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La barcaza Benarés entró en el puerto fluvial de Náyade una hora antes del ocaso. La tripulación y los peregrinos se apoyaron en la borda para mirar los rescoldos humeantes de lo que otrora había sido una ciudad de veinte mil habitantes. No quedaba gran cosa. La famosa Posada del Río, construida en tiempos de Triste Rey Billy, estaba quemada hasta los cimientos; los muelles y balcones chamuscados ahora se hundían en los bajíos del Hoolie. La aduana era un esqueleto calcinado. La terminal aérea del norte de la ciudad era una ruina negra y la torre de amarre estaba reducida a una aguja de carbón. No había ningún indicio del pequeño templo del Alcaudón. Peor aún, desde el punto de vista de los peregrinos, era la destrucción de la Estación Fluvial Náyade. El amarradero estaba quemado y desvencijado, los corrales de las mantas abiertos.

—¡Maldita sea! —exclamó Martin Silenus.

—¿Quién lo hizo? —preguntó el padre Hoyt—. ¿El Alcaudón?

—Más probablemente la FA —sugirió el cónsul—. Aunque quizás estuviera luchando contra el Alcaudón.

—No puedo creerlo —rezongó Brawne Lamia, volviéndose hacia Bettik, quien acababa de reunirse con ellos en la cubierta de popa—. ¿No sabías que esto había ocurrido?

—No —contestó el androide—. No hubo contacto con ningún punto al norte de los Rizos durante más de una semana.

—¿Por qué diablos? —preguntó Lamia—. Aunque este mundo olvidado no tenga esfera de datos, ¿no hay radio acaso?

Bettik sonrió.

—Sí, Lamia, hay radio, pero los satélites de comunicaciones no funcionan, las estaciones de microondas de los Rizos de Karla fueron destruidos y no tenemos acceso a la onda corta.

—¿Y las mantas? —apuntó Kassad—. ¿Podemos llegar hasta Linde con las que tenemos?

Bettik frunció el ceño.

—No nos quedará más remedio, coronel —respondió—. Pero es un crimen. Las dos que van en el arnés no se recuperarán del esfuerzo. Con mantas frescas habríamos llegado a Linde antes del alba. Con estas dos… —El androide se encogió de hombros—. Con suerte, si las bestias sobreviven, llegaremos por la tarde…

—La carreta eólica aún estará allí, ¿verdad? —preguntó Het Masteen.

—Debemos suponer que no —dijo Bettik—. Si ustedes me disculpan, alimentaré a nuestras pobres bestias. Dentro de una hora tendremos que reanudar el viaje.

No vieron a nadie en las ruinas de Náyade ni en las inmediaciones. Ninguna nave fluvial apareció más allá de la ciudad. Tras una hora de viaje hacia el nordeste, entraron en la región donde las selvas y granjas del bajo Hoolie eran reemplazadas por la ondulante pradera naranja del sur del Mar de Hierba. En ocasiones, el cónsul divisaba las torres de lodo de hormigas arquitecto, algunas con estructuras dentadas de diez metros de altura. No había indicios de asentamiento humano intacto. El ferry del Vado de Betty había desaparecido, y ni siquiera una cuerda o una cabaña indicaban que había estado allí por casi dos siglos. La Posada de los Navegantes Fluviales de Punta Caverna estaba oscura y silenciosa. Bettik y otros tripulantes llamaron, pero la boca negra y cavernosa no les respondió.

El ocaso trajo una quietud sensual, pronto interrumpida por un coro de insectos y pájaros nocturnos. Durante un rato, la superficie del Hoolie fue un espejo del cielo verde grisáceo del crepúsculo, turbado sólo por el brinco de los peces y la estela de las laboriosas mantas. Cuando cayó la noche, un sinfín de espejines de las praderas —mucho más pálidos que sus primos selváticos, pero también con mayor envergadura; sombras luminiscentes del tamaño de niños pequeños— bailaron en las hondonadas y valles de las suaves colinas. Cuando despuntaron las constelaciones y las estelas de los meteoros abrieron cicatrices en el cielo nocturno, un espectáculo brillante tan diferente de toda luz artificial, los faroles estaban encendidos y la cena servida en la cubierta de popa.

Los abatidos peregrinos aún parecían sumidos en el sombrío y turbador relato del coronel Kassad. El cónsul había bebido sin cesar desde el mediodía y ahora sentía ese grato distanciamiento —lejos de la realidad, del dolor del recuerdo— que le permitía sobrellevar los días y las noches. Preguntó, con voz precisa y firme como sólo puede serlo la de un verdadero alcohólico, a quién le tocaba contar su historia.

—A mí —replicó Martin Silenus. El poeta también había bebido sin cesar desde temprano. La voz era tan controlada como la del cónsul, pero el rubor de las mejillas y el maniático brillo de los ojos delataban al viejo poeta—. Al menos yo saqué el número tres… —Mostró su papel—. Si a alguien aún le interesa mi puñetera historia.

Brawne Lamia alzó la copa de vino, frunció el ceño y dejó la copa.

—Quizá deberíamos comentar lo que hemos aprendido de las dos primeras historias y ver cómo se relacionan con nuestra actual… situación.

—Todavía no —objetó el coronel Kassad—. No tenemos suficiente información.

—Que hable Silenus —propuso Sol Weintraub—. Luego haremos comentarios.

—Estoy de acuerdo —dijo Lenar Hoyt.

Het Masteen y el cónsul asintieron.

—¡Convenido! —exclamó Martin Silenus—. Contaré mi historia. En cuanto termine esta puñetera copa de vino.

LA NARRACIÓN DEL POETA
LOS CANTOS DE HYPERION

Al principio fue la Palabra. Luego vino el puñetero procesador de palabras. Luego, el procesador de pensamientos. Luego vino la muerte de la literatura. Y así andan las cosas.

Francis Bacon dijo una vez: «De la deficiente e inepta formación de palabras surge una formidable obstrucción para la mente». Todos hemos aportado nuestras formidables obstrucciones para la mente, ¿verdad? Yo más que la mayoría. Uno de los mejores escritores del siglo veinte, hoy olvidado, bromeó una vez: «Me encanta ser escritor. Lo que no aguanto es el papeleo». ¿Entienden? Bien, amigos míos, me encanta ser poeta. Lo que no soporto son las malditas palabras.

¿Por dónde empezaré?

¿Tal vez por Hyperion?

(Cambio de escena) Casi dos siglos estándar atrás.

Las cinco naves seminales del Triste Rey Billy giran como dientes de león rojos sobre este familiar cielo lapislázuli. Desembarcamos con la arrogancia de conquistadores: más de dos mil artistas visuales, escritores, escultores, poetas, ARNistas, expertos en vídeo, directores de holos, compositores y anticompositores y Dios sabe qué más, respaldados por cinco veces esa cantidad de administradores y técnicos y ecólogos y supervisores y chambelanes y lameculos profesionales, por no mencionar a la adulada familia real, respaldada a su vez por diez veces esa cantidad de androides ansiosos de arar el suelo y alimentar los reactores y levantar las ciudades y cargar ese fardo y soportar aquella carga… Bien, ya deben de captar la idea.

Desembarcamos en un mundo ya poblado por los pobres diablos que habían vuelto al estado salvaje dos siglos atrás y vivían con la mano en la boca propia y el garrote en la cabeza ajena. Desde luego, los nobles descendientes de esos valientes pioneros nos saludaron como si fuéramos dioses, sobre todo cuando el personal de seguridad despachó a los cabecillas más agresivos, y desde luego consideramos natural esa adoración y los pusimos a trabajar junto a nuestros amigos de piel azul, para que tallaran la fortaleza del sur y construyeran nuestra brillante ciudad de la colina.

En efecto, era una brillante ciudad de la colina. Las ruinas actuales no dicen nada sobre ese lugar. El desierto ha avanzado en tres siglos: los acueductos de las montañas se han desmoronado; la ciudad misma es sólo ruinas. Pero en sus tiempos, la Ciudad de los Poetas era una auténtica belleza, una mezcla de la Atenas de Sócrates con la pasión intelectual de la Venecia renacentista, el fervor artístico del París de los impresionistas, la verdadera democracia de la primera década de Ciudad Orbital y el futuro ilimitado del Centro Tau Ceti.

Pero, a fin de cuentas, no era ninguna de estas cosas, desde luego. Era sólo la claustrofóbica sala de Hrothgar con el monstruo acechando en las tinieblas. Teníamos nuestro Grendel, como es natural. Incluso teníamos nuestro Hrothgar: basta mirar el pobre perfil encorvado del Triste Rey Billy. Sólo nos faltaba un guerrero, nuestro fornido y obtuso Beowulf con su pandilla de alegres psicópatas. Así, a falta de un héroe, optamos por el papel de víctimas y compusimos sonetos, ensayamos ballets y desenrollamos pergaminos, mientras nuestro Grendel de espinas y acero salpimentaba la noche de miedo y cosechaba fémures y cartílago.

Así era cuando yo (entonces un sátiro cuya cara era el espejo de su alma) estuve cerca de concluir mis Cantos, la obra de mi vida, tan cerca como he estado en cinco tristes siglos de terca perseverancia.

(Disolución de escena)

Se me ocurre que la historia de Grendel es prematura. Los actores aún no han salido al escenario. La trama no lineal y la prosa inconexa tienen sus partidarios y figuro entre ellos, amigos míos, pero a fin de cuentas son los personajes quienes ganan o pierden la inmortalidad en letras de molde. ¿Nadie ha albergado la secreta idea de que en alguna parte Huck y Jim están, en este instante, impulsando su balsa por algún río lejano, mucho más reales que el limpiabotas que nos atendió hace sólo un día olvidado? De cualquier modo, si he de contar esta puñetera historia, conviene saber quién participa en ella. Y, por mucho que me duela, debo retroceder para empezar por el principio.

Al principio fue la Palabra. Y la Palabra fue programada en binario clásico. Y la Palabra dijo «¡Qué haya vida!». Así, en alguna parte de las bóvedas TecnoNúcleo de la finca de mi madre, el esperma congelado de mi difunto padre fue descongelado, puesto en suspensión, agitado como los batidos de antaño, cargado en un híbrido de inyección automática y consolador y —al mágico toque de un gatillo— eyaculaba en mamá en una época en que la luna estaba llena y el huevo, maduro.

Desde luego, no era preciso que mamá quedará encinta con este método bárbaro. Pudo haber escogido una fertilización ex útero, un amante con un transplante del ADN de papá, un sustituto clónico, un nacimiento doncellesco con injerto de genes y otras cosas… Pero, como me confesó más tarde, se abrió de piernas ante la tradición. Yo supongo que lo prefería así. De cualquier modo, nací.

Nací en la Tierra… en Vieja Tierra… y que le den por el culo, Lamia, si no me cree. Viví en la finca de mi madre, en una isla cercana a la Reserva de América del Norte.

Notas para un bosquejo de mi hogar en Vieja Tierra. Crepúsculos frágiles que pasaban del violeta al fucsia y al púrpura sobre las siluetas de crespón de los árboles, más allá del jardín del sudoeste. Cielos delicados como porcelana traslúcida, no tocados por las nubes ni el vapor. El silencio presinfónico de las primeras luces seguido por la percusión del amanecer. Naranjas y rojos encendiéndose en oro, el largo y calmo descenso al verde: hojas, sombras, zarcillos de ciprés y sauce llorón, el callado terciopelo verde del claro.

La finca de mi madre, nuestra finca, cuarenta hectáreas centradas en una inmensidad. Parques del tamaño de pequeñas praderas con una hierba tan perfecta que invitaba a tenderse en ella y dormir en su mullida perfección. Nobles y copudos árboles que transformaban la tierra en un reloj de sol, sus sombras en un círculo de majestuosa procesión; ora mezclándose, ora contrayéndose al mediodía, luego estirándose hacia el este con la muerte del día. Regios robles. Olmos gigantes. Álamo, ciprés, pino y bonsai. Banianos que extendían nuevos troncos como lisas columnas en un templo techado por el cielo. Sauces al borde de pulcros canales e irregulares arroyos, con las ramas colgantes y cantando antiguas endechas al viento.

Nuestra casa se eleva en una colina baja donde, en invierno, las curvas pardas del parque parecen el terso flanco de una bestia hembra, muslo musculoso y veloz. La casa muestra sus siglos de crecimiento: una torre de jade en el patio del este recibe la primera luz del alba, gabletes en el ala sur arrojan triángulos de sombra en el invernáculo de cristal a la hora del té, balcones y un laberinto de escaleras exteriores a lo largo de los pórticos del este se enzarzan en juegos Escher con las sombras de la tarde. Fue después del Gran Error, pero antes de que todo se volviera inhabitable. En general ocupábamos la finca durante lo que extrañamente llamábamos «períodos de remisión», temporadas de diez a dieciocho meses de tranquilidad entre espasmos planetarios cuando el maldito miniagujero negro del Equipo de Kiev digería trozos del centro de la Tierra y aguardaba su próximo festín. Durante los «Tiempos Malos» nos trasladábamos a casa del tío Kowa, más allá de la Luna, en un asteroide terraformado llevado allá antes de la migración éxter.

Como cabe esperar, nací con una cuchara de plata en el trasero. No me disculpo. Al cabo de tres mil años de coquetear con la democracia, las familias de Vieja Tierra habían comprendido que el único modo de evitar la chusma era impidiendo que se reprodujera. O, mejor aún, patrocinando flotas de naves seminales, gironaves exploradoras, nuevas migraciones por teleyección, la temerosa urgencia de la Hégira, para que esa gente procreara allá y dejara en paz Vieja Tierra. El hecho de que el mundo natal fuera una vieja desdentada y enferma alentó el espíritu pionero de los miembros de la chusma. No eran tontos.

Como Buda, yo era casi adulto cuando descubrí la pobreza por primera vez. Yo tenía dieciséis años estándar durante mi Wanderjahr y viajaba con mochila por la India cuando vi un mendigo. Las viejas familias hinduistas los mantenían allí por razones religiosas, pero en ese momento sólo vi un hombre en harapos, las costillas prominentes, tendiendo un cesto de mimbre con un antiguo panel de crédito, rogando por un toque de mi tarjeta universal. Mis amigos lo atribuyeron a la histeria. Vomité. Fue en Benarés.

Mi infancia fue privilegiada, pero no al extremo de la exasperación. Guardo gratos recuerdos de las famosas fiestas de la Grande Dame Sybil (una tía abuela por el lado materno). Recuerdo un festejo de tres días que celebró en el Archipiélago de Manhattan: llegaban huéspedes en naves de Ciudad Orbital y de las arcologías europeas. Recuerdo el Empire State Building surgiendo del agua, sus múltiples luces reflejadas en las lagunas y los canales con helechos. Los VEMs descargaban pasajeros en la terraza mientras las fogatas ardían en los edificios más bajos, que formaban islas pobladas de malezas.

La Reserva de América del Norte era entonces nuestro patio de juegos favorito. Se decía que aún vivían ocho mil personas en ese misterioso continente, pero la mitad eran excursionistas. El resto incluía a ARNistas renegados que ejercían su oficio resucitando especies de plantas y animales largamente ausentes de sus antediluvianas regiones norteamericanas, los ingenieros ecológicos, los primitivos con licencia, tales como los sioux ogalalla o el gremio de los Angeles del Infierno, y algunos turistas. Yo tenía un primo que viajó como mochilero de una región de observación de la Reserva a otra, pero lo hizo en el Medio Oeste, donde las zonas estaban relativamente más apiñadas y donde las manadas de dinosaurios escaseaban.

Durante el primer siglo después del Gran Error, Gea estaba herida de muerte, pero su agonía era lenta. La devastación era tremenda durante los Tiempos Malos —que se repetían con creciente frecuencia en espasmos precisos, remisiones más cortas, consecuencias más terribles después de cada ataque—, pero la Tierra permanecía y se reparaba como mejor podía.

La Reserva era, como he dicho, nuestro patio de juegos; pero en cierto sentido también lo era toda la Tierra, que agonizaba. Mi madre me dio mi propio VEM cuando yo tenía siete años y no había ningún sitio del globo que estuviera a más de una hora de casa. Mi mejor amigo, Amalfi Schwartz, vivía en las Fincas del Monte Erebus, en lo que había sido la República Antártica. Nos veíamos todos los días. El hecho de que la ley de Vieja Tierra prohibiera los teleyectores no nos molestaba en lo más mínimo; tendidos en una ladera de noche, mientras contemplábamos las dos o tres mil estrellas visibles a través de las diez mil Luces Orbitales y las veinte mil señales del Anillo, no sentíamos envidia ni afán de unirnos a la Hégira, que ya entonces estaba hilando la trama de la Red de Mundos. Éramos felices.

Mis recuerdos de mamá son extrañamente estilizados, como si ella fuera otro invento ficticio de una de mis novelas del ciclo de la Tierra Moribunda. Quizá lo fuera. Tal vez fui criado por robots en las ciudades automatizadas de Europa, amamantado por androides en el Desierto del Amazonas o cultivado en una bandeja como levadura de cerveza. Lo que recuerdo es la bata blanca de mi madre al deslizarse como un fantasma por las sombrías habitaciones de la finca; venas azules e infinitamente delicadas en el dorso de su mano de dedos finos mientras servía té en la luz damasquina y polvorienta del invernáculo: el resplandor de las velas atrapado como una mosca de oro en la telaraña brillante de su cabello, recogido en un moño al estilo de las Grandes Damas. A veces sueño que recuerdo su voz, la modulación y el tono y su conmovedora presencia, pero luego despierto y se transforma sólo en el viento que agita las cortinas de encaje o en el murmullo de un mar extraño sobre la piedra.

Desde que tuve conciencia de mi identidad, supe que sería —tenía que ser— poeta. No era una elección; era como si la belleza moribunda que me rodeaba insuflara en mí su último aliento, dictaminando que yo estaba condenado a jugar con palabras el resto de mis días; como si expiara el modo irracional con que nuestra especie había arrasado su cuna. Qué diablos, me hice poeta.

Tenía un preceptor llamado Balthazar, humano pero antiguo, un refugiado de los callejones de la antigua Alejandría, con sus olores carnales. Balthazar tenía un fulgor blanco azulado debido a esos toscos tratamientos Poulsen primitivos; era como una momia cubierta de plástico líquido. Y lujurioso como el proverbial macho cabrío. Siglos después, cuando yo estaba en mi período de sátiro, creí comprender al fin las compulsiones priápicas del pobre Balthazar, pero en aquellos tiempos resultaba una molestia tener muchachas jóvenes en el personal de la finca. Humana o androide, don Balthazar no hacía discriminaciones: las follaba a todas.

Afortunadamente para mi educación, no había ni rastro de homosexualidad en la adicción de don Balthazar a los cuerpos jóvenes, así que sus peripecias se manifestaban como ausencia de nuestras clases o bien como una excesiva atención a la memorización de versos de Ovidio, Senesh o Wu.

Era un preceptor excelente. Estudiamos a los antiguos y el último período clásico, realizamos excursiones a las ruinas de Atenas, Roma, Londres y Hannibal, Missouri, y nunca me sometió a pruebas o exámenes. Don Balthazar esperaba que yo lo aprendiera todo de memoria a primera vista… y yo no lo defraudaba. Convenció a mi madre de que las trampas de la «educación progresista» no eran para una familia de Vieja Tierra, así que nunca conocí los esterilizantes atajos de la medicación con ARN, la inmersión en esferas de datos, el adiestramiento sistémico evocativo, los grupos de encuentro estilizados, las «aptitudes de pensamiento elevado» con su desdén por los hechos, ni la programación prealfabeta. Como consecuencia de estas privaciones, fui capaz de recitar toda la Odisea en la traducción de Fitzgerald cuando cumplí seis años, componer estrofas rimadas antes de aprender a vestirme y pensar en versos de fuga espiralada antes de tener una interfaz con una IA.

Mi educación científica, por otra parte, fue menos rigurosa. Don Balthazar mostraba poco interés en lo que denominaba el «aspecto mecánico del universo». Sólo a los veintidós años comprendí que los ordenadores, las unidades de memoria aleatoria y los artefactos de soporte vital asteroidales del tío Kowa eran máquinas, y no benévolas manifestaciones de los espíritus que nos rodeaban. Yo creía en las hadas, los duendes, la numerología, la astrología y la magia del solsticio de verano en el corazón de los primitivos bosques de la Reserva. Como Keats y Lamb en el estudio de Haydon, don Balthazar y yo brindábamos por el «desquiciamiento de las matemáticas», y llorábamos la destrucción de la poesía del arco iris ejecutada con el prisma fisgón del señor Newton. Mi temprana desconfianza y aun odio por todo lo científico y clínico me fue útil en la vida.

Aprendí que no resulta difícil ser un pagano precopernicano en la Hegemonía postcientífica.

Mis primeros poemas eran lamentables. Como la mayoría de los malos poetas, yo no me daba cuenta de ello, seguro en mi arrogancia de que el simple acto de crear daba cierto valor a los indignos abortos que alumbraba. Mi madre se mostró tolerante conmigo a pesar de que yo dejaba pestilentes pilas de chapuzas esparcidas por la casa. Era indulgente con su único hijo, aunque éste fuera tan incontinente como un rumiante en estado salvaje. Don Balthazar nunca comentó mis escritos; sobre todo, supongo, porque nunca le mostré ninguno. Don Balthazar pensaba que el venerable Daton era un fraude, que Salmud Brevy y Robert Frost se tenían que haber ahorcado con sus propias entrañas, que Wordsworth era un necio, y que cualquier cosa inferior a los sonetos de Shakespeare constituía un ultraje al idioma. No vi razones para abrumar a don Balthazar con mis versos, aunque yo supiera que desbordaban de genio incipiente.

Publiqué varios de esos excrementos literarios en los diversos periódicos impresos entonces en boga en las diversas arcologías de las Casas Europeas, y los aficionados directores de esas toscas publicaciones se mostraban tan indulgentes con mi madre como ella conmigo. A veces yo urgía a Amalfi o algún otro compañero de juegos —menos aristocráticos que yo y, por lo tanto, con acceso a las esferas de datos y transmisores ultralínea— a enviar algunos de mis poemas al Anillo o a Marte, y así a las proliferantes colonias.

Nunca respondieron. Supuse que estaban demasiado ocupados.

La creencia en nuestra identidad de poetas o escritores antes de la prueba decisiva de la publicación es tan ingenua e inofensiva como la creencia juvenil en la propia inmortalidad…, y la inevitable desilusión resulta igualmente dolorosa.

Mi madre murió con la Vieja Tierra. La mitad de las Viejas Familias se quedaron durante el último cataclismo; yo tenía entonces veinte años y me había trazado el romántico plan de morir con mi mundo natal. Mi madre decidió lo contrario. No le preocupaba mi muerte prematura —como yo, era demasiado egoísta para pensar en otra persona en semejante momento— ni el hecho de que la muerte de mi ADN marcara el fin de un linaje de aristócratas que se remontaba al Mayflower; no, le molestaba que la familia se extinguiera endeudada. Al parecer, nuestros últimos cien años de extravagancias se habían financiado mediante préstamos sustanciosos del Banco del Anillo y otras discretas instituciones extraterrestres.

Ahora que los continentes de la Tierra se estrellaban bajo el impacto de la contracción, los grandes bosques ardían, los océanos jadeaban y hervían transformándose en una sopa muerta, y el aire mismo se volvía caliente, denso e irrespirable, ahora los bancos reclamaban su dinero. Yo era la garantía.

Mejor dicho, lo era en el plan de mi madre. Liquidó todo el patrimonio disponible unas semanas antes de que esa frase fuera una realidad literal, depositó un cuarto de millón de marcos en cuentas a largo plazo en el fugitivo Banco del Anillo, y me despachó en un viaje al Protectorado Atmosférico de Rifkin en Puertas del Cielo, un mundo menor que giraba alrededor de la estrella Vega. Incluso entonces, ese mundo ponzoñoso tenía una conexión por teleyector con el sistema Sol, pero yo no me teleyecté. Tampoco viajé a bordo de la única giro-nave con motor Hawking que recalaba en Puertas del Cielo cada año estándar. No; mi madre me envió a ese confín del universo en una nave-ariete Fase Tres, de velocidad infralumínica, congelado con los embriones de ganado, los concentrados de zumo de naranja y los virus de alimentación, en un viaje que duró ciento veintinueve años de a bordo, con una deuda temporal objetiva de ciento sesenta y siete años estándar.

Mi madre supuso que el interés acumulado en las cuentas a largo plazo bastaría para saldar la deuda de nuestra familia y quizá para permitirme una cómoda supervivencia. Por primera y última vez en su vida, mi madre se equivocó.

Notas para un bosquejo de Puertas del Cielo:

Callejas de lodo que salen de la estación de conversión como llagas en la espalda de un leproso. Nubes sulfurosas colgando en jirones en un cielo de arpillera putrefacta. Una maraña de estructuras de madera sin forma, decrépitas incluso antes de estar acabadas, cuyas ventanas sin cristal miran ciegamente la boca cavernosa de sus vecinas. Aborígenes que procrean como… como humanos, supongo; inválidos sin ojos, con los pulmones quemados por la podredumbre del aire, que engendran carnadas de vastagos cuya piel se ha encallecido a los cinco años estándar, cuyos ojos lagrimean sin cesar en una atmósfera que los matará antes de los cuarenta, con sonrisas cariadas, con una pelambrera grasienta pobladas de piojos y de sacos sanguíneos de las garrapatas drácula. Padres orgullosos y sonrientes. Veinte millones de estos imbéciles condenados, amontonados en las barriadas de una isla más pequeña que el parque oeste de mi familia en Vieja Tierra, todos ellos luchando por inhalar el único aire respirable en un mundo donde lo habitual es aspirar y morir, apiñándose cada vez más cerca del centro del radio de noventa kilómetros de atmósfera potable que la Estación de Generación Atmosférica suministró antes de fallar.

Puertas del Cielo: mi nuevo hogar.

A mi madre no se le ocurrió que todas las cuentas de Vieja Tierra serían congeladas… y luego absorbidas por la creciente economía de la Red de Mundos. Tampoco recordó que la razón por la cual la gente había esperado el motor Hawking para trasladarse al brazo espiral de la galaxia era que en sueño criogénico prolongado —en vez de pocas semanas o meses de fuga— las probabilidades de lesión cerebral terminal son de una sobre seis. Yo tuve suerte. Cuando me desempacaron en Puertas del Cielo y me pusieron a trabajar cavando canales de ácido más allá del perímetro, sufrí un único accidente cerebral: una apoplejía. Físicamente, me recuperé lo suficiente para trabajar en las fosas de lodo al cabo de pocas semanas locales. Mentalmente, dejaba mucho que desear.

El hemisferio izquierdo de mi cerebro estaba sellado como el sector dañado de una gironave, cuando las puertas herméticas libran al vacío los compartimientos condenados. Aún podía pensar. Pronto recuperé el control del lado derecho del cuerpo. Sólo los centros de lenguaje estaban más allá de toda reparación sencilla. El maravilloso ordenador orgánico encerrado en mi cráneo había escupido su contenido lingüístico como un programa fallido. El hemisferio derecho contenía algo de lenguaje, pero sólo las unidades de comunicación con mayor carga emocional podían alojarse en ese hemisferio afectivo: mi vocabulario se reducía a nueve palabras. (Luego supe que esto era excepcional, pues muchas víctimas de ataques cardiovasculares retienen sólo dos o tres). Para consignarlo, he aquí todo mi vocabulario: follar, mierda, pis, coño, maldición, hijoputa, culo, pipí y popó.

Un rápido análisis revelará un grado de redundancia. Tenía a mi disposición ocho sustantivos y un verbo. Siete de esos sustantivos representaban cinco cosas y dos de ellos funcionaban como exclamaciones: entre los dos restantes, uno podía funcionar como expletivo y otro como adjetivo. Mi nuevo universo lingüístico abarcaba monosílabos y polisílabos largos, e incluía dos palabras de bebé. Había cuatro alusiones al tópico de la eliminación, dos referencias a la anatomía humana, una imprecación, una descripción estándar del coito y un insulto alusivo a las costumbres sexuales maternas.

Bastaba.

No diré que recuerdo mis tres años en las fosas de lodo y las barriadas viscosas de Puertas del Cielo con afecto, pero es verdad que esos años fueron tanto o más formativos que mis dos primeras décadas en Vieja Tierra.

Pronto descubrí que entre mis amigos íntimos. —Viejo Cieno, el capataz; Unk, el matón a quien pagaba mis sobornos por protección; Kiti, la piojosa ramera con quien dormía cuando me lo podía permitir— mi vocabulario era eficaz.

—Follar, mierda —gruñía yo, gesticulando—. Culo, coño, pipí, follar.

—Ah —sonreía Viejo Cieno, mostrando el único diente—, vas a la tienda de la compañía a comprar galletas de algas, ¿eh?

—Maldición popó —respondía yo.

La vida de un poeta no consiste sólo en la finita danza verbal de la expresión, sino en las casi infinitas combinaciones de percepción y memoria a la vez combinadas con la sensibilidad ante lo que se percibe y se recuerda. Mis tres años locales en Puertas del Cielo, casi mil quinientos días estándar, me permitieron ver, sentir, oír, recordar, como si literalmente hubiera renacido en el infierno; la reelaboración de la experiencia es la base de la verdadera poesía y la experiencia en bruto fue el regalo de nacimiento de mi nueva vida.

No me fue difícil adaptarme a ese mundo feliz rezagado un siglo y medio respecto del mío. Aunque en estos cinco siglos hemos hablado de expansión y espíritu pionero, todos sabemos que nuestro universo humano se ha vuelto retrógrado y estático. Vivimos una cómoda Edad Oscura de la inventiva; las instituciones apenas cambian, y lo hacen por evolución gradual antes que por revolución; la investigación científica se arrastra como un cangrejo, de lado, cuando antes brincaba en grandes saltos intuitivos; la maquinaria cambia aún menos, y las tecnologías estancadas comunes entre nosotros serían instantáneamente identificables —¡y manejables!— para nuestros bisabuelos. Así que mientras yo dormía, la Hegemonía se convirtió en una entidad formal, la Red de Mundos cobró su forma más o menos definitiva, la Entidad Suma ocupó su lugar democrático en la lista de los déspotas benévolos de la humanidad, el TecnoNúcleo se negó a servir a los humanos y luego ofreció su ayuda como aliado y no como esclavo, y los éxters se replegaron a la oscuridad y al papel de Némesis; pero todas estas cosas habían alcanzado su punto crítico incluso antes de que me metieran en mi ataúd de hielo entre los vientres de cerdo y los sorbetes, y esas obvias prolongaciones de viejas tendencias resultaban fáciles de entender. Además, la historia vista desde dentro es siempre una confusa papilla digestiva, muy diferente de la vaca fácilmente reconocible que ven desde lejos los historiadores.

Mi vida era Puertas del Cielo y las exigencias inmediatas de la supervivencia. El cielo era un eterno poniente amarillo y sucio que colgaba como un techo desvencijado a pocos metros de mi cabaña. Mi cabaña resultaba extrañamente confortable: una mesa para comer, un catre para dormir y follar, un agujero para orinar y defecar, y una ventana para mirar en silencio. Mi entorno reflejaba mi vocabulario.

La cárcel siempre fue buen un sitio para los escritores, pues mata los demonios gemelos de la movilidad y la distracción; Puertas del Cielo no era una excepción. Mi cuerpo pertenecía al Protectorado Atmosférico, pero mi mente —o lo que quedaba de ella— era mía.

En Vieja Tierra componía mis poemas en un comlog procesador de pensamiento Sadu-Dekenar, mientras remoloneaba en una silla tapizada o flotaba en mi nave EM por encima de oscuras lagunas o paseaba pensativamente entre pérgolas perfumadas. Ya describí los execrables, indisciplinados, blandos y flatulentos productos de esos ensueños. En Puertas del Cielo descubrí que el esfuerzo físico puede constituir un gran estímulo mental: no simples trabajos, añadiré, sino esfuerzos que arqueaban espaldas, inflamaban pulmones, revolvían tripas, desgarraban ligamentos y reventaban testículos. Pero mientras la faena es pesada y repetitiva, según descubrí, la mente no sólo está en libertad de viajar a climas más imaginativos, sino que huye a planos superiores.

Así, en Puertas del Cielo, mientras paleaba la inmundicia de los mugrientos canales bajo la mirada roja de Vega Prima, o me arrastraba entre estalactitas y estalagmitas de bacterias en los tubos laberínticos de la estación, me transformé en poeta.

Sólo me faltaban las palabras.

El escritor más célebre del siglo veinte, William Gass, declaró en una entrevista: «Las palabras son los objetos supremos. Son cosas con mente».

En efecto. Son tan puras y trascendentes como cualquier idea que jamás haya arrojado sombras en la oscura caverna platónica de nuestras percepciones. Pero también nos estafan y nos engañan. Las palabras encauzan nuestros pensamientos hacia infinitas sendas de autoengaño, y el hecho de que pasemos la mayor parte de nuestra vida mental en mansiones cerebrales construidas con palabras insinúa que carecemos de la objetividad necesaria para comprender la terrible distorsión de la realidad que provoca el lenguaje. Ejemplo: el pictograma chino que significa «honestidad» es un símbolo de dos partes donde un hombre está literalmente de pie junto a su palabra. Hasta ahora, muy bien. ¿Pero qué significa la moderna palabra «integridad»? ¿O «madre patria»? ¿O «progreso»? ¿O «democracia»? ¿O «belleza»? Pero incluso en nuestro autoengaño, llegamos a ser dioses.

Un filósofo y matemático llamado Bertrand Russell, que vivió y murió en el mismo siglo que Gass, escribió en una ocasión: «El lenguaje sirve no sólo para expresar el pensamiento, sino para posibilitar pensamientos que no existirían sin él».

He aquí la esencia del genio creativo de la humanidad: no los edificios de la civilización ni las armas que pueden fulminarla, sino las palabras que fertilizan nuevos conceptos como espermatozoides que atacan un óvulo. Se podría argumentar que los gemelos siameses de palabra-idea son el único aporte que la especie humana puede, quiere o debe hacer al cosmos en despliegue. Sí, nuestro ADN es único, pero también el de la salamandra. Sí, construimos artefactos, pero también lo hacen especies que van desde los castores hasta las hormigas arquitecto, cuyas torres almenadas pueden verse ahora mismo desde la proa. Si, hilamos cosas reales a partir de los ensueños de las matemáticas, pero el universo es congénitamente aritmético. Si trazamos un círculo, Pi asoma la cabeza. Si entramos en un nuevo sistema solar, las fórmulas de Tycho Brahe acechan bajo el manto de terciopelo negro de la trama espacio temporal. Pero ¿dónde tiene el universo oculta una palabra bajo su capa externa de biología, geometría y roca insensible? Otras formas de vida inteligente —los dirigibles de Jove II, los Constructores de Laberintos, los émpatas de Hebrón, la gente garrapata de Durulis, los arquitectos de las Tumbas de Tiempo, el Alcaudón mismo— nos han dejado misterios y artefactos oscuros, pero no lenguaje. No palabras.

El poeta John Keats escribió a un amigo llamado Bailey: «No estoy seguro de nada excepto de la santidad del afecto del Corazón y la verdad de la Imaginación. Aquello que la imaginación capta como Belleza ha de ser verdad, haya existido antes o no».

El poeta chino George Wu, quien murió en la Ultima Guerra Chino-Japonesa tres siglos antes de la Hégira, entendió bien esto cuando anotó en su comlog: «Los poetas son las comadronas locas de la realidad. No ven lo que es, ni lo que puede ser, sino lo que debe llegar a ser». Más tarde, en el último disco dirigido a su amante, una semana antes de morir, Wu dijo: «Las palabras son las únicas balas de la canana de la verdad, y los poetas son los francotiradores».

Así que en el principio fue la Palabra. Y la Palabra se hizo carne en la trama del universo humano. Sólo el poeta puede expandir este universo; sólo él encontrará atajos hacia nuevas realidades, tal como el motor Hawking abre túneles bajo las barreras de la trama einsteiniana del espacio/tiempo.

Comprendí que ser poeta, un auténtico poeta, representaba transformarse en el avatar de la humanidad encarnada; aceptar el manto del poeta es llevar la cruz del Hijo del Hombre, sufrir los dolores de parto del Alma Madre de la Humanidad.

Ser un verdadero poeta es convertirse en Dios.

Traté de explicar esto a mis amigos de Puertas del Cielo.

—Pis, mierda —dije—. Culo hijoputa, maldición mierda maldición. Coño. Pipí coño. ¡Maldición!

Meneaban la cabeza, sonreían y seguían de largo. Los grandes poetas rara vez son comprendidos en su propia época.

Las nubes sucias y amarillas descargaban ácido sobre mí. Yo caminaba con el lodo hasta los muslos y limpiaba algas-sanguijuela de las cloacas de la ciudad. Durante mi segundo año allí murió Viejo Cieno, cuando todos trabajábamos en un proyecto para extender el Canal de la Primera Avenida a los Lodazales de Midsump. Un accidente. Trepaba por una duna de viscosidad para rescatar una rosa-azufre de la apisonadora, cuando sobrevino un lodomoto. Kiti se casó poco después. Todavía trabajaba como ramera, pero yo la veía cada vez menos. Murió al dar a luz poco después que la gran ola verdosa arrastrara Ciudad Lodazal. Yo seguía escribiendo poesía.

¿Cómo se escriben buenos versos con un vocabulario de sólo nueve palabras pertenecientes al hemisferio derecho?

La respuesta es que no usaba palabras. Las palabras son secundarias para la poesía. Primero está la verdad. Yo enfrentaba el Ding an Sich, la sustancia que subyace a la sombra; tejía conceptos, símiles y conexiones, tal como un ingeniero levantaría un rascacielos: se alza el esqueleto de aleación de filamentos mucho antes de que aparezcan el vidrio, el plástico y el cromoaluminio.

Lentamente, las palabras regresaron. El cerebro tiene una asombrosa capacidad para reeducarse y reorganizarse. Lo que se había perdido en el hemisferio izquierdo encontró un hogar en otra parte o reafirmó su primacía en las regiones afectadas, como pioneros que regresaran a una llanura arrasada por el fuego pero fertilizada por el incendio. Si antes una palabra sencilla como «sal» me dejaba tartamudeando y jadeando mientras mi mente sondeaba el vacío como una lengua palpando el orificio dejado por un diente faltante, ahora las palabras y las frases volvían despacio, como nombres de amigos olvidados. Durante el día trabajaba en los lodazales, pero de noche me sentaba a mi mesa astillada y escribía mis Cantos a la luz de una lámpara siseante. Mark Twain opinó una vez, con su estilo campechano: «La diferencia entre la palabra adecuada y la palabra casi adecuada es la diferencia entre la centella y la centolla». Fue ocurrente pero incompleto. Durante esos largos meses del comienzo de mis Cantos en Puertas del Cielo, descubrí que la diferencia entre hallar la palabra adecuada y aceptar la casi adecuada era la diferencia entre ser fulminado por una centella y presenciar un centelleo.

Así comenzaron y crecieron mis Cantos. Escritos en las frágiles hojas de fibra de alga-sanguijuela reciclada que nos daban sin límite para que las usáramos como papel higiénico; garrapateados con una de las baratas plumas de punta de fieltro que vendían en la tienda de la compañía, los Cantos cobraron forma. Mientras las palabras retornaban, encajando en su lugar como piezas desperdigadas de un rompecabezas tridimensional, yo necesitaba una forma. Volví a las enseñanzas de don Balthazar y probé suerte con la mesurada nobleza del verso épico de Milton. Tras cobrar confianza, añadí la sensualidad romántica de un Byron madurado por una celebración del lenguaje a lo Keats. Mezclé todo esto y sazoné la mezcla con un chorro del brillante cinismo de Yeats, y una pizca de la oscura y erudita arrogancia de Pound. Trituré, machaqué y añadí ingredientes tales como la mesura en las imágenes de Eliot, la sensibilidad para los lugares propia de Dylan Thomas, el tono sombrío de Delmore Schwartz, el toque tétrico de Steve Tem, el alegato de inocencia de Salmud Brevy, el amor de Dalton por las rimas artificiosas, la adoración de Wu por lo físico, el aire díscolo de Edmond Ki Ferrera.

Al final, desde luego, tiré ese batiburrillo y escribí los Cantos en mi propio estilo.

Si no hubiera sido por Unk el matón, probablemente aún estaría en Puertas del Cielo, cavando canales ácidos de día y escribiendo Cantos de noche.

Era mi día libre y llevaba mis Cantos —¡la única copia de mi manuscrito!— a la Biblioteca de la Compañía para investigar algunos datos, cuando Unk y dos de sus compinches salieron de un callejón para exigirme el pago inmediato del dinero de protección del mes siguiente. En el Protectorado Atmosférico de Puertas del Cielo no teníamos tarjetas universales; pagábamos las deudas en bonos de la Compañía o en marcos de contrabando. Yo no tenía ninguna de las dos cosas. Unk quiso saber qué había en mi saco de plástico. Sin pensarlo, me negué. Fue un error. Si le hubiera mostrado el manuscrito, Unk probablemente lo habría desparramado en el barro y me habría abofeteado después de proferir amenazas. En cambio, mi negativa lo enfureció tanto que él y los dos Neanderthales que lo acompañaban rasgaron el saco, desparramaron el manuscrito en el lodo y me dieron una paliza de órdago.

Ocurrió que ese día un VEM perteneciente al gerente de control de calidad del aire del Protectorado pasaba a poca altura por ahí. La esposa del gerente, que viajaba sola a la Tienda Residencial de la Compañía, hizo descender el VEM, ordenó al criado androide que me recogiera a mí y lo que quedaba de mis Cantos y luego me condujo al Hospital de la Compañía. Habitualmente los miembros de la fuerza laboral contratada recibían asistencia médica (cuando la recibían) en la Bioclínica, pero el Hospital no quiso irritar a la esposa de un gerente. Me recibieron —todavía inconsciente— y me atendieron un médico humano y la esposa del gerente mientras me recobraba en un tanque de curación.

Abreviaré los triviales detalles de esta trivial historia. Helenda (la esposa del gerente) leyó mi manuscrito mientras yo flotaba en líquido renovador. Le gustó. El mismo día que me sacaron de mi recipiente del Hospital de la Compañía, Helenda se teleyectó a Renacimiento, donde mostró mis Cantos a su hermana Felia. Ella tenía una amiga cuyo amante conocía a un asesor de publicaciones de la editorial Transline. Cuando desperté al día siguiente, las costillas rotas estaban soldadas, el pómulo astillado había sanado, las magulladuras habían desaparecido. Y además tenía cinco dientes nuevos, una córnea nueva en el ojo izquierdo y un contrato con Transline.

El libro se publicó cinco semanas más tarde. Una semana después de eso, Helenda se divorció del gerente y se casó conmigo. Era el séptimo matrimonio para ella, el primero para mí. Fuimos de luna de miel a la Confluencia y, cuando regresamos un mes más tarde, se habían vendido más de mil millones de ejemplares de mi libro —el primer poemario en cuatro siglos que figuraba entre los libros mejor vendidos— y yo era varias veces millonario.

Tyrena Wingreen-Feif fue mi primera editora en Transline. Fue idea de ella titular el libro La Tierra Moribunda (una investigación mostró que se había publicado una novela con ese mismo nombre quinientos años antes, pero los derechos habían vencido y el libro estaba agotado). También fue idea suya publicar solamente las secciones de los Cantos que trataban acerca de los nostálgicos días finales de Vieja Tierra. Por último se le ocurrió eliminar las partes que podían aburrir a los lectores: los pasajes filosóficos, las descripciones de mi madre, los homenajes a poetas anteriores, los versos experimentales, los pasajes más personales; en fin, todo excepto las descripciones de los idílicos días finales, las cuales, vaciadas de su carga más pesada, parecían sensibleras e insípidas. Cuatro meses después de la publicación de La Tierra Moribunda, se habían vendido más de dos mil quinientos millones de copias impresas por fax, se podía acceder a una versión abreviada y digitalizada en la esfera de datos Entidad Visual y había un contrato para un holofilme.

Tyrena observó que el momento había sido perfecto, que el trauma original de la muerte de Vieja Tierra había significado un siglo de negación, casi como si la Tierra jamás hubiera existido, seguido por un período de renovado interés que había culminado en cultos nostálgicos que ahora proliferaban en todos los mundos de la Red. Un libro sobre los días finales —incluso un libro de poemas— había sido muy oportuno.

Para mí, los primeros meses de vida como celebridad en la Hegemonía resultaron mucho más desconcertantes que mi anterior transición de hijo mimado de la Vieja Tierra a apopléjico esclavizado en Puertas del Cielo. Durante esos primeros meses firmé libros y faxes en más de cien mundos; aparecí en el programa de Marmon Hamlit, conocí al FEM Senister Perot y al portavoz Drury Fein de la Entidad Suma, así como a una veintena de senadores; hablé ante la Sociedad Interplanetaria de Mujeres del PEN y ante el Sindicato de Escritores de Lusus; recibí títulos honoríficos en la Universidad de Nueva Tierra y en Cambridge Dos; fui agasajado, entrevistado, filmado, reseñado (favorablemente), biografiado (sin autorización), festejado, serializado y estafado. Fue una época atareada.

Notas para un bosquejo de la vida en la Hegemonía:

Mi nuevo hogar tenía treinta y ocho habitaciones en treinta y seis mundos. Sin puertas: las entradas son portales teleyectores, algunos ocultos por cortinas, la mayoría abiertos a la observación y al ingreso. Cada habitación tenía ventanas por doquier y por lo menos dos paredes con portales. Desde el gran comedor de Vector Renacimiento veía los cielos broncíneos y las torres verdosas de Fortaleza Enable en el valle que yacía al pie de mi pico volcánico, y al volver la cabeza podía contemplar, a través del portal teleyector, hacia la extensión de alfombra blanca del salón para ver el Mar Edgar Allan estrellándose contra las torres de Punta Próspero en Nevermore. Mi biblioteca daba hacia los glaciares y verdes cielos de Nordholm, mientras que diez pasos me permitían descender por una pequeña escalera hasta mi torre, un estudio cómodo y abierto rodeado de cristal polarizado, que ofrecía una vista de trescientos sesenta grados de los más altos picos del Kushpat Karakoram, una cordillera a dos mil kilómetros del asentamiento más cercano de los confines orientales de la república de Jamnu, en Deneb Drei.

El enorme dormitorio que compartíamos Helenda y yo se mece suavemente en las ramas de un Arbolmundo de trescientos metros en el planeta templario de Bosque de Dios y se conecta con un solario que se yergue en las áridas y salobres soledades de Hebrón. No todos nuestros paisajes eran agrestres: la sala de medios daba a una pista de deslizadores en el piso ciento treinta y ocho de una arcotorre de Centro Tau Ceti y nuestro patio se hallaba en una terraza que da sobre el mercado de la Sección Vieja en la bulliciosa Nueva Jerusalén. El arquitecto, un alumno del legendario Millon De-Havre, había incorporado pequeñas bromas en el diseño de la casa: la escalera bajaba a la torre, desde luego, pero igualmente jocosa era la salida de la torre, que conducía al gimnasio en el nivel más bajo de la Colmena más profunda de Lusus. También era muestra de humor el cuarto de baño para huéspedes, que consistía en inodoro, bidé, lavabo y ducha en una balsa abierta y sin paredes que flota en el violáceo mundo acuático de Mare Infinitus.

Al principio, los cambios gravitatorios de una habitación a otra resultaban perturbadores, pero pronto me adapté, de forma que me preparaba subconscientemente para el tirón de Lusus, Hebrón y Sol Draconi Septem, anhelando inconscientemente la libertad de menos de 1 g estándar de la mayoría de las otras habitaciones.

En los diez meses estándar que Helenda y yo pasamos juntos estábamos poco tiempo en nuestro hogar, pues preferíamos desplazarnos con amigos entre los centros recreativos, las arcologías de vacaciones y los lugares nocturnos de la Red de Mundos. Nuestros «amigos» son el grupo selecto que ahora se autodenomina Manada de Caribús y que toma el nombre de un mamífero migratorio extinguido de Vieja Tierra. Esta manada consiste en escritores, artistas visuales de éxito, intelectuales de la Confluencia, representantes de la Entidad Suma, ARNistas radicales y cosmetólogos expertos en injertos genéticos; aristócratas de la Red, ricachones extravagantes y adictos al Flashback; directores de holocine y teatro, una pandilla de actores y magos, jefes de la mafia reformados y una lista cambiante de celebridades recientes… incluido yo.

Todos beben, consumen estimulantes y autoimplantes, usan el alambre y se pueden permitir las mejores drogas. La droga selecta es Flashback. Es sin duda un vicio caro: se necesita toda una gama de costosos implantes para experimentarla del todo. Helenda se había encargado de que yo estuviera bien equipado: biomonitores, extensores sensoriales, comlog interno, conexiones neurales, pateadores, procesadores de metacórtex, chips sanguíneos, lombrices ARN… Mi madre no habría reconocido mis entrañas.

Pruebo el Flashback dos veces. La primera vez es un paseo: enfoco mi cumpleaños de los nueve años y acierto al primer disparo. Todo está allí: los criados cantan en el parque norte al amanecer, don Balthazar cancela las clases a regañadientes para que yo pueda pasar el día con Amalfi en mi VEM, recorriendo las dunas grises de la Cuenca del Amazonas en alegre abandono; la procesión de antorchas de esa velada cuando representantes de las otras Viejas Familias llegan al atardecer, sus obsequios con envoltorios brillantes que relucen bajo la Luna y las Diez Mil Luces. Tras nueve horas de Flashback, me levanto con una sonrisa en la cara.

El segundo viaje casi me mata. Tengo cuatro años y estoy llorando, buscando a mi madre por interminables habitaciones que huelen a polvo y muebles viejos. Los sirvientes androides procuran consolarme, pero yo les aparto las manos, corriendo por pasillos manchados por las sombras y por el hollín de demasiadas generaciones. Rompo la primera regla que aprendí y abro las puertas de la sala de costura de mamá, el templo íntimo donde se retira tres horas cada tarde y de donde sale con su sonrisa suave, el vuelo del pálido vestido susurrando por la alfombra como el eco del suspiro de un fantasma.

Mamá está sentada en las sombras. Tengo cuatro años, me he lastimado el dedo y corro hacia ella para arrojarme en su regazo.

Ella no responde. Uno de sus elegantes brazos sigue apoyado en el respaldo del diván, el otro sigue tendido sobre el almohadón. Retrocedo, alarmado por su frialdad. Abro las gruesas colgaduras de terciopelo sin levantarme de su regazo.

Los ojos de mamá están blancos, echados hacia atrás. Tiene los labios entreabiertos. La baba le humedece las comisuras de la boca y brilla sobre la barbilla perfecta. Entre las doradas hebras de su cabello —recogido al estilo Gran Dama— veo el frío y acerado destello del alambre de estimulación, algo más opaco de la cuenca receptora craneana donde se lo ha enchufado. El hueso visible en ambos lados es muy blanco. En la mesa, junto a su mano izquierda, está la jeringa vacía de Flashback. Los criados llegan y me sacan a rastras. Mamá no parpadea. Salgo gritando de la habitación.

Me despierto gritando.

Quizá mi negativa a usar Flashback apresuró la partida de Helenda, pero lo dudo. Yo era un juguete para ella, un primitivo que la divertía con su inocencia acerca de una vida que ella había dado por sentada durante muchas décadas. En cualquier caso, mi negativa a usar Flashback me dejó muchos días de soledad; el tiempo de consumo es tiempo real y los adictos al Flashback a menudo mueren habiendo pasado más días de su vida bajo el efecto de la droga que los que experimentaron estando conscientes.

Al principio me entretenía con los implantes y tecnojuguetes, que antes se me habían negado por pertenecer a una familia de Vieja Tierra. La esfera de datos fue un deleite durante ese primer año; solicitaba información casi continuamente, vivía en un frenesí de interfaz plena. Era tan adicto a los datos como el Rebaño de Caribús a las drogas y estimulantes. Imaginaba a don Balthazar revolviéndose en la tumba derretida mientras yo renunciaba a la memoria duradera por la transitoria satisfacción de la omnisciencia del implante. Sólo después sentí la pérdida: la Odisea de Fitzgerald, la Marcha Final de Wu y una veintena de obras épicas que habían sobrevivido a mi ataque de apoplejía ahora se deshilachaban como fragmentos de nubes en el viento. Mucho más tarde, liberado de los implantes, las aprendí trabajosamente de nuevo.

Por primera y única vez en mi vida, fui político. Pasaba días y noches monitorizando el Senado por cable teleyector o conectado con la Entidad Suma. Alguien estimó una vez que la Entidad Suma trata cien piezas activas de legislación de la Hegemonía al día; durante los meses que pasé enchufado al sensorio no me perdí ninguna de ellas. Mi voz y mi nombre se hicieron famosos en los canales de debate. Ninguna ley me resultaba demasiado pequeña; ningún problema demasiado simple o demasiado complejo. El mero acto de votar a intervalos me daba la falsa sensación de haber logrado algo. Desistí a esta obsesión política sólo después de advertir que un acceso regular a la Entidad Suma significaba quedarme siempre en casa o transformarme en un zombi. Una persona constantemente atareada con el acceso a sus implantes presenta un triste espectáculo en público, y no necesitaba los sarcasmos de Helenda para comprender que si me quedaba en casa me transformaría en una esponja de la Entidad Suma, igual a millones de remolones de la Red de Mundos. Así que desistí de la política. Pero entonces encontré una nueva pasión: la religión.

Participé en religiones. Demonios, contribuí a crear religiones. La Iglesia Gnóstica Zen se expandía exponencialmente por esos días, y me convertí en creyente. Aparecí en programas de HTV y busqué mis Lugares del Poder con toda la devoción de un musulmán anterior a la Hégira en su peregrinación a La Meca. Además, me encantaba teleyectar. Había ganado casi cien millones de marcos por derechos de autor de La Tierra Moribunda, y Helenda había invertido bien, pero alguien calculó una vez que un hogar teleyector como el mío costaba más de cincuenta mil marcos diarios tan sólo para mantenerse en la Red, y yo no limitaba mis viajes a los treinta y seis mundos de mi hogar.

La editorial Transline me había dado acceso a una tarjeta dorada universal y yo la usaba generosamente, saltaba a rincones improbables de la Red y pasaba semanas en hoteles de lujo y alquilando VEMs para encontrar mis Lugares de Poder en zonas remotas de mundos apartados.

No hallé ninguno. Renuncié al gnosticismo Zen más o menos para la misma época en que Helenda se divorció de mí. Para entonces las facturas se estaban amontonando y tuve que liquidar la mayoría de las acciones e inversiones a largo plazo que me quedaron cuando Helenda se llevó su parte. No sólo fui un ingenuo enamorado cuando ella hizo que sus abogados redactaran el contrato de matrimonio… fui un estúpido.

Al final, a pesar de economizar reduciendo mis viajes y despidiendo a mis criados androides, me enfrenté a un desastre financiero.

Acudí a Tyrena Wingreen-Feif.

—Nadie quiere leer poesía —alegó ella, mientras hojeaba el delgado fajo de Cantos que yo había escrito durante el último año y medio.

—¿Qué quieres decir? La Tierra Moribunda era poesía.

—La Tierra Moribunda fue un golpe de suerte —replicó Tyrena. Sus uñas largas, verdes y curvadas al estilo mandarín, según la última moda, se arqueaban sobre el manuscrito como las zarpas de una bestia de clorofila—. Se vendió porque el subconsciente masivo estaba preparado para ello.

—Tal vez el subconsciente masivo esté preparado para esto —alegué, casi furioso.

Tyrena rió. No era una risa agradable.

—Martin, Martin, Martin —suspiró—. Esto es poesía. Escribes acerca de Puertas del Cielo y la Manada de Caribús, pero lo que aflora es soledad, desplazamiento, angustia y una visión cínica de la humanidad.

—¿Y qué?

—Pues que nadie quiere pagar para mirar la angustia de otro —rió Tyrena.

Me alejé del escritorio y caminé hacía el otro lado de la habitación. La oficina ocupaba todo el piso cuatrocientos treinta y cinco de la torre Transline en el sector Babel de Centro Tau Ceti. No había ventanas; la habitación circular estaba abierta del suelo al techo, escudada por un campo de contención solar que no mostraba ninguna titulación. Era como estar entre dos placas grises suspendidas entre el cielo y la tierra. Nubes carmesíes flotaban entre las torres medio kilómetro más abajo, y pensé en la soberbia. La oficina de Tyrena no tenía puertas, escaleras, ascensores, elevadores de campo y escotillones: ninguna conexión con los demás niveles. Se entraba en la oficina de Tyrena a través del teleyector de cinco facetas que temblaba en el aire como una holoescultura abstracta. Pensé no sólo en la soberbia, sino también en incendios y cortes de energía.

—¿Me estás diciendo que no lo publicarás?

—No, en absoluto —sonrió mi editora—. Gracias a ti Transline ha ganado miles de millones de marcos, Martin. Lo publicaremos. Sólo digo que nadie lo comprará.

—¡Te equivocas! —grité—. No todos reconocen la buena poesía, pero hoy la leen suficientes personas para impulsar buenas ventas.

Tyrena no rió de nuevo, pero sonrió estirando los labios verdes.

—Martin, Martin, Martin… la población de gente alfabetizada ha disminuido constantemente desde los tiempos de Gutenberg. En el siglo veinte, menos del dos por ciento de la población de las llamadas democracias industrializadas leía un libro al año. Y eso fue antes de las máquinas inteligentes, las esferas de datos y los ámbitos de interfaz directa. Durante la Hégira, el noventa y ocho por ciento de la población de la Hegemonía no tenía razones para leer nada. Así que no se molestaba en aprender. Hoy es peor. Hay más de cien mil millones de seres humanos en la Red de Mundos y menos del uno por ciento se molesta en pedir copias fax de material impreso, y mucho menos en leer un libro.

—Se vendieron casi tres mil millones de ejemplares de La Tierra Moribunda —le recordé.

—Sí —convino Tyrena—. Fue el efecto Pilgrim's Progress.

—¿El qué?

—El efecto Pilgrim's Progress. En el siglo… —vaciló—. En el siglo diecisiete, en la Colonia Massachusetts de Vieja Tierra, cada familia decente debía tener un ejemplar del Pilgrim's Progress en su casa. Pero, por Dios, nadie estaba obligado a leerlo. Lo mismo ocurrió con Mein Kampf de Hitler o Visiones en el ojo de un niño decapitado de Stukatsky.

—¿Quién era Hitler? —pregunté.

Tyrena sonrió.

—Un político de Vieja Tierra que escribió algunos libros. Mein Kampf todavía está en venta… Transline renueva los derechos cada ciento treinta y ocho años.

—Bien, mira —propuse—, me tomaré unas semanas para pulir los Cantos y poner todo mi empeño.

—De acuerdo —asintió Tyrena.

—Supongo que querrás revisarlo como la última vez.

—En absoluto. Como esta vez no hay una moda nostálgica, puedes escribirlo como desees.

Parpadeé.

—¿Quieres decir que esta vez puedo conservar el verso blanco?

—Claro.

—¿Y la filosofía?

—Por favor.

—¿Y los pasajes experimentales?

—Sí.

—¿Y lo publicarás tal como lo escriba?

—Por supuesto.

—¿Hay alguna probabilidad de que se venda?

—Ni lo sueñes.

Mis «semanas para pulir los Cantos» se transformaron en diez meses de labor obsesiva. Cerré la mayoría de las habitaciones de la casa y conservé sólo la torre de Deneb Drei, el gimnasio de Lusus, la cocina, y la balsa-cuarto de baño de Mare Infinitus. Trabajaba diez horas diarias, interrumpía para hacer vigorosos ejercicios seguidos por una comida y una siesta, volvía a mi escritorio para trabajar ocho horas más. Era como cinco años atrás, cuando me recuperaba de la apoplejía y a veces pasaba una hora o un día para que una palabra llegara a mí, para que un concepto hundiera las raíces en el terreno firme del lenguaje. Ahora era un proceso aún más penoso, pues buscaba la palabra perfecta, el patrón de rimas más preciso, la imagen más traviesa, la más inefable analogía de la más elusiva emoción.

Terminé al cabo de diez meses estándar, sucumbiendo al antiguo aforismo según el cual ningún libro o poema se concluye: sólo se abandona.

—¿Qué opinas? —le pregunté a Tyrena mientras ella leía la primera copia.

Sus ojos eran discos de bronce, según la moda de aquella semana, pero eso no ocultaba las lágrimas. Se enjugó una.

—Es bello —hipó.

—He tratado de redescubrir la voz de algunos de los antiguos —expliqué con repentina timidez.

—Has tenido pleno éxito.

—El Interludio de Puertas del Cielo necesita más revisión.

—Está perfecto.

—Es acerca de la soledad —apunté.

Es la soledad.

—¿Crees que está listo?

—Es perfecto…, una obra maestra.

—¿Crees que se venderá? —pregunté.

—Ni en broma.

Dispusieron una tirada inicial de setenta millones de copias fax de los Cantos. Transline publicó anuncios en la esfera de datos y en HTV, transmitió inserts de software, solicitó comentarios de los autores más vendidos, se aseguró de que se reseñara en el suplemento literario del Times de Nueva York y TC2 Review: se gastó una fortuna en publicidad.

Se vendieron veintitrés mil ejemplares fax durante el primer año de circulación. A un diez por ciento del precio inicial de 12 marcos, gané 13.800 de mi anticipo de 2.000.000 de marcos.

El segundo año hubo una venta de 638 ejemplares fax: no hubo derechos de esfera de datos ni contratos para holofilmes ni giras de presentación.

Los Cantos compensaron la falta de ventas con una abundancia de reseñas negativas: «Indescifrable… arcaico… irrelevante para todas las preocupaciones actuales», dijo el Times. «Silenus ha cometido el acto definitivo de incomunicación al revolcarse en una orgía de pomposa oscuridad», escribió Urban Kapry en TC2 Review. Marmon Hamlit me asestó el golpe de gracia en su programa de HTV: «Ah, el libro de poemas de cómo-se-llama… No pude leerlo. Ni lo intenté».

Tyrena Wingreen-Feif no parecía preocupada. Dos semanas después de la llegada de las primeras reseñas y ganancias, un día después de mi celebración de trece días, me teleyecté a su oficina y me arrojé en la silla de flujoespuma negra que se agazapaba en el centro de la habitación como una pantera de terciopelo. Soplaba una de las legendarias tormentas de Centro Tau Ceti, y relámpagos de tamaño joviano teñían el aire de sangre más allá del invisible campo de contención.

—No te entusiasmes —advirtió Tyrena. La moda de la semana incluía un peinado con aguijones negros de medio metro sobre la frente y un opacitor de campo corporal cuyas fluctuantes corrientes ocultaban y revelaban la desnudez de debajo—. La primera tanda sólo llegó a sesenta mil transmisiones fax, lo cual no es mucho.

—Dijiste que habían previsto setenta millones.

—Sí, bien, cambiamos de opinión después de que la inteligencia artificial residente de Transline lo leyera.

Me hundí más en la flujoespuma.

—¿Ni siquiera le gustó a la IA?

—A la IA le encantó —corrigió Tyrena—. Allí tuvimos la certeza de que la gente lo rechazaría.

Me incorporé.

—¿No pudimos haber vendido ejemplares al TecnoNúcleo?

—Lo hicimos —informó Tyrena—. Uno. Los millones de IAs que hay allí quizá lo compartieron en tiempo real en cuanto salió por ultralínea. Los derechos de autor interestelares no significan un comino cuando tratas con inteligencias de silicio.

—De acuerdo —dije apesadumbrado—. ¿Y ahora qué?

En el exterior, centellas del tamaño de las antiguas supercarreteras de Vieja Tierra bailaban entre las torres empresariales y las nubes. Tyrena se levantó del escritorio y caminó hacia el borde del círculo alfombrado. Su campo corporal ondulaba como aceite eléctricamente cargado en el agua.

—Ahora tú decides si quieres ser un escritor, o el mayor imbécil de la Red de Mundos.

—¿Qué?

—Lo que has oído. —Tyrena se volvió con una sonrisa. Sus dientes tenían puntas doradas—. El contrato nos permite recobrar el anticipo como nos plazca. Con echar mano de tu patrimonio en el Interbank, recuperar las monedas de oro que tienes ocultas en Homefree y vender esa pintoresca casa teleyectora quedaríamos en paz. Luego puedes reunirte con los demás aficionados, parias y chiflados que Triste Rey Billy recluta en algún mundo retrógrado del Afuera.

La miré atónito.

—Pero —continuó ella con su sonrisa caníbal— también podemos olvidar este inconveniente pasajero y tú puedes ponerte a trabajar en tu próximo libro.

Mi siguiente libro apareció cinco meses estándar después. Tierra Moribunda II empezaba donde había terminado La Tierra Moribunda, esta vez en prosa, con la longitud de las oraciones y el contenido de cada capítulo ciudadosamente guiados por respuestas neurobiomonitorizadas de un grupo de prueba de 638 lectores medios de copias fax. El libro tenía forma de novela, lo bastante breve como para no intimidar al comprador potencial en las cajas registradoras del Mercado Alimentario; la cubierta era un holo interactivo de veinticinco segundos donde el alto y atezado extranjero. —Amalfi Schwartz, creo, aunque en el texto Amalfi era bajo y pálido y usaba lentes correctivas— rasga la blusa de la mujer hasta los pezones y la rubia se vuelve hacia el lector pidiendo ayuda en un susurro entrecortado suministrado por la estrella porno Leda Cisne.

Tierra Moribunda II vendió diecinueve millones de ejemplares.

—No está mal —observó Tyrena—. Se tarda tiempo en crear un público.

—La primera Tierra Moribunda vendió tres mil millones —me lamenté.

—Pilgrim's Progress —insistió ella—. Mein Kampf. Una vez en un siglo. Quizá menos.

—Pero vendió tres mil millones…

—Mira, en la Vieja Tierra del siglo veinte, una cadena de comida rápida cogía carne de vaca muerta, la freía en grasa, añadía carcinógenos, la envolvía en una espuma con base de petróleo y vendía novecientos mil millones de unidades. Seres humanos. Quién los entiende.

Tierra Moribunda III introdujo los personajes de Winona, la esclava fugitiva que lograba comprar su propia plantación de fibroplástico (aunque el fibroplástico nunca se cultivó en Vieja Tierra), Arturo Redgrave, el gallardo saltador de obstáculos (¿qué obstáculos?), e Innocence Sperry, la telépata de nueve años que moría de una vaga enfermedad. Innocence duró hasta Tierra Moribunda IX y el día en que Transline me permitió liquidar a aquella cretina, lo celebré con una juerga de seis días y veinte mundos. Desperté en una tubería de Puertas del Cielo, cubierto de vómito y moho de los respiradores, con la resaca más grande de la Red de Mundos y la certeza de que pronto tendría que iniciar el décimo volumen de las Crónicas de la Tierra Moribunda.

No es difícil ser un escritor a destajo. Entre Tierra Moribunda II y Tierra Moribunda IX habían transcurrido seis años estándar sin demasiadas penas. La estructura era simple, las trampas trilladas, los personajes acartonados, la prosa primitiva; y yo disponía de mucho tiempo libre. Viajaba. Me casé dos veces más; cada esposa me abandonó sin rencores pero con una generosa tajada de los derechos de mi siguiente Tierra Moribunda. Exploré las religiones y la bebida, pero encontré más esperanzas de consuelo duradero en la segunda.

Conservé mi hogar, añadí seis habitaciones en seis mundos y lo llené de obras de arte. Organizaba fiestas. Había escritores entre mis conocidos pero, como en todos los tiempos, desconfiábamos y hablábamos mal de los colegas, envidiando secretamente sus éxitos y encontrando defectos en su obra. Cada uno de nosotros tenía la certeza de ser un verdadero artista de la palabra y pensábamos que éramos comerciales sólo debido a las circunstancias; los demás eran mercenarios.

Una fresca mañana, cuando el dormitorio se mecía suavemente en las ramas superiores de mi árbol del mundo templario, desperté bajo el cielo gris y comprendí que mi musa había volado.

No escribía poesía desde hacía cinco años. Los Cantos estaban abiertos en la torre Deneb Dre, con sólo unas páginas concluidas al margen de las publicadas. Usaba procesadores de pensamiento para escribir mis novelas, y uno de ellos se activó cuando entré en el estudio.

MIERDA, imprimió, ¿QUÉ HE HECHO CON MI MUSA?

El hecho de que mi musa pudiera fugarse sin que yo lo advirtiera dice mucho acerca de lo que estaba escribiendo. Para quienes no escriben y nunca han sentido el estímulo del impulso creativo, hablar de musas parece una figura metafórica, una agudeza, pero para quienes vivimos de la Palabra, las musas son tan reales y necesarias como la blanda arcilla de lenguaje que ellas nos ayudan a esculpir. Cuando uno está escribiendo —escribiendo en serio— es como si tuviera una ultralínea con los dioses. Ningún poeta verdadero ha podido explicar la exaltación que se siente cuando la mente se transforma en instrumento tanto como cualquier pluma o procesador de pensamientos, ordenando y expresando las revelaciones que fluyen desde alguna parte.

Mi musa había huido. La busqué en los otros mundos de mi casa, pero sólo el silencio retumbó en las paredes cubiertas de obras de arte y los espacios vacíos. Me teleyecté y volé a mis lugares favoritos, contemplé el ocaso en las ventosas praderas de Hierba y la niebla nocturna en los peñascos de ébano de Nevermore, pero aunque vacié mi mente de la prosa adocenada de la interminable Tierra Moribunda, no oí susurros de mi musa.

La busqué en el alcohol y el Flashback; regresé a los días productivos de Puertas del Cielo, cuando la inspiración era un zumbido constante en mis oídos que interrumpía mi trabajo y me despertaba del sueño, pero en las horas y días revividos con la droga la voz de mi musa estaba tan sofocada y distorsionada como un maltrecho disco de audio de un siglo olvidado.

Mi musa había huido.

Me teleyecté a la oficina de Tyrena Wingreen-Feif en el momento exacto de mi cita. Tyrena había ascendido de jefa de consejeros de la división fax a editora. Su nueva oficina ocupaba el nivel superior de la torre Transline en Centro Tau Ceti y encontrarse allí era como posarse en la alfombrada cumbre del pico más alto y puntiagudo de la galaxia; sólo la cúpula invisible del campo de contención ligeramente polarizado se erguía arriba, el borde de la alfombra terminaba en un abismo de seis kilómetros. Me pregunté si otros autores sentirían la necesidad de saltar.

—¿Tu nueva obra? —dijo Tyrena. Lusus dominaba el universo de las modas aquella semana, y «dominaba» es la palabra más indicada: mi editoria estaba vestida en hierro y cuero; aguijones oxidados adornaban sus muñecas y cuello y una maciza canana campeaba sobre el hombro y el pecho izquierdo. Los cartuchos parecían reales.

—Sí —respondí, y arrojé sobre el escritorio la caja con el manuscrito.

—Martin, Martin, Martin —suspiró—, ¿cuándo vas a transmitir tus libros en vez de tomarte el trabajo de imprimirlos y traérmelos en persona?

—Hay una extraña satisfacción en entregarlos. Especialmente éste.

—Oh.

—Sí. ¿Por qué no lees un poco?

Tyrena sonrió y se raspó los cartuchos de la canana con las uñas negras.

—Sin duda tiene la alta calidad de costumbre, Martin. No es necesario que lo lea.

—Por favor —rogué.

—De verdad, no es necesario. Siempre me pone nerviosa leer una obra nueva con el autor delante.

—Ésta no te pondrá nerviosa. Sólo lee las primeras páginas.

Debió de notarme algo en la voz porque frunció el ceño y abrió la caja. Frunció aún más el ceño al leer la primera página y hojear el resto del manuscrito.

La primera página tenía una sola frase: «Entonces, una bonita mañana de octubre, la Tierra Moribunda se tragó sus propias entrañas, se sacudió en un espasmo final y murió». Las restantes doscientas noventa y nueve páginas estaban en blanco.

—¿Una broma, Martin?

—No.

—¿Una insinuación? ¿Te gustaría comenzar una serie nueva?

—No.

—En cierto modo lo esperábamos, Martin. Nuestros argumentistas han sugerido estimulantes ideas para nuevas series. Subwaizee cree que serías perfecto para la novelización de los holos del Vengador Escarlata.

—Puedes meterte al Vengador Escarlata en tu empresarial culo —dije cordialmente—. He terminado con Transline y con esta melaza premasticada que vosotros llamáis novelas.

Tyrena no se inmutó. Los dientes no eran puntiagudos, esta vez parecían de hierro oxidado, a juego con los aguijones de las muñecas y el collar.

—Martin, Martin, Martin —suspiró—, no tienes idea de cuan acabado estás si no te disculpas, te despabilas y recobras el rumbo. Pero eso puede esperar hasta mañana. ¿Por qué no vas a casa, te serenas y recapacitas?

Me reí.

—No había estado tan sereno en ocho años, amiga. Sólo he tardado un poco en comprender que no soy sólo yo quien escribe bazofias… Este año no se ha publicado en la Red un solo libro que no sea una inmundicia. Bien, abandono el barco.

Tyrena se levantó. Advertí que en su simulado cinturón de lona colgaba una vara de muerte FUERZA. Esperé que fuera tan falsa como el resto del disfraz.

—Escucha, mísero mercenario sin talento —jadeó—. Transline te tiene cogido por las pelotas. Si nos creas más problemas, te pondremos a escribir novelas góticas con el seudónimo Rosemary Avecilla. Ve a casa, recobra la sobriedad y ponte a trabajar en Tierra Moribunda X.

Sonreí y sacudí la cabeza. Tyrena entornó los ojos.

—Aún nos debes un anticipo de un millón de marcos —advirtió—. Una palabra a Colecciones y echaremos mano de todas las habitaciones de tu casa excepto esa maldita balsa que usas como retrete. Puedes sentarte allí hasta que los mares se llenen de excremento.

Solté una carcajada final.

—Es una unidad de eliminación autónoma —alegué—. Además, vendí la casa ayer. El cheque por el resto del anticipo ya debe de estar transferido.

Tyrena tamborileó sobre la empuñadura de plástico de la vara de muerte.

—Transline tiene los derechos sobre el concepto de la Tierra Moribunda. Haremos que alguien más escriba los libros.

Asentí.

—No hay problema.

Algo cambió en la voz de mi ex editora cuando comprendió que yo hablaba en serio. Intuí que a ella le resultaba ventajoso que me quedara.

—Escucha —dijo—, sin duda puedes resolver esto, Martin. El otro día le decía al director que tus anticipos eran demasiado escasos y que Transline debería crear una nueva línea argumental para ti…

—Tyrena, Tyrena, Tyrena —suspiré—. Adiós.

Me teleyecté a Vector Renacimiento y luego a Parsimonia, donde abordé una gironave para el viaje de tres semanas a Asquith y al apiñado reino del Triste Rey Billy.

Notas para un bosquejo del Triste Rey Billy:

Su Real Alteza el rey Guillermo XXIII, soberano del reino de Windsor-en-Exilio, parece una vela de cera sobre una estufa caliente. La larga melena cae en desgreñados remolinos sobre los hombros encorvados mientras las arrugas de la frente se despeñan hacia las patas de gallo que rodean los ojos de sabueso, y luego corren al sur entre pliegues y arrugas hacia el laberinto de verrugas del cuello y la mandíbula. Se dice que Triste Rey Billy recuerda a los antropólogos los muñecos tristes de los kinshasa, en un mundo del Afuera; que a los gnósticos Zen les recuerda al Buda Abatido después del incendio del templo de Tai Zhin, y que los historiadores se lanzan a los archivos para buscar fotografías de un antiguo actor de películas bidimensionales llamado Charles Laughton. Ninguna de estas referencias significa nada para mí; miro a Triste Rey Billy y pienso en mi difunto preceptor don Balthazar después de una francachela de una semana.

La fama exagera la melancolía de Triste Rey Billy. A menudo ríe; pero tiene el infortunio de que su forma de reír haga creer a la mayoría de la gente que está sollozando.

Un hombre no es responsable de su fisonomía, pero en el caso de Su Alteza, toda su personalidad sugiere «bufón» o «víctima». Se viste si esa es la palabra con algo rayano a un constante estado de anarquía, desafiando el buen gusto y el sentido del color que tienen sus criados androides, de modo que algunos días choca simultáneamente consigo mismo y con su entorno. Pero su apariencia no se limita al caos en la indumentaria. El rey Guillermo se desplaza en una esfera permanente de desaliño: la bragueta abierta, la andrajosa capa de terciopelo atrayendo magnéticamente migajas del suelo, la arrugada manga izquierda mucho más larga que la derecha, que a su vez parece sumergida en mermelada.

Supongo que ya captan la idea.

A pesar de todo, Triste Rey Billy posee una mente perceptiva, y una pasión por las artes y la literatura sin parangón desde los días del verdadero Renacimiento en Vieja Tierra.

En algunos sentidos, Triste Rey Billy es el niño gordo con la cara eternamente pegada al escaparate de la tienda de golosinas. Ama y aprecia la buena música, pero es incapaz de producirla. Conocedor de la danza y de todo lo grácil, Su Alteza es un torpe, una serie ambulante de tropiezos y caídas. Apasionado lector, infalible crítico de poesía y patrono de la oratoria, Triste Rey Billy combina el tartamudeo con una timidez que no le permite mostrar a nadie sus poemas ni su prosa.

Solterón empedernido que ahora cumple sesenta años, Triste Rey Billy habita el decrépito palacio y el reino de tres mil kilómetros cuadrados como si fuera otro arrugado atuendo real.

Abundan las anécdotas: uno de los famosos pintores a quienes Triste Rey Billy mantiene, encuentra a Su Majestad caminando con la cabeza gacha, las manos entrelazadas a la espalda, un pie en el sendero y otro en el barro, obviamente sumido en sus pensamientos.

El artista saluda a su mecenas. Triste Rey Billy alza la mirada, parpadea, mira alrededor como si despertara de una larga siesta. «Excúsame», dice Su Alteza al divertido pintor, «¿p-p-puedes d-d-decirme si voy hacia el palacio o me alejo del p-p-palacio?». «Vas hacia el palacio, majestad», responde el artista. «B-b-bien —suspira el rey—, entonces he almorzado».

El general Horace Glennon-Height había iniciado su rebelión, y ese mundo del Afuera llamado Asquith se hallaba en su camino de conquista. Asquith no se preocupaba —la Hegemonía había ofrecido una flota espacial FUERZA como protección— pero el soberano del reino de Windsor-en-Exilio parecía más derretido que nunca cuando me llamó.

—Martin —dijo Su Majestad—, ¿has o-o-oído hablar de la b-batalla de Fomalhaut?

—Sí —respondí—. No es para preocuparse. Fomalhaut es el tipo de lugar que Glennon-Height ha estado atacando… pequeño, apenas unos miles de colonos, rico en minerales, y con una deuda temporal de por lo menos… eh… veinte meses estándar de la Red.

—Veintitrés —señaló Triste Rey Billy—. ¿Entonces n-no c-c-crees que corramos p-p-peligro?

—No. Con un tiempo de tránsito real de sólo tres semanas y una deuda temporal de menos de un año, la Hegemonía siempre puede acudir con sus fuerzas desde la Red mucho más rápidamente que el general desde Fomalhaut.

—Quizá —musitó Triste Rey Billy, quien se apoyó en un globo y se enderezó bruscamente cuando lo hizo girar con su peso—. Pero no o-o-obstante he decidido iniciar nuestra m-m-modesta Hégira.

Parpadeé sorprendido. Hacía dos años que Billy hablaba de trasladar el reino en exilio, pero nunca pensé que lo cumpliría.

—Las naves esp-esp-esp… las naves ya están en Par-vati —anunció—. Asquith ha convenido en sumin-su-min-sumin… en brindar el transporte que necesitamos hasta la Red.

—¿Y el palacio? —pregunté—. ¿La biblioteca? ¿Las granjas y terrenos?

—Donados, por supuesto —replicó—. Pero el contenido de la biblioteca vendrá con nosotros.

Me senté en un brazo del diván de cuero de caballo y me froté el cuello.

En mis diez años de presencia en aquel reino, había ascendido de protegido de Billy a instructor, confidente y amigo, pero jamás pretendí comprender a ese desaliñado enigma.

A mi llegada me había otorgado una audiencia de inmediato.

—¿D-d-d-deseas unirte a las d-d-demás personas de talento en nuestra pequeña colonia? —preguntó.

—Sí, majestad.

—¿Y e-e-escribirás m-m-más libros como La T-Tierra Moribunda?

—No, si puedo evitarlo, majestad.

—Yo lo l-l-leí —comentó el hombrecito—. Era m-m-muy interesante.

—Eres muy amable, majestad.

—P-p-pamplinas, Silenus. E-e-era interesante porque sin duda alguien lo había s-s-simplificado y rechazado las partes malas.

Sonreí, sorprendido por la repentina revelación de que Triste Rey Billy me caería bien.

—P-p-pero los Cantos —suspiró—, e-e-ése era un libro. Quizás el mejor volumen de v-v… poesía publicado en la Red durante los dos últimos siglos. Nunca sabré cómo lograste sortear a la policía de la mediocridad. Yo pedí veinte mil ejemplares para el r-r-reino.

Incliné la cabeza ligeramente, por primera vez sin palabras desde mi apoplejía de dos décadas antes.

—¿Escribirás más p-p-poesía como los Cantos?

—He venido a intentarlo, majestad.

—Entonces, bienvenido —declaró Triste Rey Billy—. Te alojarás en el ala oeste del pal-pal… castillo, cerca de mi oficina, y mi puerta siempre estará abierta para ti.

Ahora miré hacia la puerta cerrada y al pequeño soberano, que —incluso cuando sonreía— parecía al borde de las lágrimas.

—¿Hyperion? —pregunté. Él había mencionado muchas veces la colonia transformada en mundo primitivo.

—Exacto. Las naves seminales con a-androides han estado allí algunos años, M-M-Martin. Han allanado el ca-camino, por así decirlo.

Enarqué las cejas. La riqueza de Triste Rey Billy no procedía del patrimonio del reino, sino de importantes inversiones en la economía de la Red. Sin embargo, si había emprendido un subrepticio esfuerzo de recolonización durante años, el coste debía de ser apabullante.

—¿R-r-recuerdas por qué los colonos originales llamaron a ese pla-pla-pla… a ese mundo Hyperion, Martin?

—Claro. Antes de la Hégira constituían un pequeño asentamiento independiente en una de las lunas de Saturno. No podían perdurar sin reaprovisionamiento terrícola, así que emigraron al Afuera y bautizaron el nuevo mundo con el nombre de su luna.

Triste Rey Billy sonrió tristemente.

—¿Sabes por qué el nombre resulta propicio para nuestra empresa?

Tardé diez segundos en establecer la relación.

—Keats —aventuré.

Varios años antes, hacia el final de una larga discusión acerca de la esencia de la poesía, Triste Rey Billy me había preguntado quién era el poeta más puro que jamás había vivido.

—¿El más puro? —me extrañé—. ¿No te refieres al más grande?

—No, no —replicó Billy—, es absurdo d-d-discutir quién es el más grande. Me interesa tu opinión del más p-p-puro… el más cercano a la esencia que tú describes.

Reflexioné unos días y respondí a Billy mientras contemplábamos el ocaso de los soles desde la cima del peñasco cercano al palacio. Sombras rojas y azules se extendían sobre el parque ambarino.

—Keats —indiqué.

—John Keats —susurró Triste Rey Billy—. Ahh. —Y al cabo de un momento—: ¿Por qué?

Le transmití lo que sabía acerca de ese poeta del siglo diecinueve de Vieja Tierra; de su vida, su educación y su temprana muerte, pero sobre todo de una vida casi íntegramente dedicada a los misterios y bellezas de la creación poética.

En aquel entonces Billy pareció interesado; ahora parecía obsesionado mientras agitaba la mano activando un modelo holográfico que llenó la habitación. Retrocedí, atravesando colinas, edificios y animales para tener una vista mejor.

—Contempla Hyperion —susurró mi mecenas. Como le acostumbraba a pasar cuando estaba totalmente absorto, Triste Rey Billy se olvidó de tartamudear. El holo expuso una serie de vistas: ciudades fluviales, emplazamientos portuarios, castillos de montaña, una ciudad en una colina llena de monumentos que armonizaban con los extraños edificios del valle cercano.

—¿Las Tumbas de Tiempo? —pregunté.

—Exacto. El mayor misterio del universo conocido.

Fruncí el ceño ante la hipérbole.

—Están vacías —señalé—. Estaban vacías cuando las descubrieron.

—Son fuente de un extraño campo de fuerza antientrópico permanente. Uno de los pocos fenómenos, al margen de las singularidades, que se atreve a inmiscuirse con el tiempo mismo.

—No es gran cosa —objeté—. Debe de ser como pintar antióxido en metal. Están hechas para durar, pero están vacías. ¿Desde cuándo tanto entusiasmo por la tecnología?

—Tecnología no —suspiró Billy y contrajo la cara en surcos aún más profundos—. Misterio. El lugar extraño tan necesario para algunos espíritus creativos. Una mezcla perfecta de la utopía clásica y el misterio pagano.

Me encogí de hombros, poco impresionado.

Triste Rey Billy desactivó el holo.

—¿Ha mejorado tu p-p-poesía?

Me crucé de brazos y miré fijamente a aquel enano regio.

—No.

—¿Ha vuelto tu m-m-musa?

No dije nada. Si las miradas mataran, todos hubiéramos exclamado «¡El rey ha muerto, viva el rey!» antes del anochecer.

—Muy b-b-bien —dijo, mostrando que podía ser insufriblemente artero además de triste—. Haz las m-m-maletas, muchacho. Nos vamos a Hyperion.

(Acercamiento)

Las cinco naves seminales de Triste Rey Billy flotaban como dorados dientes de león sobre un cielo lapislázuli. Ciudades blancas se elevaban en tres continentes: Keats, Endimión, Puerto Romance… la Ciudad de los Poetas.

Más de ocho mil peregrinos del arte escaparon de la tiranía de la mediocridad en busca de una visión renovada en ese mundo tosco.

Asquith y Windsor-en-Exilio habían sido centros de biofactura de androides en el siglo posterior a la Hégíra, y ahora estos amigos de tez azul trajinaban y araban, conscientes de que al concluir esas últimas tareas serían libres al fin. Se levantaron las ciudades blancas. Los aborígenes, cansados de jugar al nativo, salieron de las aldeas y selvas y nos ayudaron a reconstruir la colonia según especificaciones más humanas. Los tecnócratas, burócratas y ecócratas fueron descongelados y lanzados a ese mundo desprevenido: el sueño de Triste Rey Billy se acercó un paso más a la realidad.

Cuando llegamos a Hyperion, el general Horace Glennon-Height estaba muerto y su breve pero brutal motín aplastado, pero no habíamos vuelto atrás.

Algunos de los más toscos artistas y artesanos abandonaron la Ciudad de los Poetas y llevaron vidas provincianas pero creativas en Jacktown o Puerto Romance, e incluso en las fronteras que se expandían más allá, pero yo me quedé.

No encontré ninguna musa en Hyperion durante los primeros años. Para muchos, la expansión de la distancia provocada por la carencia de transporte —los VEMs eran inseguros, los deslizadores escasos— y la contracción de la conciencia artificial debida a la falta de una esfera de datos, la imposibilidad de acceso a la Entidad Suma y la existencia de un solo transmisor ultralínea, condujo a una renovación de la energía creativa, una nueva captación del sentido de ser humano y artista.

O eso decían.

Yo no descubrí ninguna musa. Mis versos eran técnicamente impecables, pero estaban tan muertos como el gato de Huck Finn.

Decidí matarme.

Pero primero pasé un tiempo, al menos nueve años, realizando un servicio comunitario que consistía en aportar algo de lo cual carecía el nuevo Hyperion: decadencia.

Gracias a un bioescultor apropiadamente llamado Graumann Hacket, obtuve los flancos velludos, los cascos y las patas de cabra de un sátiro. Me dejé crecer la barba y me estiré las orejas. Graumann realizó interesantes modificaciones a mis genitales. La noticia se divulgó. Campesinas, aborígenes, las esposas de nuestros nobles urbanistas y pioneros, todas aguardaban una visita del único sátiro residente en Hyperion o concertaban una cita ellas mismas. Aprendí el verdadero significado de «priápico» y «satiriasis». Aparte de la interminable serie de competencias sexuales, mis proezas de bebedor se hicieron legendarias y mi vocabulario regresó a algo parecido a los viejos días del Protectorado.

Era una puñetera maravilla. Era un puñetero infierno. En la noche en que yo había resuelto volarme los sesos, apareció Grendel.

Notas para un bosquejo del monstruo visitante:

Nuestros peores sueños se han vuelto realidad. Algo maligno desvía la luz. Sombras de Morbius y el Krell. Atiza los fuegos. Madre, Grendel viene esta noche.

Al principio creemos que los desaparecidos son meros ausentes; no hay centinelas en las murallas de nuestra ciudad. En realidad no hay murallas, ni guerreros a las puertas de nuestro salón de banquetes. Luego un marido denuncia la desaparición de su mujer entre la cena y el momento de acostar a los dos hijos. Hoban Kristus, el implosionista abstracto, no acude a su representación en el Anfiteatro de los Poetas, la primera vez que se pierde una línea en ochenta y dos años de actuar en el escenario. La preocupación aumenta. Triste Rey Billy regresa de su labor como supervisor de la restauración de Jacktown y promete que se intensificará la seguridad. Se teje una red de sensores alrededor de la ciudad. Oficiales de seguridad investigan las Tumbas de Tiempo e informan que todas siguen vacías. Se envían aparatos a la entrada del laberinto que hay en la base de la Tumba de Jade y un sondeo de seis mil kilómetros no revela nada. Deslizadores automáticos y tripulados patrullan entre la ciudad y la Cordillera de la Brida y no captan nada mayor que el calor de una anguila de las rocas. Durante una semana local no se producen más desapariciones.

Luego empiezan las muertes.

Encuentran al escultor Pete García en el estudio… y en el dormitorio… y en el patio. El encargado de seguridad Truin Hines comete la torpeza de decir a un periodista: «Es como si un animal feroz lo hubiera descuartizado. Pero ningún animal que yo conozca le haría eso a un hombre».

Todos sentimos un escalofrío y una excitación secretos. Sí, el diálogo es malo, sacado de un millón de películas y holos de terror, pero ahora formamos parte del espectáculo.

La sospecha se decanta hacia lo evidente: un psicópata anda suelto entre nosotros; quizá mata con una espada pulsátil o un látigo infernal. Esta vez no tuvo tiempo para deshacerse del cuerpo. Pobre Pete.

Hines es despedido y el alcalde Pruett recibe autorización de Su Majestad para contratar, adiestrar y armar una fuerza policial urbana de veinte agentes. Se propone someter al detector de mentiras a los seis mil habitantes de la Ciudad de los Poetas. En los cafés al aire libre se habla de derechos civiles, pero técnicamente estamos fuera de la Hegemonía. ¿Tenemos derechos? Se trazan planes imbéciles para atrapar al asesino.

Luego empieza la carnicería.

Los asesinatos no seguían un esquema fijo. Los cuerpos aparecían a pares, a tríos, a solas… o no aparecían. Algunas desapariciones eran incruentas, otras dejaban litros de sangre. No había testigos ni supervivientes. El lugar no parecía importar: la familia Weimont vivía en una de las villas de los alrededores, pero Sira Rob nunca abandonaba su estudio del centro de la ciudad; dos víctimas desaparecieron a solas, de noche, mientras paseaban por el Jardín Zen, pero la hija del canciller Lehman tenía guardaespaldas privados y sin embargo desapareció mientras estaba sola en un cuarto de baño en el séptimo piso del palacio de Triste Rey Billy.

En Lusus, Centro Tau Ceti y otros viejos mundos de la Red, la muerte de mil personas constituye una noticia de poca monta —información para la esfera de datos o las páginas interiores del periódico matutino—, pero en una ciudad de seis mil personas y una colonia de cincuenta mil, doce asesinatos —como la proverbial sentencia a ser colgado al amanecer— concentran maravillosamente la atención.

Yo conocía a Melindre Harris, una de las primeras víctimas. Harris había sido una de mis primeras conquistas como sátiro —y una de las más entusiastas—: una hermosa muchacha, cabello largo y rubio demasiado suave para ser real, una tez de melocotón fresco demasiado virginal para soñar con tocarla, una belleza demasiado perfecta para creerla, precisamente la mujer a la que incluso el hombre más tímido sueña con violar. Esta vez la violaron en serio. Encontraron sólo la cabeza, apoyada en el centro de la plaza Lord Byron como si la hubieran enterrado hasta el cuello en mármol líquido. Cuando oí los detalles comprendí con qué clase de criatura nos las veíamos, pues un gato que teníamos en la finca de mamá dejaba ofrendas similares en el patio sur en las mañanas de verano: la cabeza de un ratón mirando desde la piedra arenisca en pleno asombro de roedor, o a veces la sonrisa dentuda de una ardilla: trofeos de muerte de un depredador orgulloso pero hambriento.

Triste Rey Billy me visitó mientras yo trabajaba en mis Cantos.

—Buenos días, Billy —saludé.

—Majestad —rezongó Su Majestad en una rara muestra de regia irritación. Había dejado de tartamudear el día en que la real nave de descenso aterrizó en Hyperion.

—Buenos días, Billy, majestad.

Mi señor soltó un gruñido, apartó unos papeles y se las apañó para sentarse en el único charco de café que había en un banco, por lo demás seco.

—Estás escribiendo de nuevo, Silenus.

No vi razones para reconocer lo evidente.

—¿Siempre has usado pluma?

—No, sólo cuando quiero escribir algo digno de leerse.

—¿Eso es digno de leerse? —Señaló los manuscritos que yo había apilado en dos semanas locales de trabajo.

—Sí.

—¿Sí? ¿Sólo sí?

—Sí.

—¿Lo podré leer pronto?

—No.

Billy bajó la mirada y advirtió que tenía la pierna en un charco de café. Frunció el ceño y limpió el charco con el borde de la capa.

—¿Nunca? —preguntó.

—No, a menos que me sobrevivas.

—Es mi pretensión —admitió el rey—. Mientras tú mueres por ser el carnero de las ovejas del reino.

—¿Eso es un intento de metáfora?

—En absoluto —replicó Billy—. Sólo una observación.

—No he mirado a una oveja desde mis días de infancia en la granja. En una canción prometí a mi madre que no volvería a follar ovejas sin pedirle permiso.

Mientras el rey Billy me miraba apesadumbrado, entoné unas notas de una antigua canción llamada Nunca habrá otra oveja.

—Martin, alguien o algo está matando a mi gente.

Aparté el papel y la pluma.

—Lo sé.

—Necesito tu ayuda.

—¿Cómo, por Dios? ¿Quieres que busque al asesino como un detective de HTV? ¿Tener una puñetera lucha a muerte en las puñeteras Cascadas de Reichenbach?

—Eso sería satisfactorio, Martin. Pero por ahora bastarían unas opiniones y consejos.

—Opinión Una, fue estúpido venir aquí. Opinión Dos, es estúpido quedarse. Consejo Alfa y Omega: Márchate.

Billy asintió, abatido.

—¿Marcharme de esta ciudad o de toda Hyperion?

Me encogí de hombros.

Su Majestad se levantó y se dirigió a la ventana de mi pequeño estudio. Daba a un callejón de tres metros y a la pared de ladrillos de una planta de reciclaje automática vecina. Billy estudió la vista.

—¿Conoces la antigua leyenda del Alcaudón? —preguntó.

—Sí.

—Los aborígenes asocian al monstruo con las Tumbas de Tiempo.

—Los aborígenes se pintarrajean el vientre para celebrar la cosecha y fuman tabaco no recombinatorio.

Billy asintió ante la sabiduría del comentario.

—El equipo inicial de la Hegemonía tenía miedo de esta zona. Puso los grabadores multicanal y mantuvo sus bases al sur de la Brida.

—Mira, majestad… ¿qué quieres? ¿Absolución por haber cometido el error de fundar la ciudad aquí? ¡Estás absuelto! Ve y no peques más, hijo mío. Ahora, alteza, si no te molesta, adiós. Debo escribir unos versos procaces.

Billy no se apartó de la ventana.

—¿Recomiendas que evacuemos la ciudad, Martin?

Vacilé sólo un instante.

—Claro.

—¿Te marcharías con los demás?

—¿Por qué no?

Billy se volvió para mirarme a los ojos.

—¿De verdad?

No dije nada. Al cabo de un rato desvié la vista.

—Lo suponía —suspiró el amo del planeta. Se entrelazó las manos regordetas a la espalda y miró de nuevo la pared de ladrillos—. Si yo fuera detective, sospecharía. El ciudadano menos productivo de la ciudad empieza a escribir de nuevo después de una década de silencio sólo… ¿cuánto, Martin? ¿Dos días después de que empezaron los asesinatos? Ahora se aparta de la vida social que antes dominaba y se dedica a componer un poema épico; se vuelve tímido, incluso las jóvenes están a salvo de su ardor cabrío…

—¿Ardor cabrío, milord? —murmuré.

Billy me miró por encima del hombro.

—De acuerdo —dije—. Me has pescado. Confieso. Las asesiné y las bañé en su sangre. Funciona como un puñetero afrodisíaco literario. Calculo que con trescientas víctimas más, a lo sumo, tendré mi próximo libro listo para la publicación.

Billy se volvió de nuevo hacia la ventana.

—¿Qué ocurre? —pregunté—. ¿No me crees?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque sé quién es el asesino —declaró el rey.

En el holofoso contemplamos cómo el Alcaudón mataba a la novelista Sira Rob y a su amante. Estaban en penumbra; las carnes maduras de Sira brillaban con una fosforescencia pálida mientras que las nalgas blancas de su joven amigo parecían flotar separadas del resto del cuerpo bronceado. Ambos estaban llegando al climax cuando sucedió lo inexplicable. En vez de los contoneos finales y la repentina pausa del orgasmo, el joven pareció levitar hacia atrás, elevándose como si Sira lo hubiera expulsado de su cuerpo. La banda sonora del disco, que antes consistía en los consabidos jadeos, resuellos, exhortaciones e instrucciones típicas de esa actividad, de pronto llenó el holofoso con alaridos, primero del joven, luego de Sira. Con un golpe seco, el cuerpo del muchacho chocó contra una pared fuera de cámara. El cuerpo de Sira aguardaba con una vulnerabilidad trágicamente cómica, las piernas separadas, los brazos abiertos, los pechos aplastados, los muslos pálidos. Había echado la cabeza atrás extasiada, pero ahora la alzó, y la conmoción y la furia reemplazaron la expresión curiosamente similar del inminente orgasmo. Abrió la boca para gritar.

No hubo palabras. Se oyó un húmedo chasquido de puñales al atravesar la carne, de garfios que arrancaban tendones y huesos. Sira echó la cabeza hacia atrás, abrió la boca, y el cuerpo le estalló desde el esternón hacia abajo. La carne se desprendió como si un hacha invisible partiera a Sira Rob para hacer leña. Escalpelos invisibles completaron la tarea de abrirla y las incisiones parecían obscenas películas en cámara lenta de la operación favorita de un cirujano loco. Fue una autopsia brutal efectuada sobre una persona viva. En una persona ya no viva, mejor dicho, pues cuando la sangre cesó de volar y el cuerpo cesó de temblar, Sira se relajó en la muerte, abriendo de nuevo las piernas en un eco del obsceno despliegue de visceras. Y luego —durante un brevísimo instante— hubo un borrón de rojo y cromo cerca de la cama.

—Congela, expande y aumenta —indicó Billy al ordenador doméstico.

El borrón se resolvió en una cabeza salida de la pesadilla de un drogadicto: una cara formada de acero y cromo, dientes similares a los de un híbrido de lobo y pala mecánica, ojos como láseres color rubí ardiendo en gemas sangrientas, frente perforada por un cuerno curvado de treinta centímetros sobre un cráneo de mercurio, cuello rodeado de cuernos similares.

—¿El Alcaudón? —pregunté.

Billy asintió.

—¿Qué le sucedió al muchacho?

—No había rastros de él cuando descubrieron el cuerpo de Sira —respondió el rey—. Nadie sabía que había desaparecido hasta que se descubrió este disco. Lo han identificado como un joven de Endimión, especialista en recreaciones.

—¿Acabas de encontrar el holo?

—Ayer. La gente de seguridad encontró la cámara en el techo. Menos de un centímetro de diámetro. Sira tenía una biblioteca con discos similares. Al parecer la cámara estaba allí sólo para registrar…

—Locuras de alcoba —atajé.

—Exacto.

Me levanté para acercarme a la imagen flotante de la criatura. Pasé la mano por la frente, el aguijón y las mandíbulas. El ordenador había calculado el tamaño y lo había representado en consecuencia. A juzgar por la cabeza, nuestro Grendel local tenía más de tres metros de altura.

—Alcaudón —murmuré, más un saludo que una identificación.

—¿Qué puedes decirme de él, Martin?

—¿Por qué me lo preguntas a mí? —protesté—. Soy poeta, no mitohistoriador.

—Preguntaste al ordenador de la nave seminal acerca de la naturaleza y el origen del Alcaudón.

Enarqué las cejas. Se suponía que el acceso al ordenador era tan privado y anónimo como una entrada en la esfera de datos de la Hegemonía.

—¿Y qué? Cientos de personas deben de haber revisado la leyenda del Alcaudón desde que comenzaron los asesinatos. Quizá miles. Es la única leyenda referente a monstruos que tenemos.

Billy movió sus pliegues y arrugas de arriba abajo.

—Sí —admitió—, pero tú indagaste los archivos tres meses antes de la primera desaparición.

Suspiré y me desplomé en los almohadones del holofoso.

—De acuerdo. ¿Y qué? Quería usar esa puñetera leyenda en el puñetero poema que estoy escribiendo, así que investigué. Arréstame.

—¿Qué averiguaste?

Me enfurecí. Aplasté la mullida alfombra con mis patas de sátiro.

—Sólo lo que está en el puñetero archivo —rezongué—. ¿Qué diablos quieres de mí, Billy?

El rey se frotó la frente y torció el gesto cuando accidentalmente se metió el dedo en el ojo.

—No lo sé —suspiró—. Los de seguridad querían que te llevara a la nave y te pusiera en interfaz de interrogatorio integral. Preferí hablar contigo.

Parpadeé, mientras sentía en el estómago una extraña sensación de cero g. Interrogatorio integral significa conexiones corticales en el cráneo. La mayoría de los que son sometidos a esos interrogatorios se recuperan totalmente. La mayoría.

—¿Puedes decirme qué aspecto de la leyenda del Alcaudón pensabas plasmar en tu poema? —preguntó Billy en voz baja.

—Claro. De acuerdo con el evangelio del Culto del Alcaudón difundido por los aborígenes, el Alcaudón es el Señor del Dolor y el Ángel de la Expiación Final, venido de un lugar allende el tiempo para anunciar el fin de la raza humana. Me gustó esa figura.

—El fin de la raza humana —repitió Billy.

—Sí. Es San Miguel Arcángel, Moroni, Satán, la Entropía Enmascarada y el monstruo de Frankenstein en un solo paquete. Merodea por las Tumbas de Tiempo a la espera de salir y causar estragos cuando a la humanidad le llegue el turno de figurar en la lista de Grandes Éxitos de la extinción, junto con el pájaro dodo, el gorila y el cachalote.

—¿Por qué el monstruo de Frankenstein? —murmuró el hombrecillo gordo de capa arrugada.

Cobré aliento.

—Porque el culto del Alcaudón afirma que la humanidad de algún modo creó esa criatura —respondí, aunque sabía que Billy conocía el tema mucho más que yo.

—¿Esa gente sabe cómo matarlo?

—Por lo que he averiguado, no. Se supone que es inmortal, que está más allá del tiempo.

—¿Un dios?

Vacilé.

—No —respondí—. Una de las peores pesadillas del universo cobrando vida. Como la muerte con la guadaña, aunque con cierta proclividad a clavar las almas en un árbol de espinas gigantescas… mientras las almas todavía están en el cuerpo.

Billy asintió.

—Mira —sugerí—, si te empeñas en buscar sutilezas en la teología de un mundo primitivo, ¿por qué no vuelas a Jacktown y preguntas a los sacerdotes del Culto?

—Sí —dijo el distraído rey, la barbilla en el puño regordete—, ya los están interrogando en la nave seminal. Todo es muy desconcertante.

Me levanté para marcharme, sin saber si él me lo permitiría.

—¿Martin?

—Sí.

—Antes de irte, ¿se te ocurre algo más que pueda ayudarnos a entender esta cosa?

Me detuve en la puerta mientras el corazón me palpitaba contra las costillas al intentar salir.

—Sí —respondí con un vago temblor en la voz—. Puedo decirte qué y quién es el Alcaudón.

—¿Sí?

—Es mi musa —espeté, y regresé a mi cuarto para escribir.

Naturalmente, yo había invocado al Alcaudón. Yo lo sabía. Lo había invocado al comenzar mi poema épico acerca de él. Al principio fue la Palabra.

Di a mi poema el nuevo título de Cantos de Hyperion. No hablaba del planeta sino de la extinción de esos presuntos Titanes que eran los humanos. Comentaba la irreflexiva soberbia de una especie que se atrevió a destruir su mundo natal por mera negligencia y luego llevó esa peligrosa arrogancia a las estrellas, sólo para toparse con la ira de un dios que la humanidad había contribuido a engendrar. Hyperion era el primer trabajo serio que yo hacía en muchos años y lo mejor que haría jamás. Lo que comenzó como un jocoso homenaje al fantasma de John Keats se transformó en la razón última para mi existencia, un tour de force épico en una era de farsa mediocre. Cantos de Hyperion revelaba una destreza que yo jamás pude haber alcanzado, una maestría que yo jamás pude ganar y una voz que no era la mía. La extinción de la humanidad era mi tema. El Alcaudón era mi musa.

Una veintena de personas más murieron antes de que el rey Billy evacuara la Ciudad de los Poetas. Algunos evacuados se trasladaron a Endimión o a Keats o a algunas de las ciudades nuevas, pero la mayoría votó por llevar las naves seminales de vuelta a la Red. El sueño del rey Billy acerca de una utopía creativa se desvaneció, aunque el rey mismo siguió viviendo en el sombrío palacio de Keats. El liderazgo de la colonia pasó a manos del Consejo Interior, que solicitó formar parte de la Hegemonía y de inmediato estableció una Fuerza de Autodefensa. La FA —constituida principalmente por los mismos aborígenes que se liquidaban a garrotazos un decenio antes, pero ahora comandada por oficiales de nuestra nueva colonia— lo único que logró fue turbar la paz de la noche con sus patrullas de deslizadores automáticos y enturbiar la belleza del desierto con sus aparatos móviles de vigilancia.

Sorprendentemente, yo no fui el único que se quedó; éramos al menos doscientos, aunque la mayoría eludíamos el contacto social, sonriendo cortésmente cuando nos cruzábamos en el paseo de los Poetas o mientras comíamos por separado en la resonante soledad de la cúpula comedor.

Los asesinatos y desapariciones continuaron con un promedio de uno por quincena local, aunque por lo general no los descubríamos nosotros sino el comandante de la FA local, quien exigía un censo de ciudadanos cada pocas semanas.

La única imagen que aún recuerdo de ese año es inusitadamente comunal: la noche que nos reunimos para presenciar la partida de la nave seminal. Era otoño, en plena temporada de meteoritos, y los cielos nocturnos de Hyperion ardían con estrías de oro y trazos rojos y llameantes; cuando los motores de la nave seminal se encendieron nació un pequeño sol, y durante una hora vimos a los amigos y colegas alejarse sobre una franja de llamas de fusión. Triste Rey Billy se reunió con nosotros esa noche, y recuerdo que me echó una mirada antes de entrar solemnemente en su carruaje ornamentado para regresar a la segura Keats.

En los doce años siguientes dejé la ciudad sólo media docena de veces; en una ocasión para encontrar a un bioescultor que me liberara de mi disfraz de sátiro, las otras para comprar comida y provisiones. El Templo del Alcaudón había reiniciado las peregrinaciones, y en mis viajes yo transitaba su compleja avenida hacia la muerte en sentido inverso: la marcha hasta la Fortaleza de Cronos, el funicular a través de la Cordillera de la Brida, la carreta eólica, la barca de Caronte por el Hoolie. Al regresar, observaba a los peregrinos que viajaban conmigo y me preguntaba quién de ellos sobreviviría.

Pocos visitaban la Ciudad de los Poetas. Nuestras inconclusas torres empezaron a parecer ruinas. Las galerías, con sus espléndidas cúpulas de cristal metálico y arcadas cubiertas, quedaron ocultas por la vegetación; entre las losas asomaban piromalezas y hierbas-cicatriz. La FA contribuyó al caos instalando minas y trampas para matar al Alcaudón, pero sólo consiguió devastar bellas zonas de la ciudad. La irrigación dejó de funcionar. El acueducto se derrumbó. El desierto avanzó y yo caminaba de habitación en habitación por el palacio abandonado del rey Billy, trabajando en mi poema, esperando a mi musa.

Pensándolo bien, la relación causa-efecto empieza a parecer un rizo de lógica desquiciada del artista Carolus o quizás una estampa de Escher: el Alcaudón había nacido del conjuro de mi poema, pero el poema no podría haber existido sin la simultánea amenaza y presencia del Alcaudón como musa. Quizá yo estaba un poco loco en esos días.

Durante doce años la muerte súbita liberó a la ciudad de dilettantes hasta que sólo quedamos el Alcaudón y yo. El paso anual de los peregrinos del Alcaudón era una molestia menor: una caravana distante que cruzaba el desierto rumbo a las Tumbas de Tiempo. A veces algunos regresaban, huyendo por arenas bermejas hacia el refugio de la Fortaleza de Cronos, veinte kilómetros al sudoeste; con mayor frecuencia no aparecía nadie.

Yo observaba desde las sombras de la ciudad. El cabello y la barba me habían crecido hasta cubrir algunos de los harapos que llevaba. Salía principalmente de noche, me movía entre las ruinas como una sombra furtiva; a veces miraba la torre iluminada del palacio, como David Hume atisbando por sus propias ventanas, para decidir solemnemente que no estaba en casa. Nunca trasladé el sintetizador de alimentos del comedor a mis aposentos, pues prefería comer en el silencio resonante, bajo el duomo rajado, como un aturdido Eloi engordando para el inevitable Morlock.

Nunca vi al Alcaudón. Muchas noches, poco antes del alba, despertaba por un ruido brusco —metal raspando piedra, el crujido de la arena bajo una pisada— pero, aunque a menudo tuve la certeza de que me observaban, nunca descubrí al observador.

En ocasiones realicé el corto viaje hasta las Tumbas de Tiempo, casi siempre de noche, eludiendo el blando y desconcertante tirón de las mareas antientrópicas mientras me desplazaba entre complejas sombras bajo las alas de la Esfinge o miraba las estrellas a través de la pared esmeralda de la Tumba de Jade. A mi regreso de una de esas peregrinaciones nocturnas, encontré a un intruso en mi estudio.

—Impresionante, M-M-M-Martin —manifestó el rey Billy, mientras señalaba una de las pilas de manuscritos que había en la habitación. Sentado en la enorme silla, ante la larga mesa, el fracasado monarca parecía más viejo, más abatido que nunca. Era obvio que había leído durante varias horas—. ¿En serio crees que la humanidad m-m-m-m-merece este final? —preguntó en voz baja. Hacía doce años que yo no oía ese tartamudeo.

Me separé de la puerta, pero no respondí. Billy había sido mi amigo y mecenas durante más de veinte años estándar, pero en ese momento podría haberlo matado. Me encolerizaba que alguien leyera Cantos de Hyperion sin mi consentimiento.

—¿F-f-fechas tus po-po-po… cantos? —preguntó Billy, que hojeaba la pila más reciente de páginas concluidas.

—¿Cómo has llegado aquí? —rezongué. No era una pregunta ociosa. En los últimos años los deslizadores, naves de descenso y helicópteros no habían tenido mucha suerte al volar a la región de las Tumbas de Tiempo. Las máquinas volvían sin pasajeros. Eso había obrado maravillas para alimentar el mito del Alcaudón.

El hombrecillo de capa arrugada se encogió de hombros. El uniforme pretendía parecer majestuoso y elegante, pero sólo le daba aspecto de Arlequín obeso.

—Seguí a la última tanda de peregrinos —contestó—. Luego v-v-vine desde la Fortaleza de Cronos para visitarte. Veo que no has escrito nada desde hace muchos meses, M-M-Martin. ¿Puedes explicarlo?

Lo fulminé con una silenciosa mirada al acercarme.

—Quizá yo pueda explicarlo —continuó Billy. Miró la última página concluida de los Cantos como si contuviera la respuesta a una adivinanza que nadie había resuelto—. Escribiste las últimas estrofas la misma semana del año pasado en que desapareció J. T. Telio.

—¿Y qué? —me había acercado al otro extremo de la mesa. Fingiendo una actitud casual, cogí una pila de páginas y las puse fuera del alcance de Billy.

—Que f-f-f-fue, según los monitores de la FA, la f-f-fe-cha de la muerte del último habitante de la Ciudad de los Poetas. Es decir, el último excepto t-t-tú, Martin.

Me encogí de hombros y empecé a caminar alrededor de la mesa. Necesitaba llegar a Billy sin tener el manuscrito en el camino.

—No lo has t-t-terminado, Martin —comentó con voz triste y profunda—. Todavía hay una probabilidad de que la humanidad s-s-s-sobreviva a la Caída.

—No —rebatí mientras me acercaba.

—Pero no puedes escribirlo, ¿verdad, Martin? No puedes componer este poema a menos que tu m-m-musa derrame sangre, ¿verdad, Martin?

—Tonterías —mascullé.

—Quizá. Pero una coincidencia fascinante. ¿Alguna vez te has preguntado por qué te has salvado tú, Martin?

Me encogí nuevamente de hombros y puse otra pila de papeles fuera de su alcance. Yo era más alto, más fuerte y más inescrupuloso que Billy, pero tenía que asegurarme de que el manuscrito no sufriera ningún daño si acaso él forcejeaba cuando yo lo levantara de la silla para echarlo.

—Es hora de hacer a-a-algo con este problema —declaró mi mecenas.

—No —proferí—, es hora de que te largues.

Aparté a un lado las últimas páginas y alcé los brazos, sorprendido de verle un candelabro de bronce en una mano.

—Quédate ahí, por favor —murmuró Triste Rey Billy, mientras alzaba un paralizador neural del regazo.

Me detuve sólo un instante y me eché a reír.

—Pequeño farsante —barboté—. No podrías usar una puñetera arma aunque la vida te fuera en ello.

Avancé para levantarlo y echarlo.

Tenía la mejilla contra la piedra del patio, pero un ojo suficientemente abierto como para ver que las estrellas aún brillaban a través de la rota tracería de la cúpula de la galería. No podía parpadear. Las extremidades y el torso me cosquilleaban con pinchazos de sensación, como si todo el cuerpo se me hubiera dormido y ahora despertara penosamente. Quería gritar, pero la mandíbula y la lengua se negaban a responder. De pronto me alzaron y me apoyaron en un banco de piedra, de modo que pude ver el patio y la fuente seca diseñada por Rithmet Corbet. El Laocoonte de bronce luchaba con serpientes metálicas bajo la luz fluctuante de las lluvias de meteoritos anteriores al alba.

—Lo la-la-lamento, Martin —tartamudeó una voz familiar—, p-p-p-pero esta l-l-locura tiene que terminar.

El rey Billy se me acercó con un gran montón de manuscritos. Otras páginas estaban apiladas en la taza de la fuente, al pie del troyano de metal. Cerca había un cubo de queroseno.

Logré cerrar los ojos. Los párpados se movieron como hierro oxidado.

—La parálisis pasará en cualquier m-m-momento —informó Billy. Se dirigió hasta la fuente, alzó un fajo de manuscritos y los prendió con el encendedor.

—¡No! —logré gritar a través de las mandíbulas apretadas.

Las llamas bailaron y murieron. Billy dejó caer las cenizas en la fuente y encendió otra pila de páginas, enrollándolas para formar un cilindro. Relucían lágrimas en las mejillas arrugadas, iluminadas por el fuego.

—Tú lo i-i-invocaste —jadeó el hombrecillo—. Tiene que t-t-t-terminar.

Traté de levantarme. Mis brazos y piernas se movieron como las extremidades de una marioneta mal manejada. El dolor era increíble. Grité de nuevo y el agónico sonido retumbó en el mármol y el granito.

Billy alzó un gordo fajo de papeles y se detuvo para leer la primera página.

Sin más argumento ni utilería

que mi frágil mortalidad, soporto

la carga de esta eterna quietud,

la inmutable sombra y esas tres formas fijas

como una sola luna en mis sentidos.

Pues con mi cerebro ardiente medí con certeza

sus estaciones de plata derramadas en la noche,

y día tras día creí volverme

más escuálido y fantasmal. A menudo rogué

intensamente que la Muerte me arrancara

de este valle de lágrimas. Desesperando

del cambio, hora tras hora me maldije.

Billy alzó la cara a las estrellas y entregó las páginas a las llamas.

—¡No! —exclamé de nuevo, obligando a mis piernas a arquearse.

Me apoyé en una rodilla, traté de estabilizarme con un brazo atravesado por cosquilleos. Caí de lado.

La sombra con capa arrojó un fajo demasiado grueso para enrollarlo y lo miró bajo la luz tenue.

Vi un borroso rostro

no aquejado por penas humanas, mas blanqueado

por una inmortal enfermedad que no mata;

provoca un cambio constante, que la feliz muerte

no puede detener; una muerte avanzando

hacia la muerte iba en ese semblante; dejaba atrás

el lirio y la nieve, y más allá de ellos

no debo pensar ahora, aunque vi esa faz…

Billy acercó el encendedor y más de cincuenta páginas ardieron. Lanzó los papeles en llamas a la fuente y fue a buscar más.

—¡Por favor! —grité al tiempo que me levantaba, endureciendo las piernas contra las contracciones de los impulsos mientras me apoyaba en el banco de piedra—. Por favor.

La presencia de una tercera figura no me sorprendió; era como si siempre hubiera estado allí, y Billy y yo no la hubiéramos visto hasta que las llamas alcanzaron el fulgor suficiente. Imposiblemente alto, con cuatro brazos, moldeado en cromo y cartílago, el Alcaudón volvió hacia nosotros su mirada roja.

Billy jadeó, retrocedió y se apresuró a arrojar más estrofas al fuego. Los rescoldos se elevaban en las ráfagas tibias. Con una explosión de aleteos, una bandada de palomas se elevó desde las vigas cubiertas de malezas en la cúpula rota.

Avancé en un movimiento que era más tambaleo que andar. El Alcaudón no se movió ni desvió su mirada sangrienta.

—¡Lárgate! —exclamó Billy sin tartamudear, la voz exaltada, un ardiente fajo de estrofas en cada mano—. ¡Regresa al pozo de donde viniste!

El Alcaudón ladeó la cabeza. Una luz roja fulguró en superficies aguzadas.

—¡Mi señor! —exclamé, aunque sin saber si le hablaba al rey o a aquella aparición infernal. Avancé los últimos pasos y aferré el brazo de Billy.

Pero ya no estaba allí. En un instante el viejo rey estaba a un brazo de distancia y de pronto estuvo a diez metros, elevado sobre las piedras del patio. Dedos semejantes a espinas de acero le atravesaban los brazos, el pecho y los muslos, pero aún se contorsionaba y mis Cantos ardían en sus puños. El Alcaudón lo acunaba como un padre que ofreciera al hijo para el bautismo.

—¡Destrúyelo! —gritó Billy, gesticulando lastimeramente—. ¡Destrúyelo!

Me detuve en el borde de la fuente, me apoyé débilmente en el brocal. Al principio creí que hablaba de destruir el manuscrito, luego pensé que hablaba del poema y al fin comprendí que se refería a ambos. Mil y pico de páginas manuscritas yacían sobre la fuente seca. Cogí el cubo de queroseno.

El Alcaudón no se movió, excepto para acercarse a Billy al pecho en un movimiento extrañamente afectuoso. Billy se contorsionó y gritó en silencio mientras un largo cuerno de acero afloraba de sus sedas de Arlequín por encima del esternón. Me quedé allí estúpidamente, recordando las colecciones de mariposas que tenía cuando niño. Lenta y mecánicamente, derramé queroseno sobre las páginas desperdigadas.

—¡Termina! —jadeó el rey Billy—. ¡Martin, por amor de Dios!

Cogí el encendedor que él había soltado. El Alcaudón no se movió. La sangre empapó los retazos negros de la túnica de Billy hasta que se confundieron con los cuadrados carmesíes. Activé el antiguo encendedor un par de veces; sólo chispas. A través de las lágrimas vi la obra de mi vida en la fuente polvorienta. Solté el encendedor.

Billy gritó. El acero raspaba el hueso mientras el rey se retorcía en el abrazo del Alcaudón.

—¡Termina! —chilló—. Martin… ¡Oh Dios!

Me volví, di cinco rápidos pasos y arrojé el cubo de queroseno. La humareda me enturbió aún más la visión. Billy y esa imposible criatura estaban empapados como dos comediantes en un holo. Billy parpadeaba y babeaba, la reluciente y afilada boca del Alcaudón reflejaba el cielo iluminado por meteoros. Los rescoldos moribundos de las páginas quemadas que Billy apretaba en los puños encendieron el queroseno.

Alcé las manos para protegerme el rostro —demasiado tarde, la barba y las cejas se chamuscaron y humearon— y retrocedí hasta que el brocal de la fuente me detuvo.

Por un segundo la pira fue una perfecta escultura de llamas, una Pietá azul y amarilla donde una madonna de cuatro brazos acunaba a un Cristo ardiente. La figura ardiente se contorsionó y arqueó, aún atravesada por espinas de acero y una veintena de garras, y surgió un grito que aún no puedo creer que perteneciera a la mitad humana de esa pareja abrazada en la muerte. El grito me hincó de rodillas, retumbó en cada superficie de la ciudad y causó pánico entre las palomas. El grito continuó minutos después de que la visión llameante se esfumara sin dejar cenizas ni imagen retinal. Un par de minutos después comprendí que el grito que ahora oía era el mío.

El final es sin duda decepcionante, pues la vida real rara vez estructura un desenlace decente.

Tardé varios meses, tal vez un año, en copiar las páginas maltrechas por el queroseno y en reescribir los Cantos quemados. A nadie le sorprenderá que el poema no esté concluido. No fue culpa mía. Mi musa había huido.

La Ciudad de los Poetas decayó en paz. Yo me quedé un par de años…, quizá cinco, no lo sé; entonces estaba loco. Los registros de los tempranos peregrinos del Alcaudón hablan de la figura enjuta, toda pelambrera, harapos y ojos desencajados, que los despertaba de su sueño de Getsemaní gritando obscenidades y agitando el puño ante las silenciosas Tumbas de Tiempo, para incitar a salir al cobarde que se escondía dentro.

Al final la locura se consumió en sus propias llamas —aunque siempre quedarán los rescoldos— y emprendí el viaje de mil quinientos kilómetros para regresar a la civilización la mochila repleta de manuscritos, sobreviviendo con anguilas de roca y nieve, y nada en absoluto los últimos diez días.

Los dos siglos y medio que transcurrieron desde entonces no son dignos de contarse, y mucho menos de revivir. Los tratamientos Poulsen para mantener el instrumento vivo y a la espera. Dos largos y fríos sueños en viajes sublumínicos criogénicos ilegales; cada uno absorbió un siglo o más; cada uno se cobró su precio en las células cerebrales y la memoria.

Entonces esperaba. Aún espero. Debo terminar el poema. Lo haré.

En el principio fue la Palabra. En el final, más allá del honor, la vida, el afecto…

En el final será la Palabra.