Había sido un día cálido y lluvioso en Keats, capital de Hyperion. Cuando cesaron las lluvias, una gruesa capa de nubes aún cubría la ciudad y llenaba el aire con el aroma salobre del océano que estaba veinte kilómetros al oeste. Al anochecer, cuando la luz mortecina se disolvía en un crepúsculo gris, un doble estruendo sacudió la ciudad y retumbó en el pico del sur. Las nubes emitieron un fulgor blanco azulado. Poco después, una nave negra atravesó las nubes y descendió en una columna de llamas de fusión, las luces de navegación rojas y verdes parpadeando en la bruma gris.
A mil metros, las señales de aterrizaje de la nave se encendieron y tres haces de luz procedentes del puerto espacial acogieron la nave en un trípode de color rubí. La nave revoloteó a trescientos metros, se ladeó como una jarra que resbala sobre una mesa húmeda y se posó en un foso.
Chorros de agua de alta presión bañaron el foso y la base de la nave, provocando oleadas de vapor que se mezclaron con la llovizna que azotaba el asfalto del puerto espacial. Cuando cesó el chorro de agua, sólo se oía el susurro de la lluvia y los chasquidos y crujidos de la nave al enfriarse.
Un balcón asomó del casco de la nave, veinte metros por encima del foso. Cinco figuras salieron.
—Gracias por el viaje —le dijo el coronel Kassad al cónsul.
El cónsul cabeceó y se apoyó en la baranda, aspirando el aire fresco. Gotas de lluvia le perlaban los hombros y las cejas.
Sol Weintraub levantó a la niña. El cambio de presión, temperatura, olor, movimiento, ruido o una combinación de todos ellos la habían despertado y se echó a llorar. Weintraub la acunó pero ella siguió llorando.
—Un comentario atinado sobre nuestra llegada —declaró Martin Silenus. El poeta vestía una larga capa púrpura y una boina roja que le colgaba sobre el hombro derecho. Bebió del vaso de vino que había traído desde la sala—. Por Dios, sí que ha cambiado este lugar.
Aunque había estado ausente sólo ocho años locales, el cónsul tuvo que convenir en ello. Cuando él vivía en Keats, el puerto espacial estaba a nueve kilómetros de la ciudad; cobertizos, tiendas y calles de barro rodeaban ahora el perímetro del campo de aterrizaje. En tiempos del cónsul no llegaba más de una nave por semana al diminuto puerto; ahora había más de veinte naves espaciales en la pista. Una enorme estructura prefabricada reemplazaba al pequeño edificio de administración y aduanas; habían añadido doce nuevos fosos y rejillas de descenso para naves en una extensión del oeste, y el perímetro aparecía atestado de módulos con vainas de camuflaje, que tanto podían ser estaciones de control de tierra como barracas. Un bosque de exóticas antenas subía al cielo desde un apiñamiento de aquellas cajas, en el extremo de la pista de aterrizaje.
—El progreso —murmuró el cónsul.
—La guerra —rebatió el coronel Kassad.
—Esas son personas —indicó Brawne Lamia, mientras señalaba las puertas terminales del lado sur de la pista. Una franja de colores apagados se estrellaba como una ola silenciosa contra la cerca exterior y el campo de contención violeta.
—Por Dios —exclamó el cónsul—, tiene usted razón.
Kassad extrajo los binoculares y se turnaron para observar los cientos de formas que tironeaban del alambre, apretujándose contra el campo de repulsión.
—¿Por qué están aquí? —preguntó Lamia—. ¿Qué quieren?
Incluso a medio kilómetro, la obtusa voluntad de la turba resultaba intimidatoria. Las oscuras siluetas de los marines de FUERZA patrullaban dentro del perímetro. El cónsul comprendió que una franja de tierra entre la alambrada, el campo de contención y los marines debía de ocultar minas, una zona de fulminación o ambas cosas.
—¿Qué quieren? —repitió Lamia.
—Quieren irse —explicó Kassad.
Incluso antes de que hablara el coronel, el cónsul comprendió que el improvisado poblado que rodeaba al puerto espacial y la multitud que se apiñaba en la entrada eran inevitables: los pobladores de Hyperion querían largarse. Supuso que debía de haber un movimiento hacia las puertas por cada vez que aterrizaba una nave.
—Bien, hay uno que se quedará —manifestó Martin Silenus, señalando hacia la montaña baja que se veía al sur, más allá del río—. William, el Rey Llorón. Dios proteja su alma pecaminosa. —La cara esculpida del Triste Rey Billy se distinguía a través de la llovizna y la creciente oscuridad—. Yo lo conocí, Horacio —recitó el poeta borracho, en una parodia de Hamlet—. Un hombre que no se cansaba de hacer bromas. Aunque ninguna era graciosa. Un tonto de remate, Horacio.
Sol Weintraub permanecía dentro de la nave para proteger a la niña de la llovizna y evitar que el llanto interrumpiera la conversación. Señaló hacia abajo.
—Alguien viene.
Un vehículo terrestre con el polímero de camuflaje inerte y un vehículo electromagnético cruzaban la pista húmeda. El VEM estaba adaptado al débil campo magnético de Hyperion.
Martin Silenus miraba fijamente el adusto semblante del Triste Rey Billy. Murmuró:
En la sombría tristeza de un valle,
lejos del saludable hálito de la mañana,
lejos del fiero mediodía y la estrella vespertina,
sentábase el canoso Saturno, quieto como una piedra,
callado como el silencio de su morada;
bosques sobre bosques colgaban sobre su testa
como nubes sobre nubes…
El padre Hoyt salió al balcón frotándose la cara con ambas manos. Tenía los ojos turbios como un niño al levantarse de la siesta.
—¿Hemos llegado? —preguntó.
—Ya lo creo —exclamó Martin Silenus, al tiempo que devolvía los binoculares al coronel—. Bajemos a saludar a los gendarmes.
El joven teniente no parecía deslumbrado por el grupo, ni siquiera después de inspeccionar la placa de autorización que les había dado Het Masteen, firmada por el comandante de la Fuerza Especial. El teniente se tomó su tiempo para inspeccionar los chips de visado y los hizo esperar bajo la llovizna, ladrando algún comentario con la ociosa arrogancia propia de esas nulidades que logran alcanzar un poco de poder. Cuando llegó al chip de Fedmahn Kassad alzó el rostro, sobresaltado como un armiño.
—¡Coronel Kassad!
—Retirado —precisó Kassad.
—Lo lamento, señor —balbuceó el teniente, tropezando con las palabras mientras devolvía los visados—. No sabía que usted viajaba con este grupo, señor. Es decir… el capitán sólo dijo… bien… Mi tío estuvo con usted en Bressia, señor. Lo siento, todo lo que yo o mis hombres podamos hacer…
—Descanse, teniente —dijo Kassad—. ¿Es posible conseguir transporte hasta la ciudad?
—Ah… Bien, señor… —El joven teniente se iba a frotar la barbilla y recordó que tenía puesto el casco—. Sí señor. Pero el problema es que las turbas pueden resultar peligrosas y… bien… esos jodidos VEMS no sirven para nada… eh, perdón, señor. Verá usted, los vehículos de transporte terrestre sólo llevan cargamento, y no tenemos deslizadores libres para abandonar la base hasta las 2200; pero me alegrará incluir a este grupo en la lista de…
—Un momento —lo interrumpió el cónsul. Un vapuleado deslizador de pasajeros con la dorada cúpula geodésica de la Hegemonía pintada en un flanco había aterrizado a diez metros. Bajó un hombre alto y delgado—. ¡Theo! —exclamó el cónsul.
Los dos hombres se acercaron estirando la mano, pero en cambio se dieron un abrazo.
—¡Demonios! —exclamó el cónsul—. Tienes buen aspecto, Theo. —Era verdad. Su ex ayudante había ganado unos seis años sobre el cónsul, pero el hombre más joven aún conservaba la sonrisa infantil, la cara delgada y la espesa melena roja que había atraído a todas las mujeres solteras —y a algunas casadas— del personal consular. Aún conservaba la timidez que formaba parte de la vulnerabilidad de Theo Lañe, según lo evidenciaba el modo en que se acomodaba innecesariamente las arcaicas gafas con montura de concha, la única afectación del joven diplomático.
—Resulta agradable tenerlo a usted de vuelta —saludó Theo.
El cónsul se volvió para presentar a su amigo, pero lo pensó de nuevo.
—Por Dios —murmuró, ahora eres cónsul. Lo lamento, Theo. He actuado sin pensar.
Theo Lañe sonrió y se acomodó las gafas.
—No hay problema, señor. En realidad ya no soy cónsul. Durante estos meses he actuado como gobernador general. El Consejo Interno al fin solicitó y recibió estatus colonial formal. Bienvenido al mundo más nuevo de la Hegemonía.
El cónsul miró un instante a su ex protegido y lo abrazó de nuevo.
—Felicidades, excelencia.
Theo sonrió y miró el cielo.
—Pronto caerá un diluvio. Que el grupo suba al deslizador y los conduciré a la ciudad —el nuevo gobernador general sonrió al joven oficial—. ¿Teniente?
El teniente se cuadró.
—Sí, señor.
—Por favor, ordene a sus hombres que carguen el equipaje de esta buena gente. Nos gustaría evitar la lluvia.
El deslizador voló al sur por encima de la autopista, a sesenta metros de altura. El cónsul iba en el asiento delantero; el resto del grupo descansaba atrás en butacas de flujoespuma. Martin Silenus y el padre Hoyt parecían dormidos. La hija de Weintraub había dejado de llorar para succionar una blanda botella de leche materna sintética.
—Las cosas han cambiado —comentó el cónsul. Apoyó la mejilla en el Perspex salpicado por la lluvia y miró el caos de abajo.
Cientos de cobertizos y tiendas cubrían las laderas y gargantas del tramo de tres kilómetros hasta los suburbios. Había fogatas bajo mantas húmedas. Figuras color barro se movían entre chozas color barro. Altas cercas bordeaban la vieja autopista del puerto espacial y habían ensanchado y reparado el camino. Dos carriles de camiones y vehículos de colchón de aire, la mayoría color caqui o cubiertos con polímeros de camuflaje inactivos, avanzaban despacio en ambas direcciones. Al frente, las luces de Keats se habían multiplicado y se extendían por nuevos sectores del valle del río y las colinas.
—Tres millones —puntualizó Theo, como si hubiera leído el pensamiento de su ex jefe—. Al menos tres millones de personas, y cada día en aumento.
—Había sólo cuatro millones y medio en el planeta cuando me fui —dijo el sorprendido cónsul.
—Aún las hay —reconoció el flamante gobernador general—. Y todas quieren llegar a Keats, abordar una nave y largarse. Algunas esperan a que construyan el teleyector, pero la mayoría no cree que lo consigan a tiempo. Tienen miedo.
—¿De los éxters?
—También —admitió Theo—; pero sobre todo del Alcaudón.
El cónsul apartó la cara del frío Perspex de la cabina.
—Entonces, ¿ha llegado al sur de la Cordillera de la Brida?
Theo rió sin humor.
—Está en todas partes. O están en todas partes. La mayoría están convencidos de que ahora son docenas o centenares de Alcaudones. Se han denunciado muertes en los tres continentes. En todas partes excepto en Keats, segmentos de la costa de la Crin, y algunas de las grandes ciudades, como Endimión.
—¿Cuántas víctimas? —preguntó el cónsul, aunque en realidad no deseaba saberlo.
—Por lo menos veinte mil muertos o desaparecidos —respondió Theo—. Hay muchos heridos, pero ése no habrá sido el Alcaudón, ¿verdad? —otra risa seca—. El Alcaudón no hiere a la gente, ¿eh? Las personas se disparan por accidente, ruedan escalera abajo o saltan por la ventana presas del pánico, se pisotean en las multitudes… Es una maldita locura.
Durante los once años que el cónsul había trabajado con Theo Lañe, nunca le había oído una palabrota.
—¿FUERZA hace algo? —preguntó el cónsul—. ¿Son ellos los que impiden que el Alcaudón entre en las grandes ciudades?
Theo meneó la cabeza.
—FUERZA no ha hecho nada salvo controlar las turbas. Oh, los marines alardean de mantener el puerto espacial abierto y de cuidar la zona de desembarco de la bahía de Puerto Romance, pero ni siquiera intentaron hacer frente al Alcaudón. Están esperando para luchar con los éxters.
—¿Y la FA? —preguntó el cónsul, consciente de que la mal entrenada Fuerza de Autodefensa no sería muy útil.
—Por lo menos ocho mil víctimas pertenecen a la FA —resopló Theo—. El general Braxton llevó al Tercio de Combate por el camino del río para «atacar la amenaza del Alcaudón en su guarida», y nunca más supimos de ellos.
—Será una broma, ¿no? —dijo el cónsul, pero una ojeada lo disuadió de lo contrario—. ¿De dónde diablos has sacado el tiempo para recibirnos en el puerto espacial?
—No lo he sacado —susurró el gobernador general. Miró hacia atrás; los demás dormían o miraban por las ventanillas—. Tenía que hablar con usted. Convencerlo de que no fuera.
El cónsul iba a menear la cabeza pero Theo le cogió el brazo y se lo apretó con fuerza.
—Mierda, escuche lo que quiero decirle. Sé que es duro para usted volver aquí después de lo que pasó, pero… maldita sea, es inútil que lo arroje todo por la borda. Abandone esta estúpida peregrinación. Quédese en Keats.
—No puedo.
—Escúcheme —exigió Theo—. Primera razón: es usted el mejor diplomático en tiempos de crisis que conozco, y necesitamos sus aptitudes.
—Eso no…
—Cállese un momento. Segunda razón: usted y los otros no llegarán a doscientos kilómetros de las Tumbas de Tiempo. No es como en los viejos tiempos, cuando usted estaba aquí y esos condenados suicidas podían acompañarlo e incluso esperar una semana hasta cambiar de idea y volver a casa. El Alcaudón está en marcha. Es como una plaga.
—Comprendo, pero…
—Tercera razón: lo necesito a usted. Supliqué al Centro Tau Ceti que enviara a otra persona. Cuando supe que usted venía… Demonios, eso me permitió aguantar los dos últimos años.
El cónsul meneó la cabeza sin entender. Theo iba a virar hacia el centro de la ciudad, pero se detuvo en el aire, apartando la mirada de los controles para encarar al cónsul.
—Quiero que sea usted gobernador general. El Senado no se opondrá, con la probable excepción de Gladstone; pero cuando ella lo descubra ya será demasiado tarde.
El cónsul se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en las costillas. Miró el laberinto de calles estrechas y edificios deformes que eran Jacktown y la Ciudad Vieja.
—No puedo, Theo —murmuró cuando recobró el habla.
—Escuche, si usted…
—No. Hablo en serio. No serviría de nada que aceptara, porque la simple verdad es que no puedo. Tengo que ir en esa peregrinación.
Theo se acomodó las gafas, miró hacia delante.
—Mira, Theo, eres el profesional más competente del Servicio Exterior con que he trabajado. Yo he estado al margen durante ocho años. Creo…
Theo asintió y lo interrumpió:
—Supongo que desea ir al Templo del Alcaudón.
—Sí.
El deslizador trazó un círculo y descendió. El cónsul reflexionaba mirando el vacío cuando las portezuelas se plegaron; Sol Weintraub exclamó «¡Dios santo!».
El grupo se apeó y contempló las ruinas calcinadas de lo que había sido el Templo del Alcaudón. Desde que veinticinco años locales atrás habían cerrado las peligrosas Tumbas de Tiempo, el Templo del Alcaudón se había convertido en la atracción turística más popular de Hyperion. Con una extensión de tres manzanas y una altura de más de ciento cincuenta metros hasta la aguzada torre, el templo central de la Iglesia del Alcaudón era en parte una majestuosa catedral, en parte una broma gótica con sus fluidas y almenadas curvas de piedra fundidas con el esqueleto de aleación de filamentos, en parte grabado de Escher con sus trucos de perspectiva y sus ángulos imposibles, en parte pesadilla del Bosco con sus túneles, cámaras ocultas, oscuros jardines y sectores prohibidos. Pero, ante todo, ahora formaba parte del pasado de Hyperion.
Pues ahora ya no estaba. Altas pilas de piedra ennegrecida eran el único vestigio de la imponencia de la estructura. Vigas de aleación se elevaban de las piedras como el costillar del cadáver de un gigante. Buena parte de los escombros había caído en las fosas, pasillos y pasajes que entrecruzaban el sótano de aquel monumento tres veces secular. El cónsul se acercó al borde de una fosa y se preguntó si los profundos sótanos estarían realmente conectados —como declaraba la leyenda— con uno de los laberintos del planeta.
—Al parecer usaron un látigo infernal —observó Martin Silenus, empleando un término arcaico que designaba cualquier arma láser de alta energía. El poeta parecía repentinamente sobrio cuando se reunió con los demás—. Recuerdo los tiempos en que el Templo y partes de la Ciudad Vieja eran lo único que había aquí. Después del desastre ocurrido cerca de las Tumbas, Billy decidió trasladar Jacktown hasta aquí por el Templo. Ahora ya no está. Cielos.
—No —intervino Kassad.
Los demás lo miraron. El coronel estaba examinando los escombros. Se levantó.
—No fue un látigo infernal —explicó—. Varias cargas de plasma.
—¿Aún quiere quedarse aquí y continuar con esta inútil peregrinación? —preguntó Theo—. Venga conmigo al consulado —se dirigía al cónsul, pero la invitación abarcaba tácitamente a todos.
El cónsul se alejó de la fosa mirando a su ex ayudante, pero viendo por vez primera al gobernador general de un mundo de la Hegemonía en estado de sitio.
—No podemos, excelencia —objetó el cónsul—. Al menos, yo no puedo —se dirigió al grupo—. No hablo en nombre de los demás.
Los cuatro hombres y la mujer menearon la cabeza. Silenus y Kassad empezaron a descargar los bártulos. La lluvia volvió, como una bruma ligera derramándose desde la oscuridad. El cónsul vio dos deslizadores de combate FUERZA revoloteando sobre los tejados. La oscuridad y el polímero de camuflaje los había ocultado bien, pero ahora la lluvia revelaba sus contornos. Desde luego, pensó el cónsul: el gobernador general nunca viaja sin escolta.
—¿Escaparon los sacerdotes? ¿Hubo sobrevivientes cuando fue destruído el Templo? —preguntó Brawne Lamia.
—Sí —replicó Theo. El dictador de facto de cinco millones de almas condenadas se quitó las gafas y las secó con el faldón de la camisa—. Todos los sacerdotes y acólitos del Culto del Alcaudón escaparon por los túneles. La turba había rodeado este lugar durante meses. La cabecilla, una mujer del este del Mar de la Hierba llamada Cammon, advirtió a todos los que estaban en el Templo antes de que estallaran los DL-20.
—¿Dónde estaba la policía? —quiso saber el cónsul—. ¿La FA? ¿FUERZA?
Theo Lañe sonrió y de pronto pareció décadas más viejo que el joven que había conocido el cónsul.
—Ustedes han estado en tránsito durante tres años —dijo—. El universo ha cambiado. Los adoradores del Alcaudón son quemados y apatizados en la Red. Imaginen ustedes lo que pasa aquí. Los policías de Keats están bajo la ley marcial que declaré hace catorce meses. Ellos y la FA se quedaron mirando mientras la turba incendiaba el templo. Yo hice lo mismo. Esa noche había aquí medio millón de personas.
Sol Weintraub se acercó.
—¿Saben acerca de lo nuestro? ¿Acerca de esta peregrinación final?
—Si ellos lo supieran —replicó Theo—, ninguno de ustedes estaría vivo. Supuestamente verían con buenos ojos cualquier cosa que apaciguara al Alcaudón, pero la turba sólo tomaría en cuenta que ustedes fueron elegidos por la Iglesia del Alcaudón. Tuve que vetar la decisión de mi propio Consejo Asesor: querían destruir su nave antes de que llegara a la atmósfera.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó el cónsul—. ¿Por qué vetaste la decisión?
Theo suspiró y se acomodó las gafas.
—Hyperion aún necesita a la Hegemonía, y Gladstone todavía tiene el voto de confianza de la Entidad Suma, si no del Senado. Además, yo lo necesito a usted.
El cónsul contempló los escombros del Templo del Alcaudón.
—Esta peregrinación terminó antes de que usted llegara —expuso el gobernador general Theo Lañe—. ¿No vendrá al consulado conmigo…, al menos como asesor?
—Lo lamento —insistió el cónsul—. No puedo.
Theo se volvió sin decir palabra; subió al deslizador y se elevó. La escolta militar lo siguió como un borrón bajo el agua.
La lluvia arreciaba. Los miembros del grupo se unieron en la creciente oscuridad. Weintraub había tapado a Rachel con una improvisada capucha, y el ruido de la lluvia sobre el plástico hizo llorar a la niña.
—¿Qué haremos? —preguntó el cónsul, mirando la noche y las callejuelas. El equipaje estaba amontonado en una pila húmeda. El mundo olía a cenizas.
Martin Silenus sonrió.
—Conozco un bar —dijo.
Resultó que el cónsul también conocía el bar; prácticamente había vivido en Cicero durante casi todo el tiempo —once años— de su estancia en Hyperion.
Al contrario de muchas cosas de Keats e Hyperion, Cicero. —Cicerón— no se llamaba así por una alusión literaria de los días anteriores a la Hégira. Según los rumores, el bar tomaba el nombre de un barrio de una ciudad de Vieja Tierra —según algunos, Chicago, Estados Unidos de América; según otros, Calcuta, Estados Aliados de la India— pero sólo Stan Leweski, propietario y bisnieto del fundador, lo sabía con certeza, y él nunca había revelado el secreto.
El bar había crecido mucho en su siglo y medio de existencia. Había empezado como un tugurio, en un decrépito edificio frente al río Hoolie; ahora ocupaba nueve niveles en cuatro edificios decrépitos a lo largo del Hoolie. Los únicos elementos persistentes de la decoración de Cicero a lo largo de las décadas eran los techos bajos, la humareda y una permanente algarabía que brindaba una sensación de intimidad en medio del ajetreo.
Pero aquella noche no había intimidad. Cuando entraban con el equipaje por la puerta de la calle Marisma, el cónsul y los demás se detuvieron.
—Demonios —maculló Martin Silenus.
Cicero parecía invadido por hordas bárbaras. Todas las sillas y mesas estaban ocupadas —en general por hombres—, y el suelo estaba atiborrado de mochilas, armas, sacos de dormir, anticuados equipos de comunicación, cajas de raciones y todos los desechos de un ejército de refugiados, o quizá de un ejército refugiado. La densa atmósfera de Cicero, otrora impregnada por el aroma de bistecs, vino, estimulantes, cerveza y tabaco, ahora estaba cargada con el tufo de cuerpos sucios, orina y desesperanza.
El corpachón de Stan Leweski emergió de las sombras. Los antebrazos del dueño eran tan gruesos como de costumbre, pero la frente había avanzado algunos centímetros sobre la mata de pelo negro, y la cara lucía arrugas alrededor de los ojos, que miraron al cónsul con incredulidad.
—Un fantasma —murmuró.
—No.
—¿No está usted muerto?
—No.
—¡Qué me cuelguen! —declaró Stan Leweski. Cogió al cónsul y lo alzó como un hombre levantaría a un niño—. ¡Qué me cuelguen! No está muerto. ¿Qué hace usted aquí?
—Vengo a inspeccionar tu permiso para vender bebidas alcohólicas —masculló el cónsul—. Bájame.
Leweski bajó cuidadosamente al cónsul, le tocó los hombros y sonrió. Miró a Martin Silenus y la sonrisa se transformó en ceño fruncido.
—Usted me resulta familiar, pero nunca lo he visto.
—Conocí a tu bisabuelo —declaró Silenus—. Lo cual me recuerda una cosa. ¿Aún tienes esa cerveza anterior a la Hégira? Este tibio brebaje británico que sabe a orina de alce reciclada. Nunca me cansaría de beberlo.
—No me queda nada —respondió Leweski. Señaló al poeta—. Que me cuelguen. El baúl del abuelo Jiro. Ese viejo holo del sátiro en la Jacktown original. ¿Es posible? —miró a Silenus y luego al cónsul, tocándolos delicadamente con el macizo índice—. Dos fantasmas.
—Seis personas cansadas —precisó el cónsul. La niña rompió a llorar de nuevo—. Siete, en realidad. ¿Tienes lugar para nosotros?
Leweski dio media vuelta, las manos extendidas, las palmas para arriba.
—Es todo así. No queda sitio. Ni comida, ni vino —miró a Silenus con los ojos entornados—. Ni cerveza. Nos hemos transformado en un gran hotel sin camas. Los bastardos de la FA se alojan aquí sin pagar, beben su propio aguardiente y esperan el fin del mundo. Que llegará pronto, supongo.
El grupo se arracimaba en lo que había sido el entresuelo de la entrada. El equipaje apilado se confundía con un tumulto de bártulos que cubrían el suelo. Pequeños grupos de hombres se abrían paso en la multitud mirando a los recién llegados, sobre todo a Brawne Lamia, quien les dirigió una mirada glacial y desdeñosa. Stan Leweski observó un instante al cónsul.
—Tengo una mesa en el balcón. Cinco de esos Comandos de la Muerte de la FA han aparcado allí por una semana, y han asegurado a todo el mundo que piensan liquidar a las legiones éxter con las manos. Si ustedes quieren la mesa, echaré a esos idiotas.
—Sí —dijo el cónsul.
Leweski se marchaba cuando Lamia lo detuvo tocándole el brazo.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó Lamia.
Stan Leweski se encogió de hombros y sonrió.
—No la necesito, pero me gustará. Venga.
Se perdieron en la multitud.
El balcón del tercer piso apenas tenía lugar para una mesa desvencijada y sus seis sillas. A pesar del apiñamiento en los pisos principales, escaleras y rellanos, nadie reclamó aquel lugar cuando Leweski y Lamia arrojaron a los Comandos de la Muerte al río, nueve metros más abajo. Leweski envió luego una jarra de cerveza, un cesto de pan y carne fría.
El grupo comió en silencio, sintiendo más que de costumbre el hambre, la fatiga y la depresión posteriores a una fuga criogénica. La oscuridad del balcón sólo se veía atenuada por la opaca luz que reflejaba el interior del Cicero y por los faroles de las barcazas del río. La mayoría de los edificios próximos al Hoolie estaban a oscuras, pero las nubes bajas reflejaban otras luces de la ciudad. El cónsul distinguió las ruinas del Templo del Alcaudón medio kilómetro río arriba.
—Bien —dijo el padre Hoyt, recuperado de la gran dosis de ultramorfina y oscilando en el delicado equilibrio entre el dolor y la analgesia—, ¿qué haremos ahora?
Nadie respondió, y el cónsul cerró los ojos. Rehusaba hacerse cargo de las iniciativas. Sentado en el balcón del Cicero, pensó que le hubiera resultado fácil recuperar el ritmo de vida anterior: bebería hasta la madrugada, observaría las lluvias de meteoritos mientras se despejaban las nubes y caminaría a trompicones a su apartamento cerca del mercado; cuatro horas más tarde se presentaría en el consulado, limpio, afeitado y con apariencia humana, excepto por los ojos hinchados y el dolor palpitante en la cabeza. Confiando en que Theo —el tranquilo y eficiente Theo— le permitiera terminar la mañana. Confiando en que la suerte le permitiera terminar el día. Confiando en que las copas del Cicero le permitieran terminar la noche. Confiando en que la irrelevancia de su puesto le permitiera terminar su vida.
—¿Todos preparados para la peregrinación?
El cónsul abrió los ojos. Una figura encapuchada se erguía en la puerta; por un instante el cónsul creyó que era Het Masteen, pero advirtió que este hombre era mucho más bajo, y su acento no evidenciaba las pomposas consonantes de los templarios.
—Si ustedes están preparados, debemos partir —anunció el hombre.
—¿Quién es usted? —preguntó Brawne Lamia.
—Vamos, deprisa —replicó la sombra.
Fedmahn Kassad se levantó, encorvándose para no chocar con el techo, y retuvo a la figura embozada para echarle la capucha hacia atrás con la mano izquierda.
—¡Un androide! —exclamó Lenar Hoyt al descubrir la tez azul, los ojos totalmente azules del hombre.
El cónsul no se sorprendió tanto. Hacía más de un siglo que era ilegal tener androides en la Hegemonía —durante ese tiempo se habían biofacturado muy pocos— pero aún se usaban para ciertos menesteres en zonas remotas de los mundos retrógrados como Hyperion. El Templo del Alcaudón había usado muchos androides: la doctrina de la Iglesia del Alcaudón proclamaba que los androides estaban libres del pecado original y por lo tanto eran espiritualmente superiores al género humano, con lo cual quedaban exentos de la terrible e inevitable represalia del Alcaudón.
—Vengan ustedes deprisa —susurró el androide, acomodándose la capucha.
—¿Eres del Templo? —preguntó Lamia.
—¡Silencio! —ordenó el androide. Miró hacia la sala, se volvió y asintió—. Debemos darnos prisa. Síganme ustedes, por favor.
Todos se pusieron en pie y titubearon. Kassad se desabrochó la larga chaqueta de cuero y el cónsul comprobó que llevaba una vara de muerte en el cinturón. En circunstancias normales, el cónsul se habría espantado de ver una vara de muerte en las cercanías —el menor error podía achicharrar todas las sinapsis del balcón—, pero en ese momento le tranquilizó verla.
—Nuestro equipaje… —murmuró Weintraub.
—Ya lo han llevado —susurró el encapuchado—. De prisa.
El grupo siguió al androide escalera abajo y salió a la noche con movimientos cansados y pasivos.
El cónsul durmió hasta tarde. Media hora después de amanecer, un rectángulo de luz se filtró entre las persianas de la portilla y bañó la almohada. El cónsul se apartó rodando, pero no despertó. Una hora después se alzó un fuerte estrépito, cuando las cansadas mantas que habían remolcado la barcaza toda la noche fueron reemplazadas por otras. El cónsul siguió durmiendo. Poco después las pisadas y gritos de la tripulación en la cubierta se volvieron más ruidosos y persistentes, pero lo que finalmente lo arrancó del sueño fue el bocinazo de advertencia frente a los Rizos de Karla.
Aturdido aún por la soporífera resaca provocada por la fuga criogénica, el cónsul se aseó como pudo, con una bacinilla y una bomba; se puso pantalones de algodón, una vieja camisa de lona y zapatos de suela de espuma, y al fin subió a cubierta. Habían servido el desayuno en un aparador largo, junto a una maltrecha mesa retráctil, protegida por un toldo. La lona dorada y carmesí chasqueaba en la brisa. Era un hermoso día, brillante y sin nubes, y el sol de Hyperion compensaba su pequeñez con su fiereza. Weintraub, Lamia, Kassad y Silenus se habían levantado hacía un rato; Lenar Hoyt y Het Masteen se reunieron con el grupo poco después que el cónsul.
El cónsul se sirvió pez tostado, fruta y zumo de naranja en el aparador y luego se acercó a la barandilla. Allí el río tenía por lo menos un kilómetro de anchura y su pátina verde y lapislázuli reflejaba el cielo. A primera vista no reconoció las tierras de ambas márgenes. Hacia el este, plantaciones de habichuelas-periscopio se perdían en la brumosa distancia, donde el sol del amanecer se reflejaba en mil superficies inundadas. Algunas chozas aborígenes se erguían en la intersección de las zanjas, con paredes angulosas de raraleña descolorida o semirroble dorado. Hacia el oeste, la orilla estaba poblada por marañas de gisén, raíces de mangle hembra y un vistoso helecho rojo que el cónsul no reconoció. Todos crecían alrededor de marismas y lagunas que se extendían otro kilómetro más hasta los acantilados, donde unos achaparrados siempreazules se aferraban a cualquier sitio desnudo entre las losas de granito.
Por un instante el cónsul se sintió perdido y desorientado en un mundo que creía conocer, pero luego recordó el bocinazo en Rizos de Karla y comprendió que habían entrado en un tramo poco frecuentado del Hoolie, al norte del Bosquecillo de Doukhobor. El cónsul nunca había visto esta parte del río, pues siempre había viajado o volado sobre el Canal de Transporte Real que transcurría al oeste de los acantilados. Sospechó que un gran peligro o disturbio en la ruta principal del Mar de Hierba los había obligado a tomar este camino indirecto. Debían de estar a unos ciento ochenta kilómetros de Keats.
—Tiene un aspecto distinto a la luz del día, ¿verdad? —dijo el padre Hoyt.
El cónsul miró de nuevo la costa sin saber de qué hablaba Hoyt; luego comprendió que el sacerdote se refería a la barcaza.
Había sido extraño: seguir al mensajero androide bajo la lluvia, abordar la vieja barcaza, avanzar por el laberinto de habitaciones y pasillos de mosaico, recoger a Het Masteen en las ruinas del Templo y dejar atrás las luces de Keats. El cónsul recordaba esas horas de la medianoche como un sueño borroso e imaginaba que los demás estarían igualmente extenuados y desorientados. Recordaba vagamente haberse sorprendido de que todos los tripulantes de la barcaza fueran androides, pero ante todo recordaba su alivio cuando cerró la puerta del camarote y se tumbó en la cama.
—Esta mañana he hablado con Bettik —apuntó Weintraub, aludiendo al androide que los había guiado—. Esta vieja embarcación tiene su historia.
Martin Silenus se acercó al aparador para servirse más zumo de tomate, añadió un chorro de una bebida que llevaba consigo y manifestó:
—Desde luego, ha trajinado bastante. Muchas manos han emporcado las malditas barandas, muchos pies han gastado las escaleras, mucho hollín ha oscurecido los techos y muchas generaciones han retozado en esas camas hasta desvencijarlas. Yo diría que tiene varios siglos. Las tallas y molduras rococó son maravillosas. ¿Han notado ustedes que a pesar de todos los aromas, la madera empotrada aún huele a sándalo? No me sorprendería que esta cosa procediera de Vieja Tierra.
—En efecto —intervino Sol Weintraub. La niña Rachel dormía en su brazo, soplando burbujas de saliva—. Estamos en la noble nave Benarés, construida en la ciudad de Vieja Tierra que llevaba ese nombre.
—No recuerdo una ciudad de Vieja Tierra con ese nombre —confesó el cónsul.
Brawne Lamia se volvió hacia ellos mientras terminaba el desayuno.
—Benarés, también conocida como Varanasi o Gandhipur, Estado Hinduista Libre. Parte de la Segunda Esfera Asiática de Co-prosperidad después de la Tercera Guerra Chino-Japonesa. Destruida en el Conflicto Limitado de la República Musulmana Indosoviética.
—Sí —dijo Weintraub—, la Benarés fue construida mucho antes del Gran Error. A mediados del siglo veintidós, diría yo. Bettik me informa que originalmente era una barcaza de levitación…
—¿Los generadores electromagnéticos aún están allí? —interrumpió el coronel Kassad.
—Eso creo —respondió Weintraub—. Cerca del salón principal de la cubierta inferior. El suelo del salón es de cristal lunar claro. Muy bonito si flotáramos a dos mil metros…, pero así no sirve de nada.
—Benarés —murmuró Martin Silenus. Acarició afectuosamente la baranda—. Una vez me asaltaron allí.
Brawne Lamia dejó su taza de café.
—Viejo, ¿intenta sugerir que es tan antiguo como para recordar Vieja Tierra? No somos tan estúpidos.
—Querida niña —sonrió Martin Silenus—, no intento decirle nada. Sólo se me ocurrió que sería divertido, además de edificante y esclarecedor, que en algún momento intercambiáramos listas de todos los sitios donde hemos robado o nos han robado. Como usted tiene la injusta ventaja de haber sido hija de un senador, sin duda su lista será mucho más distinguida… y mucho más larga.
Lamia abrió la boca para replicar, frunció el ceño y calló.
—¿Cómo habrá llegado esta nave a Hyperion? —murmuró el padre Hoyt—. ¿De qué sirve traer una barcaza de levitación a un mundo donde el equipo EM no funciona?
—Funcionaría —informó el coronel Kassad—. Hyperion tiene un campo magnético, pero no sirve para sostener una máquina en el aire.
El padre Hoyt enarcó las cejas sin entender la diferencia.
—Vaya —exclamó el poeta desde la borda—, ¡toda la pandilla está aquí!
—¿Y qué? —masculló Brawne Lamia, apretando los labios al hablar con Silenus.
—Pues si estamos todos aquí, continuemos con nuestros relatos.
—Habíamos convenido en contar nuestras respectivas historias después de la cena —objetó Het Masteen.
Martin Silenus se encogió de hombros.
—Desayuno, cena, ¿a quién diablos le importa? Estamos juntos. No tardaremos seis o siete días en llegar a las Tumbas de Tiempo, ¿verdad?
El cónsul reflexionó. Menos de dos días para llegar hasta donde la barcaza pudiera dejarlos. Dos días más en el mar de Hierba; un poco menos si se contaba con vientos favorables. No más de un día para cruzar las montañas.
—No —admitió—. No llegan a seis días.
—Bien —concluyó Silenus—, entonces continuemos con las historias. Además, nadie garantiza que el Alcaudón no venga de visita antes de que llamemos a su puerta. Si estas narraciones de hadas están destinadas a elevar nuestras probabilidades de supervivencia, mejor oigámoslas todas antes de que los narradores empiecen a ser triturados o machacados por ese procesador de alimentos ambulante a quien tanto ansiamos visitar.
—Es usted repugnante —gruñó Brawne Lamia.
—Vaya, querida —sonrió Silenus—, las mismas palabras que me susurró anoche después del segundo orgasmo.
Lamia desvió la mirada. El padre Hoyt se aclaró la garganta.
—¿A quién le toca? —preguntó—. Contar su historia, quiero decir.
El silencio se prolongó.
—A mí —anunció Fedmahn Kassad. El hombre metió la mano en el bolsillo de la túnica blanca y sacó un papel con un enorme 2.
—¿Le importa hacerlo ahora? —preguntó Sol Weintraub.
Kassad sonrió vagamente.
—Yo no estaba a favor de hacerlo, pero los malos tragos más vale pasarlos deprisa.
—¡Vaya! —se sorprendió Martin Silenus—. Ese hombre conoce a los dramaturgos anteriores a la Hégira.
—¿Shakespeare? —preguntó el padre Hoyt.
—No —replicó Silenus—. Lerner y Lowe. Neil Simon. Hamel Posten.
—Coronel —dijo formalmente Sol Weintraub—, el tiempo es agradable, ninguno de nosotros tiene nada urgente que hacer, y agradeceríamos que usted nos relatara qué lo trae a Hyperion en la última peregrinación del Alcaudón.
Kassad asintió. El calor aumentaba, el toldo de lona chasqueaba, las cubiertas crujían. La barcaza de levitación Benarés bogaba corriente arriba hacia las montañas, los pantanos, el Alcaudón.
Durante la batalla de Agincourt, Fedmahn Kassad conoció a la mujer a quien después buscaría toda la vida.
En una húmeda y fría mañana de finales de 1415 d.C., Kassad fue designado arquero en el ejército de Enrique V de Inglaterra. La fuerza inglesa había estado en suelo francés desde el 14 de agosto y a partir del 8 de octubre se replegó ante la superioridad de las fuerzas francesas. Enrique había convencido al consejo de guerra de que el ejército podía batir a los franceses en una marcha forzada hacia la segura Calais. Habían fracasado. En el gris y lluvioso amanecer del 25 de octubre, siete mil ingleses, en su mayoría arqueros, se enfrentaban a una fuerza de veintiocho mil caballeros franceses que estaban a un kilómetro del terreno pantanoso.
Kassad estaba aterido, cansado, enfermo y asustado. Él y los demás arqueros habían sobrevivido comiendo sólo bayas durante la última semana de marcha, y casi todos los hombres de la línea sufrían de diarrea esa mañana. La temperatura del aire rondaba los 10° C y Kassad había pasado una larga noche tratando de dormir en terreno húmedo. Estaba impresionado por el increíble realismo de la experiencia —la Red Histórico-Táctica de la Escuela de Mando Olympus estaba tan lejos de los simuladores comunes como los holos plenos de las proyecciones más primitivas—, pero las sensaciones físicas resultaban tan convincentes y reales que Kassad sentía miedo de las heridas. Se hablaba de algunos cadetes que habían recibido heridas fatales en la red y habían salido muertos de los tanques de inmersión.
Kassad y los demás arqueros del flanco derecho de Enrique habían pasado buena parte de la mañana observando a la numerosa tropa francesa; de pronto los pendones ondearon, los sargentos ladraron y los arqueros obedecieron la orden del rey y avanzaron contra el enemigo.
La irregular línea inglesa, que se extendía más de setecientos metros por el campo de una arboleda a otra, consistía en puñados de arqueros como el de Kassad, mezclado con grupos menos numerosos de caballeros. Los ingleses no tenían caballería formal, y la mayoría de los caballos que Kassad veía en su extremo del campo transportaban a hombres apiñados alrededor del grupo de mando del rey —trescientos metros hacia el centro—, o alrededor de la posición del duque de York, mucho más cercana a Kassad y a los demás arqueros.
Estos grupos de mando le recordaban a Kassad los cuarteles móviles de FUERZA, sólo que en vez del inevitable bosque de antenas de comunicación que indicaba la posición, brillantes estandartes y pendones colgaban de las picas. Un blanco perfecto para la artillería, pensó Kassad, y luego recordó que ese recurso militar aún no existía en el siglo XV.
Kassad advirtió que los franceses tenían muchos caballos. Estimó que seiscientos o setecientos infantes formaban filas en cada flanco francés y una larga línea de caballería venía detrás del frente principal de batalla. A Kassad no le gustaban los caballos. Había visto holos y fotos, desde luego, pero nunca se había topado con esos animales antes del ejercicio. El tamaño, el olor y el ruido que producían resultaban turbadores, especialmente cuando los malditos cuadrúpedos tenían armadura en el pecho y la cabeza, llevaban cota de malla y estaban adiestrados para transportar hombres acorazados que empuñaban lanzas de cuatro metros.
El avance inglés se detuvo. Kassad estimó que la línea de batalla estaba a doscientos cincuenta metros de los franceses. Sabía por su experiencia de la semana anterior que estaban a tiro de los arcos largos, pero también sabía que tendría que dislocarse el brazo para tensar la cuerda si quería alcanzarlos con sus flechas.
Los franceses gritaban lo que Kassad tomó por insultos. Los ignoró mientras él y sus silenciosos camaradas avanzaban desde el lugar donde habían plantado las largas flechas y hallaban un terreno blando donde clavar las estacas. Las estacas eran largas y pesadas, y Kassad había cargado la suya durante una semana. Ese objeto de un metro y medio de longitud estaba afilado en las dos puntas. Tras cruzar el Somme, cuando en medio del bosque se ordenó a los arqueros que buscaran árboles y tallaran estacas, Kassad se preguntó para qué servirían. Ahora lo había averiguado.
Uno de cada tres arqueros transportaba una enorme maza, y ahora se turnaban para clavar las estacas en el ángulo adecuado. Kassad afiló con el largo cuchillo la punta de su estaca, la cual, a pesar de estar inclinada, le llegaba casi al pecho. Retrocedió por el terreno erizado de puntas para aguardar la embestida francesa. Los franceses no embestían.
Kassad esperó con los demás. Tenía el arco tenso, cuarenta y ocho flechas clavadas en dos manojos a sus pies, y las piernas plantadas con firmeza. Los franceses no embestían.
La lluvia había cesado, pero soplaba una brisa fresca; y el poco calor corporal que había generado la breve marcha y el trabajo de clavar las estacas pronto se disipó. Los únicos sonidos eran los susurros metálicos de hombres y caballos, algunos rezongos o risas nerviosas y el trepidar de cascos mientras la caballería francesa se realineaba, aún negándose a embestir.
—A la mierda con esto —masculló un hirsuto soldado a poca distancia de Kassad—. Esos bastardos nos han hecho perder toda la mañana. Que meen o que dejen el orinal.
Kassad asintió. No sabía si oía y entendía inglés medieval o si la frase estaba en estándar; no sabía si el hirsuto arquero era otro cadete de la Escuela, un instructor o un mero artilugio del simulador. No sabía si los giros eran correctos, pero no le importaba. El corazón le martilleaba y le sudaban las palmas. Se enjugó las manos en el chaquetón.
Como si el rey Enrique hubiera esperado el rezongo del viejo, las banderas de mando se alzaron de pronto, los sargentos ladraron y una hilera tras otra de arqueros ingleses alzaron los arcos largos, los tensaron a una orden y los aflojaron a la siguiente.
Cuatro andanadas de flechas, integradas por más de seis mil proyectiles puntiagudos de un metro de longitud, formaron una nube a treinta metros de altura y llovieron sobre los franceses.
Se oyó el relincho de los caballos y mil niños dementes golpeando mil cacerolas de lata cuando los infantes franceses inclinaron el cuerpo para que sus cascos de acero y las corazas del pecho y los hombros recibieran lo peor de la borrasca. Kassad sabía que en términos militares se había causado poco daño real, pero esto era un magro consuelo para los soldados franceses que tenían diez pulgadas de flecha en el ojo, o para las veintenas de caballos que brincaban, rodaban y chocaban mientras sus jinetes intentaban extraer las astas de madera de sus lomos y flancos.
Los franceses no embestían.
Se gritaron más órdenes, Kassad se irguió, se preparó, disparó el arco. Una y otra vez. El cielo se oscurecía cada diez segundos. A Kassad le dolían el brazo y la espalda por el extenuante ejercicio. No sentía euforia ni cólera, sólo cumplía su cometido. Tenía el antebrazo inflamado.
De nuevo volaron las flechas. Había lanzado quince flechas del primer manojo de veinticuatro cuando un grito corrió por la línea inglesa y Kassad echó un vistazo mientras tensaba la cuerda.
Los franceses embestían.
Una carga de caballería era algo que no figuraba en la experiencia de Kassad. Observar mil doscientos caballos con armadura galopando hacia él creaba sensaciones inquietantes. La carga tardó menos de cuarenta segundos, pero Kassad descubrió que era tiempo suficiente para que la boca se secara, la respiración se cortara y los testículos se comprimieran hasta meterse en el cuerpo. Si el resto de Kassad hubiera encontrado un escondrijo similar, habría pensado seriamente en imitarlos.
Pero estaba demasiado ocupado para correr. Disparando a cada orden, su línea de arqueros lanzó cinco andanadas a los jinetes atacantes, logró lanzar otra de modo independiente y luego retrocedió cinco pasos.
Resultó que los caballos eran demasiado inteligentes para empalarse voluntariamente en las estacas —por mucho que los jinetes humanos les implorasen que lo hicieran— pero la segunda y tercera oleada de caballería no se detuvieron tan repentinamente como la primera, y de pronto caballos y jinetes rodaron y gritaron. Kassad corrió y aulló, abalanzándose sobre los franceses caídos, asestando martillazos, y hundiendo el cuchillo largo entre las rendijas de la armadura cuando el apiñamiento le impedía blandir la maza. Pronto él, el arquero hirsuto y un joven que había perdido la gorra se transformaron en un eficaz equipo de exterminio que se lanzaba por los tres lados de cada jinete derribado. Kassad usaba la maza para abatir al jinete implorante y los otros ultimaban la faena con armas blancas.
Sólo un caballero se incorporó y desenvainó la espada para hacerles frente. El francés se levantó la visera solicitando el honor de la batalla singular. El viejo y el joven merodeaban como lobos. Kassad recuperó el arco y le clavó una flecha en el ojo izquierdo a diez pasos.
La batalla continuó en esa tétrica atmósfera de ópera bufa común a todas las batallas en Vieja Tierra, desde los primeros duelos con piedras y fémures. Mientras la primera oleada de diez mil infantes atacaba el centro inglés, la caballería francesa logró dar media vuelta y escapar. La confusión quebró el ritmo del ataque, y cuando los franceses recobraron la iniciativa, los infantes de Enrique lograron contenerlos con las picas, mientras Kassad y varios miles de arqueros más arrojaban una andanada tras otra sobre la apiñada infantería francesa.
La batalla no terminó allí. Ni siquiera fue el momento decisivo. Ese instante se perdió —como siempre— entre el polvo y el torbellino de mil encontronazos individuales, donde los infantes se enfrentaron cuerpo a cuerpo blandiendo armas personales. El final llegaría tres horas después, pero antes habría variaciones menores sobre temas repetidos: ataques ineficaces y contraataques torpes, y un momento poco honorable en que Enrique ordenó matar a los prisioneros para no dejarlos en la retaguardia cuando los ingleses se enfrentaran a una nueva amenaza. Pero los heraldos e historiadores luego convendrían en que el desenlace había quedado resuelto en esa confusión de la primera carga de la infantería francesa. Los franceses murieron a millares. El predominio inglés en esa zona del continente se prolongaría durante un tiempo.
La época de la coraza y el caballero, encarnación de la gallardía, había terminado. Unos miles de andrajosos campesinos con arcos largos los habían arrojado al ataúd de la historia. El mayor insulto para los nobles franceses muertos —si de alguna manera se podía insultar más a los muertos— se basaba en que los arqueros ingleses no sólo eran plebeyos de la más baja calaña, sino que eran reclutas. Soldados rasos. Patoteros. Técnicos K. Ratas de Asalto.
Todo esto figuraba en la lección que Kassad debía aprender durante el ejercicio con el simulador, pero no aprendió nada. Estaba demasiado ocupado en un encuentro que le cambiaría la vida.
El jinete francés voló sobre la cabeza del caballo tumbado, rodó una vez y echó a correr hacia el bosque antes que el polvo se asentara. Kassad lo siguió. Estaba cerca de la arboleda cuando comprendió que el joven y el arquero hirsuto no iban con él. No importaba. El bombeo de adrenalina y la sed de sangre lo dominaban.
El jinete, que acababa de caer de un caballo a pleno galope y llevaba cien kilos de aplastante armadura, tendría que haber sido una presa fácil; no lo fue. El francés miró hacia atrás una vez, descubrió que Kassad se le acercaba con la maza en la mano y rabia en los ojos, apresuró el paso y llegó a los árboles con una ventaja de quince metros sobre su perseguidor.
Kassad se internó en la arboleda, se detuvo, se apoyó en la maza, jadeó y estudió su posición. La distancia y los arbustos sofocaban los golpes, gritos y choques del campo de batalla. Los árboles estaban casi desnudos y aún goteaban por la tormenta de la noche anterior; el suelo del bosque estaba alfombrado con una gruesa capa de hojas viejas y una maraña de arbustos y zarzas. El caballero había dejado un rastro de ramas rotas y huellas los primeros veinte metros, pero después los rastros de venados y las malezas dificultaban la tarea de seguirlo.
Kassad avanzaba despacio, internándose en el bosque, alerta a cualquier ruido al margen de su propio jadeo y el desbocado latido del corazón. Pensó que, tácticamente hablando, no era una maniobra brillante; el caballero llevaba armadura completa y espada cuando desapareció entre los arbustos. En cualquier momento el francés superaría el pánico, lamentaría su transitoria falta de honor y recordaría sus años de adiestramiento. Kassad también estaba entrenado. Se miró la camisa de paño y el chaleco de cuero. Lo habían adiestrado para usar armas de alta energía con un alcance que abarcaba desde pocos metros hasta miles de kilómetros. Sabía usar granadas de plasma, látigos infernales, rifles con proyectiles explosivos, armas sónicas, armas de gravedad cero sin retroceso, varas de muerte, pistolas cinéticas de asalto y guanteletes de haces. Ahora tenía un conocimiento práctico de un arco largo inglés. No llevaba ninguno de aquellos objetos en ese momento, ni siquiera el arco.
—Mierda —masculló el teniente segundo Kassad.
El caballero emergió de los arbustos como un oso, los brazos en alto, las piernas separadas, y trazó un arco con la espada para destripar a Kassad. El cadete de la Escuela Olympus trató de retroceder y alzar la maza al mismo tiempo. No lo consiguió. La espada del francés le arrebató la maza mientras la punta roma mordía cuero, camisa y piel.
Kassad gritó y retrocedió de nuevo, manoteando el cuchillo. Tropezó con la rama de un árbol caído y rodó hacia atrás, maldiciendo y hundiéndose en la maraña de ramas mientras el caballero embestía, enarbolando la espada como un machete. Kassad había desenvainado el cuchillo cuando el caballero logró abrir un claro entre las ramas, pero la hoja de veinticinco centímetros resultaba inútil contra la armadura a menos que el caballero estuviera indefenso, lo cual no era el caso. Kassad sabía que nunca podría penetrar en el radio de la espada. Su única esperanza era correr, pero el alto tronco de un árbol caído y el ramaje le impedían esta alternativa. No deseaba que lo abatieran por la espalda al volverse, ni desde abajo al trepar. No deseaba que lo abatieran desde ningún ángulo. Se agazapó en una posición de cuchillero que no empleaba desde sus días de lucha callejera en los suburbios de Tharsis. Se preguntó cómo sería la muerte en simulación.
La figura apareció detrás del caballero como una sombra brusca. El ruido de la maza de Kassad al golpear el brazo acorazado del caballero sonó como si alguien abollara el capó de un VEM con una mandarria.
El francés trastabilló, se volvió para hacer frente a la nueva amenaza y recibió un segundo mazazo en el pecho.
El salvador de Kassad era menudo, y el caballero no cayó. El caballero francés alzaba la espada por encima de la cabeza cuando Kassad se lanzó hacia él para aferrarle los tobillos.
Se partieron ramas cuando el francés cayó hacia atrás. El pequeño atacante se puso a horcajadas del caballero, apretándole el brazo derecho con un pie mientras descargaba un mazazo tras otro sobre el yelmo y la visera. Kassad se zafó de la maraña de piernas y ramas, se sentó en las rodillas del hombre derribado y empezó a abrir tajos en la entrepierna, los flancos y las axilas por las rendijas de la armadura. El salvador de Kassad saltó a un costado para plantar ambos pies en la muñeca del caballero y Kassad avanzó a gatas, apuñalando los huecos que separaban el casco del peto y hundiendo la hoja en las ranuras de la visera.
El caballero gritó cuando la maza bajó por última vez y hundió el cuchillo en la visera como la estaca de una tienda, pasando a milímetros de la mano de Kassad. El caballero se arqueó, alzando a Kassad y treinta kilos de armadura en un espasmo final, y luego se derrumbó.
Kassad rodó a un lado. Su salvador se desplomó junto a él. Ambos estaban cubiertos de sudor y de la sangre del muerto. Kassad advirtió que su salvador era una salvadora: una mujer alta, vestida con ropas similares a las suyas. Por un instante se quedaron allí, recobrando el aliento.
—¿Estás… bien? —articuló Kassad al cabo de un rato. De pronto le llamó la atención el aspecto de ella. El cabello castaño y lacio era corto según los cánones de la moda en la Red de Mundos, y los mechones más largos caían pocos centímetros a la izquierda del centro de la frente, hasta encima de la oreja derecha. Era un corte de varón de una época olvidada, pero ella no era varón. Kassad pensó que quizá fuera la mujer más bella que había visto: una estructura ósea tan perfecta que la barbilla y los pómulos resultaban enérgicos sin ser afilados, grandes ojos que refulgían de vida e inteligencia, boca suave y carnosa. Tendido junto a ella, Kassad notó que era alta —no tanto como él, pero desde luego no era una mujer del siglo quince— e incluso bajo la túnica holgada y los pantalones bombachos percibía la blanda curva de las caderas y el busto. Parecía un poco mayor que él, quizá cerca de los treinta años; pero Kassad no pensó en ello cuando la mujer le miró la cara con ojos suaves, cautivantes, profundos.
—¿Estás bien? —repitió. Su propia voz le sonaba extraña.
Ella no respondió. Mejor dicho, respondió deslizando los largos dedos por el pecho de Kassad y arrancando las correas de cuero que sujetaban el tosco chaquetón. Le tocó la camisa empapada en sangre y rasgada. Terminó de romperla. Se le acercó, rozándole el pecho con los dedos y los labios, contoneando las caderas. Con la mano derecha halló los cordeles del frente del pantalón, los arrancó.
Kassad la ayudó a liberarlo del resto de su ropa y la desnudó en tres rápidos movimientos. Ella no llevaba nada bajo la camisa y los pantalones de paño tosco. Kassad le deslizó la mano entre los muslos, le aferró las nalgas, la atrajo hacia sí y acarició la entrepierna húmeda. Ella abrió los muslos y le apresó la boca con los labios. Nunca dejaron de tocarse mientras se movían y desnudaban. Kassad sintió su propia erección rozando el vientre de la mujer.
Entonces ella rodó sobre él, montándolo a horcajadas, mirándolo fijamente. Kassad nunca se había excitado tanto. Jadeó cuando ella lo buscó con la mano derecha, lo encontró, lo guió hacia dentro. Cuando Kassad abrió los ojos de nuevo, ella se movía despacio, la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados. Kassad alzó las manos para acariciarle los pechos perfectos. Los pezones se le endurecieron contra las palmas.
Hicieron el amor. Kassad, a los veintitrés años estándar, había estado enamorado una vez y había disfrutado del sexo en muchas ocasiones. Creía saberlo todo. No había nada en sus experiencias, hasta el momento, que no hubiera descrito con una frase y una risotada a sus compañeros en el compartimiento de un transporte de tropas. Con la calma y el cinismo de un veterano de veintitrés años, estaba convencido de que jamás experimentaría nada que no se pudiera describir o descartar con ese desdén; se equivocaba. Nunca podría describir la sensación de los siguientes minutos. Nunca lo intentaría.
Hicieron el amor bajo una franja de tardía luz de octubre, sobre una alfombra de hojas y ropas. Una pátina de sangre y sudor lubricaba la dulce fricción que los unía. Los ojos verdes de ella se clavaron en Kassad, ensanchándose cuando él empezó a moverse deprisa, cerrándose en el mismo instante en que él cerró los suyos.
Entonces se agitaron juntos en la repentina marea de sensaciones antiguas e inevitables como el movimiento de los mundos: pulso acelerado, carne excitada y húmeda, ascenso final, el mundo disolviéndose y luego, mientras aún seguían unidos por el contacto y los latidos y el menguante estremecimiento de la pasión, la conciencia regresó a los cuerpos separados y los sentidos volvieron de nuevo al mundo.
Se tendieron uno junto al otro. Kassad sentía la fría armadura del muerto contra el brazo izquierdo, el tibio muslo de la mujer contra la pierna derecha. La luz del sol era una bendición. Colores ocultos se elevaban a la superficie de las cosas. Kassad movió la cabeza y la contempló. Ella le apoyaba la cabeza en el hombro. Las mejillas le relucían de excitación y luz otoñal y los cabellos se extendían como hilos de cobre sobre el brazo de Kassad. La muchacha le rozó el tobillo con la pierna y Kassad sintió el despertar de la pasión renovada. El sol le entibiaba la cara. Cerró los ojos.
Cuando despertó, ella se había ido. Estaba seguro de que sólo habían transcurrido unos segundos —no más de un minuto, desde luego— pero la luz del sol se había esfumado, los colores habían desaparecido del bosque y una fresca brisa nocturna agitaba las ramas desnudas.
Kassad se puso las ropas raídas endurecidas por la sangre. El caballero francés yacía rígido con la impavidez de la muerte. Parecía inanimado, una parte del bosque. No había ni rastro de la mujer.
Fedmahn Kassad cruzó cojeando el bosque, el anochecer y la repentina y fría llovizna. En el campo de batalla aún había gente, vivos y muertos. Los muertos yacían apilados como los soldados de juguete con que se entretenía Kassad cuando era niño. Los heridos se movían despacio con la ayuda de amigos. Aquí y allá, formas furtivas avanzaban entre los muertos, y cerca de la arboleda un animado grupo de heraldos, franceses e ingleses, celebraban un cónclave gesticulando y parloteando. Kassad sabía que debían poner un nombre a la batalla para que sus respectivos registros concordaran. También sabía que optarían por el nombre del castillo más cercano, Agincourt, aunque no había figurado en la estrategia ni en la batalla.
Kassad empezaba a creer que todo aquello no era una simulación; que su vida en la Red de Mundos era el sueño y que aquel día gris debía ser la realidad, cuando de pronto toda la escena se congeló. Los perfiles de los humanos, los caballos y el oscuro bosque se volvieron transparentes como un holo al apagarse. Cuando lo sacaron del tanque de simulación de la Escuela de Mando Olympus, los demás cadetes e instructores se levantaban, hablaban y reían, al parecer sin advertir que el mundo había cambiado para siempre.
Durante semanas Kassad pasó todo su tiempo libre merodeando por la escuela, vigilando desde las murallas cuando la sombra nocturna del monte Olympus oscurecía la boscosa meseta y las pobladas tierras altas hasta cubrir el horizonte y el mundo. Constantemente pensaba en lo que había ocurrido. Pensaba en ella.
Nadie más había notado nada extraño en la simulación. Nadie más había abandonado el campo de batalla. Un instructor explicó que nada existía fuera del campo de batalla en ese segmento de la simulación. Nadie había echado de menos a Kassad. Era como si el episodio del bosque y la mujer no existieran.
Kassad sabía que no era así. Asistía a sus clases de historia militar y matemáticas. Pasaba horas en el polígono de tiro y el gimnasio. Cumplía sus castigos en el Cuadrángulo Caldera, aunque éstos eran poco frecuentes.
El joven cadete Kassad mejoraba como oficial. Pero entre tanto esperaba.
Y ella reapareció.
De nuevo fue durante las horas finales de una simulación de la EMO:RHT, Red Histórico-Táctica de la Escuela de Mando Olympus. Kassad había aprendido que los ejercicios no eran meras simulaciones. EMO:RHT formaba parte de la Entidad Suma de la Red de Mundos, el sistema informático de tiempo real que regía las políticas de la Hegemonía, brindaba información a miles de millones de ciudadanos hambrientos de datos y había alcanzado una especie de autonomía y conciencia propias. Más de ciento cincuenta esferas de datos planetarios combinaban sus recursos en el marco creado por seis mil inteligencias artificiales clase Omega para permitir que EMO:RHT funcionara.
—EMO:RHT no simula —comentó el cadete Radinski, el mejor experto en IA que Kassad pudo encontrar y sobornar para que se lo explicara—. Sueña. Sueña con la mejor precisión histórica de la Red, mucho más que la suma de sus partes, porque inserta una visión holística además de datos. Cuando sueña, nos permite soñar con ella.
Kassad no lo había entendido, pero lo había creído.
Ella apareció de nuevo. En la Primera Guerra entre EE.UU. y Vietnam hicieron el amor después de una emboscada durante la oscuridad y el terror de una patrulla nocturna. Kassad llevaba tosca ropa de camuflaje —sin ropa interior, porque la jungla infectaba los genitales— y un casco de acero no mucho más avanzado que los de Agincourt. Ella llevaba pijama negro y sandalias, el atuendo universal del campesino del Sudeste del Asia. También del Vietcong. Ninguno de los dos iba vestido cuando hicieron el amor de pie en la noche, ella apoyada contra un árbol y envolviéndolo con las piernas, mientras más allá el mundo estallaba en fulgores verdes y disparos.
Ella se le acercó en el segundo día de Gettysburg y de nuevo en Borodino, donde las nubes de humo flotaban sobre las pilas de cuerpos como vapor exhalado por las almas que partían.
Hicieron el amor en el casco destrozado de un blindado en la Cuenca de Helias, en Marte, mientras la batalla de hovertanques aún bramaba y el polvo rojo del simún arañaba el blindaje de titanio.
—Dime tu nombre —susurró él en estándar.
Ella meneó la cabeza.
—¿Eres real…, de fuera de la simulación? —preguntó Kassad en el anglojaponés de la época. Ella asintió y se le acercó para besarlo.
Se abrazaron en un refugio entre las ruinas de Brasilia mientras los rayos mortíferos de los VEMs chinos jugaban como haces azules sobre derrumbadas paredes de cerámica. Durante una batalla sin nombre después del sitio de una olvidada ciudad en las estepas rusas, él la retuvo en la habitación destrozada donde habían hecho el amor y susurró:
—Quiero quedarme contigo.
Ella le tocó los labios con el dedo y negó con un gesto. Después de la evacuación de Nueva Chicago, mientras yacían en el balcón del piso cien, donde Kassad se había instalado como francotirador para la vana acción de retaguardia del último presidente de Estados Unidos, le apoyó la mano entre los tibios senos y dijo:
—¿Alguna vez podrás unirte a mí… allá fuera?
Ella le rozó la mejilla con la palma y sonrió.
Durante el último año en la Escuela de Mando hubo sólo cinco simulaciones de EMO:RHT, pues los cadetes recibían más adiestramiento en vivo. A veces, Kassad —cuando estaba sujeto a la silla de mando táctico durante el ascenso de un batallón en Ceres— cerraba los ojos, escrutaba la disposición de colores primarios de la matriz de táctica y terreno generada corticalmente y sentía… ¿una presencia? ¿Ella? No estaba seguro.
Luego ella no reapareció más. Ni en los últimos meses de trabajo. Ni en la simulación final de la Gran Batalla de Goal Sack, donde fue aplastado el motín del general Horace Glennon-Height. Ni en los desfiles y fiestas de graduación, ni mientras la clase marchaba en una última revista olímpica ante el FEM de la Hegemonía, que saludaba desde su cubierta de levitación iluminada de rojo.
No hubo tiempo para soñar cuando los jóvenes oficiales se teleyectaron a la Luna terrícola para la Ceremonia de Masada y al Centro Tau Ceti para el juramento formal de lealtad a FUERZA.
El cadete y teniente segundo Kassad se convirtió en el teniente Kassad y pasó tres semanas estándar de permiso en la Red, con una tarjeta universal emitida por FUERZA que le permitía teleyectar a donde y cuando quisiera. Luego se embarcó para la escuela del Servicio Colonial de la Hegemonía de Lusus a fin de prepararse para el servicio activo en la Red. Estaba seguro de que nunca volvería a ver a la muchacha. Se equivocaba.
Fedmahn Kassad se había educado en una cultura de pobreza y muerte repentina. Como miembros del grupo minoritario de los Palestinos, que aún conservaban ese nombre, él y su familia habían vivido en las barriadas de Tharsis, testimonio del amargo legado de los absolutamente desposeídos. Cada palestino de la Red de Mundos y de otras partes llevaba el recuerdo cultural de un siglo de luchas coronado por un mes de triunfo nacionalista antes de que la Jihad Nuclear de 2038 lo arrasara todo. Luego vino la segunda Diáspora, que esta vez duró cinco siglos y terminó en mundos estériles y desiertos como Marte. El sueño quedó sepultado con la muerte de Vieja Tierra.
Kassad, como los otros niños de los Campos de Reasignación del Sur de Tharsis, tenía que formar parte de una pandilla o enfrentarse al peligro de convertirse en presa de todos los matones del campamento. Optó por la pandilla. Al cumplir los dieciséis años estándar, Kassad ya había matado a otro joven.
Si por algo era conocido Marte en la Red de Mundos, era por las cacerías del Valle del Mariner, el Macizo Zen de Schraude en la Cuenca de Helias y la Escuela de Mando Olympus. Kassad no tenía que viajar al Valle del Mariner para aprender cosas acerca de cazadores y cazados, no tenía interés en el gnosticismo Zen y como adolescente sólo sentía desprecio por los cadetes uniformados que acudían de todas partes de la Red a adiestrarse para FUERZA. Junto con sus compinches, despreciaba el Nuevo Bushido como un código para maricas, pero una antigua vena de honor en el alma del joven Kassad resonaba secretamente ante la idea de una clase samurai cuya vida y labor giraba alrededor del deber, la autoestima y el valor absoluto de la palabra dada.
Cuando Kassad tenía dieciocho años, un juez de la Provincia de Tharsis le dio a elegir entre pasar un año marciano en el campo de trabajos forzados del polo o ingresar en la Brigada John Carter, destinada a ayudar a FUERZA a aplastar la resurgente rebelión Glennon-Height en las colonias Clase Tres. Kassad prefirió la segunda alternativa y descubrió que le gustaban la disciplina y la pulcritud de la vida militar, aunque la Brigada John Carter sólo actuó en guarniciones de la Red y se disolvió poco después que el nieto clonado de Glennon-Height murió en Renacimiento. Dos días después de cumplir diecinueve años, Kassad solicitó el ingreso en FUERZA y lo rechazaron. Se emborrachó nueve días, despertó en un profundo túnel de una colmena de Lusus, sin el implante comlog militar —al parecer se lo había robado alguien que había seguido un curso de cirugía por correspondencia—, sin tarjeta universal, con el acceso teleyector revocado y explorando nuevas fronteras del dolor de cabeza.
Kassad trabajó con Lusus un año estándar, ahorrando más de siete mil marcos y superando su fragilidad marciana con faenas en 1,3 gravedad estándar. Cuando usó los ahorros para embarcarse a Alianza-Maui en un antiguo carguero de velas fotónicas al que habían añadido motores Hawking, Kassad aún era alto y flaco para las pautas de la Red de Mundos, pero sus músculos funcionaban perfectamente según cualquier pauta.
Llegó a Alianza-Maui tres días antes del inicio de la cruenta e impopular Guerra de las islas, y eventualmente el comandante FUERZA de Primersitio se hartó de ver al joven Kassad esperando en la oficina y le permitió alistarse en el 23º Regimiento de Aprovisionamiento como segundo conductor de aliscafos. Once meses estándar después, el cabo Fedmahn del 12° Batallón de Infantería Móvil había recibido dos Cúmulos Estelares por Servicio Distinguido, una Felicitación Senatorial por su valor en la campaña del Archipiélago Ecuatorial y dos Corazones Púrpuras. También lo asignaron a la escuela de mando de FUERZA y lo embarcaron hacia la Red en el siguiente convoy.
Kassad soñaba a menudo con ella. No sabía su nombre y ella nunca había hablado, pero Kassad habría reconocido su textura y su aroma en plena oscuridad entre mil mujeres. Para sí mismo, la llamaba Misterio.
Mientras otros oficiales jóvenes iban de putas o buscaban amigas en la población aborigen, Kassad se quedaba en la base o daba largos paseos por ciudades extrañas. Seguía obsesionado con el secreto de Misterio, a pesar de saber muy bien cómo luciría eso en un informe psíquico. A veces, vivaqueando bajo lunas múltiples o en el seno materno de gravedad cero de un transporte, Kassad caía en la cuenta de cuan descabellado era su amor por un fantasma; pero entonces evocaba ese lunar bajo el pecho izquierdo, que había besado una noche, sintiendo los latidos en los labios mientras los cañonazos sacudían el suelo de Verdún. Recordaba el gesto impaciente con que ella se apartaba el cabello mientras le apoyaba la mejilla en el muslo. Entonces, mientras los jóvenes oficiales iban a la ciudad o a chozas cercanas a la base, Fedmahn Kassad leía libros de historia, corría a lo largo del perímetro o practicaba estrategias tácticas en el comlog.
Pronto llamó la atención de sus superiores.
Durante la guerra no declarada con los Mineros Libres de los Territorios del Anillo Lambert, el teniente Kassad encabezó a los soldados supervivientes y a los marines de la guardia para excavar el fondo del viejo túnel de un asteroide de Peregrino y evacuar al personal consular y los ciudadanos de la Hegemonía.
Pero fue durante el breve reinado del Nuevo Profeta en Qom-Riyadh cuando el capitán Fedmahn Kassad llamó la atención de toda la Red.
El capitán FUERZA de la única nave de la Hegemonía que había a dos años cuánticos del mundo colonial estaba en visita de cortesía cuando el Nuevo Profeta decidió encabezar a treinta millones de shiítas del Nuevo Orden contra dos continentes de tenderos suni y noventa mil residentes infieles de la Hegemonía. El capitán de la nave y cinco funcionarios ejecutivos fueron apresados. Urgentes mensajes ultralínea del Centro Tau Ceti exigieron que el oficial superior de la hipernave Denieve, en órbita sobre Qom-Riyadh, liberara a todos los rehenes y depusiera al Nuevo Profeta sin recurrir al uso de armas nucleares dentro de la atmósfera del planeta. El Denieve era un viejo patrullero de defensa orbital; no llevaba armas nucleares que se pudieran usar dentro de la atmósfera. El oficial superior era el capitán FUERZA Fedmahn Kassad.
El tercer día de la revolución, Kassad desembarcó con el único vehículo de asalto del Denieve en el patio principal de la Gran Mezquita de Mashhad; él y sus treinta y cuatro soldados FUERZA vieron cómo la multitud crecía hasta llegar a trescientos mil militantes, a quienes mantuvieron a raya sólo gracias al campo de contención de la nave y a la falta de una orden de ataque por parte del Nuevo Profeta. Éste no estaba en la Gran Mezquita; había volado al hemisferio norte de Riyadh para participar en las celebraciones de victoria.
Dos horas después del aterrizaje, el capitán Kassad salió de la nave y realizó un breve anuncio. Declaró que lo habían educado como musulmán. También declaró que la interpretación del Corán desde tiempos de la nave seminal shiíta había demostrado definitivamente que el Dios del Islam no toleraría ni permitiría la matanza de inocentes, por muchas jihads que proclamaran los herejes pretenciosos como el Nuevo Profeta. El capitán Kassad concedió a los líderes de treinta millones de fanáticos tres horas para entregar los rehenes y regresar al desierto continente de Qom.
Durante los tres primeros días de la revolución, los ejércitos del Nuevo Profeta habían ocupado la mayoría de las ciudades de dos continentes y habían tomado más de veintisiete mil rehenes de la Hegemonía. Los pelotones de fusilamiento habían trabajado día y noche zanjando antiguas disputas teológicas, y se estimaba que por lo menos doscientos cincuenta mil sunis habían sido exterminados en los dos primeros días del régimen del Nuevo Profeta. En respuesta al ultimátum de Kassad, el Nuevo Profeta anunció que todos los infieles serían ejecutados de inmediato después de su discurso televisivo de esa noche. También ordenó un ataque contra el vehículo de asalto de Kassad.
Evitando los altos explosivos para no dañar la Gran Mezquita, la Guardia Revolucionaria usó armas automáticas, cañones de energía pura, cargas de plasma y ataques de oleadas humanas. El campo de contención aguantó.
El discurso del Nuevo Profeta comenzó un cuarto de hora antes de que venciera el ultimátum de Kassad. El Nuevo Profeta convenía con Kassad en que Alá castigaría sin piedad a los herejes, pero anunció que los infieles de la Hegemonía serían los castigados. Era la primera vez que el Nuevo Profeta perdía los estribos ante las cámaras. Chillando y salivando, ordenó que se renovaran los ataques de oleadas humanas contra el vehículo de asalto. Anunció que una docena de bombas de fisión se estaban ensamblando en el ocupado reactor Poder para la Paz de Alí. Con estas armas, las fuerzas de Alá irían al espacio mismo. Explicó que la primera bomba de fisión se dirigiría contra el satánico vehículo de asalto del infiel Kassad esa misma tarde. Luego empezó a explicar cómo ejecutaría a los rehenes de la Hegemonía, pero en ese momento el plazo de Kassad venció.
Qom-Riyadh era, por elección y por situación, un mundo técnicamente primitivo. Pero los habitantes eran lo bastante avanzados como para tener una esfera de datos activa. Además, los mullahs revolucionarios que habían conducido la invasión no eran tan opuestos al «Gran Satán de la Ciencia de la Hegemonía» como para negarse a participar en la red de datos globales con sus comlogs personales.
La Denieve había sembrado suficientes satélites espía, de modo que a las 1729, Hora Central de Qom-Riyadh, la esfera de datos había sido inspeccionada hasta el punto de que la nave de la Hegemonía había identificado a dieciséis mil ochocientos treinta mullahs revolucionarios mediante sus códigos de acceso. A las 1729:30 los satélites espía empezaron a transmitir sus datos de tiempo real a los veintiún satélites de defensa que el vehículo de asalto de Kassad había dejado en órbita baja. Estas armas de defensa orbitales eran tan anticuadas que la Denieve tenía la misión de devolverlas para que la Red de Mundos las destruyera. Kassad había sugerido otra utilización.
A las 1730 en punto, diecinueve de esos pequeños satélites hicieron detonar sus núcleos de fusión. En los nanosegundos anteriores a su autodestrucción, los rayos X resultantes fueron enfocados, apuntados y liberados en dieciséis mil ochocientos treinta haces invisibles pero compactos. Los antiguos satélites defensivos no estaban diseñados para uso atmosférico y tenían un radio destructivo efectivo de menos de un milímetro. Por fortuna, no se necesitaba más. No todos los haces penetraron en lo que hubiera entre los mullhas y el cielo. Pero quince mil setecientos ochenta y cuatro dieron en el blanco.
El efecto fue inmediato y contundente. En cada caso, el cerebro y fluído nervioso del blanco hirvieron, se vaporizaron y destruyeron el cráneo que los protegía. El Nuevo Profeta estaba en plena emisión en vivo a todo el planeta —pronunciando la palabra «hereje»— cuando dieron las 1730.
Durante casi dos minutos, las pantallas y paredes de televisión de todo el planeta transmitieron la imagen del cuerpo decapitado del Nuevo Profeta derrumbado sobre el micrófono. Luego Fedmahn irrumpió en todas las bandas de televisión para anunciar que el siguiente plazo vencía una hora más tarde y que toda acción contra los rehenes se enfrentaría a una demostración más enérgica de la ira de Alá.
No hubo represalias.
Esa noche, en órbita alrededor de Qom-Riyadh, Misterio visitó a Kassad por primera vez desde sus días en la academia. Estaba dormido, pero la visita fue más que un sueño y menos que la realidad alternativa de las simulaciones EMO:RHT. La mujer y él estaban acostados bajo una manta ligera debajo de un techo roto. La tez de ella era tibia y eléctrica, la cara un contorno pálido contra la oscuridad de la noche. Arriba, las estrellas empezaban a disolverse en la falsa luz de la aurora. Kassad comprendió que ella intentaba hablarle; sus suaves labios formaban palabras que él no alcanzaba a oír. Se echó hacia atrás un instante para verle mejor la cara y entonces perdió el contacto. Despertó con las mejillas perladas de sudor. El zumbido de los sistemas de a bordo le resultaba tan extraño como el jadeo de una bestia adormilada.
Nueve semanas estándar después, Kassad compareció ante un consejo de guerra de FUERZA en Freeholm. Al tomar su decisión en Qom-Riyadh, sabía que sus superiores no tendrían más remedio que crucificarlo o ascenderlo.
FUERZA se enorgullecía de estar dispuesta para todas las contingencias en la Red o las regiones coloniales, pero nada la había preparado para la Batalla de Bressia Sur ni sus implicaciones para el Nuevo Bushido.
El código del Nuevo Bushido, que regía la vida del coronel Kassad, había nacido de la necesidad de supervivencia de la clase militar. Después de las obscenidades de finales del siglo veinte y principios del siglo veintiuno en Vieja Tierra, cuando los líderes militares habían involucrado a sus países en estrategias donde poblaciones civiles enteras eran blancos legítimos mientras sus verdugos uniformados permanecían a salvo en refugios a cincuenta metros bajo tierra, la repugnancia de los civiles supervivientes fue tan drástica que durante más de un siglo la palabra «militar» fue una invitación al linchamiento.
Al evolucionar, el Nuevo Bushido combinó los tradicionales conceptos de honor y valor individual con la necesidad de no perjudicar a los civiles si podía evitarse. También contemplaba la prudencia de regresar a los conceptos prenapoleónicos de guerras circunscritas, «no totales», que definían metas e impedían los excesos. El código conllevaba el abandono de las armas nucleares y las campañas de bombardeo estratégico —salvo en casos extremos—, pero además exigía un retorno al concepto medieval de Vieja Tierra de batallas limitadas entre fuerzas pequeñas y profesionales en un momento mutuamente acordado y un lugar donde la destrucción de propiedad privada y pública se redujera al mínimo.
Este código fue útil durante los primeros cuatro siglos de la expansión post-Hégira. El hecho de que algunas tecnologías esenciales permanecieran congeladas durante tres de esos siglos operó a favor de la Hegemonía, pues su monopolio en el uso de teleyectores le permitía aplicar los modestos recursos de FUERZA en el punto indicado y el momento adecuado.
Aunque separados por años cuánticos de deuda temporal, los mundos coloniales o independientes no podían competir con el poder de la Hegemonía. Los episodios como la rebelión política de Alianza-Maui, con su singular lucha de guerrillas, o la demencia religiosa de Qom-Riyadh, fueron eliminados con rapidez y firmeza; los excesos de las campañas simplemente enfatizaban la importancia de regresar al estricto código del Nuevo Bushido. Pero, a pesar de los cálculos y preparativos de FUERZA, nadie había previsto la inevitable confrontación con los éxters.
Los éxters habían constituido la mayor amenaza externa para la Hegemonía durante esos cuatro siglos, desde que los ancestros de las hordas bárbaras habían abandonado el sistema solar en su tosca flota de maltrechas ciudades O'Neill, errantes asteroides y cometas con granjas experimentales. Incluso cuando los éxters adquirieron el motor Hawking, era política oficial de la Hegemonía ignorarlos mientras sus hordas permanecieran en las tinieblas interestelares y limitaran sus saqueos a tomar pequeñas cantidades de hidrógeno de las gigantes gaseosas y hielo de las lunas deshabitadas.
Las primeras escaramuzas en el Afuera, como Mundo de Bent y GHC 2990, se consideraron aberraciones de escaso interés para la Hegemonía. Incluso la batalla campal por Lee Tres se trató como problema del Servicio Colonial, y cuando la flota FUERZA llegó seis años después del ataque y cinco años después de la partida de los éxters, las atrocidades se olvidaron con la certeza de que las incursiones bárbaras no se repetirían cuando la Hegemonía optara por emplear la fuerza.
En las décadas que siguieron a Lee Tres, naves especiales FUERZA y éxter se enfrentaron en cien zonas fronterizas, pero excepto por los raros encuentros con marines en lugares sin aire y sin gravedad, no hubo encontronazos de infantería. En la Red de Mundos proliferaron los rumores: los éxters nunca constituirían una amenaza para los mundos tipo Tierra porque durante tres siglos se habían adaptado a la falta de peso; los éxters habían evolucionado hasta transformarse en algo más —o menos— que humano; los éxters no disponían de tecnología de teleyección y jamás la tendrían, así que nunca constituirían una amenaza para FUERZA.
Luego vino Bressia.
Bressia era uno de esos mundos acogedores e independientes, satisfecho con su ventajoso acceso a la Red de Mundos y su distancia de ocho meses, que se enriquecía con la exportación de diamantes, asperraíz y un incomparable café. Rehusaba esquivamente transformarse en mundo colonial, pero aún así continuaba dependiendo del Protectorado y el Mercado Común de la Hegemonía para satisfacer sus ambiciosas metas económicas. Como la mayoría de estos mundos, Bressia se enorgullecía de su Fuerza de Autodefensa: doce naves-antorchas, un crucero de ataque que FUERZA había desechado medio siglo atrás, dos veintenas de pequeños patrulleros orbitales, un ejército activo de noventa mil voluntarios, una respetable armada oceánica y una provisión de armas nucleares almacenadas con propósitos meramente simbólicos.
Las estaciones monitoras de la Hegemonía habían reparado en la estela Hawking de los éxters, pero la interpretaron como otra migración masiva que pasaría a medio año luz del sistema de Bressia. En cambio, con una corrección de curso que no se detectó hasta que el enjambre estuvo dentro del radio de la Nube de Oort, los éxters cayeron sobre Bressia como una plaga del Antiguo Testamento. Bressia estaba separada de cualquier ayuda o reacción de la Hegemonía por siete meses estándar.
La fuerza espacial de Bressia fue exterminada a las venticuatro horas de lucha. El enjambre éxter luego apostó más de tres mil naves en el espacio cislunar de Bressia e inició la demolición sistemática de todas las defensas planetarias.
Aquel mundo había sido colonizado por cejijuntos europeos centrales durante la primera oleada de la Hégira, y sus dos continentes se llamaban prosaicamente Bressia Norte y Bressia Sur. Bressia Norte tenía desiertos, altas tundras y seis ciudades principales que albergaban sobre todo a sembradores de una planta llamada asperraíz e ingenieros petrolíferos. Bressia Sur, de clima y geografía mucho más templados, era el hogar de la mayoría de los cuatrocientos millones de habitantes de ese mundo y tenía enormes plantaciones de café.
Como para demostrar cómo había sido la guerra en el pasado, los éxters arrasaron Bressia Norte; primero con varios cientos de armas nucleares sin lluvia radiactiva y bombas tácticas de plasma, luego con rayos de la muerte y finalmente con virus de laboratorio. Sólo un puñado de los catorce millones de residentes logró escapar. En Bressia Sur sólo fueron bombardeados algunos blancos militares concretos, los aeropuertos y la gran bahía de Solno.
La doctrina FUERZA sostenía que, aunque un mundo se podía someter desde el espacio orbital, la invasión militar de un planeta industrializado era un imposible; se consideraba que los problemas logísticos, la inmensa superficie a ocupar y el inmanejable tamaño del ejército invasor eran argumentos definitivos contra la invasión.
Sin duda los éxters no habían leído la doctrina FUERZA. El vigesimotercer día de la confirmación, más de dos mil naves de descenso y asalto cayeron sobre Bressia Sur. Los restos de la fuerza aérea de Bressia fueron destruidos durante las primeras horas de la invasión. Se detonaron dos artefactos nucleares contra las zonas de operación éxter: el primero fue desviado por campos energéticos y el segundo destruyó a una sola nave exploradora que tal vez era un señuelo.
Resultó que los éxters sí habían cambiado físicamente en tres siglos. Preferían ambientes de gravedad cero. Pero los exoesqueletos de potencia de su infantería móvil funcionaban muy bien, y las tropas éxter, con largas extremidades y vestidas de negro, pronto recorrieron las ciudades de Bressia Sur como una plaga de arañas gigantes.
La última resistencia organizada se desmoronó el decimonoveno día de la invasión. Buckminster, la capital, cayó al mismo tiempo. El último mensaje ultralínea de Bressia a la Hegemonía fue interrumpido una hora después de que las tropas éxters entraran en la ciudad.
El coronel Kassad llegó con la Flota Uno de FUERZA veintinueve semanas estándar después. Treinta naves-antorcha clase Omega, que protegían una nave-puente equipada con teleyector, penetraron en el sistema a alta velocidad. La esfera de singularidad se activó a las tres horas de la llegada y diez horas después había cuatrocientas naves FUERZA en el sistema. La contrainvasión comenzó veintiuna horas después.
Esas eran las matemáticas de los primeros momentos de la Batalla de Bressia. Para Kassad, el recuerdo de aquellos días y semanas no incluía matemáticas, sino la terrible belleza del combate. Era la primera vez que las naves-puente se usaban contra algo mayor que una división y hubo previsibles confusiones. Kassad se lanzó desde una distancia de cinco minutos-luz y cayó sobre grava y polvo amarillo, porque el portal teleyector del vehículo de asalto daba a un declive abrupto que el lodo y la sangre de las primeras escuadras habían vuelto resbaladizo. Kassad quedó tendido en el barro mientras contemplaba la locura que había colina abajo. Diez de los diecisiete vehículos de asalto teleyectores ardían desperdigados entre las colinas y las plantaciones como juguetes rotos. Los campos de contención de los vehículos supervivientes se encogían bajo un embate de fuego de misiles y bombas de contrapresión que transformaba las zonas de aterrizaje en cúpulas de fuego naranja. La pantalla táctica de Kassad estaba desquiciada; el visor mostraba un caos de imposibles vectores de fuego, fosforescencias rojas en los puntos donde agonizaban tropas FUERZA, fantasmas de interferencia éxter. Alguien gritaba «¡Maldición! ¡Maldición! ¡Maldición!» en su circuito de mando primario y los implantes registraban un vacío donde debían aparecer los datos del Grupo de Mando.
Un soldado lo ayudó a incorporarse; Kassad sacudió el barro del bastón de mando y se apartó del camino de llegada del próximo escuadrón teleyectado. La guerra empezó.
En sus primeros minutos en Bressia Sur, Kassad comprendió que el Nuevo Bushido había muerto. Una fuerza terrestre FUERZA de ochenta mil hombres bien armados y entrenados avanzaba desde sus zonas de operaciones buscando la batalla en un lugar despoblado. Las fuerzas éxter se replegaban tras una franja de tierra calcinada, dejando sólo trampas cazabobos y civiles muertos. FUERZA usaba teleyectores para maniobrar más rápidamente que el enemigo y obligarlo a luchar. Los éxters respondían con una andanada de armas nucleares y de plasma, con lo cual detenían a las tropas terrestres en sus campos de fuerza mientras la infantería éxter se retiraba hacia sólidas defensas alrededor de las ciudades y las zonas operativas de las naves de descenso.
No hubo rápidas victorias en el espacio para inclinar la balanza en Bressia Sur. A pesar de las fintas y algunas batallas cruentas, los éxters conservaron pleno control de todo lo que estaba a una distancia de tres UA de Bressia. Las unidades espaciales FUERZA se replegaron y se limitaron a mantener la flota dentro del alcance de los teleyectores y a proteger la nave-puente principal.
Se había pronosticado una batalla de dos días. Se prolongó treinta, sesenta días. La guerra había regresado al siglo veinte o veintiuno: largas y sombrías campañas libradas en el polvo de ladrillo de ciudades arruinadas sobre los cadáveres de los civiles. Los ochenta mil primeros hombres de FUERZA fueron triturados, reforzados con cien mil más, y aún los estaban diezmando cuando se reclamaron otros doscientos mil. Sólo la firme resolución de Meina Gladstone y otros senadores empecinados mantenía la guerra con vida y las tropas muriendo, mientras los miles de millones de voces de la Entidad Suma y el Consejo Asesor IA exigían la retirada.
Kassad había comprendido enseguida el cambio de táctica. Su instinto de luchador-callejero había resurgido aún antes que la mayor parte de su división fuera exterminada en la Batalla de las Piedras. Mientras la violación del Nuevo Bushido privaba a otros comandantes FUERZA de la capacidad de decidir, Kassad —al mando de su regimiento y provisionalmente a la cabeza de su división cuando las armas nucleares fulminaron al Grupo de Mando Delta— cambiaba hombres por tiempo y pedía la liberación de armas de fusión como antesala de su propio contraataque. Cuando los éxters se retiraron noventa y siete días después que FUERZA «rescató» Bressia, Kassad se había ganado un apodo de doble filo, el Carnicero de Bressia Sur. Se rumoreaba que incluso sus tropas le temían.
Kassad soñaba con ella en sueños que eran más —y menos— que sueños. Durante la última noche de la Batalla de las Piedras, en el laberinto de oscuros túneles donde Kassad y sus grupos de cazadores usaban armas sónicas y gas T-5 para eliminar las últimas madrigueras de comandos éxters, el coronel se durmió en medio de las llamaradas y alaridos y sintió que ella le acariciaba las mejillas y lo rozaba con los pechos.
Cuando entraron en Nueva Viena por la mañana, después del ataque espacial solicitado por Kassad, avanzando por los lisos surcos de veinte metros de anchura abiertos por los rayos, Kassad miró sin parpadear las hileras de cabezas humanas que aguardaban en el pavimento, cuidadosamente alineadas como para acoger a las tropas FUERZA con sus miradas acusatorias. Regresó a su VEM de mando, cerró las compuertas y —acurrucándose en la tibia oscuridad que olía a goma, plástico recalentado, iones cargados— oyó los susurros de ella por encima del parloteo de los canales C3 y los códigos de implantes.
La noche anterior a la retirada éxter, Kassad dejó la conferencia de mando a bordo de la nave Brasil, se teleyectó a su cuartel general de las Indelebles, al norte del valle Hyne, y llevó el vehículo a la cima para observar el bombardeo final. El más cercano de los estallidos nucleares tácticos quedaba a cuarenta y cinco kilómetros. Las bombas de plasma florecían como capullos color naranja y rojo sangre plantados en una cuadrícula perfecta. Kassad contó más de doscientas columnas de luz verde mientras los látigos infernales desgarraban la ancha meseta. Antes de dormir, sentado en el borde del VEM, mientras trataba de rechazar las pálidas imágenes, ella vino. Llevaba un vestido azul claro y caminaba ligeramente entre las muertas plantas de asperraíz de la ladera. La brisa alzaba la orla del tenue vestido. La cara y los brazos eran pálidos, casi traslúcidos. Llamó a Kassad por su nombre —él casi oyó las palabras— y luego la segunda oleada de bombardeos cruzó la llanura y todo se perdió en ruido y llamas.
Como suele ocurrir en un universo aparentemente regido por la ironía, Fedmahn Kassad sobrevivió sin un rasguño a noventa y siete días de los más cruentos combates que había visto la Hegemonía, para ser herido dos días después de que el último éxter se retiraba a las naves en fuga. Estaba en el Centro Cívico de Buckminster, uno de los pocos edificios de la ciudad que quedaban en pie, dando lacónicas respuestas a las estúpidas preguntas de un periodista de la Red de Mundos, cuando una pequeña trampa de plasma estalló a quince pisos de distancia, arrojó al periodista y dos ayudantes de Kassad a la calle por un conducto de ventilación, y le desplomó encima el edificio.
Kassad fue trasladado por aire al cuartel general de la división y luego lo teleyectaron a la nave-puente que ahora estaba en la órbita de la segunda luna de Bressia. Allí lo resucitaron y lo pusieron en soporte vital pleno mientras el alto mando militar y los políticos de la Hegemonía decidían qué hacer con él.
Dada la conexión teleyectora y la cobertura periodística en tiempo real del conflicto de Bressia, el coronel Fedmahn Kassad se había convertido en una cause célebre. Los miles de millones que se habían aterrorizado ante el inaudito salvajismo de la campaña de Bressia Sur habrían deseado ver a Kassad ante un consejo de guerra o juzgado como criminal. En cambio, la FEM Gladstone y muchos otros consideraban a Kassad y los demás comandantes FUERZA como salvadores.
Por último embarcaron a Kassad en una nave hospital para el lento regreso a la Red. Como la mayor parte de la reparación física se efectuaría durante la fuga criogénica, era lógico que una vieja nave hospital se encargase de los heridos graves y los muertos resucitables. Cuando Kassad y los demás pacientes llegaran a la Red de Mundos, estarían listos para el servicio activo. Más convenientente aún: Kassad habría contraído una deuda temporal de dieciocho meses estándar, y las controversias que lo rodeaban ya se habrían aplacado.
Al despertar, Kassad vislumbró la oscura forma de una mujer inclinada sobre él. Por un segundo creyó que era ella, luego advirtió que era una médica FUERZA.
—¿Estoy muerto? —susurró.
—Lo ha estado. Se encuentra a bordo de la Merrick. Ha sido sometido varias veces a resurrección y renovación, pero tal vez no lo recuerda debido a la resaca criogénica. Estamos listos para dar el próximo paso en terapia física. ¿Puede tratar de caminar?
Kassad alzó el brazo para cubrirse los ojos. A pesar de la desorientación causada por la fuga, ahora recordaba las dolorosas sesiones de terapia, las largas horas en los baños de virus ARN y la cirugía. Sobre todo la cirugía.
—¿Cuál es nuestra ruta? —preguntó, aún con los ojos tapados—. No recuerdo cómo regresaremos a la Red.
La médica sonrió como si cada vez que despertaba de la fuga formulara la misma pregunta. Tal vez lo hacía.
—Recalaremos en Hyperion y Jardín —dijo—. Estamos entrando en la órbita de…
Un sonido apocalíptico interrumpió a la mujer: trompetazos broncíneos, desgarrones metálicos, el chillido de las furias. Kassad bajó de la cama envolviéndose en el colchón mientras caía en un sexto de gravedad. Vientos huracanados lo empujaron por la cubierta y le arrojaron jarras, bandejas, mantas, libros, cuerpos, instrumentos metálicos y demás objetos. Hombres y mujeres gritaban con voces cada vez más agudas mientras el aire se escapaba del pabellón. El colchón se estrelló contra la pared; Kassad observó a través de los puños apretados.
A un metro de él, una araña del tamaño de una pelota, con patas ondulantes, intentaba meterse por una fisura repentinamente abierta en la compuerta. Las patas no articuladas de la criatura parecían manotear el papel y otros desechos que giraban alrededor. La araña rotó, y Kassad comprendió que era la cabeza de la médica; la explosión inicial la había decapitado. Su larga melena acarició la cara de Kassad. Luego la fisura se ensanchó y la cabeza pasó por ella.
Kassad se levantó justo cuando el aguilón dejó de girar y «arriba» dejó de existir. Las únicas fuerzas que actuaban entonces eran los vientos huracanados que aún arrojaban todos los objetos hacía las fisuras y rendijas de la compuerta y los bandazos de la nave. Kassad nadó en el aire hacia la puerta del pasillo del aguilón, valiéndose de cada agarradera e impulsándose de una patada en los últimos cinco metros. Una bandeja de metal le dio encima del ojo; un cadáver con ojos hemorrágicos casi lo arrastró de vuelta al pabellón. Las puertas herméticas de emergencia golpeteaban contra un marine muerto, cuyo cuerpo con traje espacial les impedía cerrarse. Kassad se metió por el conducto del aguilón y arrastró el cadáver con él. La puerta se cerró, pero en el conducto no había más aire que en el pabellón. Un bocinazo lejano se volvió inaudible.
Kassad gritó, tratando de compensar la presión para que no le estallaran los pulmones ni los tímpanos. El aire aún escapaba del aguilón; Kassad y el cadáver se veían arrastrados hacia el cuerpo principal de la nave, a ciento treinta metros. Kassad y el soldado muerto rodaron por el conducto en un vals siniestro.
Kassad tardó veinte segundos en abrir los mecanismos de emergencia del traje del marine, otro minuto en expulsar el cadáver y meterse dentro. Era diez centímetros más alto que el muerto y el traje, aunque permitía cierta expansión, le apretaba dolorosamente el cuello, las muñecas y las rodillas. El casco le estrujaba la cabeza como una prensa acolchada. En el interior del visor colgaban lamparones de sangre y una viscosidad blanca. La esquirla que había matado al marine había dejado orificios, pero el traje se había cerrado con líquido sellador.
La mayoría de las luces del pecho estaban en rojo y el traje no respondió cuando Kassad le pidió un informe de daños, pero el respirador funcionaba, aunque con un jadeo inquietante. Probó la radio: nada, ni siquiera estática. Encontró la conexión del comlog y la insertó en una terminal externa del casco. Nada. La nave giró de nuevo, una serie de golpes retumbaron en el metal y Kassad se vio lanzado contra la pared del conducto del aguilón. Un compartimiento de transporte pasó agitando los cables seccionados como tentáculos de una anémona. Había cadáveres en el compartimiento, y más cuerpos enredados en los segmentos de escalera de caracol todavía intactos a lo largo de la pared del conducto. Kassad dio una patada para llegar al extremo del conducto y encontró cerradas todas las puertas herméticas y la salida del conducto, pero en la compuerta principal había enormes agujeros, por los que hubiera pasado cómodo un VEM comercial.
La nave se sacudió de nuevo y empezó a zarandearse, impartiendo complejas y nuevas fuerzas Coriolis a Kassad y a todo lo que había en el conducto. Kassad se aferró al metal desgarrado y se lanzó hacia una grieta del triple casco de la Merrick.
Casi rió cuando vio el interior. Quien había atacado la vieja nave hospital había hecho un buen trabajo, apuñalando el casco con bombas CP hasta que los sellos de presión fallaron, las unidades de autocierre reventaron, los controles remotos de daños se sobrecargaron y las compuertas internas cedieron. Luego la nave enemiga había acribillado los agujeros del casco con proyectiles de tiro rápido. El efecto había sido similar a lanzar una granada antipersonal en un laberinto atestado de ratas.
Por un millar de agujeros brillaban luces que se transformaban en rayos de colores cuando hallaban una base coloidal en una bruma flotante de polvo, sangre o lubricante. Girando con las sacudidas de la nave, Kassad vio una veintena o más de cuerpos, desnudos y desgarrados, moviéndose con la engañosa gracia de ballet submarino de los muertos en gravedad cero. La mayoría de los cadáveres flotaban dentro de sus pequeños sistemas solares de sangre y tejido. Varios miraban a Kassad con ojos caricaturescos expandidos por la presión y parecían llamarlo con ademanes lánguidos.
Kassad se abrió paso a puntapiés para llegar al conducto que daba al núcleo de mando. No había visto armas —parecía que nadie salvo el marine había atinado a ponerse el traje— pero sabía que habría un depósito de armas en el núcleo de mando o en la cabina de popa de los marines.
Kassad se detuvo ante el último sello de presión desgarrado y miró sorprendido. Esta vez se echó a reír. No había conducto principal ni sector de popa. No había nave. Esta sección —módulo y pabellón médico, un fragmento abollado del casco— se había desprendido de la nave de la misma manera que Beowulf había arrancado el brazo del cuerpo de Grendel. La última puerta del conducto daba al espacio. A varios kilómetros, otros fragmentos desgarrados de la Merrick giraban bajo el resplandor del sol. Un planeta verde y lapislázuli acechaba a tan poca distancia que Kassad experimentó un arrebato de acrofobia y se aferró al marco de la puerta. En ese instante una estrella se movió sobre el limbo del planeta, armas láser parpadearon con su morse rojo, y una desventrada sección de la nave estalló de nuevo a medio kilómetro en un chorro de metal vaporizado, materia volátil congelada y partículas negras giratorias que —notó Kassad— eran cuerpos.
Kassad se ocultó aún más en la maraña de restos y estudió la situación. El traje del marine no podía durar más de una hora —ya se olía el hedor a huevo podrido del respirador en mal estado— y en su recorrido Kassad no había descubierto ningún compartimiento ni contenedor hermético. Pero aunque encontrara un armario o cámara de presión donde refugiarse, ¿qué haría?
Kassad no sabía si ese planeta era Hyperion o Jardín, pero estaba seguro de que no había tropas FUERZA en ninguno de ambos mundos. También estaba seguro de que las fuerzas defensivas locales no desafiarían a una nave de guerra éxter. Pasarían días antes de que un patrullero investigara las ruinas. Era posible que la órbita de la chatarra donde ahora estaba decayera antes de que enviaran a alguien a examinarla, y miles de toneladas de metal retorcido y ardiente se precipitarían por la atmósfera. A los lugareños no les gustaría, pero preferirían que se cayera un trozo de cielo antes que enfrentarse a los éxters. Si el planeta tenía defensas orbitales primitivas o bombas CP en tierra —comprendió Kassad con una sombría sonrisa—, les convendría más destruir las ruinas que disparar contra la nave éxter.
Para Kassad daba lo mismo. A menos que actuara deprisa, estaría muerto mucho antes de que los restos de la nave entraran en la atmósfera, o que los lugareños entraran en acción.
Las esquirlas que habían matado al marine le habían rajado el escudo de amplificación, pero Kassad se caló sobre el visor los restos del panel de lectura. A pesar de los parpadeos rojos, quedaba suficiente potencia en el traje para mostrar la vista amplificada que relucía con un fulgor verde a través de la telaraña de fisuras. La nave-antorcha éxter se alejó cien kilómetros, desdibujando las estrellas de fondo con sus campos de defensa, y lanzó varios objetos. Por un instante Kassad pensó que eran los misiles del tiro de gracia, y sonrió con amargura ante la certidumbre de que sólo le quedaban unos segundos de vida. Luego reparó en la baja velocidad y elevó la amplificación. Las luces de potencia se pusieron rojas y el amplificador falló, pero Kassad alcanzó a ver las formas ovoides erizadas de impulsores y burbujas para los pilotos, cada cual arrastrando una maraña de seis aguilones no articulados. «Calamares», llamaban en FUERZA a las naves de abordaje éxters.
Kassad se adentró aún más en las ruinas. Al cabo de pocos minutos uno o más calamares llegarían a ese sector de la nave. ¿Cuántos éxters viajarían en esos artefactos? ¿Diez? ¿Veinte? Sin duda no menos de diez. Quizás estuvieran bien armados y pertrechados con sensores infrarrojos y de movimiento; el equivalente éxter de los marines del espacio de la Hegemonía: comandos no sólo entrenados para combate en caída libre, sino nacidos y criados en gravedad cero. Sus largas extremidades, los dedos prensiles y las colas prostéticas eran ventajas en este ámbito, aunque Kassad dudaba que necesitaran más ventajas de las que ya tenían.
Retrocedió cautelosamente por el laberinto de metal retorcido mientras luchaba contra la adrenalina que le bombeaba el miedo y que lo impulsaba a correr gritando en la oscuridad. ¿Qué querían? Prisioneros. Eso resolvería el problema inmediato de la supervivencia. Para sobrevivir sólo tenía que rendirse. La dificultad de esa solución consistía en que Kassad había visto los holos de inteligencia FUERZA tomados en la nave éxter capturada frente a Bressia. La sentina de esa nave había albergado más de doscientos prisioneros. Desde luego, los éxters tenían muchas preguntas para esos ciudadanos de la Hegemonía. Tal vez les resultaba inconveniente alimentar y mantener tantos prisioneros, o tal vez era su política habitual de interrogatorios, pero lo cierto era que los civiles y los militares FUERZA capturados en Bressia habían aparecido desventrados y sujetos a bandejas de acero como ranas en un laboratorio de biología, los órganos bañados con líquidos de nutrición, los brazos y las piernas amputados con eficacia, los ojos extirpados, las mentes preparadas para interrogación con toscas conexiones corticales y tubos enchufados en orificios de tres centímetros abiertos en el cráneo.
Kassad avanzó, flotando en medio de los desechos y los enmarañados cables de la nave. No quería rendirse. La nave tambaleante vibró y se estabilizó cuando un calamar se adhirió al casco o la compuerta. Piensa, ordenó Kassad. Necesitaba un arma, más que un escondrijo. ¿Había visto algo que lo ayudara a sobrevivir, mientras se arrastraba entre las ruinas?
Kassad se quedó quieto y se colgó de un tramo de cable de fibra óptica mientras reflexionaba. El pabellón médico donde había despertado, camas, tanques criogénicos, aparatos de terapia intensiva, la mayoría expulsados por las brechas del casco del módulo. Conducto, ascensor, cadáveres en la escalera. Ningún arma. Las explosiones o la descomprensión súbita habían desnudado la mayoría de los cuerpos. ¿Los cables del ascensor? No, demasiado largos, imposible de cortar sin herramientas. ¿Herramientas? No había visto ninguna. Los consultorios médicos destruidos a lo largo de los pasillos, más allá del conducto principal de caída. Salas de análisis, tanques de curación, gabinetes abiertos como sarcófagos saqueados. Al menos un quirófano intacto, con un laberinto de instrumentos desperdigados y cables flotando. El solario, despojado de todo cuando las ventanas explotaron hacia el exterior. Salas de pacientes. Salas de médicos. Salas de limpieza, pasillos, cubículos inidentificables. Cadáveres.
Kassad aguardó un segundo, se orientó en el trémulo laberinto de luces y sombras, se impulsó con una patada.
Había esperado contar con diez minutos; le dieron menos de ocho. Sabía que los éxters serían metódicos y eficaces, pero había subestimado la eficiencia con que actuaban en cero g. Apostó su vida a que irían en parejas; procedimiento básico de los marines del espacio, al igual que activaban las ratas de asalto FUERZA cuando avanzaban puerta por puerta en un combate urbano, uno para irrumpir en cada habitación, el otro para cubrirlo.
Si había más de dos, si los éxters trabajaban en equipos de cuatro, Kassad podía darse por muerto.
Flotaba en medio de la Sala de Operaciones 3 cuando el éxter entró por la puerta. El respirador de Kassad fallaba y él flotaba inmóvil, tragando aire sucio, cuando el comando éxter entró, se ladeó y apuntó las dos armas hacia la figura desarmada con el estropeado traje espacial de marine.
Kassad esperaba que el maltrecho traje le concediera un par de segundos. Detrás del embadurnado visor, Kassad observó sin moverse mientras la linterna del éxter lo examinaba. El comando llevaba dos armas, un paralizador sónico en una mano y una letal pistola de rayos en los largos dedos del «pie» izquierdo. Alzó el sónico. Kassad llegó a ver el mortal aguijón de la cola prostética antes de activar el control que llevaba en la enguantada mano derecha.
Kassad había pasado la mayor parte de los ocho minutos conectando el generador de emergencia a los circuitos de la sala de operaciones. No todos los láseres quirúrgicos habían sobrevivido, pero seis aún funcionaban. Kassad había apuntado los cuatro más pequeños como para cubrir la izquierda de la puerta, y los dos cortadores de huesos a fin de proteger el espacio de la derecha. El éxter se había movido a la derecha.
El traje del éxter estalló. Los láseres continuaron cortando en círculos preprogramados mientras Kassad se impulsaba hacia delante, agachándose bajo los haces azules que ahora se arremolinaban en una bruma de líquido sellador de trajes y sangre hirviente. Alcanzó el arma sónica cuando el segundo éxter irrumpía en la sala, ágil como un chimpancé de Vieja Tierra.
Kassad apretó el arma contra el casco del hombre y disparó. El éxter se derrumbó. La cola prostética se agitó en espasmos nerviosos. Disparar un arma sónica a esa distancia no era modo de tomar prisioneros; un disparo tan cercano transformaba el cerebro humano en una sopa de cereal. Kassad no quería tomar prisioneros.
Se zafó, se sujetó de una viga y barrió la puerta abierta con el arma sónica encendida. Nadie más apareció. Veinte segundos más tarde examinó el pasillo: vacío.
Kassad dejó el primer cuerpo y desnudó al hombre que tenía el traje intacto. El comando iba desnudo debajo del traje espacial y resultó no ser un hombre; la comando femenina tenía cabello rubio cortado a cepillo, pechos pequeños y un tatuaje sobre el vello púbico. Estaba muy pálida. Gotas de sangre flotante le brotaban de la nariz, las orejas y los ojos. Así que los éxters aceptaban mujeres en el cuerpo de marines. Todos los cuerpos éxters encontrados en Bressia habían sido masculinos.
Se dejó puestos el casco y el respirador mientras apartaba el cuerpo a un lado y se ponía ese traje desconocido. El vacio le hizo estallar vasos sanguíneos en la carne. El frío lo mordió mientras forcejeaba con las hebillas y broches extraños. A pesar de su estatura, resultaba demasiado bajo para el traje de aquella mujer. Podía operar los guanteletes de la mano si se estiraba pero era inútil con los guantes de los pies y las conexiones de la cola. Los dejó colgar mientras se quitaba el casco y se ajustaba la burbuja éxter.
Las luces del panel del cuello emitían fulgores ambarinos y violáceos. Kassad oyó la ráfaga del aire en los tímpanos doloridos y casi se asfixió al sentir el denso y penetrante hedor. Supuso que para un éxter aquello equivalía al dulce olor del hogar. Los auriculares de la burbuja susurraban órdenes codificadas en un idioma que parecía una cinta de audio en inglés antiguo tocada al revés y a alta velocidad. Kassad hizo otra apuesta: las unidades terrestres éxter de Bressia funcionaban como equipos semiindependientes unidos por radio vocal y telemetría básica, no por la red de implantes tácticos de FUERZA. Si aquí usaban el mismo sistema, el jefe de los comandos sabría que dos de sus hombres (o mujeres) habían desaparecido y quizá dispusiera de lecturas médicas, pero no sabría exactamente dónde estaban.
Kassad decidió que era momento de dejar las hipótesis para pasar a la acción. Programó el control para que los láseres quirúrgicos disparasen contra cualquier cosa que entrara en la sala de operaciones y avanzó botando por el corredor. Moverse en uno de aquellos malditos trajes era como caminar en un campo gravitatorio de pie sobre tus propios pantalones. Llevaba dos pistolas de energía. Como no encontró cinturón ni argollas ni garfios ni cintas de Velero ni grapas magnéticas ni bolsillos donde poner las armas, flotaba como un ebrio pirata de holodrama, una pistola en cada mano, botando de pared en pared. A regañadientes, dejó una pistola flotando mientras trataba de impulsarse con una mano. El guantelete le iba varias tallas grande. La maldita cola caracoleaba, le chocaba contra la burbuja del casco y le molestaba tanto como un grano en el trasero.
Un par de veces se metió en una rendija al divisar luces a lo lejos. Estaba cerca de la abertura desde donde había visto el calamar cuando dobló un recodo y se topó con tres comandos éxter.
El traje éxter que llevaba puesto le dio al menos dos segundos de ventaja. Disparó a quemarropa contra el casco del primer comando. El segundo —o segunda— disparó un borbotón sónico que le rozó el hombro izquierdo antes de que Kassad le lanzara tres descargas en el pecho. El tercer comando retrocedió, halló tres agarraderas y desapareció por una compuerta antes de que Kassad pudiera encañonarlo. Maldiciones, órdenes y preguntas retumbaron en el auricular. Kassad lo persiguió en silencio.
El tercer éxter habría escapado si no hubiera recobrado su sentido del honor y se hubiera vuelto para luchar. Kassad tuvo una sensación de déjà vu cuando le disparó una descarga energética en el ojo izquierdo a cinco metros de distancia.
El cadáver cayó hacia la luz del sol. Kassad se acercó a la abertura y miró el calamar amarrado a veinte metros. Pensó que era la primera vez en mucho tiempo que tenía auténtica suerte.
Atravesó la abertura sabiendo que si alguien quería dispararle desde el calamar o las ruinas, él estaría indefenso. Sintió en el escroto esa tensión que experimentaba cada vez que se convertía en un blanco fácil. No le dispararon.
Ordenes y preguntas le resonaban en los oídos. No las entendía, no sabía dónde se originaban y, desde luego, prefería no intervenir en el diálogo.
El incómodo traje casi le impidió llegar al calamar. Pensó por un instante que ese desenlace sería el atinado veredicto del universo respecto a sus pretensiones marciales: el valiente soldado flotando hacia la órbita planetaria sin sistemas de maniobra, sin combustible, sin reacción de masa… ni siquiera la pistola tenía retroceso. Terminaría su vida tan inútil e inofensivo como el globo perdido de un niño.
Se estiró haciendo crujir las articulaciones, cogió una antena y se aferró al casco del calamar.
¿Dónde diablos estaba la cámara de presión? El casco era relativamente liso por tratarse de una nave espacial, pero estaba decorado con una maraña de dibujos, grabados y paneles que debían de ser el equivalente éxter de no pise y peligro toberas. No había entradas visibles. Supuso que habría éxters a bordo, por lo menos un piloto, y que quizá se preguntaban por qué el comando que regresaba se arrastraba por el casco como un cangrejo cojo en vez de ir a la cámara de presión. O tal vez sabían por qué y aguardaban dentro con las pistolas desenfundadas. En cualquier caso, era evidente que nadie le abriría la puerta.
Al demonio, pensó Kassad, y voló una de las ampollas de observación.
Los éxters eran austeros. El geiser de aire sólo arrastró algunos papeles y monedas o algo parecido. Kassad esperó el final de la erupción y entró por la abertura.
Estaba en la sección de transporte: un compartimiento acolchado que se parecía mucho al compartimiento de las ratas de asalto de cualquier nave de descenso o blindado de transporte. Kassad razonó que un calamar debía de transportar una veintena de comandos éxter en traje de combate de vacío. Ahora no había nadie. Una compuerta abierta conducía a la cabina del piloto.
Sólo el piloto había quedado a bordo y se estaba desabrochando el cinturón de seguridad cuando Kassad le disparó. Kassad empujó el cuerpo a la sección de transporte y se sujetó a lo que esperaba fuera el asiento de control.
La tibia luz del sol penetraba por la ampolla. Monitores de vídeo y hologramas mostraban la vista de popa y proa, y atisbos de la operación de búsqueda filmada con cámaras portátiles. Kassad vio el cuerpo desnudo en la Sala de Operaciones 3 y varias figuras combatiendo contra láseres quirúrgicos.
En los holodromos de la niñez de Fedmahn Kassad, los héroes siempre sabían pilotar deslizadores, naves espaciales, exóticos VEMS y otros aparatos cada vez que era preciso. Kassad estaba adiestrado para conducir transportes militares, tanques y blindados, incluso un vehículo de asalto o nave de descenso en caso desesperado. De quedar a bordo de una nave FUERZA fuera de control —una posibilidad remota— podría orientarse en el núcleo de mando para comunicarse con el ordenador o enviar una llamada de emergencia por radio o transmisor ultralínea. En el asiento de mando de un calamar éxter, Kassad se sintió perdido.
Pero no tanto. Pronto reconoció las ranuras de control remoto de los tentáculos del calamar, y seguramente después de dos o tres horas de reflexión e inspección habría descubierto otros controles. Pero no disponía de ese tiempo. La pantalla delantera mostraba tres figuras en traje espacial enfilando hacia el calamar, abriendo fuego. La pálida y extraña cabeza de un comandante éxter se materializó de pronto en la consola holográfica. Kassad oyó gritos en los auriculares de la burbuja.
Gotas de sudor le colgaban frente a los ojos y formaban estrías en el interior del casco. Sacudió la cabeza para apartarlas, observó las consolas y tanteó varias superficies. Si eran circuitos activados vocalmente, controles que requerían identificación o un ordenador suspicaz, estaba listo. Había pensado todo esto antes de disparar al piloto, pero no había tenido tiempo de pensar un modo de sonsacarle información. No; así tenía que ser, pensó Kassad mientras tanteaba más superficies de control.
Una tobera se disparó.
El calamar tironeó de las cuerdas de amarre. Kassad botó dentro del traje.
—Mierda —resolló, su primer comentario audible desde que había preguntado a la médica FUERZA a dónde se dirigía la nave. Se estiró para introducir los dedos enguantados en las ranuras de control. Cuatro de los seis manipuladores se zafaron. Uno se desgarró. El último arrancó un trozo de casco de la Merrick.
El calamar se liberó. Las cámaras de vídeo mostraron a dos de las figuras en traje espacial saltando en vano, la tercera manoteaba la antena que había salvado a Kassad. Con una vaga idea de dónde estaban los controles, Kassad tecleaba frenéticamente. Se encendió una luz arriba. Los proyectores holográficos se apagaron. El calamar inició una maniobra violenta de sacudida, zarandeo y caída. Kassad vio que el traje espacial se deslizaba sobre la ampolla, aparecía un instante en la pantalla de vídeo delantera y se transformaba en un punto en la pantalla de popa. El éxter aún disparaba descargas de energía mientras se empequeñecía.
Kassad procuró conservar el sentido mientras continuaban los bandazos. Alarmas vocales y visuales chillaban pidiendo atención. Kassad tecleó los controles y se dio por satisfecho cuando vio que las toberas tironeaban en sólo dos direcciones en vez de cinco.
Un destello le mostró que la nave-antorcha retrocedía. Bien. Sin duda la nave éxter podía destruirlo en segundos, y a todas luces lo haría si él se acercaba o la amenazaba. Ignoraba si el calamar estaba armado, y sospechaba que sólo debía de llevar armamento antipersonal, pero sabía que ningún comandante de una nave-antorcha permitiría que un transbordador fuera de control se acercara a su nave. Supuso que ya todos los éxters sabían que el enemigo había secuestrado el calamar. No sería sorprendente —aunque sí decepcionante— que la nave-antorcha lo vaporizara en cualquier momento, pero entre tanto contaba con dos emociones muy humanas, aunque no necesariamente humanas éxter: curiosidad y afán de venganza.
Sabía que resultaba fácil prescindir de la curiosidad en momentos de tensión, pero contaba con que una cultura paramilitar y semifeudal como la éxter otorgara gran importancia a la venganza. Dada la situación, sin probabilidades de dañarlos más y casi sin probabilidades de escapar parecía que el coronel Fedmahn Kassad era buen candidato a una bandeja de disección. Eso esperaba.
Kassad observó la pantalla de vídeo de popa, frunció el ceño, y se aflojó el arnés para asomarse por la ampolla superior. La nave se zarandeaba, pero con menos violencia. El planeta parecía más cerca —un hemisferio llenaba el horizonte de «arriba»— pero no sabía a qué distancia de la atmósfera vagaba el calamar. Las pantallas de datos le resultaban inútiles. Sólo podía conjeturar cuál era la velocidad orbital que tenía y calcular así la violencia del choque de entrada.
Un último vistazo desde las ruinas de la Merrick le había sugerido que estaba muy cerca, tal vez a sólo quinientos o seiscientos kilómetros de la superficie, y en esa órbita de aparcamiento que precedía al lanzamiento de naves de descenso.
Kassad trató de enjugarse la cara y frunció el ceño cuando las puntas del guante tocaron el visor. Estaba cansado. Demonios, hacía unas horas estaba en fuga criogénica y unas semanas de a bordo antes estaba muerto corporalmente.
Se preguntó si ese mundo era Hyperion o Jardín; no había estado en ninguno de los dos pero sabía que Jardín estaba más poblado y pronto se transformaría en colonia de la Hegemonía. Esperó que fuera Jardín.
La nave-antorcha lanzó tres vehículos de asalto. Kassad los vio claramente antes que la cámara de popa los perdiera. Tecleó los controles de las toberas hasta que tuvo la sensación de que la nave se precipitaba más deprisa hacia el planeta. No podía hacer otra cosa.
El calamar alcanzó la atmósfera antes que los tres vehículos de asalto alcanzaran al calamar. Los vehículos sin duda llevaban armas y él estaba a tiro, pero en el circuito de mando debía de haber un curioso. O un rabioso.
El calamar de Kassad no era aerodinámico. Como la mayoría de las naves transbordadoras, podía volar en atmósferas planetarias, pero estaba condenado si se zambullía abruptamente en el pozo gravitatorio. Kassad vio el fulgor rojo de entrada en la pantalla, oyó la ionización en los canales activos de radio y se preguntó si ésta era una buena idea.
El arrastre atmosférico estabilizó el calamar y Kassad sintió el primer tirón de gravedad mientras tanteaba la consola y los brazos del asiento buscando el circuito de control y rogando que estuviera allí. Una pantalla de vídeo entrecruzada de estática mostró uno de los vehículos de asalto escupiendo una cola de plasma azul mientras desaceleraba. La ilusión fue similar a la del paracaidista en caída libre que ve al compañero activando el paracaídas: el vehículo de asalto pareció trepar de golpe.
Kassad tenía otras preocupaciones. No parecía haber salidas de emergencia ni aparato de eyección. Los transbordadores espaciales FUERZA llevaban un aparato de salida atmosférica. La costumbre databa de ocho siglos atrás, cuando el vuelo espacial consistía sólo en precarias excursiones por encima de la atmósfera de Vieja Tierra. Quizás un transbordador nave-a-nave no necesitara un sistema de eyección planetario, pero los temores incluidos en regulaciones tradicionales no se desvanecían fácilmente.
Así indicaba la teoría. Pero Kassad no hallaba nada. La nave temblaba, giraba y se recalentaba. Kassad se liberó del arnés y se arrastró hacia la popa del calamar, sin saber qué buscaba. ¿Mochilas de suspensión? ¿Paracaídas? ¿Un par de alas?
En la sección de transporte no había nada excepto el cadáver del piloto éxter y algunos compartimientos de almacenaje del tamaño de cajas de merienda. Kassad hurgó en ellos sin hallar nada más grande que un botiquín de primeros auxilios. Ningún aparato milagroso.
El calamar temblaba y chirriaba, empezaba a desmembrarse mientras él se aferraba de una argolla en el convencimiento de que los éxters no habrían derrochado dinero ni espacio en aparatos de emergencia planetaria. ¿Para qué? Pasaban la vida en los oscuros espacios interestelares; su concepto de atmósfera era el tubo de presión de una ciudad enlatada de ocho kilómetros de largo. Los sensores de audio externos del casco de Kassad captaban el furibundo siseo del aire que raspaba el casco y penetraba por la ampolla rota de popa. Kassad se encogió de hombros. Había apostado demasiadas veces y al final había perdido.
El calamar tiritó y saltó. Los tentáculos de manipulación se desprendieron de la proa. El cadáver del éxter fue succionado por la ampolla rota como una hormiga sorbida por una aspiradora. Kassad se aferró a la argolla y miró por la compuerta abierta los asientos de control de la cabina. Eran maravillosamente arcaicos, como una ilustración salida de un manual de naves espaciales primitivas. Partes del exterior de la nave ardían, rugiendo sobre las ampollas de observación como chorros de lava. Kassad cerró los ojos y trató de recordar las clases de la Escuela de Mando Olympus y la estructura y disposición de las naves antiguas. El calamar dio una sacudida final. El ruido era increíble.
—¡Por Alá! —jadeó Kassad, un grito que no lanzaba desde la infancia. Se desplazó hacia la cabina, aferrando la compuerta, buscando asideros como si trepara por una pared vertical. Trepaba por una pared. El calamar había girado, estabilizándose en una zambullida de popa. Kassad subía bajo un peso de 3 g consciente de que un solo resbalón le partiría todos los huesos. El siseo atmosférico se transformó en alarido y luego en rugido de dragón. El compartimiento de tropas estallaba y se derretía.
Trepar al asiento de mando fue como encaramarse a un borde rocoso con el peso de dos montañistas más colgados de la espalda. Los incómodos guantes le dificultaron coger el cabezal cuando Kassad colgó sobre el abismo del caldero ardiente de la sección de tropas. La nave tembló, Kassad subió las piernas y cayó en el asiento de mando. Las pantallas de vídeo estaban inactivas. Las llamas enrojecían la ampolla de arriba. Kassad casi perdió el sentido cuando se arqueó, tanteando con los dedos debajo del asiento, entre las rodillas. Nada. Un momento…, una palanca manual. Vaya, por Cristo y Alá… Una argolla. Algo salido de los libros de historia.
El calamar empezaba a desintegrarse. La ampolla se derritió y escupió Perspex líquido en el interior de la cabina, rociando el traje y el visor de Kassad. Olió el plástico derretido. El calamar giraba desintegrándose. Kassad vio imágenes rosadas, borrones, nada. Usó los dedos entumecidos para ceñirse el arnés con fuerza… o le estaba cortando el pecho o el Perspex derretido había penetrado. Buscó la argolla. Dedos demasiados torpes… no. El cinturón.
Demasiado tarde. El calamar estalló en un chirrido final y una llamarada, y la consola de control voló por la cabina en diez mil esquirlas.
Kassad quedó aplastado contra el asiento. Hacia arriba. Afuera. Al corazón de las llamas.
Rodaba.
Kassad advirtió que el asiento proyectaba su propio campo de contención mientras rodaba. La llama estaba a centímetros de su cara.
Las toberas se dispararon, arrancando el asiento de eyección de la estela llameante del calamar. El asiento de mando trazó su propia estela de fuego azul en el cielo. Los microprocesadores hicieron girar el asiento para que el campo de fuerza se interpusiera entre Kassad y el horno de fricción. Un gigante se sentó en el pecho de Kassad cuando desaceleró en dos mil kilómetros de cielo a ocho gravedades.
Kassad abrió los párpados una vez, notó que estaba acurrucado en el vientre de una larga columna de llamas blancas y azuladas y los cerró de nuevo. No veía indicios de un control para paracaídas, mochila de suspensión o sistema de frenado. No importaba. De todas formas, no podía mover los brazos ni las manos.
El gigante se movió, cobró más peso.
Kassad notó que parte de la burbuja del casco se había derretido o había volado. El ruido era indescriptible. No importaba.
Cerró los ojos con más fuerza. Era buen momento para una siesta.
Kassad abrió los ojos y vio la oscura forma de una mujer inclinada sobre él. Por un segundo creyó que era ella, luego supo que era ella. La mujer le tocó la mejilla con dedos frescos.
—¿Estoy muerto? —susurró Kassad, alzando la mano para cogerle la muñeca.
—No —respondió ella con voz suave y gutural, con un ligero acento que él no identificaba. Nunca la había oído hablar.
—¿Eres real?
—Sí.
Kassad suspiró y miró alrededor. Estaba desnudo bajo una túnica delgada en una cama o plataforma situada en medio de una sala oscura y cavernosa. A través de un techo roto se filtraba la luz de las estrellas. Kassad alzó la otra mano para tocarle el hombro. El cabello de la mujer era un nimbo oscuro. Ella llevaba una bata tenue que —incluso bajo la luz de las estrellas— le perfilaba el cuerpo. Kassad aspiró el aroma, ese perfume a jabón y piel y a ella, un perfume que él conocía tan bien de veces anteriores.
—Querrás hacer preguntas —susurró ella mientras Kassad le aflojaba el broche de oro que le sujetaba la bata. La ropa se deslizó con un susurro. Ella no llevaba nada debajo. Allá arriba se veía la franja de la Vía Láctea.
—No —replicó Kassad, mientras la abrazaba.
De madrugada sopló una brisa, pero Kassad cubrió los cuerpos de ambos con la ligera manta. La tela delgada parecía preservar el calor corporal. La nieve o la arena arañaba las paredes desnudas. Las estrellas eran muy nítidas y brillantes.
Despertaron al alba, las caras juntas bajo el sedoso cobertor. Ella acarició el costado de Kassad, y encontró cicatrices viejas y recientes.
—¿Cómo te llamas? —susurró Kassad.
—Shh —susurró ella, acariciándolo más abajo.
Kassad hundió la cara en la fragante curva del cuello. Sintió la suavidad de esos pechos. Llegó la mañana. La nieve o la arena arañaba las paredes desnudas.
Hicieron el amor, durmieron, hicieron el amor de nuevo. A plena luz, se levantaron y se vistieron. Ella le había preparado ropa interior, una túnica gris y pantalones. Le sentaban a la perfección, al igual que los calcetines de esponja y las botas blandas. La mujer llevaba un atuendo similar de color azul marino.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Kassad cuando dejaron el edificio con la cúpula destruida y caminaron por una ciudad muerta.
—Moneta —dijo ese ensueño—, o Mnemósine, el que más te agrade.
—Moneta —susurró Kassad. Miró el pequeño sol que se elevaba en el cielo—. ¿Esto es Hyperion?
—Sí.
—¿Cómo aterricé? ¿Campo de suspensión? ¿Paracaídas?
—Descendiste bajo un ala de metal dorado.
—No siento dolor. ¿No sufrí heridas?
—Han recibido atención.
—¿Qué es este lugar?
—La Ciudad de los Poetas. Abandonada hace más de un siglo. Más allá de esa colina están las Tumbas de Tiempo.
—¿Y los vehículos de asalto éxter que me seguían?
—Uno aterrizó en las cercanías. El Señor del Dolor se encargó de los tripulantes. Los otros dos se posaron a cierta distancia.
—¿Quién es el Señor del Dolor?
—Ven —indicó Moneta. La ciudad muerta terminaba en el desierto. Una arena fina se deslizaba por losas de mármol blanco ocultas por las dunas. Al oeste había un vehículo de asalto éxter con las puertas abiertas. En una columna caída, un cubo térmico ofrecía café caliente y panecillos recién horneados. Comieron y bebieron en silencio.
Kassad trató de recordar las leyendas de Hyperion.
—El Señor del Dolor es el Alcaudón —decidió al fin.
—Desde luego.
—¿Eres de aquí… de la Ciudad de los Poetas?
Moneta sonrió y meneó la cabeza.
Kassad terminó el café y dejó la taza. La sensación de ensueño persistía, mucho más fuerte que durante las simulaciones. Pero el café tenía un sabor agradablemente amargo y el sol le entibiaba la cara y las manos.
—Ven, Kassad —invitó Moneta.
Cruzaron extensiones de fría arena. Kassad miró el cielo sabiendo que la nave-antorcha podía fulminarlos desde su órbita… De pronto, con absoluta certidumbre, supo que no lo haría. Las Tumbas de Tiempo estaban en un valle. Un obelisco bajo irradiaba un fulgor suave. Una esfinge de piedra parecía absorber la luz. Una compleja estructura de pilotes retorcidos arrojaba sombras sobre sí misma. Otras tumbas se recortaban contra el sol. Cada tumba tenía una puerta y todas estaban abiertas. Kassad sabía que ya estaban abiertas cuando los primeros exploradores descubrieron las Tumbas y que las estructuras estaban vacías. En tres siglos de búsqueda nadie había hallado cámaras ocultas, tumbas, bóvedas ni pasadizos.
—Puedes llegar hasta aquí —señaló Moneta cuando se acercaban al peñasco que estaba en el extremo del valle—. Las mareas de tiempo son fuertes hoy.
El implante táctico de Kassad guardó silencio. No tenía comlog. Hurgó en su memoria.
—Son campos de fuerza antientrópicos que rodean las Tumbas de Tiempo —recordó.
—Sí.
—Las tumbas son antiguas. Los campos antientrópicos impiden que envejezcan.
—No —dijo Moneta—. Las mareas de tiempo conducen las Tumbas hacia atrás en el tiempo.
—Hacia atrás en el tiempo —repitió estólidamente Kassad.
—Mira.
Temblando como un espejismo, un árbol de cuernos de acero surgió de la bruma y de un remolino de arena ocre. La cosa parecía llenar el valle, elevándose doscientos metros, hasta la altura de los peñascos. Las ramas se movían, se disolvían y se reordenaban como elementos de un holograma mal sintonizado. La luz solar bailaba sobre cuernos de cinco metros. Había cadáveres de hombres y mujeres éxter, todos desnudos, empalados en una veintena de esos cuernos. Otras ramas sostenían otros cuerpos. No todos eran humanos.
La tormenta de arena ocultó la visión un instante y cuando los vientos amainaron la visión desapareció.
—Ven —murmuró.
Kassad la siguió por los bordes de las mareas de tiempo, eludiendo el flujo y reflujo del campo antientrópico como un niño juguetón que esquivara el oleaje en una playa ancha. Las mareas de tiempo parecían ondas de déjà vu que le atraían cada célula del cuerpo.
Más allá del extremo del valle, donde las colinas se abrían a las dunas y brezales que conducían a la Ciudad de los Poetas, Moneta tocó una pared de pizarra azul y una entrada se abrió a una sala larga y baja excavada en la cara del peñasco.
—¿Aquí es donde vives? —preguntó Kassad, aunque enseguida vio que no había indicios de habitación. Las paredes de piedra de la sala presentaban anaqueles y nichos atestados.
—Debemos prepararnos —susurró Moneta, y la luz cobró un tono dorado. Había objetos en un bastidor. Una delgada lámina de polímero reflector bajó como un telón para servir de espejo.
Pasivo como en un sueño, Kassad observó que Moneta se desnudaba y luego se dejó desnudar. Ya no era una desnudez erótica, sino ceremonial.
—Has estado en mis sueños durante años —le dijo.
—Sí. Tu pasado. Mi futuro. La onda de choque de los acontecimientos se desplaza por el tiempo como olas en un estanque.
Kassad parpadeó cuando ella alzó una férula de oro y le tocó el pecho. Sintió un estremecimiento y sus carnes se convirtieron en un espejo. Su cabeza y su cara eran un ovoide sin rasgos que reflejaban todos los colores y texturas de la sala. Un segundo después, Moneta lo imitó y su cuerpo se transformó en una cascada de reflejos, agua sobre mercurio sobre cromo. Kassad vio su reflejo en cada curva y músculo del cuerpo de Moneta. Los pechos de Moneta captaban y curvaban la luz; los pezones se elevaban como salpicaduras en un estanque tranquilo. Kassad quiso abrazarla y las superficies de ambos se fundieron como fluido magnético. Bajo los campos conectados, las carnes de Kassad tocaron los de Moneta.
—Tus enemigos aguardan más allá de la ciudad —susurró ella. La luz fluctuaba en el cromo de su cara.
—¿Enemigos?
—Éxters. Los que te siguieron aquí.
Kassad negó con un gesto, vio que el reflejo hacía lo mismo.
—Ya no importa.
—Oh, sí —susurró Moneta—; el enemigo siempre es importante. Debes armarte.
—¿Con qué?
Pero incluso mientras lo decía, Kassad notó que ella lo tocaba con una esfera de bronce, un toroide azul y opaco. Su propio cuerpo alterado ahora le hablaba tan claramente como tropas al informar en un implante de circuitos de mando. Kassad sintió que la sed de sangre crecía en él con renovada fuerza.
—Ven.
Moneta lo condujo de nuevo hacia el desierto. La luz del sol era densa y polarizada. Parecían deslizarse por las dunas, fluyendo como líquido por las calles de mármol blanco de la ciudad muerta. Al oeste de la ciudad, cerca de los restos astillados de una estructura que aún sostenía el dintel con inscripciones del Anfiteatro de los Poetas, alguien esperaba.
Por un instante Kassad pensó que era otra persona usando los campos de cromo en que estaban arropados él y Moneta, pero enseguida se desengañó. No había nada humano en esa figura de mercurio sobre cromo. Como en un sueño, Kassad reparó en los cuatro brazos, los afilados dedos retráctiles, la profusión de aguijones de la garganta, la frente, las muñecas, las rodillas y el cuerpo, pero no dejó de observar los dos ojos facetados: ardían con una llama roja que hacía palidecer el sol y transformaba el día en una sombra sangrienta.
El Alcaudón, pensó Kassad.
—El Señor del Dolor —susurró Moneta.
La criatura dio media vuelta y los condujo fuera de la ciudad muerta.
Kassad aprobaba el modo en que los éxters habían preparado sus defensas. Los dos vehículos de asalto estaban apostados con medio kilómetro de separación; los cañones, proyectores y torretas de misiles se cubrían mutuamente en un radio de trescientos sesenta grados. Las tropas éxter habían cavado trincheras a cien metros de los vehículos y Kassad descubrió por lo menos dos tanques EM detenidos, dominando con las pantallas de proyección y los tubos de lanzamiento el ancho y desierto brezal que separaba la Ciudad de los Poetas de los vehículos. La visión de Kassad estaba alterada; ahora veía los campos de contención de ambas naves superpuestos como cintas de bruma amarilla, los sensores de movimiento y las minas antipersonal como huevos de la luz roja y pulsátil.
Parpadeó al advertir que había algo raro en la imagen. Luego comprendió: al margen de la densidad de la luz y su realzada percepción de los campos energéticos, nada se movía. Las tropas éxters, incluso las que parecían en movimiento, estaban rígidas como los soldados de juguete de su infancia en los suburbios de Tharsis. Los tanques EM estaban detenidos, pero Kassad notó que ni siquiera los radares —visibles para él como arcos purpúreos y concéntricos— se movían. Observó el cielo y vio un gran pájaro colgando en el aire, quieto como un insecto congelado en ámbar. Atravesó una polvareda suspendida, extendió una mano de cromo y arrojó espirales de partículas al suelo.
El Alcaudón recorrió impávido el rojo laberinto de minas sensoras, cruzó las azules líneas de rayos de detención, esquivó la pulsación violeta de los escáners automáticos, atravesó el campo de contención amarillo y la verde muralla del perímetro de defensa sónica hasta llegar a la sombra del vehículo de asalto. Moneta y Kassad lo siguieron.
—¿Cómo es posible? —Kassad comprendió que había hecho la pregunta a través de un medio que no era telepatía, algo más refinado que la conducción por implantes.
—Controla el tiempo.
—¿El Señor del Dolor?
—Desde luego.
—¿Por qué estamos nosotros aquí?
Moneta señaló a los éxters inmóviles.
—Ellos son tus enemigos.
Kassad comprendió que al fin despertaba de un largo sueño. Aquello era real. Los ojos de ese soldado éxter, impávidos detrás del casco, eran reales. El vehículo de asalto éxter, erguido a la izquierda como una lápida de bronce, era real.
Fedmahn Kassad supo que podía matarlos a todos —comandos, tripulantes de la nave, todos— mientras ellos permanecían indefensos. Supo que el tiempo no se había detenido, como tampoco se detenía cuando una nave funcionaba con impulso Hawking, sino que se trataba de ritmos distintos. El pájaro congelado en lo alto terminaría su aleteo al cabo de minutos o de horas. El éxter que tenía delante cerraría los ojos en un pestañeo si Kassad tenía la paciencia de observar el tiempo suficiente. Entre tanto, Kassad, Moneta y el Alcaudón podían matarlos a todos sin que los éxters advirtieran que sufrían un ataque.
Kassad lo consideró injusto, incorrecto. Era la violación extrema del Nuevo Bushido, en cierto modo peor que la matanza indiscriminada de civiles. La esencia del honor radicaba en el momento del combate entre semejantes. Iba a comunicárselo a Moneta cuando ella dijo/pensó:
—Observa.
El tiempo comenzó de nuevo con una explosión parecida a un torrente de aire cuando entra en una cámara de presión. El pájaro se elevó y voló en círculos. La brisa del desierto sopló polvo contra el campo de contención cargado de estática. Un comando éxter se levantó, vio al Alcaudón y los dos humanos, gritó algo en su canal de comunicaciones, alzó el arma energética.
El Alcaudón no pareció moverse: estaba aquí y de pronto estuvo allá. El comando éxter soltó otro grito y miró incrédulamente hacia abajo cuando el Alcaudón le arrancó el corazón con el afilado puño. El éxter abrió los ojos y la boca y se desplomó. Kassad se volvió a la derecha y se topó con un éxter con armadura. El comando alzó un arma. Kassad movió el brazo, oyó el zumbido del campo de fuerza y descubrió que el canto de su mano atravesaba la armadura, el casco y el cuello. La cabeza del éxter rodó en el polvo.
Kassad brincó a una trinchera y vio varios soldados que se volvían. El tiempo seguía desquiciado; los enemigos se movían a cámara lenta un instante para fluctuar después como un holo estropeado. Nunca eran tan rápidos como Kassad. Olvidó sus ideas sobre el Nuevo Bushido. Estos eran los bárbaros que habían querido matarlo. Quebró la espalda de un hombre, saltó a un lado, hundió rígidos dedos de cromo en la armadura de otro, aplastó la laringe de un tercero, esquivó un cuchillo que se movía a cámara lenta y mató al atacante de una patada. Saltó de la trinchera.
—¡Kassad!
Kassad se agachó y el haz láser le rozó el hombro, quemando el aire como un lento fusible de luz rubí. Kassad olió el crepitante ozono. Imposible. ¡He esquivado un láser! Cogió una piedra y se la arrojó al éxter que lo encañonaba con el látigo infernal del tanque. El destrozado artillero cayó hacia atrás. Kassad cogió una granada de plasma de la bandolera de un cadáver, brincó para arrojarla dentro del tanque y se alejó treinta metros antes de que la explosión escupiera altísimas llamas.
Kassad se detuvo en el ojo de la tormenta y vio a Moneta en el centro de su propio círculo de matanza. La sangre la salpicaba sin adherirse, fluyendo como aceite sobre agua en las curvas de la barbilla, los hombros, el pecho y el vientre. Ella lo miró a través del campo de batalla y Kassad sintió una renovada sed de sangre.
Detrás de Moneta, el Alcaudón avanzaba despacio en el caos, escogiendo víctimas como si las cosechara. Kassad observó aquella imagen parpadeante y veloz y supuso que, para el Señor del Dolor, él y Moneta debían de parecer tan lentos como los éxters se lo parecían a él. El tiempo brincó, se aceleró. Las tropas supervivientes, presa del pánico, se disparaban entre sí, abandonaban los puestos y luchaban para abordar el vehículo de asalto. Kassad trató de entender cómo habían sido para ellos los últimos dos minutos: borrones que se desplazaban entre sus posiciones defensivas, camaradas que morían entre chorros de sangre. Moneta se movía entre las filas, matando a voluntad. Para su asombro, Kassad comprendió que ejercía cierto control sobre el tiempo: un parpadeo y sus oponentes andaban despacio, otro parpadeo y los acontecimientos alcanzaban su ritmo normal. El honor y la cordura le reclamaban detener aquella carnicería, pero su sed de sangre, casi sexual, predominaba sobre las objeciones.
En el vehículo de asalto alguien había cerrado la cámara de presión, pero un aterrado comando usó una carga de plasma para volar el portal. La turba irrumpió, pisoteando a los heridos mientras huía de los cazadores invisibles. Kassad los siguió.
La frase «luchar como una rata acorralada» es una descripción muy adecuada. En la historia de los enfrentamientos militares, los combatientes humanos luchan con mayor ferocidad cuando se hallan en sitios cerrados sin escapatoria. Trátese de los pasadizos de La Haye Sainte y Hougoumont en Waterloo o de los túneles de una colmena de Lusus, algunas de las más terribles batallas cuerpo a cuerpo de la historia se han librado en espacios estrechos, donde no es posible la retirada. Así ocurrió ese día. Los éxters lucharon, y murieron, como ratas acorraladas.
El Alcaudón había destruido la nave. Moneta se quedó afuera para matar a los sesenta comandos que habían permanecido en sus puestos. Kassad mató a los de adentro.
Al final, el último vehículo de asalto disparó contra la nave condenada. Kassad estaba dentro. Los haces de partículas y los láseres de alta intensidad trepaban hacia él, seguidos de una eternidad después por misiles que se movían tan lentamente que podría haberles puesto nombre mientras volaban. Todos los éxters estaban muertos dentro y fuera del vehículo inutilizado, pero el campo de contención resistía. La dispersión de energía y las explosiones de impacto arrojaron cadáveres al perímetro exterior, incendiaron el equipo, cristalizaron la arena, pero Kassad y Moneta observaban desde el interior de una cúpula de llamas anaranjadas mientras el vehículo restante huía al espacio.
—¿Podemos detenerlos? —Kassad jadeaba, sudaba, temblaba de excitación.
—Podríamos —replicó Moneta—, pero no queremos. Ellos llevarán el mensaje al enjambre.
—¿Qué mensaje?
—Ven aquí, Kassad.
Kassad se volvió al oír el sonido de la voz. El campo de fuerza se había esfumado. Las carnes de Moneta brillaban de sudor; el cabello negro se le pegaba a las sienes; los pezones estaban duros.
—Ven aquí.
Kassad se miró. Su campo de fuerza también se había esfumado —lo había disuelto con su voluntad— y sentía una tremenda excitación sexual.
—Ven aquí —susurró Moneta.
Kassad se acercó, la alzó, sintió la sudada tersura de las nalgas mientras la llevaba a una extensión de hierba encima de una loma tallada por el viento. La depositó en el suelo entre pilas de cuerpos éxters, le abrió las piernas, le cogió ambas manos con una de las suyas, le levantó los brazos por encima de la cabeza, los aplastó contra el suelo y deslizó el largo cuerpo entre los muslos de ella.
—Sí —susurró Moneta mientras Kassad le besaba el lóbulo de la oreja izquierda, le acariciaba el cuello con los labios, lamía el sudor salobre que le perlaba los pechos.
Tendidos entre los muertos. Más muertos vendrían. Miles. Millones. Risa de vientres muertos. Largas hileras de tropas emergiendo de naves-puente para entrar en las llamas.
—Sí —jadeó Moneta.
Liberó las manos, las deslizó sobre los hombros húmedos de Kassad, le pasó las largas uñas por la espalda, le aferró las nalgas para estrecharlo más. La erección de Kassad le atravesaba el vello púbico, le palpitaba sobre el monte de Venus.
Portales teleyectores abriéndose para dejar pasar cruceros de ataque. La tibieza de las explosiones de plasma. Cientos, miles de naves bailando y muriendo como motas de polvo en un torbellino. Grandes columnas de rubí sólido rasgando las distancias, rociando enemigos con el calor extremo, cuerpos hirviendo en la luz roja.
—Sí. —Moneta abrió la boca y el cuerpo. Calor arriba y abajo, ella le penetró la boca con la lengua mientras él le penetraba el vientre, una fricción tibia. Se hundió en ella, retrocedió, se dejó devorar por la tibieza húmeda mientras empezaban a moverse juntos.
Calor sobre cien mundos. Continentes ardiendo en espasmos brillantes, la ondulación de mares hirvientes. El aire en llamas. Océanos de aire supercalentado hinchándose como piel tibia ante el contacto de un amante.
—Sí… sí… sí… —Moneta le sopla calor en los labios. Su piel es aceite y terciopelo. Kassad se agita, el universo se contrae mientras la sensación se expande, los sentidos se encogen mientras ella lo envuelve, tibia, húmeda y estrecha. Ahora ella responde meciendo las caderas, intuyendo la presión que crece dentro de Kassad. Él tuerce la cara, cierra los ojos, ve…
… bolas de fuego en expansión, estrellas moribundas, soles que estallan en pulsaciones llameantes, sistemas solares que perecen en un éxtasis de destrucción.
… siente dolor en el pecho, mueve las caderas más deprisa, abre los ojos y ve…
… la gran espina de acero que surge entre los pechos de Moneta, casi empalándolo mientras él retrocede, la afilada espina que gotea sangre sobre la piel de ella, piel pálida, ahora espejada, fría como metal muerto, y él mece las caderas mientras con ojos enturbiados por la pasión ve que los labios de Moneta se marchitan y se retraen hasta revelar hileras de hojas aceradas en vez de dientes, hojas de metal que reemplazan las uñas y le rasgan las nalgas, piernas potentes como bandas de acero que le aprisionan las caderas, ojos…
… en el último segundo antes del orgasmo, Kassad intenta salir… le aprieta la garganta con las manos… ella se aferra como una sanguijuela, una lamprea dispuesta a vaciarlo… ruedan entre cuerpos muertos… los ojos de Moneta, como joyas rojas, arden con un calor desbocado como el que le llena los doloridos testículos, se expanden como una llama, al derramarse…
… Kassad planta ambas manos en el suelo, se desprende de ella… de eso… con una fuerza rabiosa pero insuficiente, pues tremendas gravedades los unen… sorbiéndolo como la boca de una lamprea mientras él amenaza con estallar, la mira a los ojos… la muerte de mundos… ¡La muerte de mundos!
Kassad se aparta con un grito. Jirones de carne se le desprenden mientras se incorpora y se aparta. Dientes de metal se cierran dentro de una vagina de acero, pasando a un húmedo milímetro del glande. Kassad se tumba al lado, echa a rodar moviendo las caderas, incapaz de detener la eyaculación. El semen salta en chorros, cae en la mano arqueada de un cadáver. Kassad gime, rueda, se acurruca como un feto mientras se corre de nuevo. Y una vez más.
Oye un siseo y un susurro, cuando ella se levanta. Kassad se echa de espaldas y entorna los ojos bajo el sol y su propio dolor. Ella se yergue sobre él, las piernas separadas, una silueta de espinas. Kassad se enjuga el sudor de los ojos, la muñeca se le empapa de sangre, espera el golpe final. La piel se le contrae mientras aguarda el tajo del acero en la carne. Jadeando, alza los ojos y ve a Moneta, muslos de carne y no de acero, la entrepierna húmeda con los jugos de la pasión. Tiene la cara oscura, el sol detrás, pero él ve llamas rojas muriendo en los focos multifacéticos de los ojos.
—Kassad… —susurra ella, y es como el ruido de la arena al raspar el hueso.
Kassad aparta la mirada, se levanta, avanza entre cadáveres y desechos ardientes en su afán de liberarse. No mira hacia atrás.
Exploradores de la Fuerza de Autodefensa de Hyperion encontraron al coronel Fedmahn Kassad dos días más tarde. Lo hallaron inconsciente en uno de los brezales que conducían a la abandonada Fortaleza de Cronos, a veinte kilómetros de la ciudad muerta y de los restos de la cápsula de eyección éxter. Kassad estaba desnudo y medio muerto por los efectos de la exposición al sol y varias heridas graves, pero reaccionó bien al tratamiento de emergencia y fue enviado de inmediato a un hospital de Keats, al sur de la Cordillera de la Brida. Los escuadrones de reconocimiento del batallón FA avanzaron hacia el norte con prudencia, atentos a las mareas antientrópicas que rodeaban las Tumbas de Tiempo y de las Trampas cazabobos que pudieran haber dejado los éxters.
No había ninguna. Los exploradores sólo hallaron los restos del mecanismo de escape de Kassad y los cascos calcinados de dos vehículos de asalto que los éxters habían lanzado desde la órbita. No había pistas de por qué habían fulminado sus propias naves y los cuerpos éxters —tanto dentro como fuera de los vehículos— estaban tan carbonizados que resultaba imposible analizarlos o someterlos a una autopsia.
Kassad recobró el conocimiento tres días locales después, juró que no recordaba nada después del robo del calamar y fue embarcado en una nave-antorcha FUERZA dos semanas locales más tarde.
Al regresar a la Red, Kassad renunció al grado de oficial. Durante un tiempo actuó en movimientos antibelicistas y en ocasiones aparecía en la red de la Entidad Suma hablando a favor del desarme. Pero el ataque contra Bressia había movilizado a la Hegemonía hacia la verdadera guerra interestelar como ningún otro episodio en tres siglos, y la voz de Kassad fue acallada o despreciada como la conciencia culpable del Carnicero de Bressia Sur.
En los dieciséis años que siguieron a Bressia, el coronel Kassad desapareció de la Red y de la conciencia de la Red. Aunque no hubo más batallas importantes, los éxters siguieron siendo la principal amenaza para la Hegemonía. Fedmahn Kassad era apenas un recuerdo evanescente.
Kassad terminó su historia a media mañana. El cónsul parpadeó y miró alrededor, reparando en la nave y sus alrededores por primera vez en más de dos horas. La Benarés había salido al principal canal del Hoolie. El cónsul oía el chirrido de las cadenas y cables mientras las mantas de río forcejeaban contra los arneses. La Benarés parecía ser la única nave que bogaba río arriba, pero muchas embarcaciones enfilaban en dirección contraria.
El cónsul se frotó la frente y se sorprendió al descubrirse la mano mojada de sudor. El día estaba muy caluroso y la sombra del toldo se había alejado del cónsul sin que él lo notara. Parpadeó, se limpió el sudor de los ojos y se dirigió a la sombra para tomar una de las botellas de licor que los androides habían dispuesto en un gabinete cerca de la mesa.
—Por Dios —exclamó el padre Hoyt—. Entonces, según Moneta, las Tumbas retroceden en el tiempo…
—Sí —confirmó Kassad.
—¿Es posible? —preguntó Hoyt.
—Sí —respondió Sol Weintraub.
—Si esto es cierto —intervino Brawne Lamia—, usted «conoció» a Moneta, o como se llame en realidad, en el pasado pero en el futuro de usted… en un encuentro que aún no se ha producido.
—Sí —replicó Kassad.
Martin Silenus caminó hacia la baranda y escupió en el río.
—Coronel, ¿cree usted que esa zorra era en realidad el Alcaudón?
—No lo sé —musitó Kassad con un hilo de voz.
Silenus se volvió a Sol Weintraub.
—Usted es un erudito. ¿Hay algo en la mitografía del Alcaudón que indique que esa cosa puede cambiar de forma?
—No —dijo Weintraub. Estaba preparando leche para alimentar a su hija. La niña gorgoteaba y movía los deditos.
—Coronel —apuntó Het Masteen—, el campo de fuerza… el traje de combate… ¿lo llevaba usted consigo después de su enfrentamiento con los éxters y esa… esa mujer?
Kassad miró al templario un instante y meneó la cabeza.
El cónsul irguió la cabeza.
—Coronel —dijo—, usted describió una visión del árbol de muerte del Alcaudón… la estructura, la cosa donde empala a sus víctimas.
Kassad clavó en el cónsul su mirada de basilisco. Asintió despacio.
—¿Había cuerpos?
Asintió de nuevo.
El cónsul se enjugó el sudor del labio inferior.
—Si el árbol retrocede en el tiempo con las Tumbas de Tiempo, entonces las víctimas son de nuestro futuro.
Kassad calló. Los otros también miraban al cónsul pero sólo Weintraub pareció entender qué significaba el comentario, y cuál sería la siguiente pregunta del cónsul.
El cónsul contuvo el impulso de enjugarse de nuevo el sudor del labio.
—¿Vio allí a alguno de nosotros? —inquirió con voz firme.
Kassad calló un rato. Los murmullos del río y de los aparejos de la nave de pronto parecieron muy fuertes.
—Sí —jadeó Kassad.
El silencio se prolongó de nuevo. Brawne Lamia lo interrumpió.
—¿Nos dirá quién?
—No. —Kassad se levantó y regresó a la escalera que conducía a las cubiertas inferiores.
—Espere —exclamó el padre Hoyt.
Kassad se detuvo ante la escalera.
—¿Nos dirá al menos otras dos cosas?
—¿Qué?
El padre Hoyt hizo una mueca de dolor. La cara enjuta palideció bajo la pátina de sudor. Recobró el aliento y dijo:
—Primero, ¿cree usted que el Alcaudón… la mujer… de algún modo desea usarlo a usted para desencadenar la terrible guerra interestelar que usted previó?
—Sí —murmuró Kassad.
—Segundo, ¿nos dirá qué piensa pedir al Alcaudón… o a Moneta… cuando los encuentre en la peregrinación?
Kassad sonrió por primera vez. Era una sonrisa delgada y muy fría.
—No pienso pedir nada —espetó—. No les pediré nada. Cuando los encuentre esta vez, los mataré.
Los demás peregrinos no hablaron ni se miraron cuando Kassad bajó a la otra cubierta. La Benarés continuó hacia el nordeste, internándose en la tarde.