella no tendría ni diez años cuando llegaran.

—Bien —murmuró.

Melio se despidió con un gesto y echó a andar aplastando hojas.

Sol nunca volvió a verlo personalmente.

La mayor Iglesia del Alcaudón en la Red estaba en Lusus y Sol viajó allí por teleyector pocas semanas antes de que Rachel cumpliera diez años. El edificio no era mucho mayor que una catedral de Vieja Tierra, pero parecía gigantesco por el efecto de los contrafuertes que semejaban volar como si buscaran algo, los retorcidos pisos superiores y las paredes de cristal coloreado. Sol estaba abatido y la aplastante gravedad lusiana no contribuía a animarlo. A pesar de su cita con el obispo, Sol tuvo que esperar más de cinco horas para entrar en el recinto interior. Pasó la mayor parte del tiempo observando una escultura de acero y policromo de veinte metros que rotaba lentamente. Tal vez representaba al legendario Alcaudón, o tal vez era un homenaje abstracto a todas las armas blancas jamás inventadas. Lo que más interesó a Sol fueron las dos esferas rojas que flotaban dentro de aquel espacio de pesadilla que parecía un cráneo.

—¿Señor Weintraub?

—Excelencia —saludó Sol. Advirtió que los acólitos, exorcistas, lectores y ostiarios que lo habían acompañado durante la larga espera se postraban en las oscuras baldosas ante la entrada del sumo sacerdote. Sol se inclinó formalmente.

—Entre, por favor, Weintraub —invitó el sacerdote. Señaló la puerta del santuario del Alcaudón con un ademán.

Sol entró y se encontró en un sitio oscuro y resonante que le recordaba al ámbito de su sueño recurrente. Se sentó donde le indicaba el sacerdote. Cuando el clérigo ocupó su lugar en lo que parecía un pequeño trono detrás de un escritorio con tallas intrincadas pero muy moderno, Sol advirtió que el sumo sacerdote era nativo de Lusus, obeso y de mandíbulas gruesas, pero formidable como todos los habitantes de aquel planeta. La túnica era asombrosamente roja: un rojo brillante, arterial, que fluía más como un líquido encerrado que como seda o terciopelo, orlado de armiño color ónix. El obispo llevaba un gran anillo en cada dedo: el rojo y el negro se alternaban creando un efecto perturbador.

—Excelencia —empezó Sol—, me disculpo de antemano por cualquier falta que haya cometido, o vaya a cometer, contra el protocolo de la Iglesia. Confieso mi ignorancia sobre la Iglesia del Alcaudón, pero sí sé qué cosa me ha traído aquí. Perdone usted si inadvertidamente exhibo mi desconocimiento usando con torpeza los títulos o los términos…

El obispo agitó los dedos. Piedras rojas y negras centellearon bajo la luz tenue.

—Los títulos carecen de importancia, señor Weintraub. Llamarnos «Excelencia» es correcto para un no creyente. Debemos señalarle, sin embargo, que el nombre formal de nuestro modesto grupo es la Iglesia de la Expiación Final y que la entidad a quien el mundo tan ligeramente llama Alcaudón es para nosotros, cuando siquiera nos atrevemos a mencionarla, el Señor del Dolor o, más comúnmente, el Avatar. Por favor, continúe con la importante pregunta que usted deseaba hacernos.

Sol inclinó la cabeza.

—Excelencia, soy profesor…

—Excúsenos por interrumpir, señor Weintraub, pero usted es mucho más que un profesor. Usted es una eminencia. Estamos familiarizados con sus escritos acerca de hermenéutica moral. El razonamiento es fallido pero muy estimulante. Lo usamos habitualmente en nuestros cursos de apología doctrinal. Continúe, por favor.

Sol parpadeó. Su trabajo era casi desconocido fuera de los más cerrados círculos académicos y este reconocimiento lo desconcertó. En los cinco segundos que tardó en recobrarse, optó por creer que el obispo del Alcaudón quería saber con quién trataba y tenía un personal eficaz.

—Excelencia, mis antecedentes son irrelevantes. He pedido una entrevista porque mi hija cayó enferma como posible resultado de una investigación que efectuaba en una zona de cierta importancia para su Iglesia. Me refiero, desde luego, a las Tumbas de Tiempo del mundo de Hyperion.

El obispo asintió despacio. Sol se preguntó si tendría noticias de Rachel.

—¿Sabe usted, señor Weintraub, que el Consejo Interno de Hyperion recientemente prohibió a los investigadores el acceso a esa zona, que nosotros llamamos Arcas de la Alianza?

—Sí, excelencia. Lo he sabido. Entiendo que su Iglesia contribuyó a que se aprobara esa ley.

El obispo no reaccionó ante estas palabras. En la oscuridad impregnada de incienso sonaron unas campanillas.

—De cualquier modo, excelencia, esperaba que algún aspecto de la doctrina de su Iglesia arrojara luz sobre la enfermedad de mi hija.

El obispo inclinó la cabeza. El haz de luz que lo alumbraba le bañó la frente y sus ojos quedaron sumidos en la sombra.

—¿Desea usted recibir instrucción religiosa sobre los misterios de la Iglesia, señor Weintraub?

Sol se tocó la barba.

—No, excelencia, a menos que con ello contribuya al bienestar de mi hija.

—¿Su hija desea ser iniciada en la Iglesia de la Expiación Final?

Sol titubeó un instante.

—Excelencia, ella sólo desea estar bien. Si entrar en la Iglesia la curara o ayudara, lo tendríamos en cuenta.

El obispo se reclinó con un susurro de la túnica, que irradió un resplandor rojo.

—Habla usted de bienestar físico, Weintraub. Nuestra Iglesia es el árbitro definitivo de la salvación espiritual. ¿Comprende usted que la primera invariablemente deriva de la segunda?

—Entiendo que ésa es una antigua y respetada proposición. Mi esposa y yo estamos preocupados por el bienestar general de nuestra hija.

El obispo se apoyó la maciza cabeza en el puño.

—¿De qué índole es la enfermedad de su hija, señor Weintraub?

—Es una enfermedad relacionada con el tiempo, excelencia.

El obispo se inclinó, repentinamente tenso.

—¿En qué sitio sagrado contrajo su hija esta enfermedad, señor Weintraub?

—En el artefacto llamado la Esfinge, excelencia.

El obispo se levantó tan bruscamente que arrojó al suelo los papeles del escritorio. Incluso sin las complejas vestiduras, el hombre pesaría el doble que Sol. Con su ondulante túnica roja, bien erguido, el sacerdote del Alcaudón se alzaba sobre Sol como encarnación de la muerte carmesí.

—¡Puede usted marcharse! —bramó—. Su hija es el más bendito y el más maldito de los individuos. No hay nada que usted, la Iglesia o ningún agente en esta vida, pueda hacer por ella.

—Excelencia, si hay alguna posibilidad… —insistió Sol.

—¡No! —tronó el obispo, la cara también roja. Golpeó el escritorio. Exorcistas y lectores aparecieron en la puerta. Las túnicas negras con orlas rojas eran un eco siniestro del atuendo del obispo. Los negros ostiarios se fundieron con las sombras—. La audiencia ha concluido —anunció el obispo en voz baja pero contundente—. Su hija fue escogida por el Avatar para una expiación que todos los pecadores y no creyentes han de sufrir un día. Un día muy cercano.

—Excelencia, si puede dedicarme cinco minutos más…

El obispo chasqueó los dedos y los exorcistas se acercaron para acompañar a Sol. Los hombres eran lusianos. Uno de ellos habría alzado a cinco eruditos del tamaño de Sol.

—Excelencia… —gritó Sol mientras intentaba zafarse de las manos del primer hombre. Los otros tres exorcistas acudieron en ayuda de su compañero mientras los oscuros lectores permanecían cerca. El obispo le había dado la espalda y parecía escrutar la oscuridad.

Sonaron gruñidos, el ruido de los tacones de Sol y un resuello cuando el pie de Sol golpeó las partes menos sacerdotales del principal exorcista.

Eso no modificó el resultado del encuentro. Sol aterrizó en la calle. El último ostiario le arrojó el sombrero aplastado.

Diez días más en Lusus sólo le provocaron más fatiga gravitatoria. La burocracia del templo no respondía a sus llamadas. Los tribunales no le ofrecían respaldo. Los exorcistas esperaban en el vestíbulo.

Sol se teleyectó a Nueva Tierra y Vector Renacimiento, a Fuji y TC2, a Deneb Drei y Deneb Vier, pero los templos del Alcaudón no lo recibían en ninguna parte.

Agotado, frustrado y sin dinero, Sol regresó a Mundo de Barnard, sacó el VEM del aparcamiento y llegó a casa una hora antes del cumpleaños de Rachel.

—¿Me has traído algo, papá? —preguntó la excitada niña. Sarai le había dicho que Sol se había ido de viaje.

Sol sacó el envoltorio. Era la serie Ana de Mansión Verde. No era lo que había deseado traerle.

—¿Puedo abrirlo?

—Más tarde, pequeña. Con las otras cosas.

—Por favor, papá. Uno solo ahora. Antes de que lleguen Niki y los demás niños.

Sol miró a Sarai y ella meneó la cabeza. Rachel, recordaba haber invitado a Nikí, Linna y sus demás amigas a la fiesta sólo unos días antes. Sarai aún no había inventado una excusa.

—De acuerdo, Rachel —accedió—. Sólo éste antes de la fiesta.

Mientras Rachel rasgaba el envoltorio, Sol vio el paquete gigantesco en el salón, envuelto con cintas rojas. La bicicleta nueva. Rachel había pedido la bicicleta nueva un año antes de cumplir los diez. Sol se preguntó si al día siguiente se asombraría de encontrar la bicicleta nueva antes del cumpleaños. O quizá se deshicieran de la bicicleta esa noche, mientras Rachel dormía.

Sol se desplomó en el diván. La cinta roja le recordaba la túnica del obispo.

Sarai se mostraba reacia a dejar el pasado atrás. Cada vez que lavaba, plegaba y guardaba ropas que a Rachel le quedaban grandes, derramaba lágrimas secretas que Sol intuía de algún modo. Sarai había atesorado cada etapa de la infancia de Rachel, disfrutando de la normalidad cotidiana de las cosas, una normalidad que aceptaba serenamente como la mejor de la vida. Siempre había creído que la esencia de la experiencia humana no se encontraba en los momentos culminantes, las bodas y días de triunfo que destacaban en la memoria como fechas marcadas en rojo en los viejos calendarios, sino en el discreto fluir de las pequeñeces; la tarde de fin de semana en que cada miembro de la familia se dedicaba a sus propias actividades, los encuentros intrascendentes, los diálogos olvidables: la suma de tales horas creaba una sinergia que era importante y eterna.

Sol encontró a Sarai en el altillo, sollozando mientras registraba cajas. No eran las tiernas lágrimas que una vez había derramado por el final de las cosas pequeñas. Sarai Weintraub estaba furiosa.

—¿Qué haces, mamá?

—Rachel necesita ropa. Todo es demasiado grande. Lo que le sienta bien a una niña de ocho no le va a una de siete. Tengo más cosas de ella por aquí.

—Olvídalo —dijo Sol—. Compraremos algo nuevo.

Sarai meneó la cabeza.

—Todos los días preguntará dónde está su ropa favorita. No, guardé algunas cosas. Están por aquí.

—Hazlo más tarde.

—¡Demonios, no hay más tarde! —gritó Sarai, que se apartó de Sol y se llevó las manos a la cara—. Lo siento.

Sol la abrazó. A pesar de los tratamientos Poulsen limitados, los brazos desnudos de Sarai estaban mucho más flacos de lo que él recordaba. Nudos y manojos bajo la piel áspera. Él la abrazó con fuerza.

—Lo siento —repitió Sarai y rompió a llorar—. No es justo.

—No —convino Sol—. No es justo.

La luz que penetraba por las polvorientas ventanas del altillo provocaba una tristeza de catedral. A Sol siempre le había gustado el olor de un altillo, la promesa caliente y rancia de un lugar tan poco usado y lleno de tesoros futuros. Hoy le disgustaba. Se agachó junto a una caja.

—Ven, querida —murmuró—, buscaremos juntos.

Rachel vivía feliz, sólo ligeramente confundida por las incongruencias a que se enfrentaba cada mañana al despertar. A medida que se volvía más pequeña resultaba más fácil explicarle los cambios que parecían producirse de golpe: la desaparición del viejo olmo del frente, el nuevo edificio de apartamentos donde estaba la casa colonial de Nesbitt, la ausencia de los amigos. Sol empezó a ver como nunca la flexibilidad de los niños. Ahora imaginaba a Rachel viviendo en la cresta de la ola del tiempo, sin percibir las turbias honduras del mar, manteniendo el equilibrio con su pequeño bagaje de recuerdos y una entrega total a las doce o quince horas de presente que se le concedían cada día.

Ni Sol ni Sarai querían que su hija estuviera aislada de otros niños, y resultaba difícil encontrar modos de establecer contacto. Rachel se alegraba de jugar con los «chicos nuevos» del vecindario —hijos de otros profesores, nietos de amigos, durante un tiempo la hija de Niki— pero los demás niños tenían que acostumbrarse a que Rachel los saludara de nuevo cada día, sin recordar nada del pasado común, y pocos tenían suficiente sensibilidad para seguir la farsa por una compañera de juegos.

La historia de la enfermedad de Rachel no era un secreto en Crawford. Se había difundido en la universidad el primer año del retorno de Rachel y la ciudad entera lo supo poco después. Crawford reaccionó como las ciudades pequeñas desde tiempo inmemorial. Algunas lenguas se movían sin cesar, algunas personas no podían disimular la piedad o el placer ante el infortunio de un semejante, pero en general la comunidad extendió sus alas protectoras sobre la familia Weintraub como una torpe ave que cubriera a su prole.

Sin embargo, les permitían vivir sus vidas, y aunque Sol tuvo que limitar sus clases y jubilarse anticipadamente para realizar viajes en busca de tratamiento médico para Rachel, nadie mencionaba la verdadera razón. Pero aquello no podía durar…, y cuando un día de primavera Sol salió al porche y vio a su hija de siete años llorando al venir del parque, rodeada y seguida por periodistas con los implantes de cámara centelleantes y los comlogs extendidos, supo que una etapa de su vida había terminado para siempre. Sol saltó del porche y corrió hacia Rachel.

—Señor Weintraub, ¿es verdad que su hija ha contraído una enfermedad terminal? ¿Qué ocurrirá dentro de siete años? ¿Desaparecerá?

—¡Weintraub! ¡Weintraub! Rachel cree que Raben Dowell es FEM del Senado y que estamos en el año 2711. ¿Ha perdido totalmento esos treinta y cuatro años o es una ilusión provocada por el mal de Merlín?

—¡Rachel! ¿Recuerdas tu vida de adulta? ¿Qué se siente al volver a la infancia?

—¡Weintraub! Sólo una imagen, por favor. ¿Por qué no trae una foto de Rachel cuando era mayor y usted y la niña posan mirándola?

—¡Señor Weintraub! ¿Es verdad que ésta es la maldición de las Tumbas de Tiempo? ¿Rachel vio al Alcaudón?

—¡Oiga, Weintraub! ¿Qué harán usted y su mujer cuando la niña se haya ido?

Un periodista cerraba el paso a Sol. El hombre se inclinó hacia delante, las lentes estéreo de los ojos se alargaron para tomar un primer plano de Rachel. Sol lo cogió del pelo —convenientemente anudado en una coleta— y le arrojó a un lado.

La manada asedió la casa durante siete semanas. Sol recordó lo que había sabido y olvidado acerca de las comunidades pequeñas: a menudo resultaban fastidiosas, siempre provincianas y en ocasiones entrometidas, pero nunca apoyaban el mórbido legado del «derecho del público a saber».

La Red sí apoyaba ese legado. En vez de permitir que su familia quedara prisionera del asedio de los periodistas, Sol pasó a la ofensiva. Concertó entrevistas en los programas de noticias más vistos, participó en discusiones de la Entidad Suma y asistió al Cónclave de Investigación Médica de la Confluencia. En diez meses estándar pidió ayuda para su hija en ochenta mundos.

Llegaron ofertas de diez mil sitios, pero la mayoría de los mensajes eran de curanderos, promotores, institutos e investigadores independientes que ofrecían servicios a cambio de publicidad, adoradores del Alcaudón y otros fanáticos religiosos, quienes declaraban que Rachel merecía ese castigo, agencias de publicidad que deseaban patrocinar productos, agentes de los medios de comunicación que deseaban «manejar» a Rachel en tales patrocinios, gente común que ofrecían condolencias y a menudo chips de crédito, científicos incrédulos, productores de holos y editores de libros que solicitaban derechos exclusivos sobre la vida de Rachel, y agentes de bienes raíces.

La Universidad Reichs pagó a un equipo para que evaluara las ofertas y ver si algo podía beneficiar a Rachel. Se descartaron la enorme mayoría de los mensajes. Se examinaron algunas propuestas médicas o de investigación. Al final, nadie parecía ofrecer ningún camino de investigación o terapia experimental que Reichs no hubiera intentado ya.

Un mensaje ultralínea llamó la atención de Sol. Era del presidente del kibbutz K'far Shalom de Hebrón y decía simplemente:

CUANDO RESULTE INSOPORTABLE, VENGA AQUÍ.

Pronto resultó insoportable. Después de los primeros meses de publicidad el sitio pareció ceder, pero era sólo el preludio del segundo acto. Los tabloides llamaban a Sol el «Judío Errante», el padre desesperado que vagaba en busca de una cura para la extraña enfermedad de la hija. Era un título irónico, pues a Sol le desagradaban los viajes. Sarai era la «madre apesadumbrada». Rachel, «la niña condenada» o, en un inspirado titular, «la virginal víctima de la Maldición de las Tumbas de Tiempo». Ninguno de ellos podía salir sin toparse con un reportero o un fotógrafo oculto detrás de un árbol. Y luego Crawford descubrió que la desgracia de los Weintraub podía dar dinero.

Al principio la ciudad resistió, pero cuando los empresarios de Bussard avanzaron con tiendas de regalos, concesiones de camisetas, excursiones y cabinas de datos para el creciente tropel de turistas, los empresarios locales primero temblaron, luego vacilaron y al fin decidieron unánimemente que, si había negocios, las ganancias debían ser para ellos.

Al cabo de cuatrocientos treinta y ocho años estándar de relativo aislamiento, el pueblo de Crawford recibió un términex teleyector. Los visitantes ya no tenían que soportar el vuelo de veinte minutos desde Bussard. Las multitudes crecieron.

El día en que se mudaron llovía a cántaros y las calles estaban desiertas. Rachel no lloraba, pero tenía los ojos desencajados y la voz quebrada.

Faltaban diez días para que cumpliera seis años.

—Pero, papá, ¿por qué nos mudamos?

—No tenemos más remedio, querida.

—¿Pero por qué?

—Es algo que tenemos que hacer pequeña. Te gustará Hebrón. Allí hay muchos parques.

—¿Pero por qué no nos dijiste nunca que nos mudaríamos?

—Te lo dijimos, cariño. Lo habrás olvidado.

—¿Y qué pasará con los abuelos, el tío Richard, la tía Tetha, el tío Saúl y todos los demás?

—Podrán visitarnos cuando quieran.

—¿Y Niki y Linna y mis amigos?

Sin responder, Sol llevó el resto del equipaje al VEM. La casa estaba vacía; la habían vendido, y también habían vendido los muebles, o los habían enviado a Hebrón. Durante una semana habían desfilado familiares, viejos amigos, colegas de la universidad e incluso integrantes del equipo médico de Reichs que habían trabajado con Rachel durante dieciocho años, pero ahora la calle estaba desierta.

La lluvia goteaba en la cabina de Perspex del viejo FEM, formando complejos remolinos. Los tres se quedaron mirando la casa desde el vehículo, cuyo interior olía a la lana mojada y pelo húmedo. Rachel abrazó el oso de felpa que Sarai había rescatado del altillo unos meses antes.

—No es justo —protestó.

—No —convino Sol—. No es justo.

Hebrón era un mundo desierto. Cuatro siglos de terraformación habían vuelto respirable la atmósfera y cultivables unos millones de hectáreas. Las criaturas que habían vivido antes allí eran pequeñas, resistentes y cautas, al igual que los seres importados de Vieja Tierra, incluido el género humano.

—Ah —resopló Sol cuando llegaron a la calurosa aldea de Dan, sobre el ardiente kibbutz de K'far Shalom—, qué masoquistas somos los judíos. Veinte mil mundos investigados aptos para nuestra especie cuando empezó la Hégira, y esos tontos vinieron aquí.

Pero no era masoquismo lo que había atraído a los primeros colonos ni a la familia de Sol. Hebrón era casi todo desierto, pero las zonas fértiles eran muy fértiles. La Universidad de Sinaí era respetada en toda la Red de Mundos y su centro médico conseguía pacientes ricos y saludables ingresos para la cooperativa. Hebrón tenía un solo términex teleyector en Nueva Jerusalén y no permitía portales en otras partes. Sin pertenecer a la Hegemonía ni al Protectorado, Hebrón cobraba grandes impuestos por el privilegio de la teleyección y no permitía turistas fuera de Nueva Jerusalén. Para un judío en busca de aislamiento, era el sitio más seguro en los trescientos mundos hallados por el hombre.

El kibbutz era más una cooperativa por tradición que de hecho. Los Weintraub fueron acogidos en su propia casa, un sitio modesto de adobe, con curvas en vez de ángulos rectos y suelos de madera desnuda; también ofrecía una vista desde la colina que mostraba una infinita extensión de desierto más allá de los naranjales y olivares. El sol parecía secarlo todo, pensó Sol, incluso las preocupaciones y las pesadillas. La luz era casi tangible. Al anochecer, la casa irradiaba un fulgor rosado una hora después del ocaso.

Todas las mañanas Sol se sentaba junto a la cama de la hija hasta que ella despertaba. Los primeros minutos de confusión de Rachel siempre le resultaban dolorosos, pero Sol se aseguraba de que cada día Rachel lo viera ante todo a él. La abrazaba mientras ella hacía preguntas.

—¿Dónde estamos, papá?

—En un lugar maravilloso, pequeña. Te lo contaré mientras desayunamos.

—¿Cómo llegamos aquí?

—Teleyección, vuelo, un poco de marcha. No está muy lejos… pero lo suficiente para que sea una aventura.

—Pero mi cama está aquí…, mis animalitos… ¿Por qué no recuerdo haber venido?

Sol le aferraba suavemente los hombros y le miraba los ojos castaños.

—Has tenido un accidente, Rachel. ¿Recuerdas que en el El sapo nostálgico Terrence se golpea la cabeza y olvida dónde vive durante unos días? Ha sido algo parecido.

—¿Estoy mejor?

—Sí, mucho mejor.

La casa se llenaba con el olor del desayuno y salían a la terraza, donde esperaba Sarai.

Rachel tenía más amiguitos que nunca. En la cooperativa del kibbutz había una escuela donde ella siempre era bienvenida, presentada de nuevo cada día. En las largas tardes, los niños jugaban en los huertos y exploraban las rocas.

Avner, Robert y Ephraim, los ancianos del consejo, exhortaron a Sol a trabajar en su libro. Hebrón se enorgullecía de la cantidad de eruditos, artistas, músicos, filósofos, escritores y compositores que albergaba como ciudadanos y residentes. La casa, le hicieron notar, era un obsequio del estado. La pensión de Sol, aunque reducida según las pautas de la Red, era más que suficiente para sus modestas necesidades en K'far Shalom. Sol descubrió con cierta sorpresa que disfrutaba de las labores físicas. Mientras trabajaba en los huertos, sacaba piedras de campos no reclamados o reparaba paredes, descubrió que su mente y su espíritu estaban más libres de lo que habían estado en muchos años. Descubrió que podía habérselas con Kierkegaard mientras se secaba la argamasa y ver con nuevos ojos a Kant y Vandeur mientras se cercioraba de que las manzanas no tuvieran gusanos. A los setenta y tres años estándar, Sol tuvo sus primeros callos.

Al atardecer jugaba con Rachel y luego paseaba por las colinas con Sarai mientras Judy y otra joven vecina cuidaban a la niña dormida. Un fin de semana ambos viajaron a Nueva Jerusalén. Era la primera vez que estaban solos tanto tiempo desde que Rachel había vuelto a vivir con ellos diecisiete años estándar atrás.

Pero no todo era idílico. Muchas noches Sol despertaba a solas y deambulaba descalzo por el pasillo para descubrir a Sarai cuidando a la dormida Rachel. A menudo, al final de un largo día, tras bañar a Rachel en la vieja bañera de porcelana o acostarla mientras las paredes irradiaban su fulgor rosado, la niña decía:

—Me gusta este lugar, papá, ¿pero podemos volver a casa mañana?

Sol asentía. Después de la narración, la canción de cuna y el beso de buenas noches, seguro de que Rachel estaba dormida, salía de puntillas de la habitación y oía «Hasta luego, cocodrilo», a lo cual tenía que responder «Nos vemos, caimán». Tendido en la cama, junto a la mujer que amaba, que respiraba suavemente y quizás estaba dormida, Sol contemplaba las franjas de luz pálida de las pequeñas lunas de Hebrón acariciando las toscas paredes y se ponía a hablar con Dios.

Hacía varios meses que Sol hablaba con Dios, cuando al fin comprendió qué estaba haciendo. La idea lo divertía. Los diálogos no eran plegarias, sino furibundos monólogos que —a punto de convertirse en diatribas— se transformaban en enérgicas discusiones consigo mismo. No sólo consigo mismo; Sol comprendió un día que los temas de los acalorados debates eran tan profundos, las cuestiones a zanjar tan serias, el terreno tan amplio, que el único ser a quien podía reprochar tales faltas era a Dios mismo. Como el concepto de un Dios personal desvelado por los seres humanos y que interviniera en la vida de los individuos siempre le había parecido absurdo, Sol empezó a dudar de su cordura.

Pero los diálogos continuaban.

Sol quería saber cómo un sistema ético —y una indómita religión que había sobrevivido a todos los males a que la había sometido la humanidad— podía surgir de la orden divina de que un hombre matara a un hijo. No importaba que la orden se hubiera rescindido en el último momento. No importaba que la orden fuera una prueba de obediencia. De hecho, la idea de que la obediencia hubiera permitido a Abraham ser el padre de las tribus de Israel era precisamente lo que encolerizaba a Sol.

Al cabo de cincuenta y cinco años de dedicar su vida y trabajo a la historia de los sistemas éticos, Sol Weintraub llegó a una firme conclusión: toda lealtad a una deidad, concepto o principio universal que hiciera prevalecer la obediencia por encima de la conducta decente hacia un ser humano inocente era perniciosa.

—¿Qué es un inocente? —preguntó la voz burlona y rezongona que Sol asociaba con estas discusiones.

—Un niño es inocente —respondió Sol—. Isaac lo era. Rachel lo es.

—¿«Inocente» sólo por ser una niña?

—Sí.

—¿Y no hay ninguna situación donde la sangre de los inocentes se deba derramar por una causa superior?

—No —pensó Sol—. Ninguna.

—Pero supongo que los «inocentes» no son sólo los niños.

Sol titubeó, intuyendo una trampa, y trató de ver adonde quería ir su interlocutor subconsciente. No lo consiguió.

—No —pensó—. Los «inocentes» incluyen a otros además de los niños.

—¿Cómo Rachel a los veinticuatro años? ¿No se debe sacrificar inocentes a ninguna edad?

—Ninguna.

—Tal vez esto forma parte de la lección que Abraham debió aprender antes de ser padre de los benditos entre las naciones de la tierra.

—¿Qué lección? —pensó Sol—. ¿Qué lección? —Pero la voz de su mente se había esfumado y sólo quedaban el canto de las aves nocturnas y la suave respiración de su esposa.

Rachel aún podía leer a los cinco años. A Sol le costaba recordar cuándo había aprendido. Parecía que había sabido siempre.

—A los cuatro años estándar —informó Sarai—. Era a principios del verano…, tres meses después del cumpleaños. Estábamos merendando en el campo cerca del colegio, Rachel estaba mirando su ejemplar de Winnie-the-Pooh y de pronto dijo: «Oigo una voz en mi cabeza».

Sol recordó.

También recordó la alegría que él y Sarai habían sentido ante la capacidad de asimilación que Rachel mostraba a esa edad. Lo recordaba porque ahora se enfrentaba a la inversión de ese proceso.

—Papá —preguntó Rachel desde el suelo del estudio, donde pintaba un libro—, ¿cuánto ha pasado desde el cumpleaños de mamá?

—Fue el lunes —respondió Sol, enfrascado en una lectura. El cumpleaños de Sarai aún no había llegado pero Rachel lo recordaba.

—Lo sé. ¿Pero cuánto tiempo ha pasado desde entonces?

—Hoy es jueves —contestó Sol. Estaba leyendo un complicado tratado talmúdico sobre la obediencia.

—Lo sé. ¿Pero cuántos días?

Sol dejó el volumen.

—¿Sabes el nombre de los días de la semana? —En Mundo de Barnard se usaba el calendario antiguo.

—Claro —dijo Rachel—. Sábado, domingo, lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado…

—Has repetido el sábado.

—Sí. ¿Pero cuántos días?

—¿Puedes contar de lunes a jueves?

Rachel frunció el ceño, movió los labios. Lo intentó de nuevo, contando con los dedos.

—¿Cuatro días?

—Bien —asintió Sol—. ¿Puedes decirme cuánto es 10 menos 4, pequeña?

—¿Qué significa «menos»? —Sol miró de nuevo el tratado.

—Nada —murmuró—. Ya lo aprenderás en la escuela.

—¿Cuándo regresemos mañana a casa?

—Sí.

Una mañana, cuando Rachel salió con Judy para jugar con los demás niños —ya era demasiado pequeña para seguir asistiendo a la escuela—, Sarai dijo:

—Sol, tenemos que llevarla a Hyperion.

Sol la miró sorprendido.

—¿Qué?

—Ya me has oído. No podemos esperar hasta que sea demasiado pequeña para caminar y hablar. Además, nosotros no rejuvenecemos —añadió con una risa amarga—. Los tratamientos Poulsen perderán efecto dentro de un par de años.

—Sarai, los médicos dicen que Rachel no sobreviviría a la fuga criogénica. Nadie experimenta viajes más rápidos que la luz sin estado de fuga. El efecto Hawking te puede enloquecer, o algo peor.

—No importa. Rachel tiene que regresar a Hyperion.

—¿De qué diablos estás hablando? —dijo Sol, montando en cólera.

Sarai le cogió la mano.

—¿Crees que eres el único que ha tenido el sueño?

—¿Sueño?

Ella suspiró, sentada ante la blanca mesa de la cocina. La luz de la mañana acarició las plantas del alféizar como un foco amarillo.

—El lugar oscuro —explicó Sarai—. Las luces rojas. La voz diciéndonos que la llevemos a Hyperion. Que hagamos una ofrenda.

Sol se humedeció los resecos labios. El corazón le palpitaba con fuerza.

—¿Qué nombre… qué nombre oyes?

Sarai lo miró con extrañeza.

—El nombre de los dos. Si tú no estuvieras conmigo en el sueño, no lo habría soportado todos estos años.

Sol se derrumbó en la silla. Miró la extraña mano y el antebrazo tendido en la mesa. La artritis empezaba a agrandar los nudillos de la mano; el antebrazo estaba cubierto de venas y marcado con manchas hepáticas. Era su propia mano, desde luego.

—Nunca lo habías mencionado —suspiró—. Nunca has dicho una palabra…

Esta vez Sarai rió sin amargura.

—¡Cómo si fuera necesario! ¡Todas esas veces en que los dos despertábamos en la oscuridad! Tú cubierto de sudor. Supe desde la primera vez que no era sólo un sueño. Tenemos que ir, papá. Ir a Hyperion.

Sol movió la mano. No le parecía la suya.

—¿Por qué? Por amor de Dios, Sarai, no podemos… ofrecer a Rachel…

—Claro que no, papá. ¿No has pensado en ello? Tenemos que ir a Hyperion, adonde nos indique el sueño, y ofrecernos a nosotros mismos.

—Ofrecernos a nosotros mismos —repitió Sol. Se preguntó si sufriría un ataque cardíaco. El pecho le dolía tanto que no podía respirar. Guardó silencio un rato, convencido de que si intentaba hablar sollozaría. Un poco después preguntó—: ¿Cuánto hace que has pensado esto, mamá?

—¿Te refieres a lo que debemos hacer? Un año. Un poco más. Desde que ella cumplió cinco.

—¡Un año! ¿Por qué no has dicho nada?

—Estaba esperando a que tú lo comprendieras. A que lo supieras.

Sol meneó la cabeza. La habitación parecía lejana y distorsionada.

—No, no creo… Tengo que pensar, mamá.

Sol miró cómo esa mano extraña palmeaba la familiar mano de Sarai. Ella asintió.

Sol pasó tres días y noches en las áridas montañas, comiendo sólo el pan de corteza gruesa que llevaba y bebiendo del termo condensador.

En los últimos veinte años había deseado diez mil veces sufrir la enfermedad de Rachel, pensando que si alguien debía padecer era el padre, no el hijo. Cualquier progenitor pensaría lo mismo; sucedía cada vez que su hijo estaba herido o con fiebre. Sin duda no podía ser tan simple.

En el calor de la tercera tarde, mientras dormitaba a la sombra de una roca estrecha, Sol comprendió que, en efecto, no era tan simple.

—¿Puede ser ésa la respuesta de Abraham a Dios? ¿Qué él sea la ofrenda, no Isaac?

—Pudo ser la respuesta de Abraham. No puede ser la tuya.

—¿Por qué?

Como si fuera la respuesta, Sol tuvo la visión febril de adultos desnudos caminando hacia los hornos entre hombres armados, las madres ocultando a los niños bajo pilas de abrigos.

Vio a hombres y mujeres con las carnes colgando en jirones quemados sacando aturdidos niños de las cenizas de lo que había sido una ciudad. Sol supo que esas imágenes no eran sueños, sino la misma esencia del Primer y el Segundo Holocausto, y con esta comprensión supo la respuesta antes de que la voz de su mente le respondiera. Supo cómo debía ser.

—Los padres se han ofrecido. Ese sacrificio ya se ha aceptado. Estamos más allá de eso.

—¿Entonces, qué? ¿Qué?

Le respondió el silencio. Sol se irguió bajo el resplandor del sol, se tambaleó. Un pájaro negro volaba en el cielo o en su visión. Sol sacudió el puño ante el cielo metálico como un arma.

—Usas a los nazis como instrumentos. Locos. Monstruos. Tú también eres un maldito monstruo.

—No.

La tierra se inclinó y Sol cayó de lado sobre las aguzadas rocas. Era como apoyarse en una pared rugosa. Una piedra del tamaño de un puño le quemó la mejilla.

—La respuesta correcta para Abraham fue la obediencia —pensó Sol—. Éticamente, Abraham era un niño. Todos los hombres lo eran en esa época. La respuesta correcta para los hijos de Abraham era llegar a la edad adulta y ofrecerse ellos mismos. ¿Cuál es la respuesta correcta para nosotros?

Nadie le contestó. La tierra y el cielo dejaron de dar vueltas. Al cabo de un rato, Sol se levantó penosamente, se limpió la sangre y el polvo de la mejilla y caminó hacia la aldea del valle.

—No —replicó Sol a Sarai—, no iremos a Hyperion. No es la solución correcta.

—Entonces prefieres que no hagamos nada —espetó Sarai, los labios blancos pero la voz firme.

—No, prefiero que no hagamos lo incorrecto.

Sarai resopló. Señaló la ventana por donde veían a su hija de cuatro años jugar con caballos de juguete.

—¿Crees que a ella le sobra tiempo para que actuemos o no actuemos?

—Siéntate, mamá.

Sarai se quedó de pie. Se había derramado azúcar sobre el vestido de algodón tostado. Sol recordó a la joven que emergía desnuda de la estela fosforescente en la isla móvil de Alianza-Maui.

—Tenemos que hacer algo —insistió ella.

—Hemos consultado a cien expertos médicos y científicos. La han analizado, palpado, sondeado y torturado en una veintena de centros de investigación. He estado en la Iglesia del Alcaudón de todos los mundos de la Red, y se niegan a recibirme. Melio y los demás expertos de Reichs que están en Hyperion dicen que el Culto del Alcaudón no incluye en su doctrina nada semejante al mal de Merlín y que los aborígenes de Hyperion no tienen leyendas acerca de la enfermedad ni pistas para curarla. Tres años de investigaciones en Hyperion no revelaron nada. Ahora no permiten investigar allí. El acceso a las Tumbas de Tiempo sólo se concede a los peregrinos. Incluso se está volviendo casi imposible conseguir un visado para viajar a Hyperion. Además, si llevamos a Rachel, el viaje puede matarla.

Sol hizo una pausa para cobrar aliento, tocó de nuevo el brazo de Sarai.

—Lamento repetir todo esto, mamá. Pero hemos hecho algo.

—No lo suficiente —se empecinó Sarai—. ¿Y si vamos como peregrinos?

Sol cruzó los brazos en un gesto de frustración.

—La Iglesia del Alcaudón escoge a sus víctimas sacrificiales entre miles de voluntarios. La Red de Mundos está llena de individuos estúpidos y deprimidos. Pocos regresan.

—¿Qué demuestra eso? —susurró Sarai con urgencia—. Algo o alguien está atacando a esas personas.

—Bandidos —sugirió Sol.

Sarai meneó la cabeza.

—El gólem.

—El Alcaudón, querrás decir.

—Es el gólem —insistió Sarai—. El mismo que vemos en el sueño.

—No veo un gólem en el sueño —apuntó Sol, turbado—. ¿Qué gólem?

—Los ojos rojos que observan. Es el mismo gólem que Rachel oyó esa noche en la Esfinge.

—¿Cómo sabes que ella oyó algo?

—Está en el sueño —explicó Sarai—. Antes de que entremos en el lugar donde aguarda el gólem.

—No hemos soñado el mismo sueño —concluyó Sol—. Mamá, mamá… ¿por qué no me has contado esto antes?

—Creí que estaba enloqueciendo —susurró Sarai.

Sol pensó en sus conversaciones secretas con Dios y abrazó a su esposa.

—Oh, Sol —murmuró ella—, duele tanto ser espectador. Y aquí estamos tan solos.

Sol la estrechó. Varias veces habían intentado regresar al hogar —su hogar siempre sería Mundo de Barnard— para visitar a familiares y amigos, pero en cada ocasión una invasión de reporteros y turistas echaba a perder las visitas. Las noticias viajaban casi instantáneamente por la megaesfera de datos de ciento sesenta mundos de la Red. Para satisfacer la curiosidad, sólo había que pasar una tarjeta universal por la ranura del panel de un términex y entrar en un teleyector. Habían tratado de llegar sin anunciarse y de viajar de incógnito, pero no eran espías y sus esfuerzos no daban resultado. Al cabo de veinticuatro horas estándar de su entrada en la red, estaban sitiados. Los institutos de investigación y los grandes centros médicos brindaban los recursos de seguridad para esas visitas, pero los amigos y familiares sufrían. Rachel era noticia.

—Quizá podríamos invitar de nuevo a Tetha y Richard… —sugirió Sarai.

—Tengo una idea mejor —apuntó Sol—. Ve tú, mamá. Quieres ver a tu hermana, pero también quieres ver, oír y oler el hogar… contemplar un ocaso donde no haya iguanas, caminar por los campos. Ve.

—¿Sólo yo? No podría estar lejos de Rachel…

—Tonterías. Dos veces en veinte años…, casi cuarenta si contamos los buenos tiempos de antes… En cualquier caso, dos veces en veinte años no significa abandonar a una hija. Es un milagro que nos soportemos después de haber pasado tanto tiempo juntos.

Sarai miró la mesa sumida en sus pensamientos.

—¿No me encontrarán los periodistas?

—Seguramente no —respondió Sol—. Les interesa Rachel. Si llegan a acosarte, regresa aquí. Pero apuesto a que contarás con una semana para visitar a todos antes de que los periodistas se enteren.

—Una semana —jadeó Sarai—. No podría…

—Claro que puedes. Más aún, debes. Me permitirás pasar más tiempo con Rachel y vendrás como nueva. Yo, con todo egoísmo, dedicaré unos días a mi libro.

—¿El de Kierkegaard?

—No. Se llama El problema de Abraham.

—Un título ambiguo.

—Es un problema ambiguo. Ahora ve a hacer el equipaje. Mañana volaremos a Nueva Jerusalén para que puedas teleyectarte antes de que empiece el sabbath.

—Lo pensaré —dijo ella, poco convencida.

—Harás las maletas —indicó Sol. La abrazó de nuevo y la apartó de la ventana para que mirara hacia el pasillo y la puerta del dormitorio—. Ve. Cuando regreses habré pensado en algo que podamos hacer.

—¿Lo prometes?

—Prometo que lo haré antes de que el tiempo lo destruya todo. Juro, como padre de Rachel, que encontraré un modo.

Sarai asintió, menos tensa que en muchos meses.

—Haré las maletas.

Cuando él y la niña regresaron al día siguiente de Nueva Jerusalén, Sol fue a regar el jardín mientras Rachel jugaba dentro. Cuando Sol entró de nuevo a la casa, el rosado fulgor del poniente teñía las paredes de tibieza y placidez marinas. Rachel no estaba en el dormitorio ni en los demás sitios habituales.

—¿Rachel?

No hubo respuesta. Sol registró de nuevo el patio, la calle desierta.

—¡Rachel!

Sol entró para llamar a los vecinos pero de pronto oyó un ruido en el gran armario que Sarai usaba para guardar cosas. Sol abrió la puerta corredera.

Rachel estaba sentada bajo la ropa colgada, con la caja de pino de Sarai abierta entre las piernas. El suelo estaba cubierto de fotos y holochips de Rachel como estudiante de la secundaria. Rachel el día en que se marchó a la universidad, Rachel frente a una ladera tallada en Hyperion.

El comlog de investigaciones de Rachel susurraba en el regazo de la Rachel de cuatro años. Sol dio un respingo al oír la serena voz de la muchacha.

—Papá —dijo la niña, y su voz era un eco diminuto de la voz del comlog—, nunca me habías contado que tenía una hermana.

—No la tienes, pequeña.

Rachel frunció el ceño.

—¿Esta es mamá cuando no era… tan mayor? No, no puede ser. Ella dice que también se llama Rachel. ¿Cómo…?

—Está bien. Te lo explicaré… —Sol oyó que el teléfono sonaba en el salón—. Un momento, querida. Vuelvo enseguida.

El holo que se formó sobre el foso mostraba a un hombre que Sol nunca había visto.

Sol no activó su propio proyector de imágenes, ansioso de librarse de la llamada.

—Sí —contestó bruscamente.

—¿Señor Weintraub? ¿Weintraub de Mundo de Barnard, actualmente domiciliado en la aldea de Dan, Hebrón?

Sol iba a desconectarse, pero se detuvo. El código de acceso de la nueva casa no figuraba en los archivos. En ocasiones un vendedor llamaba desde Nueva Jerusalén, pero las llamadas del exterior eran poco frecuentes. De pronto, con un frío aguijonazo en el estómago, comprendió que estaban en sabbath después del ocaso. Sólo se permitían llamadas de emergencia.

—Sí —dijo Sol.

—Señor Weintraub —dijo el hombre, mirando a ciegas—, ha habido un terrible accidente.

Cuando Rachel despertó, su padre estaba sentado junto a la cama. Parecía cansado. Tenía los ojos enrojecidos y las mejillas grises por encima de la línea de la barba.

—Buenos días, papá.

—Buenos días, pequeña.

Rachel miró alrededor y parpadeó. Tenía allí muñecas y juguetes, pero no era su habitación. La luz era distinta. El aire era distinto. Su papá parecía distinto.

—¿Dónde estamos, papá?

—Hemos hecho un viaje, pequeña.

—¿Adónde?

—No importa ahora. Levántate, cariño. Tu baño está preparado y tienes que vestirte.

Al pie de la cama había un vestido negro que ella nunca se había puesto. Rachel miró el vestido y luego a su padre.

—Papá, ¿qué ocurre? ¿Dónde está mamá?

Sol se frotó la mejilla. Era la tercera mañana desde el accidente, el día de las exequias. Sol lo había dicho cada uno de los días anteriores porque no se atrevía a mentirle en eso; parecía la traición definitiva hacia Sarai y Rachel. Pero no creía que pudiera hacerlo de nuevo.

—Ha habido un accidente, Rachel —respondió con un hilo de voz—. Mamá ha muerto. Hoy vamos a decirle adiós.

Sol calló. Sabía que Rachel tardaría un poco en asimilar la muerte de la madre. El primer día no había sabido si una niña de cuatro años podía captar el concepto de la muerte. Ahora sabía que Rachel podía.

Más tarde, mientras abrazaba a la niña convulsionada por el llanto, Sol trató de entender el accidente que le habían descrito con tanta brevedad. Los vehículos electromagnéticos eran sin duda la forma más segura de transporte personal que la humanidad había diseñado. Aunque los elevadores podían fallar, la carga residual de los generadores EM permitía que el coche aéreo descendiera sin dificultades desde cualquier altitud. El diseño básico del equipo para evitar colisiones en un VEM no había cambiado desde hacía siglos. Pero todo podía fallar. En este caso fue una revoltosa pareja de adolescentes en un VEM robado, fuera de los carriles de tráfico, que viajaban a Mach 1,5 con todas las luces y transpónders apagados para evitar que los detectaran. Así desafiaron todas las probabilidades y chocaron con el antiguo Vikken de la tía Tetha cuando el aparato descendía a la pista de la Ópera de Bussard. Además de Tetha, Sarai y los adolescentes, tres personas más murieron en el choque cuando pedazos de los vehículos cayeron en el atestado atrio del teatro de la Ópera.

Sarai.

—¿Volveremos a ver a mamá? —preguntó Rachel entre sollozos. Había hecho esa pregunta en cada ocasión.

—No lo sé, cariño —respondió sinceramente Sol.

Los funerales se celebraban en el cementerio familiar del condado de Kates, en Mundo de Barnard. La prensa no invadió el cementerio pero los periodistas acechaban más allá de los árboles y se amontonaban contra la puerta de hierro negro como una furiosa marejada.

Richard quiso que Sol y Rachel se quedaran unos días, pero Sol sabía que el apacible granjero sufriría si la prensa continuaba su asedio. Abrazó a Richard, habló brevemente con los alborotados periodistas y voló a Hebrón con la aturdida y callada Rachel.

Los reporteros lo siguieron hasta Nueva Jerusalén y luego intentaron proseguir el viaje hasta Dan, pero la policía militar detuvo los VEMs alquilados, encarceló a algunos como escarmiento y revocó los visados de teleyección del resto.

Al anochecer, Sol deambuló por los riscos que se elevaban sobre la aldea mientras Judy vigilaba a la niña dormida. Pensaba que su diálogo con Dios ahora era audible y resistía la tentación de sacudir los puños ante el cielo, de gritar obscenidades, de lanzar piedras. En cambio preguntaba y siempre terminaba con un «¿Por qué?».

No había respuesta. El sol de Hebrón se ponía detrás de los riscos distantes y las relucientes rocas irradiaban calor. Sol se sentó en una piedra y se frotó las sienes con las palmas.

Sarai.

Habían vivido una vida plena, a pesar de la tragedia de la enfermedad de Rachel. Resultaba irónico que cuando Sarai disfrutaba de un respiro con su hermana… Sol gimió.

La trampa, desde luego, había sido esa absorción total por la enfermedad de Rachel. Ninguno de los dos había podido afrontar el futuro que aguardaba después de la muerte o la desaparición de Rachel. El mundo había girado alrededor de cada día que vivía la niña y no habían pensado en el azar del accidente, en la ilógica perversidad de un universo hostil. Sin duda Sarai también había pensado en el suicidio, pero ninguno de los dos habría abandonado al otro. Ni a Rachel. Él nunca había pensado en la posibilidad de quedarse solo con Rachel cuando…

¡Sarai!

En ese momento Sol comprendió que el diálogo a menudo colérico que su pueblo había entablado con Dios durante tantos milenios no había terminado con la muerte de Vieja Tierra ni con la nueva Diáspora, sino que todavía continuaba. El, Rachel y Sarai formaban parte de ese diálogo. Dejó aflorar la pena. El agudo dolor de una resolución lo colmó.

Entre las rocas, Sol lloró mientras oscurecía.

Por la mañana estaba junto a la cama de Rachel cuando la luz del sol inundó la habitación.

—Buenos días, papá.

—Buenos días, pequeña.

—¿Dónde estamos, papá?

—Hemos hecho un viaje. Es un bonito lugar.

—¿Dónde está mamá?

—Hoy está con la tía Tetha.

—¿La veremos mañana?

—Sí —aseguró Sol—. Ahora te vestiré y prepararé el desayuno.

Sol empezó a enviar peticiones a la Iglesia del Alcaudón cuando Rachel cumplió tres años. El viaje a Hyperion estaba rigurosamente limitado y el acceso a las Tumbas de Tiempo ya resultaba casi imposible. Sólo las ocasionales Peregrinaciones del Alcaudón enviaban gente a esa comarca.

Rachel lamentó estar lejos de la madre en su cumpleaños, pero la visita de varios niños del kibbutz la distrajo un poco. Su gran regalo fue un libro ilustrado de cuentos de hadas que Sarai había comprado en Nueva Jerusalén unos meses antes.

Sol le leyó algunos cuentos antes de acostarla. Siete meses atrás Rachel podía discernir algunas palabras. Pero le gustaban esas narraciones, sobre todo La bella durmiente, y pidió al padre que se lo leyera dos veces.

—Se lo enseñaré a mamá cuando lleguemos a casa —murmuró en medio de un bostezo mientras Sol apagaba la luz.

—Buenas noches, pequeña —murmuró Sol, deteniéndose en la puerta.

—¿Papá?

—¿Sí?

—Hasta luego, cocodrilo.

—Nos vemos, caimán.

Rachel rió contra la almohada.

En los últimos dos años, Sol pensó que era como presenciar el envejecimiento de una persona amada. Pero peor. Mil veces peor.

Los dientes de Rachel habían caído entre los ocho y los dos años. Fueron reemplazados por dientes de leche, pero cuando llegó a los dieciocho meses la mitad de éstos habían desaparecido.

El cabello de Rachel, su gran orgullo, se acortó y debilitó. La cara perdió su estructura familiar cuando la grasa infantil le oscureció los pómulos y la firme barbilla. La coordinación le falló gradualmente, algo que al principio se manifestó como una repentina torpeza cuando cogía un tenedor o un lápiz. Cuando Rachel ya no pudo caminar, Sol la acostó en la cuna temprano y entró en su estudio para emborracharse en silencio.

El lenguaje resultaba lo peor. La pérdida de vocabulario era como un puente quemado entre los dos, el corte de un último cabo de esperanza. Poco después de que ella cumpliera dos años, Sol la acostó una noche y, deteniéndose en la puerta, dijo:

—Hasta luego, cocodrilo.

—¿Eh?

—Hasta luego, cocodrilo.

Rachel rió.

—Tú respondes «Nos vemos, caimán» —indicó Sol. Le explicó qué eran un cocodrilo y un caimán.

—Nos 'emos, 'aimán —rió Rachel.

Por la mañana se había olvidado.

Sol llevó a Rachel consigo mientras viajaba por la Red —ya no le importaban los periodistas— solicitando derechos de peregrinaje a la Iglesia del Alcaudón, pidiendo al Senado un visado y acceso a las zonas prohibidas de Hyperion, visitando hasta el último instituto o clínica que pudiera ofrecer una cura. Perdió meses mientras más médicos admitían su fracaso. Cuando regresaron a Hebrón, Rachel tenía quince meses estándar; según las antiguas unidades usadas en Hebrón, pesaba unos doce kilos y medía setenta centímetros. Ya no sabía vestirse sola.

Su vocabulario abarcaba veinticinco palabras, y las favoritas eran «mamá» y «papá».

A Sol le gustaba llevar a su hija. A veces, la curva de esa cabeza contra la mejilla, esa tibieza contra el pecho, el olor de la piel, todo le permitía olvidar la tremenda injusticia de la situación. En esas ocasiones Sol habría hecho momentáneamente las paces con el universo si tan sólo Sarai hubiera estado allí. Pero no era así, y éstas eran treguas temporales en su furibundo diálogo con un Dios en quien no creía.

—¿Qué razón puede haber para esto?

—¿Qué razón manifiesta hubo para todas las formas del dolor sufridas por la humanidad?

—Precisamente —pensó Sol, preguntándose si acababa de ganar un punto por primera vez. Lo dudaba.

—El hecho de que algo no sea manifiesto no significa que no exista.

—Eso es torpe. No deberías usar tres negativos para hacer una afirmación, aún menos para afirmar algo tan vano.

—En efecto, Sol. Empiezas a entender cómo son las cosas.

—¿Qué?

No hubo respuesta a sus pensamientos. Acostado en su casa, Sol escuchó el viento del desierto.

La última palabra de Rachel fue «mamá» y la pronunció cuando tenía poco más de cinco meses.

Despertó en la cuna y no preguntó dónde estaba. Ya no podía preguntar. Vivía en un mundo de comidas, siestas y juguetes. A veces, cuando Rachel lloraba, Sol se preguntaba si echaba de menos a la madre.

Sol compraba en las pequeñas tiendas de Dan; llevaba a la niña consigo mientras escogía pañales, biberones y juguetes.

Una semana antes de su partida a centro Tau Ceti, Ephraim y los otros dos ancianos fueron a hablarle. Atardecía, y la luz borrosa resplandecía en la calva de Ephraim.

—Sol, estamos preocupados por ti. Las próximas semanas serán difíciles. Las mujeres quieren ayudar, nosotros también.

Sol apoyó la mano en el antebrazo del viejo.

—Gracias, Ephraim. Agradezco todo lo que hemos recibido durante estos años. Este sitio es ahora nuestro hogar. Sarai habría querido que te diera las gracias. Pero nos vamos el domingo. Rachel se pondrá mejor.

Los tres hombres se miraron.

—¿Han descubierto una cura? —preguntó Avner.

—No —respondió Sol—, pero he encontrado una razón para tener esperanzas.

—La esperanza es buena —señaló Robert con voz cauta.

Sol sonrió. La blancura de los dientes contrastaba con el gris de la barba.

—Ojalá —suspiró—. A veces es lo único que recibimos.

La holocámara del estudio tomó un primer plano de Rachel. La niña descansaba en el brazo de Sol, en el plató de «La voz de todos».

—Conque usted dice —dijo Dewon Whiteshire, el presentador del programa y la tercera cara más famosa en la esfera de datos de la Red— que la negativa de la Iglesia del Alcaudón a permitirle regresar a las Tumbas de Tiempo, y la lentitud de la Hegemonía para procesar un visado… ¿dice usted que estas circunstancias condenarán a la niña a la… extinción?

—En efecto —asintió Sol—. El viaje a Hyperion no se puede efectuar en menos de seis semanas. Rachel tiene ahora doce semanas. Cualquier nuevo retraso por parte de la Iglesia del Alcaudón o la burocracia de la Red matará a esta niña.

El público del estudio se conmovió. Dewon Whiteshire se volvió hacia la cámara más cercana. Su semblante arrugado y benévolo llenó el monitor.

—Este hombre no sabe si puede salvar a su hija —declaró Whiteshire con voz trémula de emoción—, sólo pide una oportunidad. ¿Creen ustedes que él y la niña la merecen? En tal caso, establezcan contacto con sus representantes planetarios y el templo más cercano de la Iglesia del Alcaudón. El número del templo más cercano aparecerá de inmediato —se volvió hacia Sol—. Le deseamos suerte, señor Weintraub. —La manaza de Whiteshire acarició la mejilla de Rachel—. También a ti, pequeña amiga.

El monitor mostró a Rachel y la imagen se disolvió.

El efecto Hawking provocaba náuseas, vértigo, dolor de cabeza y alucinaciones. El primer tramo del viaje era el tránsito de diez días hasta Parvati en la nave-antorcha Intrépido de la Hegemonía.

Sol abrazó a Rachel y aguantó. Eran las únicas personas plenamente conscientes a bordo de aquel navio de guerra. Al principio Rachel lloró, pero al cabo de unas horas se acomodó en los brazos de Sol y lo miró con ojos grandes y oscuros. Sol recordaba el día de su nacimiento: los enfermeros habían alzado a Rachel del vientre tibio de Sarai para dársela a Sol. En ese instante el cabello oscuro de Rachel no era mucho más oscuro y la mirada no menos intensa.

Finalmente se durmieron los dos, vencidos por el cansancio.

Sol soñó que andaba por una estructura con columnas altas como pinos y un techo altísimo. Una luz roja bañaba la desierta frescura. Sol se sorprendió de descubrir que aún llevaba a Rachel en brazos. La niña nunca había aparecido antes en el sueño. Rachel lo miró y Sol sintió el contacto de la conciencia de su hija como si ella hubiera hablado en voz alta.

De pronto otra voz, fría e inmensa, retumbó en el vacío:

—¡Sol! Toma a Rachel, tu hija única y bien amada, y ve al mundo llamado Hyperion para ofrendarla como víctima ardiente en uno de los lugares de que te hablaré.

Sol titubeó y miró a Rachel. Los ojos del bebé eran profundos y luminosos. Sol sintió una silenciosa aceptación. Abrazándola, avanzó en la oscuridad y alzó la voz en el silencio:

—¡Escucha! No habrá más ofrendas, ni hijos ni padres. No habrá más sacrificios que no sean por nuestros congéneres humanos. Ha pasado el tiempo de la obediencia y la expiación.

Sol escuchó. Sentía las palpitaciones de su propio corazón y la tibieza de Rachel contra el brazo. Desde las alturas llegó el frío soplo del viento a través de fisuras invisibles. Sol se llevó la mano a la boca y gritó:

—¡Eso es todo! Ahora déjanos en paz; únete a nosotros como un padre y no como un receptor de sacrificios. ¡Tienes la elección de Abraham!

Rachel se agitó en sus brazos mientras un rumor surgía del suelo de piedra. Las columnas vibraron. La penumbra roja se ahondó y se extinguió, para dejar sólo oscuridad. Desde lejos llegó el estruendo de poderosas pisadas. Sol estrechó a Rachel mientras rugía un viento furioso.

La luz parpadeó cuando él y Rachel despertaron en el Intrépido con rumbo a Parvati, para trasbordar a la nave arbórea Yggdrassill con destino a Hyperion. Sol le sonrió a su hija de siete semanas. Ella también sonrió.

Fue su última o primera sonrisa.

Reinaba silencio en la cabina principal de la carreta eólica cuando el viejo profesor terminó su historia. Sol carraspeó y bebió un sorbo de agua de una copa de cristal. Rachel dormía en el cajón. La carreta se mecía al avanzar, y el murmullo del gran volante y el zumbido del giróscopo principal arrullaban como una canción de cuna.

—Dios santo —murmuró Brawne Lamia. Iba a hablar de nuevo pero sólo meneó la cabeza.

Martin Silenus cerró los ojos y recitó:

Pues el alma, al expulsar el odio,

su radical inocencia recupera

y aprende al fin que en ella misma

se hallan sus deleites, sus sosiegos y sus miedos,

que su dulce voluntad es voluntad celeste.

Aunque todos los rostros sean adustos

y aúllen vientos o revienten fuelles,

ella puede, no obstante, ser dichosa.

—¿William Butler Yeats? —preguntó Sol Weintraub.

Silenus asintió.

—«Una plegaria para mi hija».

—Creo que saldré a cubierta a respirar un poco de aire fresco antes de acostarme —anunció el cónsul—. ¿Alguien desea acompañarme?

Decidieron salir todos. En cubierta el grupo gozó de la refrescante brisa mientras contemplaba el oscuro Mar de Hierba. El cielo era un cuenco cuajado de estrellas y entrecruzado de estelas de meteoros. Las velas y aparejos crujían con un ruido tan antiguo como los viajes humanos.

—Creo que esta noche deberíamos apostar guardias —sugirió el coronel Kassad—. Uno vigilará mientras los demás duermen. Turnos de dos horas.

—De acuerdo —convino el cónsul—. Cogeré el primer turno.

—Por la mañana… —empezó Kassad.

—¡Miren! —exclamó el padre Hoyt.

Señalaba el cielo. Entre el fulgor de las constelaciones, estallaron bolas de fuego de color —verde, violeta, naranja, de nuevo verde— que alumbraron como relámpagos la gran planicie de hierba. Las estrellas y las estelas de los meteoros palidecieron en contraste.

—¿Explosiones? —aventuró el sacerdote.

—Batalla espacial —respondió Kassad—. Cislunar. Armas de fusión —bajó deprisa.

—El Árbol —dijo Het Masteen, y señaló una mota de luz que se movía entre las explosiones como una brasa flotando entre fuegos de artificio.

Kassad regresó con los binoculares de potencia y los hizo circular.

—¿Éxters? —preguntó Lamia—. ¿Es la invasión?

—Éxters, casi con seguridad —asintió Kassad—. Pero debe de ser una incursión exploratoria. ¿Ven ustedes los cúmulos? Son misiles de la Hegemonía que las naves exploradoras hacen estallar con sus contramedidas.

Los binoculares llegaron al cónsul. Los relampagueos eran muy nítidos ahora, un cúmulo de llamas en expansión. Vio el punto y la larga cola azul de dos naves exploradoras que huían de las naves de la Hegemonía.

—No creo… —empezó Kassad, pero calló cuando un resplandor bañó las velas y el Mar de Hierba con un brillante fulgor naranja.

—Dios santo —murmuró el padre Hoyt—. Le han dado a la nave arbórea.

El cónsul volvió los binoculares hacia la izquierda. El creciente nimbo de fuego era visible a simple vista, pero en los binoculares el tronco y la copa de la Yggdrassill, de un kilómetro de longitud, se apreciaron un instante mientras escupían largos tentáculos de llamas que serpearon en el espacio mientras fallaban los campos de contención y ardía el oxígeno. La nube anaranjada palpitó, se desdibujó y se encogió mientras el tronco se perfilaba un segundo antes de refulgir y estallar como la última brasa de una hoguera moribunda. Nada podía haber sobrevivido. La nave arbórea Yggdrasill, con su tripulación, sus clones y sus erg semisentientes, estaba muerta.

El cónsul se volvió hacia Het Masteen para entregarle tardíamente los binoculares.

—Lo lamento… mucho —susurró.

El alto templario no cogió los binoculares. Lentamente apartó la mirada del firmamento, se cubrió con la cogulla y bajó sin decir palabra.

La muerte de la nave arbórea fue la explosión final. Cuando transcurrieron diez minutos más sin que nuevos estallidos turbaran la noche, Brawne Lamia habló.

—¿Los habrán alcanzado?

—¿A los éxters? —preguntó Kassad—. Tal vez no. Las naves de exploración son veloces y tienen buenas defensas. Ya están a varios minutos-luz de distancia.

—¿Atacaron la nave arbórea a propósito? —preguntó Silenus con voz muy sobria.

—No creo —respondió Kassad—. Un blanco oportuno, nada más.

—Un blanco oportuno —repitió Sol Weintraub. El erudito meneó la cabeza—. Iré a dormir unas horas antes del amanecer.

Bajaron de uno en uno. Cuando sólo Kassad y el cónsul quedaron en cubierta, el cónsul preguntó:

—¿Dónde debo montar guardia?

—Haga un circuito —propuso el coronel—. Desde el pasillo principal, al pie de la escalerilla, puede controlar todas las puertas de los camarotes y la entrada de la cocina y el comedor. Suba para echar un vistazo a la pasarela y las cubiertas. Mantenga los faroles encendidos. ¿Tiene un arma?

El cónsul negó con la cabeza.

Kassad le entregó su vara de muerte.

—Está sintonizada en haz cerrado, un alcance de medio a diez metros. No la use a menos que tenga la certeza de que hay un intruso. La placa que se desliza hacia delante es el seguro. Está puesto.

El cónsul asintió y apartó el dedo del gatillo.

—Lo relevaré dentro de dos horas —dijo Kassad. Consultó su comlog—. Amanecerá antes del fin de mi guardia. —Kassad contempló el cielo como si esperara que la Yggdrasill reapareciera y continuara su vuelo de luciérnaga. Sólo brillaban las estrellas; hacia el nordeste, una masa negra amenazaba tormenta.

Kassad meneó la cabeza.

—Un desperdicio —comentó, y bajó.

El cónsul se quedó escuchando el viento, el crujido de los aparejos y el rumor del volante. Al cabo de un rato se dirigió a la borda y observó la oscuridad.