El cónsul despertó con jaqueca, sequedad de garganta y embotamiento, sensaciones típicas después de una fuga criogénica. Parpadeó, se irguió en el diván bajo y se arrancó las cintas sensoras que tenía pegadas a la piel. Estaba en una habitación ovoide y sin ventanas, junto a dos tripulantes clónicos y un alto templario con cogulla. Uno de los pequeños clones le ofreció el tradicional vaso de zumo de naranja después del descongelamiento. El cónsul lo bebió con avidez.
—El Árbol está a dos minutos-luz y cinco horas de viaje de Hyperion —informó el templario. El cónsul advirtió que se trataba de Het Masteen, capitán de la nave arbórea y Voz Verdadera del Árbol. El cónsul comprendió que era un gran honor ser despertado por el capitán, pero estaba demasiado aturdido y desorientado para apreciar el gesto.
—Los demás han despertado hace horas —explicó Het Masteen, indicando a los clones que se marcharan—. Se han reunido en la plataforma de proa.
El cónsul se atragantó. Bebió otro sorbo y se aclaró la garganta.
—Gracias, Het Masteen —logró articular. Echando una ojeada a la habitación ovoide, alfombrada de hierba oscura, a las paredes traslúcidas y los curvos soportes de madera de raraleña, el cónsul comprendió que debía estar en una de las cápsulas ambientales menores. Cerró los ojos y evocó el contacto con la nave templaria, antes del salto cuántico.
Recordó el aspecto de esa nave de un kilómetro de largo. El motor redundante y los campos de contención erg que rodeaban la nave arbórea como una bruma esférica difuminaban los detalles, pero miles de luces brillaban entre las hojas y las cápsulas ambientales y a lo largo de un sinfín de plataformas, puentes, cubiertas, escaleras y glorietas. Racimos con motores y cargamento se apiñaban como enormes frutos alrededor de la base; estelas azules y violáceas se arrastraban detrás como raíces de diez kilómetros de longitud.
—Los demás esperan —murmuró Het Masteen, señalando los cojines bajos donde aguardaba el equipaje del cónsul. El templario miró pensativamente las vigas de raraleña mientras el cónsul se vestía con ropa formal: pantalones negros, botas lustrosas, camisa de seda ablusonada en la cintura y los codos, cuello color topacio, chaqueta negra con las insignias carmesíes de la Hegemonía en las charreteras, tricornio dorado. Un sector de la pared curva se convirtió en espejo y el cónsul contempló la imagen: un hombre de mediana edad en ropa de noche, la tez bronceada pero extrañamente pálida bajo los ojos tristes. El cónsul frunció el ceño, y se volvió al capitán.
La alta figura con túnica condujo al cónsul por una abertura de la cápsula a un pasadizo que serpeaba alrededor de la maciza pared de corteza del tronco de la nave arbórea. El cónsul se detuvo, se acercó al borde del pasadizo y retrocedió deprisa. Había seiscientos metros hasta abajo —un «abajo» producido por el sexto de gravedad estándar que generaban las singularidades encarceladas al pie del árbol— y no había barandas.
Reanudaron el callado ascenso. Al cabo de treinta metros y de media espiral abandonaron el pasadizo del tronco principal para cruzar un esquelético puente colgante hasta una rama de cinco metros de anchura. Siguieron hacía el exterior, donde la maraña de hojas recibía el resplandor del sol de Hyperion.
—¿Han sacado mi nave del almacén? —preguntó el cónsul.
—Está reaprovisionada y lista en la esfera once —respondió Het Masteen. Entraron en la sombra del tronco y las estrellas se hicieron visibles en los retazos negros que dejaba la tracería de hojas—. Los otros peregrinos han accedido a descender en la nave de usted si las autoridades FUERZA dan la autorización —añadió el templario.
El cónsul se frotó los ojos y lamentó no disponer de más tiempo para recobrar la lucidez.
—¿Ha estado en contacto con la fuerza especial? —preguntó.
—Desde luego. Nos detuvieron en cuanto salimos del salto cuántico. Una nave de combate de la Hegemonía nos… escolta —Het Masteen señaló un retazo de cielo.
El cónsul alzó los ojos, pero una parte de la copa del árbol giró en ese instante y salió de la sombra de la nave. Hectáreas de hojas se encendieron con los colores del ocaso. Aun en los lugares sombreados, aves-fulgor anidaban como faroles japoneses sobre pasadizos fluorescentes, relucientes lianas y puentes colgantes iluminados. Luciérnagas de Vieja Tierra y radiantes espejines de Alianza-Maui parpadeaban entre laberintos de hojas, confundiéndose con las constelaciones de un modo que engañaba incluso al viajero estelar más experimentado.
Het Masteen entró en un cesto-ascensor colgado de un cable de filamentos de carbono; el cable se perdía en los trescientos metros de árbol que tenían encima. El cónsul lo imitó y fueron ascendidos en silencio. Los pasadizos, cápsulas y plataformas estaban desiertos excepto por unos pocos templarios y diminutos tripulantes clónicos. El cónsul no había visto pasajeros durante la atareada hora que transcurrió entre su llegada y la fuga criogénica, pero lo había atribuido a la inminencia del salto cuántico, suponiendo que los pasajeros se habían resguardado en sus divanes criónicos. Pero ahora la nave viajaba muy por debajo de velocidades relativistas y sin embargo las ramas no estaban atestadas de boquiabiertos pasajeros. Se lo comentó al templario.
—Ustedes seis son los únicos pasajeros —explicó Het Masteen. El cesto se detuvo entonces en un laberinto de follaje y el capitán lo condujo por una gastada escalera mecánica de madera.
El cónsul parpadeó sorprendido. Las naves arbóreas templarias transportaban unos dos mil quinientos pasajeros y constituían el mejor sistema de transporte entre los astros. Rara vez acumulaban más de cinco meses de deuda temporal, efectuaban breves y agradables cruces entre sistemas estelares separados por escasos años-luz de distancia, con lo cual permitían que los opulentos pasajeros pasaran el menor tiempo posible en fuga criónica. Un viaje de ida y vuelta a Hyperion representaba seis años de tiempo de Red. Sin pasajeros que pagaran la travesía, la pérdida económica sería exorbitante para los templarios.
El cónsul comprendió entonces que la nave arbórea era ideal para la inminente evacuación y la Hegemonía correría con los gastos. Aun así, llevar una nave tan bella y vulnerable como la Yggdrasill —sólo existían cinco de ese tipo— a una zona en guerra representaba un gran riesgo para la Hermandad de los Templarios.
—Los otros peregrinos —anunció Het Masteen cuando ambos salieron a una ancha plataforma, donde un pequeño grupo aguardaba ante una larga mesa de madera. Arriba ardían las estrellas, rotando cuando la nave arbórea cambiaba de inclinación o desviación; a ambos lados, una sólida esfera de follaje los rodeaba como la piel verde de un enorme fruto. El cónsul reconoció de inmediato la plataforma-comedor del capitán, incluso antes de que los otros cinco pasajeros se levantaran respetuosamente hasta que Het Masteen ocupara su sitio en la cabecera. Había una silla vacía para el cónsul a la izquierda del capitán.
Cuando todos estuvieron sentados y en silencio, Het Masteen hizo las presentaciones formales. Aunque el cónsul no conocía personalmente a ninguno de los otros, varios nombres le resultaban familiares. Se sirvió de su larga experiencia de diplomático para memorizar identidades e impresiones.
A la izquierda del cónsul estaba el padre Lenar Hoyt, un sacerdote de la antigua secta cristiana llamada católica. Por un instante el cónsul olvidó el significado del atuendo negro y el cuello romano, pero pronto recordó el hospital San Francisco de Hebrón, donde había recibido terapia por trauma alcohólico después de su desastrosa primera gestión diplomática en ese mundo, cuatro décadas atrás. También recordó a un sacerdote católico desaparecido en Hyperion cuando él era cónsul allí.
Lenar Hoyt era un hombre joven —poco más de treinta años— pero algo lo había envejecido prematuramente: rostro enjuto, pómulos pronunciados contra la carne biliosa, ojos grandes pero hundidos en profundas cuencas, labios finos torcidos en un rictus tan enfático que ni siquiera era desdeñoso, el pelo ralo como si lo hubiera afectado la radiación. El cónsul tuvo la sensación de que aquel hombre había estado enfermo durante años. Con todo, esa máscara de dolor conservaba un vestigio infantil: resabios de una cara redonda, una tez clara y una boca suave que habían pertenecido a un Lenar Hoyt más joven, más sano y menos cínico.
Al lado del sacerdote se sentaba un hombre cuya imagen había sido familiar para los ciudadanos de la Hegemonía algunos años antes. El cónsul se preguntó si la capacidad de atención colectiva en la Red de Mundos era tan fugaz ahora como cuando él había vivido allí. Más fugaz quizás. En tal caso, el entonces coronel Fed-mahn Kassad, el Carnicero de Bressia Sur, ya no era tristemente famoso. Para la generación del cónsul y todos los que vivían en zonas marginales, no resultaba fácil olvidar a Kassad.
El coronel Fedmahn Kassad era alto —casi alcanzaba los dos metros de Het Masteen— y vestía el atuendo negro de FUERZA sin insignias de rango ni de cargo. El uniforme negro se parecía curiosamente a la indumentaria del padre Hoyt, pero no había semejanza alguna entre los dos hombres. En contraste con el consumido aspecto de Hoyt, Kassad era moreno, robusto y esbelto, con hombros, brazos y cuello musculosos. Los oscuros ojillos del coronel estudiaban cuanto le rodeaba como la lente de una primitiva cámara de vídeo. En la cara angulosa se perfilaban sombras, planos, facetas. No era enjuto como el padre Hoyt, sino que parecía tallado en piedra. Una estrecha barba en el mentón acentuaba esos rasgos afilados como un puñal.
Los movimientos lentos y contenidos del coronel le recordaban a un jaguar de origen terrícola que el cónsul había visto en un zoológico de Lusus muchos años atrás. Kassad hablaba con suavidad, pero se imponía aun con sus silencios.
La mayor parte de la larga mesa aparecía vacía; el grupo se apiñaba en un extremo. Frente a Fedmahn Kassad había un hombre a quien presentaron como el poeta Martin Silenus.
Silenus era todo lo contrario del militar que tenía enfrente. En vez de alto y delgado, Martin Silenus era bajo y evidentemente no estaba en forma. En contraste con los pétreos rasgos de Kassad, el rostro del poeta era cambiante y expresivo como el de un primate terrícola. La voz se alzaba vibrante. Había algo gratamente demoníaco en Martin Silenus, pensó el cónsul: mejillas robicundas, boca ancha, cejas prominentes, orejas puntiagudas, manos gráciles con dedos largos como los de un pianista. O un estrangulador. El cabello plateado del poeta aparecía cortado en toscos flecos.
Martin Silenus aparentaba sesenta años, pero el cónsul reparó en el tono azulado de la garganta y las palmas, y sospechó que el hombre se había sometido a varios tratamientos Poulsen. Silenus debía de tener entre noventa y ciento cincuenta años estándar. Si se acercaba más a la segunda edad, era muy probable que estuviera medio loco.
Así como Martin Silenus parecía exuberante y extravertido, su vecino irradiaba una sensación de inteligente reticencia igualmente abrumadora. Sol Weintraub alzó la mirada cuando lo presentaron y el cónsul se fijó en la barba corta y gris, la frente arrugada y los ojos tristes y luminosos del célebre erudito. El cónsul había oído hablar del Judío Errante y su búsqueda desesperada, pero se sorprendió al comprobar que el anciano acunaba un bebé en sus brazos: su hija Rachel, de pocas semanas de edad. El cónsul miró hacia otra parte.
La sexta peregrina, la única mujer, era Brawne Lamia. Cuando los presentaron, la detective examinó al cónsul con enérgica intensidad.
Ex ciudadana de Lusus, un mundo con 1,3 de gravedad, Brawne Lamia no era más alta que el poeta, pero el holgado traje de pana no ocultaba los abultados músculos de su sólido cuerpo. Los rizos negros le llegaban hasta los hombros, las cejas eran dos pinceladas horizontales sobre la ancha frente, la afilada nariz agudizaba la mirada aquilina. La boca ancha, expresiva y sensual de Lamia se curvaba en una sonrisa que parecía ser cruel o simplemente juguetona; los ojos oscuros parecían desafiar al observador a que averiguara cuál de esas cosas era.
El cónsul pensó que el adjetivo «bella» le cuadraba bien. Terminadas las presentaciones, se aclaró la garganta y se volvió hacia el templario.
—Het Masteen, dijo usted que había siete peregrinos. ¿La hija de Weintraub es la séptima?
Het Masteen meneó la cabeza encapuchada.
—No. Sólo quienes toman la decisión consciente de buscar al Alcaudón pueden ser peregrinos.
Hubo una ligera agitación. Todos debían de saber lo que sabía el cónsul: sólo un grupo de peregrinos cuya suma fuera un número primo podía realizar el viaje al norte, un viaje patrocinado por la Iglesia del Alcaudón.
—Yo soy el séptimo —anunció Het Masteen, capitán de la nave Templaria Yggdrasill y Voz Verdadera del Árbol. En el silencio que siguió a esta declaración, Het Masteen ordenó a un grupo de clones que sirvieran a los peregrinos la que sería su última comida antes del descenso al planeta.
—¿De manera que los éxters aún no han llegado al sistema? —preguntó Brawne Lamia. Su voz sedosa y gutural emocionaba extrañamente al cónsul.
—No —respondió Het Masteen—, pero no podemos llevarles más de unos pocos días estándar de ventaja. Nuestros instrumentos han detectado escaramuzas con armas de fusión dentro de la Nube Oort del sistema.
—¿Habrá guerra? —preguntó el padre Hoyt con voz tan fatigada como su semblante. Como nadie respondió, el sacerdote se volvió a la derecha como si dirigiera la pregunta al cónsul.
El cónsul suspiró. Los clones habían servido vino. Lamentó que no fuera whisky.
—Quién sabe lo que harán los éxters. Ya no parecen motivados por la lógica humana.
Martin Silenus soltó una sonora carcajada, derramando vino al gesticular.
—¡Cómo si los jodidos humanos estuviéramos motivados por la lógica humana!
Bebió un buen sorbo, se enjugó la boca y rió de nuevo. Brawne Lamia frunció el ceño.
—Si los combates empiezan demasiado pronto —dijo—, es posible que las autoridades no nos permitan aterrizar.
—Nos permitirán pasar —replicó Het Masteen. La luz solar le acariciaba los pliegues de la cogulla y la tez amarillenta.
—Salvados del fuego de la guerra para caer en las brasas del Alcaudón —murmuró el padre Hoyt.
—¡No hay muerte en todo el Universo! —salmodió Martin Silenus con una voz que habría despertado a alguien sumido en la más profunda fuga criogénica. El poeta engulló el resto del vino y alzó la copa vacía en un brindis dedicado a las estrellas:
No hay olor a muerte. No habrá muerte, llora, llora;
llora, Cibeles, llora, pues tus crueles hijos
transformaron un dios en un guiñapo senil.
Llorad, hermanos, llorad, pues no me quedan fuerzas;
débil como un junco, trémulo como mi voz…
Oh, el dolor, el dolor de la fragilidad.
Llorad, llorad, pues aún me derrito…
Silenus calló de golpe y se sirvió más vino, cortando con un eructo el silencio que siguió a su declamación. Los otros seis se miraron. Sol Weintraub sonrió ligeramente hasta que la niña lo distrajo con sus movimientos.
—Bien —balbució el padre Hoyt, como si tratara de recobrar un pensamiento anterior—, si el convoy de la Hegemonía se marcha y los éxters toman Hyperion, quizá la ocupación sea incruenta y nos dejen continuar con nuestra misión.
El coronel Fedmahn Kassad rió suavemente.
—Los éxters no quieren ocupar Hyperion —objetó—. Si toman el planeta cogerán todo el botín que encuentren y luego harán lo que mejor saben hacer: incendiarán las ciudades y dejarán escombros calcinados; luego transformarán los escombros en cascotes y hornearán los cascotes hasta que reluzcan. Derretirán los polos, hervirán los océanos y usarán sus residuos para echar sal sobre lo que quede de los continentes, para que nada vivo vuelva a crecer.
—Bien… —musitó el padre Hoyt.
Nadie habló mientras los clones se llevaban los platos de sopa y ensalada y traían el plato principal.
—Dijo usted que nos escoltaba una nave de guerra de la Hegemonía —comentó el cónsul a Het Masteen, mientras terminaban la carne asada y el calamar hervido.
El templario asintió y señaló. El cónsul entornó los ojos pero no logró distinguir ningún objeto móvil contra el campo estelar rotativo.
—Tenga —ofreció Fedmahn Kassad, inclinándose para alcanzar al cónsul un par de binoculares militares plegables.
El cónsul le dio las gracias, ajustó la potencia y escrutó el retazo de cielo que Het Masteen había señalado. Los cristales giroscópicos de los binoculares zumbaron mientras fijaban los patrones ópticos y barrían la zona en un sistema de búsqueda programado. De pronto la imagen se congeló, se difuminó, se expandió y se estabilizó.
El cónsul no pudo contener un respingo cuando la nave de la Hegemonía ocupó todo el visor; no era el borroso contorno de un explorador-ariete, ni el bulbo de una nave-antorcha. La imagen que se perfilaba electrónicamente mostraba un negro crucero de ataque. La giro-nave de la Hegemonía aparecía impresionante como sólo podía serlo una nave de guerra en cualquier época; sin embargo tenía un aspecto estilizado: cuatro conjuntos de aguilones retraídos en posición de combate, una afilada cápsula de mando de sesenta metros, el motor Hawking y las ampollas de fusión en la parte trasera del asta, como las plumas de una flecha.
El cónsul devolvió los binoculares a Kassad sin hacer comentarios. Si la fuerza especial usaba un crucero de ataque para escoltar la Yggdrasill, ¿cuánto poder de fuego desplazaría para hacer frente a la invasión éxter?
—¿Cuánto falta para el aterrizaje? —preguntó Brawne Lamia. Había usado su comlog para buscar acceso a la esfera de datos de la nave y a todas luces estaba defraudada por lo que había encontrado. O lo que no había encontrado.
—Cuatro horas para entrar en órbita —murmuró Het Masteen—. Unos minutos más para el descenso. Nuestro amigo el cónsul ha ofrecido su nave privada para trasladarnos.
—¿A Keats? —preguntó Sol Weintraub. Era la primera vez que el erudito intervenía desde que habían servido la cena.
El cónsul asintió.
—De momento es el único puerto espacial de Hyperion con capacidad para recibir vehículos de pasajeros —explicó.
—¿Puerto espacial? —exclamó el padre Hoyt—. Suponía que iríamos directamente al norte, al reino del Alcaudón.
Het Masteen meneó la cabeza pacientemente.
—La peregrinación comienza siempre en la capital —puntualizó—. Tardaremos varios días en llegar a las Tumbas de Tiempo.
—Varios días —protestó Brawne Lamia—. Es absurdo.
—Quizá —convino Het Masteen—, pero así están las cosas.
El padre Hoyt parecía sufrir de indigestión, aunque apenas había comido.
—¿No podemos cambiar las reglas por esta vez? —propuso—. Hay una guerra en ciernes. ¿No podemos aterrizar cerca de las Tumbas de Tiempo y terminar con esto?
El cónsul meneó la cabeza.
—Hace casi cuatro siglos que las naves espaciales y aéreas intentan tomar el camino más corto hacia los páramos del norte. No sé de nadie que lo haya logrado.
—¿Qué cuernos pasa con esas legiones de naves? —preguntó Martin Silenus, alzando jovialmente la mano, como un niño en la escuela.
El padre Hoyt lo miró con el ceño fruncido. Fedmahn Kassad sonrió.
—El cónsul no quiso sugerir que la zona sea inaccesible —lo aplacó Sol Weintraub—. Se puede navegar o seguir varias rutas terrestres. Además, las naves no desaparecen; aterrizan sin dificultad cerca de las ruinas o las Tumbas de Tiempo y regresan con la misma facilidad al punto que indican sus ordenadores. Pero nadie vuelve a ver a los pilotos y a los pasajeros. —Weintraub alzó a la niña dormida y la acomodó en un saco que le colgaba del cuello.
—Eso cuenta la leyenda —dijo Brawne Lamia—. ¿Qué indica la bitácora de las naves?
—Nada —respondió el cónsul—. Ninguna violencia. Ninguna irrupción forzosa. Ningún desvío. Ninguna laguna temporal sin explicaciones. Ninguna emisión ni consumo inusitado de energía. Ningún fenómeno físico de ningún tipo.
—Ningún pasajero —añadió Het Masteen.
El cónsul se sorprendió. Si Het Masteen se proponía ser gracioso, era la primera vez en décadas que el cónsul veía a un templario que revelara siquiera un incipiente sentido del humor. Pero los rasgos vagamente orientales del capitán no indicaban un ánimo jocoso.
—Maravilloso melodrama —rió Silenus—. Nos dirigimos a un auténtico y pavoroso Sargazo de las Almas. ¿Quién orquesta esta chapucera trama?
—Cállese, viejo. Está usted borracho —masculló Brawne Lamia.
El cónsul suspiró. Hacía menos de una hora estándar que el grupo se había reunido. Los clones se llevaron los platos y trajeron bandejas con sorbetes, café, frutos de la nave arbórea, y brebajes hechos con chocolate de Vector Renacimiento. Martin Silenus rechazó los postres y prefirió otra botella de vino. El cónsul recapacitó unos segundos y pidió un whisky.
—Opino que nuestra supervivencia puede depender de que nos entendamos —intervino Sol Weintraub cuando el grupo terminaba los postres.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Brawne Lamia.
Weintraub acuñó a la niña dormida que tenía apoyada en el pecho.
—Por ejemplo, ¿sabe alguien por qué fue escogido por la Iglesia del Alcaudón y la Entidad Suma para realizar este viaje?
Nadie respondió.
—Tal como imaginaba —dijo Weintraub—. Aún más fascinante, ¿alguien es miembro o acólito de la Iglesia del Alcaudón? Yo soy judío, y por muy confusas que sean hoy mis ideas religiosas, no incluyen la adoración de una máquina de matar orgánica. —Weintraub enarcó las pobladas cejas y miró a los demás.
—Yo soy la Verdadera Voz del Árbol —apuntó Het Masteen—. Aunque muchos templarios creen que el Alcaudón es el avatar del castigo para quienes no se alimentan de la raíz, lo considero una herejía que no se basa en la Alianza ni en los documentos de Muir.
A la izquierda del capitán, el cónsul se encogió de hombros.
—Yo soy ateo —declaró mientras ponía el vaso de whisky a contraluz—. Nunca he estado en contacto con el culto del Alcaudón.
—A mí me ordenó la Iglesia Católica —intervino el padre Hoyt, sonriendo sin humor—. La adoración del Alcaudón atenta contra todo lo que defiende la Iglesia.
El coronel Kassad meneó la cabeza, indicando que rehusaba responder o simplemente que no era miembro de la Iglesia del Alcaudón.
Martin Silenus hizo un gesto expansivo.
—Me bautizaron como luterano —anunció—. Una secta que ya no existe. Yo contribuí a crear el gnosticismo zen antes de que vuestros padres hubieran nacido. He sido católico, revelacionista, neomarxista, devoto de la interfaz, asceta, satanista, obispo de la Iglesia de la Nada y miembro del Instituto de la Reencarnación Garantizada. Me alegra decir que ahora soy un simple pagano, y el Alcaudón es una deidad muy aceptable.
—Yo ignoro las religiones —manifestó Brawne Lamia—. No me interesan.
—Estamos donde yo quería —dijo Sol Weintraub—. Ninguno de nosotros admite que crea en el dogma del Alcaudón, pero los ancianos de ese perceptivo grupo nos han escogido por encima de los millones de fíeles que ansían visitar las Tumbas de Tiempo y su cruento dios, en lo que puede ser la última peregrinación.
El cónsul meneó la cabeza.
—Tal vez hayamos llegado a donde usted quería, Weintraub, pero no entiendo qué quiere decir.
El erudito se acarició la barba.
—Por lo visto, nuestras razones para regresar a Hyperion son tan compulsivas que aun la Iglesia del Alcaudón y las inteligencias probabilísticas de Hyperion convienen en que merecemos volver —expuso—. Algunas de estas razones, las mías, por ejemplo, pueden parecer de conocimiento público, pero estoy seguro de que sólo nosotros las conocemos a fondo. Sugiero que cada cual cuente su historia en los pocos días que quedan.
—¿Por qué? —dijo el coronel Kassad—. No le veo el sentido.
Weintraub sonrió.
—Por el contrario… Nos distraerá y nos permitirá conocer mejor el alma de nuestros compañeros de viaje antes de ocuparnos del Alcaudón u otra calamidad. Además quizá nos brinde recursos para salvar la vida, si tenemos inteligencia suficiente para hallar la experiencia común que liga nuestros destinos a los caprichos del Alcaudón.
Martin Silenus rió y cerró los ojos. Recitó:
Montados en el lomo de un delfín,
aferrados a una aleta,
esos inocentes reviven su muerte,
de nuevo se abren las heridas.
—Lenista, ¿verdad? —dijo el padre Hoyt—. La estudié en el seminario.
—Anduvo cerca —respondió Silenus sirviéndose más vino—. Es Yeats. Un sujeto que vivió quinientos años antes de que Lenista mamara la teta metálica de la madre.
—¿De que serviría contar nuestras historias? —objetó Lamia—. Cuando encontremos al Alcaudón, diremos lo que deseamos; a uno de nosotros se le concederá el deseo y los demás morirán. ¿No?
—Eso dice el mito —convino Weintraub.
—El Alcaudón no es un mito —replicó Kassad—. Ni su árbol de acero.
—¿Por qué aburrirnos con historias? —preguntó Brawne Lamia, ensartando la última porción de tarta de chocolate.
Weintraub acarició la cabeza de la niña dormida.
—Vivimos en una época extraña —declaró—. Como formamos parte de ese décimo de un décimo del uno por ciento de los ciudadanos de la Hegemonía que viaja entre las estrellas y no sólo por la Red, representamos extraños períodos de nuestro pasado reciente. Yo, por ejemplo, tengo sesenta y ocho años estándar, pero debido a las deudas temporales en que habrían incurrido mis viajes, pude haber distribuido estos sesenta y ocho años en más de un siglo de historia de la Hegemonía.
—¿Y qué? —preguntó la mujer.
Weintraub abrió la mano en un gesto que abarcaba a todos los presentes.
—Entre todos representamos islas de tiempo, así como océanos de perspectiva. En otras palabras, cada uno de nosotros puede tener una pieza de un rompecabezas que nadie ha podido armar desde que la humanidad llegó a Hyperion. —Weintraub se rascó la nariz—. Es un misterio, y a decir verdad los misterios me intrigan, aunque ésta sea mi última semana para disfrutarlos. Me gustaría alcanzar cierta comprensión pero, si no puede ser, me conformaré con trabajar en el enigma.
—Estoy de acuerdo —dijo Het Masteen sin emoción—. No se me había ocurrido, pero considero conveniente contar nuestras historias antes de enfrentarnos al Alcaudón.
—¿Y qué nos impedirá mentir? —preguntó Brawne Lamia.
—Nada —sonrió Martin Silenus—. Ésa es la belleza de la situación.
—Deberíamos someterlo a votación —sugirió el cónsul. Pensaba en lo que había dicho Meina Gladstone: que un miembro del grupo era un agente éxter. ¿Oír las historias sería un modo de descubrir al espía? El cónsul sonrió ante la idea de un agente tan estúpido que se delatara así.
—¿Quién ha decidido que somos una pequeña democracia? —preguntó secamente el coronel.
—Mejor que lo seamos —espetó el cónsul—. Para alcanzar sus metas individuales, los miembros del grupo necesitan llegar unidos a la comarca del Alcaudón. Debemos tener un medio para tomar decisiones.
—Podríamos designar un líder —apuntó Kassad.
—Al demonio con eso —rechazó jovialmente el poeta. Los demás también negaron con la cabeza.
—De cuerdo —continuó el cónsul—. Votemos. Nuestra primera decisión se relaciona con la sugerencia de Weintraub de contar la historia de nuestra pasada actividad en Hyperion.
—Todo o nada —advirtió Het Masteen—. O la cuentan todos o no la cuenta nadie. Nos atendremos a la voluntad de la mayoría.
—De acuerdo —dijo el cónsul, sintiendo repentina curiosidad por las historias de los demás y convencido de que jamás contaría la suya—. ¿Quiénes están a favor?
—Sí —dijo Sol Weintraub.
—Sí —se pronunció Het Masteen.
—Por supuesto —declaró Martin Silenus—. No me perdería esta pequeña farsa ni por un mes en los baños orgásmicos de Shote.
—Yo también voto que sí —intervino el cónsul, sorprendiéndose a sí mismo—. ¿Quiénes se oponen?
—No —dijo el padre Hoyt, aunque sin energía.
—Lo considero estúpido —masculló Brawne Lamia.
El cónsul se volvió a Kassad.
—¿Coronel?
Fedmahn Kassad se encogió de hombros.
—Eso suma cuatro votos positivos, dos negativos y una abstención —dijo el cónsul—. Gana el sí. ¿Quién quiere empezar?
Todos callaron. Al fin Martin Silenus apartó la mirada de la pequeña libreta donde estaba escribiendo y rasgó una hoja en pequeños fragmentos.
—Pondré números del uno al siete —explicó—. Lo echaremos a suertes y seguiremos el orden que indique el azar.
—Eso es infantil —protestó Lamia.
—Yo soy infantil —respondió Silenus con su sonrisa de sátiro. Se dirigió al cónsul—. Embajador, ¿puedo pedirle ese cojín dorado que lleva por sombrero?
El cónsul le dio el tricornio. Silenus echó dentro los papeles y pasó el sombrero. Sol Weintraub fue el primero en sacar, Martin Silenus el último.
El cónsul desplegó su papel, cerciorándose de que nadie más lo viera. Era el número siete. Suspiró como un globo que perdiera aire. Los acontecimientos lo salvarían de referir su historia. O la guerra transformaría toda la situación en una cuestión académica. O el grupo perdería interés en las historias. O el Rey moriría. O el caballo moriría. O el caballo aprendería a hablar.
Basta de whisky, pensó el cónsul.
—¿Quién empieza? —preguntó Martin Silenus. Las hojas susurraron en el breve silencio.
—Yo —anunció el padre Hoyt. La expresión del sacerdote mostraba la misma aceptación del dolor que el cónsul había observado en el semblante de amigos que padecían enfermedades terminales. Hoyt alzó el papel donde había un enorme 1.
—De acuerdo —dijo Silenus—. Adelante.
—¿Ahora? —murmuró el sacerdote.
—¿Por qué no? —invitó el poeta. Silenus había tomado por lo menos dos botellas de vino, pero sólo se le notaba por el rubor de las mejillas y la curva más pronunciada de las demoníacas cejas—. Disponemos de unas horas antes del descenso y yo me propongo dormir en esa nevera cuando estemos abajo, instalados entre los simples nativos.
—Nuestro amigo tiene razón —murmuró Sol Weintraub—. Si hemos de contar las historias, la sobremesa es una hora civilizada para ello.
El padre Hoyt suspiró y se levantó.
—Un momento —pidió mientras se marchaba de la plataforma.
Al cabo de un rato, Brawne Lamia preguntó:
—¿Se habrá acobardado?
—No —respondió Lenar Hoyt, emergiendo de la oscuridad en la escalera mecánica de madera—. Necesito esto. —Se sentó y arrojó sobre la mesa dos libretas manchadas.
—No es justo leer historias de una cartilla —protestó Silenus—. ¡Tenemos que inventar nuestros propios embustes, sacerdote!
—¡Cállese, demonios! —exclamó Hoyt. Se pasó la mano por la cara se tocó el pecho. Por segunda vez, el cónsul comprendió que estaba frente a un hombre muy enfermo.
—Lo lamento —declaró el padre Hoyt—, pero si he de contar mi historia debo hacer referencia a la de otra persona. Estos diarios pertenecen al hombre por quien fui una vez a Hyperion… y por quien ahora vuelvo.
Hoyt respiró hondo.
El cónsul tocó los diarios. Estaban mugrientos y chamuscados, como si hubieran sobrevivido a un incendio.
—Su amigo tiene gustos anticuados —apuntó— si todavía lleva un diario por escrito.
—Sí —admitió Hoyt—. Si ustedes están listos, empezaré.
El grupo asintió.
La nave de un kilómetro atravesaba la fría noche con las fuertes pulsaciones de una criatura viva. Sol Weintraub alzó a la niña dormida y la depositó en una esfera acolchada en el suelo. Se quitó el comlob, lo apoyó cerca de la estera y programó ruido blanco. La niña se durmió de bruces.
El cónsul se retrepó: el astro azul y verde que era Hyperion aumentaba de tamaño a ojos vistas. Het Masteen se echó la cogulla hacia delante y las sombras le ocultaron el rostro. Sol Weintraub encendió una pipa. Otros aceptaron un poco más de café y se acomodaron en los asientos.
Martin Silenus parecía el más ávido y expectante. Se inclinó hacia delante y susurró. Dijo:
«Si yo he de iniciar este juego,
bendita la suerte, en nombre de Dios!
Cabalguemos pues, y oíd lo que digo».
Con tal palabra emprendimos la marcha,
y de buen talante él comenzó su historia,
con las siguientes palabras.
—A veces sólo una delgada línea separa el celo por la ortodoxia de la apostasía —dijo el padre Lenar Hoyt.
Así comenzó la historia del sacerdote. Luego, al dictar la narración a su comlog, el cónsul la recordaría como una continuidad sin fisuras, si se exceptuaban las pausas, la voz ronca, los tropiezos y las redundancias que constituían las eternas fallas del habla humana.
Lenar Hoyt era un joven sacerdote nacido, educado y recién ordenado en el mundo católico de Pacem, cuando le dieron su primera misión en el exterior: debía escoltar al respetado padre jesuíta Paul Duré hasta su exilio en el mundo colonial de Hyperion.
En otra época, el padre Paul Duré habría llegado a Obispo y quizás a Papa. Alto, delgado, ascético, canoso, de frente noble y ojos donde el brillo de la experiencia no podía ocultar el dolor. Paul Duré era devoto de San Teilhard, además de arqueólogo, etnólogo y eminente teólogo jesuita. Aunque la Iglesia Católica había decaído transformándose en un culto medio olvidado, tolerado debido a su rareza y su aislamiento respecto del resto de la Hegemonía, la lógica jesuíta no había perdido su contundencia y el padre Duré no había perdido la convicción de que la Santa Iglesia Católica y Apostólica continuaba siendo la última y mejor esperanza para la humanidad.
Para el joven Lenar Hoyt, había sido casi un dios a quien entreveía durante las raras visitas del padre Duré a la escuela preseminarial, o en las más raras visitas del aspirante a seminarista al Nuevo Vaticano. Luego, durante los años de seminarista de Hoyt, Duré había participado en una importante excavación arqueológica patrocinada por la Iglesia en el cercano mundo de Armaghast. Cuando el jesuita regresó, unas semanas después del ordenamiento de Hoyt, una nube ocultó los acontecimientos. Fuera de los más elevados círculos del Nuevo Vaticano, nadie sabía bien qué había ocurrido, pero corrían murmullos de excomunión y aun de una audiencia ante el Santo Oficio de la Inquisición, que había permanecido aletargado durante los cuatro siglos que siguieron a la muerte de la Tierra.
El padre Duré pidió que lo enviaran a Hyperion, un mundo del que la mayoría sólo tenía referencias por el extravagante culto del Alcaudón, que tenía allá su origen. Ellos escogieron al padre Hoyt para que lo acompañara.
Era una tarea ingrata: viajar con una misión que combinaba todos los inconvenientes del aprendiz, el guardián y el espía sin siquiera la simple satisfacción de contemplar un nuevo mundo; Hoyt tenía órdenes de acompañar al padre Duré hasta el puerto espacial de Hyperion y luego abordar la misma nave para regresar a la Red de Mundos. El obispado "ofrecía" a Lenar Hoyt veinte meses en fuga criónica, algunas semanas de viaje intrasistémico en cada extremo de la travesía y una deuda temporal que lo devolvería a Pacem ocho años a la zaga de sus ex compañeros de estudios; no era una buena manera de hacerse una carrera en el Vaticano y conseguir puestos misioneros.
Obligado a la obediencia y adiestrado en la disciplina, Lenar Hoyt aceptó sin remilgos.
El vehículo en que viajaron, la vieja gironave Nadia Oleg era un cascajo abollado sin gravedad artificial cuando no estaba en viaje hiperlumínico, sin visores para los pasajeros y sin distracciones excepto los simuladores de estímulo insertados en el enlace de datos para mantener en forma a los pasajeros —en su mayoría empleados de otros mundos y turistas de clase económica, con algunos chiflados místicos y aspirantes a suicidas que adoraban a Alcaudón—; dormían en las mismas hamacas y divanes, comían alimentos reciclados en comedores anónimos y trataban de combatir el mareo espacial y el aburrimiento durante los doce días de gravedad cero que abarcaba la travesía desde el punto de emergencia hasta Hyperion. El padre Hoyt aprendió poco acerca del padre Duré durante esos días de forzada intimidad, y no averiguó nada referente a los acontecimientos de Armaghast, que habían provocado el exilio del sacerdote. El joven había sintonizado su implante comlog para buscar datos relativos a Hyperion, y para cuando faltaban tres días para el descenso se consideraba casi un experto en ese mundo.
—Hay registros de católicos que viajaron a Hyperion, pero no se menciona ninguna diócesis —anunció Hoyt una noche mientras hablaban en sus hamacas cero-g; los pasajeros en su mayoría estaban conectados a los simuladores eróticos—. Supongo que usted realizará una labor misionera.
—En absoluto —replicó el padre Duré—. Las buenas gentes de Hyperion no han hecho nada para imponerme sus opiniones religiosas, así que no veo razones para ofenderlas con mi proselitismo. Pretendo ir al continente meridional, Aquila, y viajar tierra adentro desde la ciudad de Puerto Romance. Pero no como misionero; me propongo fundar una estación de investigación etnológica a lo largo de la Grieta.
—¿Investigación? —repitió el sorprendido padre Hoyt. Cerró los ojos para sintonizar su implante. Mirando de nuevo al padre Duré, apuntó—: Ese sector de la meseta del Piñón está deshabitado, padre. Las selvas flamígeras lo hacen inaccesible durante casi todo el año.
El padre Duré sonrió y asintió. No llevaba implante y su antiguo comlog estaba guardado con el equipaje.
—No tan inaccesible —objetó—. Ni tan deshabitado. Los bikura viven allí.
—Bikura —dijo el padre Hoyt, cerrando los ojos—. Pero son sólo una leyenda.
—Busque Mamet Spedling —aconsejó el padre Duré.
El padre Hoyt cerró de nuevo los ojos. El índice General le informó que Mamet Spedling había sido un explorador de poca monta afiliado al Instituto Shackleton de Renacimiento Menor. Casi un siglo y medio estándar antes había presentado un breve informe al Instituto, en el que anunciaba que se había internado en esa región desde la recién fundada Puerto Romance, a través de terrenos pantanosos que luego fueron reclamados por plantaciones de fibroplástico, cruzado las selvas flamígeras durante un período de excepcional tranquilidad y trepado a la Meseta del Piñón, hasta encontrar la Grieta y una pequeña tribu de humanos que respondían a la descripción de los legendarios bikura.
Las breves notas de Spedling sugerían que los humanos eran supervivientes de una nave seminal perdida tres siglos antes; describían claramente a un grupo que mostraba todos los efectos clásicos de cultura retrógada provocados por el extremo aislamiento, la reproducción incestuosa y el exceso de adaptación. En las crudas palabras de Spedling: «… a pesar de que sólo he pasado dos días aquí, es evidente que los bikura son demasiado estúpidos, letárgicos y obtusos para perder tiempo en describirlos». Las selvas flamígeras empezaban a mostrar síntomas de actividad y Spedling no perdió más tiempo en observar su descubrimiento, sino que regresó precipitadamente a la costa, perdiendo a dos porteadores aborígenes, el equipo, la documentación y el brazo izquierdo en la «tranquila» selva durante los tres meses que duró su huida.
—Por Dios —exclamó el padre Hoyt, tendido en su hamaca del Nadia Oleg—, ¿por qué los bikura?
—¿Por qué no? —respondió el padre Duré—. Se sabe muy poco sobre ellos.
—Se sabe muy poco sobre todo Hyperion —replicó el sacerdote más joven, algo agitado—. ¿Por qué no las Tumbas de Tiempo y el legendario Alcaudón que está al norte de la Cordillera de la Brida, en Equus? ¡Son famosos!
—Precisamente —respondió el padre Duré—. Lenar, ¿cuántas monografías se han escrito acerca de las Tumbas y esa criatura, el Alcaudón? ¿Cientos? ¿Miles? —el anciano sacerdote llenó su pipa y la encendió: toda una proeza en gravedad cero, observó Hoyt—. Además, aunque el Alcaudón exista, no es humano. Prefiero los seres humanos.
—Sí —insistió Hoyt, hurgando en su arsenal mental en busca de argumentos convincentes—, pero los bikura son un misterio insignificante. A lo sumo hallará usted algunos aborígenes viviendo en una región tan nubosa, con tanto humo y tan apartada que ni siquiera los satélites cartográficos de la colonia han reparado en ella. ¿Por qué elegirlos a ellos cuando hay tan grandes misterios para investigar en Hyperion…? ¡Los laberintos! —A Hoyt se le iluminó el rostro—. ¿Sabía usted que Hyperion es uno de los nueve mundos laberínticos, padre?
—Desde luego —asintió Duré. Lo rodeó un hemisferio de humo que las ráfagas de aire rasgaron en jirones—. Pero los laberintos cuentan con investigadores y admiradores en toda la Red, Lenar, y los túneles han estado en esos nueve mundos… ¿cuánto tiempo? ¿Medio millón de años estándar? Diría que más, setecientos mil años. Ese secreto perdurará. Pero ¿cuánto perdurará la cultura bikura antes de que la absorba la moderna sociedad colonial o, más probablemente, la exterminen las circunstancias?
Hoyt se encogió de hombros.
—Tal vez hayan desaparecido ya. Ha pasado mucho tiempo desde que Spedling los encontró, y no ha habido más informes confirmados. Si están extinguidos, la deuda temporal que usted contraerá, más los inconvenientes y afanes de llegar allá, habrán sido en vano.
—Precisamente —señaló el padre Duré, chupando la pipa con calma.
Durante la última hora que pasaron juntos en el viaje de descenso el padre Hoyt logró entrever los pensamientos de su compañero. Hacía horas que el limbo de Hyperion relucía con un fulgor blanco, verde y lapislázuli. De pronto la vieja nave de descenso atravesó las capas superiores de la atmósfera, una llamarada ocupó la ventanilla un instante y luego volaron en silencio a sesenta kilómetros de altura sobre oscuras masas de nubes y mares iluminados por las estrellas, mientras el apabullante amanecer de Hyperion los embestía como una fantasmagórica marejada de luz.
—Maravilloso —musitó el padre Duré—. Maravilloso. En instantes así llego a comprender muy limitadamente, por supuesto el sacrificio que debió de representar para el Hijo de Dios dignarse ser el Hijo del Hombre.
Hoyt quería hablar, pero el padre Duré siguió observando por la ventanilla, sumido en sus pensamientos. Diez minutos después aterrizaron en el puerto interestelar de Keats. El padre Duré pronto se perdió en un torbellino de trámites de llegada y veinte minutos después el decepcionado Lenar Hoyt ascendía de nuevo hacia el espacio y la Nadia Oleg.
—Cinco semanas subjetivas después, regresé a Pacem —explicó el padre Hoyt—. Había perdido ocho años, pero por alguna razón la sensación de pérdida era más profunda. En cuanto regresé, el obispo me informó que no se habían recibido noticias de Paul Duré durante los cuatro años de su permanencia en Hyperion. El nuevo Vaticano había gastado una fortuna en comunicaciones ultralínea, pero ni las autoridades coloniales ni el consulado de Keats habían logrado localizar al sacerdote perdido.
Hoyt hizo una pausa para beber agua, y el cónsul comentó:
—Recuerdo bien esa búsqueda. No conocí a Duré, desde luego, pero hicimos lo posible por encontrarlo. Theo, mi ayudante, se esforzó por años tratando de resolver el caso del clérigo perdido. Al margen de algunos informes contradictorios en Puerto Romance, no quedaba ningún rastro de él. Además quienes afirmaban haberlo visto, lo habían hecho poco después de su llegada, años atrás. Pero allí había cientos de plantaciones sin radio ni líneas de comunicación, pues cultivaban drogas ilegales, además de fibroplástico. Supongo que nunca hablamos con la gente adecuada. Sé que el caso del padre Duré aún estaba abierto cuando me fui.
El padre Hoyt asintió.
—Yo llegué a Keats un mes después de la asunción del nuevo cónsul, su reemplazo. El obispo quedó atónito cuando me ofrecí para regresar, y Su Santidad en persona me concedió una audiencia. Estuve en Hyperion menos de siete meses locales. Cuando regresé a la Red, había descubierto el destino del padre Duré. —Hoyt tocó las manchadas libretas de cuero—. Para redondear la historia, debo leer fragmentos de aquí.
La nave Yggdrasill giró de tal modo que la mole del árbol bloqueó el sol. La plataforma y el curvo dosel de hojas se hundieron en la noche, pero en vez de haber unos miles de estrellas salpicando el cielo, como sucedería en una superficie planetaria, un millón de soles ardían arriba, a los costados y debajo del grupo. Hyperion era ahora un disco que se cernía sobre ellos como un proyectil mortal.
—Lea —invitó Martin Silenus.
DEL DIARIO DEL PADRE PAUL DURÉ
Día 1:
Así comienza mi exilio.
No sé qué fecha poner en este nuevo diario. Según el calendario monástico de Pacem, es el día diecisiete del mes de Tomás en el Año de Nuestro Señor de 2732. Según el calendario estándar de la Hegemonía es el 12 de octubre del 589 P.C. Según el calendario de Hyperion, según me informa el mustio empleado del viejo hotel donde me hospedo, es el día veintitrés de Lyciyus (el último de sus siete meses de cuarenta días), del 426 d.d.a (¡después del desastroso accidente!) o el año 128 del reinado de Triste Rey Billy, quien no reinó durante cien de esos años.
Qué diablos. Lo llamaré el día 1 de mi exilio.
Una jornada extenuante. Es raro estar cansado después de meses de sueño, pero se dice que es una reacción normal, cuando se despierta de la fuga. Mis células experimentan la fatiga de estos recientes meses de viaje, aunque yo no los recuerde. Diría que en mi juventud los viajes no me cansaban tanto.
Lamento no haber conocido mejor al joven Hoyt. Parece un sujeto decente, puro catecismo y ojos brillantes. Los jóvenes como él no tienen la culpa de que la Iglesia esté en sus días finales. Pero esa feliz ingenuidad no logrará impedir el desmoronamiento a que parece destinada la Iglesia.
Bien, mis aportes tampoco han contribuido en nada.
Espléndida vista de mi nuevo mundo cuando bajamos en la nave de descenso. Distinguí dos de los tres continentes, Equus y Aquila. Ursa no era visible.
Descenso en Keats y horas de esfuerzo para pasar por la aduana y coger un vehículo terrestre hasta la ciudad. Imágenes confusas: la estribación montañosa del norte con sus cambios, su bruma azul, sus colinas con bosques de árboles anaranjados y amarillos, un cielo pálido con pátina azul verdosa, el sol pequeño pero más brillante que el de Pacem. Los colores aparecen vividos desde lejos, y se diluyen y desperdigan cuando uno se acerca, como una obra puntillista. La gran escultura de Triste Rey Billy, de la que tanto había oído hablar, me ha defraudado. Vista desde la carretera tenía una apariencia tosca, un boceto apresurado tallado en la oscura montaña, en vez de la figura regia que yo había esperado. Eso sí, cavila sobre esa improvisada ciudad de medio millón de habitantes de una manera que el neurótico rey poeta habría sabido apreciar.
La ciudad se divide en el extenso laberinto de barriadas pobres y tabernas que los lugareños llaman Jacktown y en Keats, la llamada Ciudad Vieja, que en realidad cuenta sólo cuatro siglos y es toda piedra bruñida y estudiada esterilidad. Pronto realizaré la gira.
Había pensado quedarme un mes en Keats, pero ya estoy ansioso de continuar. Oh, monseñor Edouard, si pudieras verme ahora. Castigado pero no arrepentido. Más solo que nunca pero extrañamente satisfecho con mi nuevo exilio. Si mi castigo por los excesos provocados por mi fervor es el exilio al séptimo círculo de la desolación, Hyperion fue una buena elección. Podría olvidar la misión que me he impuesto entre los remotos bikura (no sé si son reales, pero esta noche no lo parecen) y contentarme con pasar el resto de mis días en la provinciana capital de este mundo retrógrado y olvidado. Mi exilio no sería menos completo.
Ah, Edouard, juntos en la infancia, juntos en los estudios (aunque nunca fui tan brillante como tú, ni tan ortodoxo), y ahora juntos en la vejez. Pero ahora tú eres cuatro años más sabio y yo soy todavía el niño travieso y díscolo que recuerdas. Ojalá te encuentres bien y reces por mí.
Cansado. Dormiré. Mañana haré la excursión por Keats, comeré bien y conseguiré transporte para Aquila y algunas localidades del sur.
Día 5:
Hay una catedral en Keats. O mejor dicho, había una catedral. Hace por lo menos dos siglos estándar que está abandonada. Se yergue en ruinas con el crucero abierto al cielo verde azulado, con una de las torres del oeste inconclusa y la otra torre formada por un esquelético armazón de piedra cascada y oxidadas varillas de refuerzo. La encontré mientras vagabundeaba, perdida en las márgenes del río Hoolie, en el despoblado barrio donde la Ciudad Vieja se transforma en Jacktown, entre una maraña de altos depósitos que impiden ver las ruinosas torres hasta que uno entra en un angosto callejón; entonces encuentra la deteriorada catedral. La casa capitular se ha derrumbado en el río y la fachada está salpicada de resabios de las tétricas y apocalípticas estatuas del período expansionista posterior a la Hégira.
Caminé entre sombras y bloques caídos y entré en la nave. El obispado de Pacem no había mencionado la presencia del catolicismo en Hyperion, y mucho menos que hubiera una catedral. Resulta casi inconcebible que la desperdigada colonia de la nave seminal contuviera hace cuatro siglos una congregación tan grande como para permitir la presencia de un obispo, y menos de una catedral. Sin embargo, así era.
Me interné en las sombras de la sacristía. El polvo y el yeso desmenuzado flotaban en el aire como incienso, perfilando dos haces de luz solar que penetraban por angostas y altas ventanas. Salí a un retazo de sol más ancho y me acerqué a un altar despojado de toda ornamentación, exceptuando las grietas y fisuras causadas por la caída de la manipostería. La gran cruz de detrás del altar en la pared este también se había caído, y yacía entre astillas de cerámica en medio de las piedras amontonadas. Sin proponérmelo, me coloqué detrás del altar, alcé los brazos y comencé la celebración de la Eucaristía. No era un acto paródico, melodramático ni simbólico, ni yo abrigaba intenciones ocultas; era sólo la reacción mecánica de un sacerdote que había celebrado misa todos los días durante más de cuarenta y seis años y ahora se enfrentaba a la perspectiva de no participar nunca más en ese ritual tranquilizador.
Al rato advertí con alarma que tenía una congregación. La vieja mujer estaba arrodillada en la cuarta fila de bancos. El vestido y la bufanda negras se fundían hasta tal punto con las sombras que sólo se distinguía la cara pálida y ovalada, arrugada y antigua, flotando en la oscuridad como un objeto incorpóreo. Sobresaltado, interrumpí la letanía de la consagración. Ella miraba hacia mí, pero algo en los ojos, aun a esa distancia, me convenció al instante de que era ciega. Quedé atónito, escrutando la luz polvorienta que bañaba el altar, tratando de explicarme aquella imagen espectral mientras procuraba articular una explicación de mi propia presencia y de mis actos.
Cuando al fin la llamé —con palabras que retumbaron en la gran sala—, comprendí que se había movido. Oí el roce de sus pies contra el suelo de piedra. Hubo un sonido áspero y luego un breve centelleo le iluminó el perfil, a la derecha del altar. Me cubrí los ojos para no deslumbrarme con el sol y avancé entre las ruinas donde había estado la barandilla del altar. La llamé de nuevo, intentando tranquilizarla, y le dije que no temiera, aunque era yo quien tenía la piel de gallina. Me apresuré, pero cuando llegué al rincón protegido de la nave, ella se había ido. Una pequeña puerta conducía a la decrépita casa capitular y a la orilla del río. No estaba a la vista. Regresé al tenebroso interior dispuesto a atribuir esa aparición a mi imaginación un sueño en vigilia al cabo de muchos meses de dormir criogénicamente sin sueños, pero había una prueba tangible de su presencia. En la fresca oscuridad ardía una solitaria vela votiva roja; ráfagas invisibles hacían ondular la diminuta llama.
Estoy cansado de esta ciudad. Estoy cansado de sus paganas pretensiones y sus falsas historias. Hyperion es el mundo de un poeta pero está despojado de poesía. Keats misma es una mezcla de clasicismo falso y chillón, y obtuso ímpetu económico. Hay tres centros de gnosticismo Zen y cuatro mezquitas del Alto Islam en la ciudad, pero las verdaderas casas de culto son las abundantes tabernas y burdeles, los enormes mercados que manejan los embarques de fibroplástico del sur y los templos del Culto del Alcaudón, donde las almas perdidas ocultan su desesperación suicida tras un escudo de hueco misticismo. El planeta entero apesta a misticismo sin revelación.
Al demonio con esto. Mañana viajaré al sur. Hay deslizadores y otras naves aéreas en este mundo absurdo pero, para los plebeyos, el viaje entre estos malditos continentes-isla parece limitado al barco (y dura una eternidad, según me dicen) o a los enormes dirigibles de pasajeros que parten de Keats sólo una vez por semana.
Mañana temprano cogeré el dirigible.
Día 10:
Animales.
El equipo que exploró inicialmente este planeta debía de tener una fijación con los animales. Caballo. Osa. Águila. Durante tres días descendimos por la costa este de Equus a lo largo de una margen irregular llamada la Crin. Pasamos el último día cruzando una breve extensión del Mar Medio para llegar a una gran isla llamada Cayo Gato. Hoy hemos dejado pasajeros y carga en Félix, la «gran ciudad» de la isla. Por lo que alcanzo a ver desde la terraza y la torre de amarre, en este amontonamiento de chozas y barracas no viven más de cinco mil personas.
Luego el dirigible se arrastrará ochocientos kilómetros por una serie de islas más pequeñas llamadas las Nueve Colas y al fin dará un gran brinco de setecientos kilómetros sobre el mar abierto y el ecuador. Sólo veremos tierra cuando lleguemos a la costa noroeste de Aquila, el llamado Pico.
Animales.
Llamar a este vehículo «dirigible de pasajeros» constituye un ejercicio de semántica creativa. Es un enorme artefacto volador con compartimientos tan enormes como para transportar a toda la población de Félix y aún dejar espacio para miles de fardos de fibroplástico. Entre tanto, los pasajeros la carga menos importante se las apañan como pueden. Instalé un catre cerca de la compuerta de carga de popa y me acomodé entre mis bártulos personales y tres grandes baúles de equipo expedicionario. Cerca de mí hay una familia de ocho personas —peones aborígenes de las plantaciones que regresan de la expedición que realizan dos veces por año a Keats— y aunque no me molestan el ruido ni el olor de sus cerdos enjaulados ni el chillido de los hámsters, el incesante y confuso cacareo de un maldito gallo resulta insoportable algunas noches. ¡Animales!
Día 11:
Esta noche he cenado en el salón que está sobre la cubierta con el ciudadano Heremis Denzel, un profesor retirado de un pequeño colegio para plantadores, cerca de Endimión. Me informó que el primer equipo que descendió en Hyperion no practicaba el fetichismo animal; los nombres oficiales de los tres continentes no son Equus, Ursa y Aquila, sino Creighton, Allensen y López, en honor a tres burócratas intermedios del viejo Servicio de Agrimensura. ¡Mejor el fetiche animal!
Después de la cena, estoy solo en el paseo externo para mirar el poniente. Este pasadizo está protegido por los módulos de carga de proa, así que el viento es apenas una brisa salobre. Encima de mí se yergue la piel naranja y verde del dirigible. Estamos entre islas; el mar es un rico lapislázuli salpicado de tonos verdosos, una inversión de los colores del cielo. Un grupo de altos cirros recibe la última luz del pequeño sol de Hyperion y se enciende como coral ardiente. No hay ningún ruido excepto el tenue ronroneo de las turbinas eléctricas. Trescientos metros más abajo, el atisbo de una enorme criatura acuática parecida a una raya sigue el paso del dirigible. Hace un instante, un insecto o pájaro del tamaño de un colibrí pero con alas transparentes de un metro de envergadura se detuvo a cinco metros para inspeccionarme, antes de bajar al mar con las alas plegadas.
Edouard, me siento solo esta noche. Me ayudaría saber que estás vivo, aún trabajando en el jardín y escribiendo de noche en tu estudio.
Pensé que mis viajes despertarían mi antigua creencia en el concepto de san Teilhard acerca de un Dios en Quien el Cristo de la Evolución, lo Personal y lo Universal, el En Haut y el En Avant se unen…, pero tal renovación no se produce.
Está oscureciendo. Envejezco. Siento algo —no es todavía arrepentimiento— ante mi pecado de falsificar los datos de la excavación de Armaghast. Pero Edouard, Excelencia, si los artefactos hubieran indicado la presencia de una cultura cristiana allí, a seiscientos años-luz de Vieja Tierra, casi tres mil años antes de que el hombre abandonara su mundo natal…
¿Fue un pecado tan imperdonable interpretar datos ambiguos de una manera que habría significado el resurgimiento del cristianismo en nuestras vidas?
Sí, lo fue. Pero no por la falta de falsificar los datos, sino por el más profundo pecado de creer que el cristianismo se podía salvar. La Iglesia agoniza, Edouard. No sólo nuestra querida rama del Árbol Sagrado, sino todos sus brotes, vestigios y cancros. Todo el Cuerpo de Cristo está muriendo como este mal usado cuerpo mío, Edouard. Tú y yo sabíamos esto en Armaghast, donde el sol de sangre sólo alumbraba polvo y muerte. Lo sabíamos durante el fresco y verde verano en el Colegio, cuando tomamos nuestros votos. Lo sabíamos ya cuando éramos niños, en los apacibles campos de juego de Villefranche-sur-Saóne. Lo sabemos ahora.
Se ha ido la luz; escribo bajo el tenue fulgor de las ventanas del salón de arriba. Las estrellas brillan en extrañas constelaciones. De noche, el Mar Medio reluce con una fosforescencia verdosa y mórbida. Hay una masa oscura en el horizonte del sudeste; quizá sea una tormenta o tal vez la próxima isla de la cadena, la tercera de las nueve «colas». ¿Qué mito habla de un gato de nueve colas? No conozco ninguno.
Por el bien del pájaro que he visto antes —si era un pájaro—, espero que sea una isla y no una tormenta.
Día 28:
Estuve ocho días en Puerto Romance y, en este tiempo, vi tres muertos.
El primero era el cadáver de un ahogado, una hinchada y blanca parodia de hombre que había llegado a los lodosos bajíos cercanos a la torre de amarre la primera noche que pasé en la ciudad. Los niños le arrojaban piedras.
Vi al segundo hombre cuando lo sacaban de las humeantes ruinas de una tienda de unidades de metano, en la barriada pobre de la ciudad, cerca de mi hotel. El irreconocible cuerpo estaba carbonizado y encogido por el calor, con los brazos y piernas rígidos en esa postura de púgil que las víctimas de los incendios asumen desde tiempos immemoriales. Yo había ayunado todo el día y confieso con vergüenza que empecé a salivar cuando el aire se impregnó del denso aroma de grasa frita y de la carne quemada.
El tercer hombre fue asesinado a pocos metros de mí. Yo acababa de salir del hotel al laberinto de tablones enlodados que hacen las veces de aceras en este pueblo de mala muerte, cuando sonaron disparos y un hombre se encorvó como si hubiera resbalado, se volvió hacia mí con una expresión extraña en la cara y se desplomó sobre el barro y la alcantarilla.
Le habían disparado tres veces con un arma de proyectiles. Dos balas le dieron en el pecho, la tercera entró por debajo del ojo izquierdo. Increíblemente aún respiraba cuando me acerqué. Sin pensarlo, saqué la estola de mi maletín, busqué el recipiente de agua bendita que había llevado tanto tiempo y procedí a realizar el sacramento de la extremaunción. Nadie se opuso en la creciente multitud de curiosos. El caído se movió una vez, se aclaró la garganta como si fuera a hablar y expiró. La multitud se dispersó aun antes de que se llevasen el cuerpo.
Era un hombre maduro, rubio, ligeramente obeso. No llevaba identificación alguna, ni siquiera una tarjeta universal o un comlog. Tenía seis monedas de plata en el bolsillo.
Por alguna razón, decidí permanecer con el cuerpo el resto del día. El médico era un hombre bajo y cínico que me permitió quedarme durante la autopsia. Sospecho que buscaba conversación.
—Esto es para todo lo que vale —dijo mientras abría el vientre del pobre hombre como si fuera un maletín rosado, apartando los pliegues de piel y músculos y sujetándolos como el toldo de una tienda.
—¿El qué? —pregunté.
—Su vida —replicó el médico, mientras estiraba la piel de la cara del cadáver como si fuera una máscara grasienta—. La vida de usted. Mi vida. —Las franjas rojas y blancas de músculos superpuestos cobraban un tono azulado alrededor del agujero mellado que tenía encima del pómulo.
—Tiene que haber algo más —apunté. El médico apartó los ojos de su tétrica faena con una sonrisa socarrona.
—¿En serio? ¿Por qué no me lo muestra? —Levantó el corazón del hombre como si lo sopesara con una mano—. En los mundos de la Red, esto valdría algún dinero en el mercado. Algunos son demasiado pobres para conservar piezas de clonación criadas en laboratorio, pero lo bastante acaudalados como para evitar morir por un fallo de corazón haciéndose un trasplante. Pero aquí no es más que una víscera.
—Tiene que haber algo más —insistí, aunque con poca convicción. Recordé los funerales de Su Santidad el papa Urbano XV poco antes de irme a Pacem. Según la costumbre que rige desde tiempos anteriores a la Hégira, el cuerpo no fue embalsamado. Estuvo en la antesala de la basílica principal antes de que lo pusiéramos en el sencillo ataúd de madera. Mientras yo ayudaba a Edouard y a monseñor Frey a vestir el rígido cadáver, advertí que la tez se oscurecía y la boca se le aflojaba.
El doctor se encogió de hombros y terminó la rápida autopsia. Hubo una brevísima investigación formal: no se encontró ningún sospechoso ni se descubrió ningún motivo. Se envió una descripción de la víctima a Keats, pero el hombre fue enterrado al día siguiente en un campo de menesterosos entre los bajíos lodosos y la jungla amarilla.
Puerto Romance es un apiñamiento de estructuras amarillas de raraleña entre un laberinto de andamiajes y tablones que llegan hasta los lodazales de la desembocadura del Kans. El río tiene aquí casi dos kilómetros de anchura y se vuelca en la bahía de Toschahai, pero pocos canales son navegables y se dragan continuamente. Por las noches me quedo despierto en mi habitación barata, por cuya ventana abierta entra el martilleo de la draga como la palpitación del corazón de esta ciudad ruin, y el distante susurro del oleaje como su húmeda respiración. Escucho el jadeo de la ciudad y no puedo evitar imaginarla con el rostro desfigurado del muerto.
Las compañías tienen un puerto de deslizadores en las afueras de la ciudad para transportar hombres y materiales a las grandes plantaciones, pero para abordarlos tendría que sobornar a alguien y no dispongo de suficiente dinero. Podría hacerme llevar, pero no puedo costear el transporte de mis tres baúles de equipo médico y científico. Aun así, estoy tentado. Mi búsqueda de los bikura parece más absurda e irracional que nunca. Sólo mi extraña necesidad de un lugar de destino y cierta determinación masoquista para cumplir los términos del exilio que me he impuesto me impulsan a seguir río arriba.
Un barco fluvial parte Kans arriba dentro de dos días. He reservado un pasaje y mañana trasladaré allí mi equipaje. No sentiré irme de Puerto Romance.
Día 41:
La Girándula Emporética continúa su lento viaje río arriba. No hay indicios de presencia humana desde que abandonamos Desembarco de Mellón, hace dos días. La jungla cubre las márgenes como una muralla y cuelga sobre nosotros cuando la anchura del río se reduce a treinta o cuarenta metros. La luz amarillenta, densa como mantequilla líquida, se filtra por el follaje y las frondas que se yerguen ochenta metros sobre la parda superficie del Kans. Me siento en el herrumbrado techo de hojalata de la barcaza de pasajeros y procuro distinguir un árbol tesla. Viejo Kady, sentado junto a mí, deja de tallar, escupe por una mella de la dentadura y se ríe de mí.
—No hay árboles flamígeros tan abajo —anuncia—. Si fuera una selva de esos árboles, no tendría este aspecto. Hay que llegar a los Piñones antes de ver un tesla. Aún no hemos salido de la selva pluvial, padre.
Llueve todas las tardes. Lluvia es una palabra demasiado suave para describir el diluvio que cae todos los días. El agua oscurece la costa, tamborilea en los tejados de lata de las barcazas con un estruendo ensordecedor, frena nuestro viaje río arriba. Es como si el río se convirtiera cada tarde en un torrente vertical, una cascada por donde la nave debe trepar.
El Girándula es un antiguo remolcador de fondo chato con cinco barcazas de dos niveles sujetas alrededor, como niños andrajosos que se aferraran a las faldas de su cansada madre. Tres de las barcazas transportan fardos de mercancías que se trocarán o venderán en las pocas plantaciones y asentamientos que salpican la orilla del río. Las otras dos ofrecen un simulacro de alojamiento para los aborígenes que viajan río arriba, aunque sospecho que algunos ocupantes de la barcaza son permanentes. Mi camarote tiene un colchón mugriento en el suelo e insectos que parecen lagartos en las paredes.
Después de las lluvias, todos se reúnen en cubierta para contemplar las brumas del atardecer que suben al enfriarse el río. El aire caliente está saturado de humedad casi todo el día. Viejo Kady me informa de que he llegado demasiado tarde para realizar el ascenso por las selvas flamígeras antes de que los árboles tesla se activen. Veremos.
Esta noche las brumas se elevan como si fueran los espíritus de todos los muertos que duermen bajo la oscura superficie del río. Los últimos jirones de niebla de esta tarde se disipan entre las copas de los árboles y el mundo recupera el color. La densa selva pasa del amarillo cromo a un azafrán traslúcido y luego se diluye lentamente en ocre, pardo y negro. A bordo del Girándula, Viejo Kady enciende las lámparas y faroles que cuelgan del desvencijado segundo nivel, mientras la oscura jungla, como si quisiera competir, empieza a relucir con la tenue fosforescencia de la podredumbre mientras aves-fulgor y espejines multicolores vuelan de rama en rama en las regiones superiores más oscuras.
La pequeña luna de Hyperion no alumbra esta noche, pero el planeta se desplaza a través de una inusitada cantidad de escombros, por tratarse de un mundo tan cercano a su sol, y frecuentes lluvias de meteoritos iluminan los cielos nocturnos. Esta noche los cielos son muy fértiles y cuando atravesamos sectores más anchos del río vemos un enrejado de brillantes estelas meteóricas entrelazando las estrellas. Las imágenes se graban en la retina; al contemplar el río las veo en las oscuras aguas como un eco óptico.
Hay un fulgor brillante en el este, y Viejo Kady me explica que son los espejos orbitales que proporcionan luz a algunas de las plantaciones mayores. Hace demasiado calor para regresar al camarote. Tiendo mi delgada estera en el techo de la barcaza y observo el espectáculo de luces celestiales mientras las apiñadas familias aborígenes cantan canciones cautivantes en una jerga que ni siquiera he intentado aprender. Pienso en los bikura, todavía muy lejanos, y experimento una extraña ansiedad.
En la selva un animal chilla con voz de mujer asustada.
Día 60:
He llegado a Plantación Perecebo. Enfermo.
Día 62:
Muy enfermo. Fiebre, temblores. Ayer estuve vomitando bilis negra todo el día. La lluvia resulta ensordecedora. De noche los espejos orbitales iluminan las nubes desde arriba; el cielo parece estar en llamas. Mi fiebre es muy alta.
Una mujer me cuida. Me baña. Demasiado enfermo para avergonzarme. Tiene el cabello más oscuro que la mayoría de los aborígenes. Habla poco. Ojos dulces y oscuros.
¡Oh Dios, estar enfermo tan lejos de casa!
Día
ella espera espía entra, la delgada camisa mojada por la lluvia a propósito para tentarme, sabe qué soy mi piel arde algodón delgado pezones oscuros sé quiénes son observan, aquí oigo sus voces de noche me bañan en veneno me arde creen que no sé pero oigo sus voces en la lluvia cuando cesan los gritos gritos gritos.
He perdido la piel, rojo por debajo siento el agujero en la mejilla, cuando encuentre la bala la escupiré, agnusdeiquitolispecattamundi miserer nobis miserer nobis miserere
Día 65:
Gracias, Señor, por librarme de la enfermedad.
Día 66:
Hoy me he afeitado. He logrado llegar a la ducha.
Semfa me ha ayudado a prepararme para la visita del administrador. Esperaba que fuera uno de esos sujetos corpulentos y adustos que vi por la ventana, trabajando en el complejo, pero era un hombre negro tranquilo y de voz ronca. Se mostró muy servicial. Me preocupaba el pago de los cuidados médicos, pero me aseguró que no me cobrarían. Más aún, me asignará un guía para que me conduzca a la zona alta. Dice que la temporada está muy avanzada pero que si puedo viajar dentro de los próximos diez días, atravesaremos la selva flamígera y llegaremos a la Grieta antes de que los árboles tesla estén totalmente activos.
Cuando se fue el administrador, hablé un rato con Semfa. Su esposo murió hace tres meses locales en un accidente agrícola. Semfa venía de Puerto Romance; el casamiento con Mikel había sido su salvación y ha preferido quedarse aquí haciendo labores en vez de regresar río abajo. No la culpo.
Después de un masaje, me dormiré. Últimamente, sueño mucho con mi madre.
Diez días. Estaré preparado dentro de diez días.
Día 75:
Antes de irme con Tuk, bajé a los matrizales para despedirme de Semfa. Ella habló poco pero le noté en la mirada que se entristecía por mi marcha. Sin premeditación, la bendije y le besé la frente. Cerca de nosotros, Tuk sonreía y asentía. Luego nos fuimos, con los brids de carga. El supervisor Orlandi nos acompañó hasta el final del camino y nos saludó con la mano cuando nos internamos en la senda abierta a machetazos en el áureo follaje.
Domine, dirige nos.
Día 82:
Tras una semana en la senda… ¿Qué senda? Tras una semana en la amarilla selva pluvial, tras una semana de agotador ascenso por la ladera cada vez más abrupta de la Meseta del Piñón, esta mañana llegamos a una protuberancia rocosa, donde pudimos echar un vistazo a la jungla que se extendía hacia el Pico y el Mar Medio. Aquí la meseta se alza a tres mil metros sobre el nivel del mar y la vista era impresionante. Gruesos nubarrones se extendían al pie de las Colinas del Piñón, pero a través de las rendijas de esa alfombra de nubes blancas y grises vislumbramos segmentos del Kans serpeando perezosamente hacia Puerto R. y el mar, los fragmentos amarillos de la selva que acabábamos de atravesar y un borrón color magenta hacia el este, que según Tuk era la matriz inferior de los campos de fibroplástico de Perecebo.
Reanudamos el ascenso hasta que llegó el anochecer. Tuk teme que atravesemos las selvas flamígeras cuando los árboles tesla entren en actividad. Yo procuro mantener el ritmo, tironeando del sobrecargado brid y orando en silencio para olvidar mis dolores y fatigas.
Día 83:
Hoy hemos cargado y partido antes del alba. El aire huele a humo y cenizas.
El cambio de vegetación en la Meseta resulta sorprendente. Ya no se ven los ubicuos raraleña ni los copudos chaimas. Después de atravesar una zona intermedia de siempreazules, después de trepar entre densas matas de seudopinos y triálamos, llegamos a la plena selva flamígera, con sus bosquecillos de alto prometeo, marañas de fénix, y apiñamientos de centellones color ámbar. Encontramos impenetrables tramos de bifurcados bestos, de fibra blanca, que Tuk describió pintorescamente como «las vergas putrefactas de gigantes muertos enterrados aquí a poca profundidad». Mi guía sabe escoger las palabras.
Al atardecer descubrimos nuestro primer árbol tesla. Durante media hora habíamos trajinado por un terreno cubierto de cenizas, tratando de no pisar los tiernos brotes de fénix y latigoardiente que surgían del terreno hollinoso, cuando Tuk se detuvo de pronto y señaló.
Un árbol tesla de cien metros de altura se erguía a medio kilómetro, la mitad de alto que el mayor prometeo. Cerca de la copa se abultaba la característica cúpula de su vejiga acumuladora, con forma de cebolla. Las ramas radiales tendían cientos de lianas encima de la vejiga, y brillaban plateados y metálicos contra el claro cielo verde y lapislázuli. Me recordó una elegante mezquita del Alto Islam, en Nueva Meca, irreverentemente adornada con lentejuelas.
—Larguémonos de aquí —gruñó Tuk. Insistió en que nos pusiéramos el equipo para la selva flamígera. Pasamos el resto de la tarde y el anochecer trajinando dentro de las máscaras osmóticas y las botas de suela de goma, sudando bajo capas de correosa tela gamma. Los dos brids se mostraban nerviosos y erguían las largas orejas ante el menor ruido. A través de la máscara olía el ozono, y recordé los trenes eléctricos con que jugaba de niño en las ociosas tardes navideñas de Villefranche-sur-Saóne.
Esta noche hemos acampado cerca de un matorral de bestos. Tuk me ha enseñado cómo instalar el anillo de varas de deflexión, mientras mascullaba sombrías advertencias y buscaba nubes en el cielo.
Creo que dormiré bien a pesar de todo.
Día 84:
0400 horas…
Santa Madre de Dios.
Hemos pasado tres horas atrapados en medio del fin del mundo.
Las explosiones empezaron poco después de medianoche, al principio meros relampagueos. Con imprudencia, Tuk y yo nos asomamos por la entrada de la tienda para contemplar los fuegos artificiales. Estoy acostumbrado a los monzones del mes de Mateo en Pacem, así que la primera hora de pirotecnia no me pareció sorprendente. Sólo la vista de los lejanos árboles tesla como foco infalible de las descargas aéreas resultaba perturbadora. Pero pronto esos mamuts de la selva relucieron y escupieron la energía acumulada y —cuando me adormilaba a pesar del continuo estrépito— estalló un verdadero Armagedón.
Durante los diez primeros segundos de espasmos energéticos de los árboles tesla se habrán liberado como mínimo centenares de arcos de electricidad. Un prometeo explotó a menos de treinta metros y arrojó ramas ardientes al suelo de la selva. Las varas de deflexión relucían, siseaban y desviaban las descargas de muerte blancoazulada alrededor de nuestro campamento. Tuk gritó algo, pero en medio de aquel aluvión de luz y ruido resultaba imposible oír ningún sonido humano. Una mata de fénix trepador estalló en llamas cerca de los brids atados, y uno de los aterrados animales —a pesar de estar engrillado y con los ojos cubiertos— se liberó y atravesó el reluciente círculo de varas de deflexión. Al instante una docena de rayos del tesla más cercano fulminaron al desdichado animal. El esqueleto de la bestia fulguró un instantes a través de la carne hirviente y luego se desvaneció con un brinco espasmódico.
Durante tres horas contemplamos el fin del mundo. Dos varas de deflexión han caído, pero las otras ocho continúan funcionando. Tuk y yo nos acurrucamos en la caliente caverna de nuestra tienda. Las máscaras osmóticas filtran suficiente oxígeno fresco del aire humoso y recalentado para permitirnos respirar. Sólo la falta de matorrales y la destreza de Tuk en situar nuestra tienda lejos de otros blancos y cerca de los protectores bestos nos permitieron sobrevivir. Eso y las ocho varas de aleación de filamentos que se interponen entre nosotros y la eternidad.
—¡Parece que aguantan! —le grité a Tuk por encima de los siseos y crepitaciones, el estrépito y estruendo de la tormenta.
—Están hechas para resistir una hora, quizá dos —gruñó mi guía—. En cualquier momento revientan y morimos.
Asiento y bebo agua tibia a través de la abertura de mi máscara osmótica. Si sobrevivo a esta noche, siempre agradeceré a Dios el don de permitirme ver este espectáculo.
Día 87:
Tuk y yo salimos del humeante linde nordeste de la selva flamígera ayer al mediodía. Acampamos junto a un arroyo y dormimos dieciocho horas consecutivas, compensando tres noches en vela y dos días extenuantes de avanzar sin descanso por una pesadilla de llamas y cenizas. Alrededor, mientras nos acercábamos al risco combado que indicaba el final de la selva, descubríamos semillas y conos abiertos con nueva vida de las diversas especies flamígeras muertas en la conflagración de las dos noches anteriores. Cinco varas de deflexión aún funcionaban, aunque ni Tuk ni yo deseábamos probarlas una noche más. Nuestro brid superviviente se derrumbo y murió en cuanto le quitamos la pesada carga del lomo.
Esta mañana, al amanecer, me despertó el ruido del agua. Seguí el arroyo un kilómetro hacia el nordeste, en pos de su rumor cada vez más profundo, hasta que de pronto desapareció.
¡La Grieta! Casi había olvidado nuestro destino. Esta mañana avanzando a tientas por la niebla, brincando de una piedra húmeda a otra junto al arroyo cada vez más ancho, salté a un último pedrejón, me tambaleé, recuperé el equilibrio y miré hacia abajo: una cascada de tres mil metros se despeñaba en la bruma, la roca y el río.
La Grieta no está tallada en la meseta como el legendario Gran Cañón de Vieja Tierra o la Fisura de Hebrón. A pesar de sus océanos activos y sus continentes de apariencia terrícola, Hyperion está tectónicamente muerto; se parece más a Marte, Lusus o Armaghast por la absoluta falta de deriva continental.
Al igual que Marte y Lusus, Hyperion sufre eras glaciales intensas, aunque aquí la periodicidad se extiende a treinta y siete millones de años por la larga elipse de la enana binaria, actualmente ausente. El comlog compara la Grieta con el Valle del Mariner de Marte antes de la terraformación, pues ambos fueron causados por el debilitamiento de la corteza antes de congelamientos y deshielos periódicos a través de los milenios, seguidos por el flujo de ríos subterráneos como el Kans. De ahí el enorme colapso que atraviesa el ala montañosa del continente Aquila como una larga cicatriz.
Tuk se reunió conmigo en el borde de la Grieta. Yo estaba desnudo, lavando las ropas y la sotana, que apestaban a ceniza. Me salpiqué agua fría en la piel pálida y reí sonoramente mientras los ecos de los gritos de Tuk rebotaban en la Pared Norte, a unos seiscientos metros. Dada la naturaleza de la falla, Tuk y yo estábamos sobre un saliente que nos ocultaba de la Pared Sur. A pesar del riesgo, supusimos que la cornisa rocosa que había desafiado la gravedad durante millones de años duraría unas horas más mientras nos bañábamos, relajábamos, jugamos con el eco hasta quedar afónicos, actuando como niños que hacen novillos. Tuk confesó que nunca había atravesado toda la anchura de la selva flamígera —ni conocía a nadie que lo hubiera hecho en esta temporada— y anunció que, ahora que los árboles tesla entraban en plena actividad, tendría que esperar por lo menos tres meses para volver. Pero no parecía lamentarlo, y a mí me gustaba su compañía.
Por la tarde nos alternamos para transportar mi equipo y acampamos cerca del arroyo, a cien metros de la cornisa. Apilamos las cajas de flujoespuma, donde llevaba el equipo científico, para ordenarlas por la mañana.
Hacía frío ese atardecer. Después de cenar, poco antes del poniente, me puse la chaqueta térmica y caminé solo hasta un saliente rocoso al sudoeste de donde había visto la Grieta por primera vez. Desde este nuevo punto de observación, la vista del río era impresionante. Las brumas se elevaban desde invisibles cascadas que se precipitaban al río y la espuma se elevaba en fluctuantes telones de niebla para multiplicar el sol poniente en una docena de esferas violáceas y arcoiris. Cada espectro nacía, se elevaba hacia la cúpula oscura del cielo y moría, y el aire tibio se elevaba al cielo arrastrando hojas, ramas y niebla en una ráfaga vertical.
Un sonido brotó de la Grieta como si el continente llamara con los soplidos de pétreos gigantes colosales en flautas de bambú, órganos de iglesia del tamaño de palacios, y las notas claras y perfectas abarcaban desde la soprano más aguda hasta el bajo más profundo. Cavilé acerca de los efectos de los vectores eólicos contra las torneadas paredes rocosas, las cavernas que abrían profundos túneles en la corteza inmóvil, las ilusorias voces humanas que puede generar una armonía aleatoria. Pero al fin olvidé las especulaciones y me limité a escuchar mientras la Grieta dedicaba al sol un himno de despedida.
Regresé a nuestra tienda y su círculo de faroles bioluminiscentes mientras la primera andanada de lluvias meteóricas quemaba los cielos y las distantes explosiones de las selvas flamígeras rasgaban el horizonte como cañonazos de una antigua guerra en Vieja Tierra, antes de la Hégira. Una vez en la tienda probé suerte con las bandas comlog de largo alcance, pero sólo se oía estática. Sospecho que incluso aunque los primitivos satélites que sirven a las plantaciones de fibroplástico transmitieran tan al este, todo quedaría enmascarado por las montañas y la actividad tesla, salvo un láser muy compacto o un haz de ultralínea. En el monasterio de Pacem pocos llevábamos comlogs personales, pero la esfera de datos siempre estaba allí en caso necesario. Aquí no hay alternativa.
Escucho las agónicas notas del viento en el cañón, los cielos que se oscurecen y resplandecen al mismo tiempo, sonrío ante los ronquidos de Tuk, acurrucado en su saco de dormir fuera de la tienda, y pienso: Si esto es el exilio, bienvenido sea.
Día 88:
Tuk ha muerto. Asesinado.
Encontré su cuerpo cuando salí de la tienda al amanecer. Él dormía fuera, a cuatro metros de mí. Había dicho que deseaba dormir bajo las estrellas.
Los asesinos le cortaron el cuello mientras dormía. No oí ningún grito. Soñé, sin embargo: sueños de Semfa cuidando de mí durante mi enfermedad. Sueños de manos frescas tocándome el cuello y el pecho, tocando el crucifijo que llevo desde niño. Me quedé ante el cuerpo de Tuk, mirando el ancho círculo oscuro con que su sangre empapaba el indiferente suelo de Hyperion, y temblé ante la idea de que el sueño hubiera sido más que un sueño, de que esas manos me hubieran tocado de veras durante la noche.
Confieso que reaccioné como un pusilánime y no como un sacerdote. Administré la extremaunción, pero luego me venció el pánico y abandoné el cuerpo de mi pobre guía, busqué desesperadamente un arma entre las vituallas y cogí el machete que había usado en la selva pluvial y el máser de bajo voltaje con que planeaba cazar animales pequeños. No sé si habría usado un arma contra un ser humano, ni siquiera para salvar mi vida. Pero, en mi pánico, llevé el machete, el máser y los binoculares de potencia a un alto peñasco cerca de la Grieta y escudriñé la región en busca del rastro de los asesinos. Nada se movía excepto las diminutas criaturas arbóreas y los espejines que vimos ayer entre los árboles. La selva misma parecía anormalmente tupida y oscura. La Grieta ofrecía cien terrazas, salientes y balcones de roca al nordeste para que se ocultaran bandas enteras de salvajes. Un ejército se podría haber escondido entre esas piedras y las eternas brumas.
AJ cabo de media hora de infructuosa vigilancia y necia cobardía, regresé al campamento y preparé el cuerpo de Tuk para la sepultura. Tardé más de dos horas en cavar una tumba adecuada en el suelo pedregoso de la meseta. Cuando enterré el cuerpo y concluí la ceremonia formal, no se me ocurrió nada personal que decir acerca de aquel hombrecillo tosco y gracioso que había sido mi guía.
—Cuídalo, Señor —rogué al fin, disgustado ante mi propia hipocresía, con la certeza de que articulaba palabras que nadie oía—. Ofrécele un tránsito seguro. Amén.
Esta noche he trasladado el campamento medio kilómetro al norte. Mi tienda está instalada en un claro a diez metros, pero yo estoy de espaldas contra el peñasco, envuelto en mantas y con el machete y el máser a mano. Después de las exequias de Tuk revisé las vituallas y las cajas de equipo; no se habían llevado nada excepto las pocas varas de deflexión. De inmediato me pregunté si alguien nos habría seguido por la selva flamígera para matar a Tuk y dejarme aislado aquí, pero no se me ocurrió ningún motivo para un acto tan premeditado. Si fuera alguien de las plantaciones, pudo habernos despachado mientras dormíamos en la selva pluvial o —más sencillo desde el punto de vista del homicida— en plena selva flamígera, donde dos cuerpos calcinados no habrían llamado la atención de nadie. La única posibilidad eran los bikura, mis protegidos primitivos.
Pensé en regresar por la selva flamígera sin las varas, pero pronto renuncié a esa idea. Quedarse significaba una muerte probable; marcharse significaría una muerte segura.
Faltan tres meses para que los teslas entren en letargo. Ciento veinte días locales de veintiséis horas. Una eternidad.
Querido Jesús, ¿por qué me ha ocurrido esto? ¿Y por qué fui perdonado ayer si seré sacrificado esta noche o mañana? Sentado en el oscuro peñasco, escucho el gemido repentinamente siniestro que se eleva con el viento nocturno desde la Grieta y rezo mientras el cielo se ilumina con las sangrientas estrías de las estelas meteóricas.
Articulo palabras que nadie oye.
Día 95:
Los terrores de la semana pasada se han aplacado. Incluso el temor se desvanece y se vuelve un lugar común tras varios días de crispación.
Usé el machete para cortar arbustos y construir una choza contra la pared de roca, cubriendo el techo y el flanco con tela gamma y rellenando con barro las fisuras entre un leño y otro. La pared trasera es la sólida piedra del peñasco. He ordenado mi equipo de investigación y he sacado algunas cosas, aunque ahora sospecho que nunca las usaré.
Para completar mi menguante reserva de alimentos congelados al frío seco, comencé a buscar comida. Según el absurdo plan trazado tanto tiempo atrás en Pacem, a estas alturas tendría que haber pasado ya varias semanas viviendo con los bikura, trocando mis mercancías por comida local. No importa. Además de las blandas raíces de chalma, fáciles de hervir, he encontrado varios tipos de bayas y frutos más grandes, que según el comlog son comestibles; hasta ahora sólo una resultó incompatible con mi metabolismo y me mantuvo en cuclillas toda la noche cerca del borde de la hondonada más cercana.
Recorro los confines de la región inquieto como esos pélops enjaulados, tan apreciados por los padishahs menores de Armaghast. Un kilómetro al sur y cuatro al oeste, las selvas flamígeras están en plena actividad. Por la mañana, el humo se funde con los fluctuantes telones de niebla para ocultar el cielo. Solamente los sólidos matorrales de bestos, el suelo pedregoso de la meseta y los combados riscos que se extienden al nordeste como vértebras acorazadas mantienen a raya a los teslas.
Al norte la meseta se ensancha y el sotobosque se vuelve más tupido cerca de la Grieta a lo largo de unos quince kilómetros, hasta que una garganta con un tercio de la profundidad y la mitad de la anchura de la Grieta le cierra el avance. Ayer llegué a ese punto septentrional y observé con frustración el abismo. Lo intentaré de nuevo algún día: me desviaré al este hasta encontrar un punto de cruce, pero por lo que indican el fénix que cruza el precipicio y la cortina de humo del nordeste, sospecho que sólo hallaré cañones llenos de chalma y estepas de selva flamígera, que aparecen como apiñados grumos en el mapa satelital que llevo.
Esta noche, cuando el viento del atardecer inició su endecha, visité la rocosa tumba de Tuk. Me arrodillé y traté de rezar, pero no se me ocurrió nada.
Edouard, no se me ocurrió nada. Estoy tan vacío como esos falsos sarcófagos que tú y yo exhumamos por docenas del estéril desierto de arena en Tarum bel Wadi. Los gnósticos Zen dirían que esta vacuidad es buena señal, que presagia la apertura a un nuevo nivel de conciencia, nuevas percepciones, nuevas experiencias.
Pamplinas. Mi vacuidad es sólo… vacío.
Día 96:
Encontré a los bikura. Mejor dicho, ellos me encontraron a mí. Escribiré lo que pueda antes de que lleguen para despertarme de mi «sueño».
Hoy estaba dibujando un mapa detallado a sólo cuatro kilómetros del campamento cuando la niebla se elevó por el calor del mediodía y descubrí, en mi lado de la Grieta, una serie de terrazas que nunca había visto. Usaba mis binoculares de potencia para inspeccionar las terrazas —para ser exactos, una serie de rebordes, agujas, anaquetas y montecillos escalonados sobre el saliente— cuando advertí que contemplaba moradas fabricadas por el hombre. Eran chozas toscas —hechas con ramas de chalma, piedras y hierbaesponja—, pero inequívocamente de origen humano.
Estaba allí, titubeando, binoculares en mano, tratando de decidir si debía bajar hasta los salientes y enfrentarme a los habitantes o retirarme a mi campamento, cuando sentí ese escalofrío en la espalda que indica con absoluta certidumbre una presencia extraña. Bajé los binoculares y me volví despacio. Los bikura estaban allí, al menos treinta de ellos, de pie en un semicírculo que me vedaba el paso hacia el bosque.
No sé qué esperaba yo; quizá salvajes desnudos, con expresiones fieras y collares de dientes. Tal vez esperaba hallar esos ermitaños barbudos e hirsutos que los viajeros encontraban ocasionalmente en las montañas Moshé de Hebrón. En cualquier caso, la realidad de los bikura no concordaba con mis expectativas.
Las gentes que se me habían acercado en silencio eran bajas —yo les llevaba por lo menos una cabeza— y llevaban túnicas oscuras toscamente tejidas que los cubrían del cuello hasta los pies. Se movían deslizándose como espectros sobre el suelo pedregoso. Desde lejos, su aspecto me recordó un grupo de jesuítas diminutos en un cónclave del Nuevo Vaticano.
Casi me eché a reír, pero comprendí que esa reacción podía indicar pánico. Los bikura no parecían agresivos y tal sentimiento no se justificaba; no iban armados y sus pequeñas manos aparecían vacías. Tan vacías como sus expresiones.
Resulta difícil describir en pocas palabras su fisonomía. Son calvos. Todos ellos. Esta calvicie, la ausencia de vello facial y las túnicas sueltas que caían en línea recta, todo conspiraba para impedirme distinguir los hombres de las mujeres. Los miembros de este grupo —ya eran más de cincuenta— aparentaban tener la misma edad: entre cuarenta y cincuenta años estándar. Las caras eran lisas y la tez revelaba un tono amarillento, tal vez producto de haber ingerido durante generaciones los minerales vestigiales del chalina y otras plantas locales.
Uno se siente tentado de describir las redondas caras de los bikura como angélicas, pero una inspección atenta elimina esa impresión de dulzura y la reemplaza por otra interpretación: idiotez plácida. Como sacerdote, he pasado suficiente tiempo en mundos retrógrados como para haber visto los efectos de un antiguo trastorno genético llamado síndrome de Down, mongolismo o legado de las naves generacionales. Ésta era pues la impresión que daban esas personas de túnica oscura que se me acercaban: un hato callado y sonriente de niños calvos retrasados.
Pero esos «niños sonrientes» habían degollado a Tuk mientras dormía, y lo habían dejado morir como un cerdo.
El bikura más cercano se adelantó, se detuvo a cinco pasos y dijo algo con voz monocorde.
—Un momento —murmuré mientras sacaba mi comlog. Marqué la función traducción.
—¿Beyetet ota menna lot cresfem ket? —preguntó el hombrecillo.
Me puse el auricular a tiempo para oír la traducción del comlog. No había tiempo de retraso. El idioma al parecer extraño era una simple corrupción del inglés que hablaban en la nave seminal, no muy distinto del dialecto aborigen de las plantaciones. «Tú eres el hombre que pertenece a la cruz/al cruciforme», interpretó el comlog, dándome dos opciones para el sustantivo final.
—Sí —respondí, consciente ahora de que esa gente me había tocado mientras yo dormía durante la noche que asesinaron a Tuk. Lo cual significaba sin más dudas que ellos habían asesinado a Tuk.
Esperé. Tenía el máser de caza en la mochila. La mochila estaba apoyada en un pequeño chalma a poca distancia, pero media docena de bikura se interponían. No importaba: en ese instante supe que no usaría un arma contra otro ser humano, ni siquiera contra el ser humano que había asesinado a mi guía y quizá planeara asesinarme a mí. Cerré los ojos y musité un acto de contrición. Cuando los abrí, habían llegado más bikura. Los movimientos cesaron, como si se hubiera alcanzado un quórum y hubieran llegado a una decisión.
—Sí —repetí en el silencio—. Soy el que lleva la cruz. —Oí que el parlante del comlog pronunciaba la última palabra «cresfem».
Los bikura asintieron simultáneamente y —como expertos monaguillos— flexionaron una rodilla, haciendo susurrar las túnicas en una genuflexión perfecta.
Abrí la boca para hablar y descubrí que no tenía nada que decir. Cerré la boca. Los bikura aguardaron. Una brisa agitaba las copas y las hojas de chalma, creando un sonido seco y estival. El bikura más cercano se me aproximó, me cogió el antebrazo con dedos fuertes y frescos, y pronunció una frase suave que mi comlog tradujo.
—Ven. Es hora de ir a las casas para el sueño.
Era media tarde. Preguntándome si el comlog habría traducido correctamente la palabra «sueño» o si se trataba de un eufemismo o metáfora por «muerte», asentí y los seguí hacia la aldea del borde de la Grieta.
Ahora espero sentado en la choza. Se oyen susurros. Alguien más está despierto. Espero.
Día 97:
Los bikura se llaman a sí mismos los «Tres Veintenas Más Diez».
He pasado las últimas veintiséis horas hablando con ellos, observando, tomando notas cuando ellos se entregan a su «sueño» de dos horas a media tarde, y tratando de registrar la mayor cantidad posible de datos antes de que decidan cortarme el cuello. Sin embargo empiezo a creer que no me harán daño.
Ayer, después de nuestro «sueño», me dirigí a ellos. A veces no responden a las preguntas y se limitan a hacerlo con gruñidos o las frases evasivas típicas de los niños lerdos. Después de la pregunta y la invitación de nuestro primer encuentro, ninguno preguntó ni comentó nada sobre mí.
Los interrogé sutilmente, con cuidado, con prudencia, con la calma profesional de un etnólogo. Formulé las preguntas más simples y fácticas para asegurarme de que el comlog funcionaba bien. Todo correcto. Pero la suma total de las respuestas me dejó en la misma ignorancia que el día anterior.
Al fin, cansado de cuerpo y espíritu, abandoné la sutileza profesional y pregunté al grupo que me rodeaba.
—¿Matasteis a mi compañero?
Mis tres interlocutores no apartaron la mirada del tosco telar en que realizaban su tarea.
—Sí —respondió el que yo llamaba Alfa, porque había sido el primero en acercarse a mí en la selva—, cortamos el cuello a tu compañero con piedras afiladas y lo obligamos a callar mientras forcejeaba. Murió la muerte verdadera.
—¿Por qué? —pregunté al fin, la voz seca como un hollejo.
—¿Por qué murió la muerte verdadera? —inquirió Alfa sin mirarme—. Porque toda su sangre brotó y él dejó de respirar.
—No —repliqué—. ¿Por qué lo matasteis?
Alfa no respondió, pero Betty —quien parece mujer y compañera de Alfa— dejó de mirar el telar para decir simplemente:
—Para que muriera.
—¿Por qué?
Las respuestas no me dieron ninguna explicación. Al cabo de un largo interrogatorio, sólo les sonsaqué que habían matado a Tuk para que muriera y que había muerto porque lo habían matado.
—¿Qué diferencia hay entre la muerte y la muerte verdadera? —pregunté, sin confiar en el comlog ni en mi paciencia a estas alturas.
El tercer bikura, Delta, gruñó una respuesta que el comlog interpretó como:
—Tu compañero murió la muerte verdadera. Tú no.
Al fin, en una frustración rayana en la ira, exclamé:
—¿Por qué no? ¿Por qué no me matasteis?
Los tres interrumpieron su monótona labor para mirarme.
—A ti no se te puede matar porque no puedes morir —explicó Alfa—. No puedes morir porque perteneces al cruciforme y sigues el camino de la cruz.
Ignoraba por qué la maldita máquina traducía «cruz» en unas ocasiones y «cruciforme» en otras. Porque perteneces al cruciforme.
Sentí un escalofrío y luego ganas de reír. ¿Me había topado con ese viejo cliché de los hologramas de aventuras, la tribu perdida que adoraba al «dios» que había aparecido en la jungla hasta que el pobre bastardo se cortaba al afeitarse o algo similar, y los tribeños, aliviados ante la obvia mortalidad del visitante, sacrificaban a la ex deidad? Habría resultado gracioso si la imagen de la cara pálida y la herida abierta e irregular de Tuk no estuviera tan fresca.
La reacción ante la cruz sugería que me había topado con un grupo de supervivientes de una ex colonia cristiana —¿católica?—, pero los datos del comlog insistían en que la nave de descenso de setenta colonos que se habían estrellado contra la meseta cuatrocientos años atrás sólo albergaba marxistas neokerwinianos, todos los cuales se mostraban indiferentes cuando no hostiles a las viejas religiones.
Pensé en olvidar el asunto, que podía resultar peligroso; pero mi estúpida curiosidad me impulsó a continuar.
—¿Adoráis a Jesús? —pregunté.
Sus imbéciles expresiones fueron más locuaces que una negativa verbal.
—¿Cristo? —intenté—. ¿Jesucristo? ¿Cristiano? ¿Iglesia Católica?
Ningún interés.
—¿Católico? ¿Jesús? ¿María? ¿San Pedro? ¿Pablo? ¿San Teilhard?
El comlog emitía ruidos pero por lo visto las palabras no significaban nada para ellos.
—¿Sois seguidores de la cruz? —insistí, buscando algún punto de referencia.
Los tres me miraron.
—Pertenecemos al cruciforme —respondió Alfa.
Asentí sin entender.
Esta tarde dormí un poco antes del ocaso y desperté al oír la música de órgano de los vientos nocturnos de la Grieta. En la aldea el sonido se alzaba más potente. Incluso las chozas parecían unirse al coro mientras las ráfagas ascendentes silbaban y gemían entre las hendiduras de piedra, las frondas flameantes y los toscos agujeros de los techos. Algo fallaba. Tardé un instante en comprender que la aldea estaba abandonada. Todas las chozas estaban vacías. Me senté en una roca fría y me pregunté si mi presencia habría provocado un éxodo en masa. La música del viento había cesado y los meteoros iniciaban su espectáculo nocturno a través de las fisuras de las nubes bajas, cuando oí un ruido a mis espaldas y me volví. Los setenta Tres Veintenas Más Diez estaban detrás de mí.
Pasaron sin pronunciar palabra y entraron en las chozas. No había luces. Los imaginé sentados dentro, espiando.
Me quedé un rato en el exterior antes de volver a mi choza. Al final caminé hasta el borde del herboso saliente y contemplé la roca que descendía al abismo. Un apiñamiento de lianas y raíces se aferraba a la ladera, pero parecía terminar a pocos metros, colgando en el vacío. Ninguna liana habría tenido suficiente longitud para llegar hasta el río que corría dos kilómetros más abajo.
Pero los bikura habían venido de esa dirección.
Nada tenía sentido. Sacudí la cabeza y volví a la choza.
Sentado allí, escribiendo a la luz del panel del comlog, trato de pensar en precauciones para asegurarme de que veré el amanecer.
No se me ocurre ninguna.
Día 103:
Cuanto más aprendo, menos entiendo.
He trasladado la mayor parte de mi equipo a la choza que dejan vacía para mí. He tomado fotografías, grabado chips de vídeo y audio y holofilmado la aldea y sus habitantes. No demuestran interés. Proyecto las holoimágenes y ellos las atraviesan apáticamente. Les hago oír las palabras y ellos sonríen y regresan a sus chozas para permanecer sentados durante horas, sin hacer nada, sin decir nada. Les ofrezco chucherías y las aceptan sin comentarios, comprueban si son comestibles y luego las dejan tiradas. La hierba está cubierta de abalorios de plástico, espejos, trozos de tela multicolor y lápices baratos.
He instalado el laboratorio médico, pero ha sido en vano: los Tres Veintenas Más Diez no se dejan examinar ni tomar muestras de sangre; aunque les he mostrado repetidamente que es indoloro, no se dejan revisar con el equipo de diagnóstico. En pocas palabras, no cooperan en absoluto. No discuten. No explican. Se limitan a alejarse y continúan sin hacer nada.
Al cabo de una semana aún no distingo los varones de las mujeres. Sus caras me recuerdan esos puzzles visuales que cambian de forma mientras uno mira; a veces la cara de Betty parece indiscutiblemente femenina y diez segundos después la marca sexual desaparece y pienso en ella (¿él?) como Beta. Las voces sufren la misma transformación. Suaves, bien moduladas, asexuadas…, me recuerdan los mal programados ordenadores hogareños que uno encuentra en mundos retrógrados. Me gustaría ver a un bikura desnudo; para alguien que ha sido jesuíta durante cuarenta y ocho años estándar no resulta fácil admitirlo, pero no sería una tarea fácil ni siquiera para un mirón experto. El tabú de la desnudez parece absoluto. Usan las largas túnicas en la vigilia y durante la siesta de dos horas. Abandonan la aldea para orinar y defecar, y sospecho que ni siquiera entonces se quitan la túnica. Al parecer no se bañan. Esto debería provocar problemas olfativos, pero estos primitivos no tienen olor, salvo el aroma dulzón del chalma.
—A veces te desnudarás —le dije un día a Alfa, abandonando el recato en bien de la información.
—No —dijo Alfa, y fue a sentarse en otra parte, totalmente vestido.
No tienen nombres. Al principio me parecía increíble, pero ahora estoy seguro.
—Somos todo lo que fue y será —me dijo el (la) bikura más bajo, a quien considero mujer y llamo Eppie, por Epsilon—. Somos los Tres Veintenas Más Diez.
Consulté el comlog y confirmé lo que sospechaba: en más de dieciséis mil sociedades humanas conocidas, no figura ninguna donde no existan los nombres individuales. Incluso en las sociedades de colmenas en Lusus, los individuos responden a su categoría de clase seguida por un código simple.
Les digo mi nombre y me miran fijamente.
—Padre Paul Duré, padre Paul Duré —repite el traductor comlog, pero nadie intenta imitarlo.
Excepto por sus desapariciones en masa todos los días antes del ocaso y sus dos horas de sueño comunitario, realizan pocas actividades de grupo. Incluso su modo de alojarse parece dejado al azar. Alfa pasa una siesta con Betty, la siguiente con Gam, la tercera con Zelda o Pete. No hay sistema ni configuración evidente. Cada tres días, los setenta se internan en la arboleda y regresan con bayas, raíces y corteza de chalma, frutas y todo lo que pueda resultar comestible.
Yo estaba seguro de que eran vegetarianos hasta que vi a Delta mordisqueando el viejo cadáver de una criatura arbórea. Los Tres Veintenas Más Diez no desprecian la carne; simplemente son demasiado estúpidos para cazar animales.
Cuando los bikura tienen sed, caminan casi trescientos metros hasta un arroyo que se precipita por la Grieta. A pesar de esta incomodidad, no hay indicios de recipientes, jarras ni piezas de alfarería. Yo mantengo mi reserva de agua en contenedores de plástico de 30 litros pero los aldeanos no le prestan atención. En mi menguante respeto por estas gentes, ya no me resulta inconcebible que hayan pasado varias generaciones en una aldea que no tiene agua a mano.
—¿Quién construyó las casas? —pregunto. No tienen una palabra para designar «aldea».
—Los Tres Veintenas Más Diez —responde Will. Lo distingo de los demás sólo por un dedo roto que no se le soldó bien. Cada uno de ellos tiene por lo menos un rasgo de esas características, aunque a veces me parece que sería más fácil diferenciar cuervos.
—¿Cuándo las construyeron? —pregunto, aunque ya debería saber que toda pregunta que empiece con «cuándo» no recibirá respuesta.
No recibo respuesta.
Bajan a la Grieta cada anochecer. Por las lianas. El tercer anochecer traté de observar este éxodo, pero seis de ellos me apartaron del borde. Con suavidad pero insistentemente, me llevaron de vuelta a la choza. Era la primera acción observable de los bikura parecida a la agresión y quedé un poco inquieto cuando se marcharon.
El siguiente anochecer, cuando se marcharon, me recogí en silencio en mi choza y ni siquiera me asomé, pero cuando regresaron recogí el grabador de imágenes y el trípode que había dejado cerca del borde. El mecanismo de tiempo había funcionado a la perfección. Los holos mostraban a los bikura cogiendo las lianas y bajando por la pared de roca con la misma agilidad de los arbóreos que pueblan los bosques de chalma y raraleña. Luego desaparecieron bajo el alero.
—¿Qué hacéis cuando bajáis por el peñasco al anochecer? —pregunté a Alfa al día siguiente.
El nativo me contempló con esa plácida sonrisa de Buda que he aprendido a odiar.
—Tú perteneces al cruciforme —contestó, como si esto lo explicara todo.
—¿Adoráis cuando bajáis por el peñasco? —pregunté.
Ninguna respuesta. Reflexioné un instante.
—Yo también soy seguidor de la cruz —dije, sabiendo que eso se traduciría como «pertenezco al cruciforme». Pronto podré prescindir del programa de traducción, pero esta conversación era demasiado importante para dejarla librada al azar—. ¿Eso significa que debería acompañaros cuando bajáis por el peñasco?
Por un segundo creí que Alfa estaba pensando. Arrugó la frente y comprendí que era la primera vez que uno de los Tres Veintenas Más Diez hacía este gesto.
—No puedes —respondió al fin—. Tú perteneces al cruciforme y no eres de los Tres Veintenas Más Diez.
Advertí que había necesitado cada neurona y sinapsis del cerebro para establecer esta diferencia.
—¿Qué haríais si yo bajara por el peñasco? —pregunté sin esperar respuesta. Las preguntas hipotéticas siempre corrían la misma suerte que las temporales.
Esta vez respondió, sin embargo. Recobró la sonrisa seráfica y el semblante plácido y dijo suavemente:
—Si intentas bajar por el peñasco, te tumbaremos en la hierba, cogeremos piedras afiladas, te cortaremos la garganta y esperaremos a que la sangre deje de manar y el corazón deje de latir.
No añadí nada. Me pregunté si él oía las palpitaciones de mi corazón en ese instante. Bueno, pensé, al menos ya no debes temer que te tomen por un dios. El silencio se prolongó. Al fin Alfa añadió otra frase que me dejó cavilante.
—Y si lo hicieras de nuevo, tendríamos que matarte otra vez.
Nos miramos largo rato; cada cual convencido, sin duda, de que el otro era un idiota.
Día 104:
Cada nueva revelación aumenta mi desconcierto.
La ausencia de niños me ha molestado desde mi primer día en la aldea. Al revisar mis notas, lo encuentro mencionado con frecuencia en las observaciones cotidianas que he dictado a mi comlog, pero no lo he registrado en esta miscelánea personal que denomino diario. Quizá las palpitaciones fueran demasiado siniestras.
Ante mis frecuentes y torpes intentos de desentrañar este misterio, los Tres Veintenas Más Diez han ofrecido sus explicaciones habituales. La persona interrogada sonríe beatíficamente y responde con alguna incoherencia. En comparación, los balbuceos del peor idiota de aldea de la Red parecen aforismos de un sabio. Con frecuencia ni siquiera responden.
Un día estaba frente al que he llamado Delta. Me quedé allí hasta que tuvo que reconocer mi presencia.
—¿Por qué no hay niños? —pregunté.
—Somos los Tres Veintenas Más Diez —murmuró Delta.
—¿Dónde están los niños?
Ninguna respuesta, ningún intento de eludir la pregunta, sólo una expresión vacía.
Cobré aliento.
—¿Quién es el más joven de vosotros?
Delta pareció cambiar en un intento por captar el concepto. Era demasiado. Me pregunté si los bikura habrían perdido el sentido del tiempo hasta tal extremo que todas mis preguntas estaban condenadas de antemano. Sin embargo, al cabo de un intervalo de silencio Delta señaló a Alfa, que estaba agazapado al sol, trabajando con su tosco telar manual.
—Allí está el último que regresó —indicó.
—¿Regresó? —repetí—. ¿De dónde?
Delta me miró sin ninguna emoción, ni siquiera impaciencia.
—Tú perteneces al cruciforme —alegó—. Debes conocer el camino de la cruz.
Asentí. Mi experiencia me indicaba que en este mundo encontraría uno de los muchos nudos ilógicos que a menudo descarriaban nuestros diálogos. Busqué un modo de seguir ese pequeño hilillo de información.
—Entonces Alfa —dije señalando— es el último que nació. Que regresó. ¿Pero… regresarán otros?
No estaba seguro de entender mi propia pregunta. ¿Cómo se pregunta acerca del nacimiento cuando el entrevistado no posee una palabra que signifique niño ni el concepto del tiempo? Pero Delta pareció entender. Asintió.
—Entonces, ¿cuándo nacerá el próximo de los Tres Veintenas Más Diez? —pregunté, entusiasmado—. ¿Cuándo regresará?
—Nadie puede regresar hasta que uno muera —explicó.
De pronto me pareció entender.
—Así que no nacerán…, nadie regresará hasta que uno muera —apunté—. ¿Reemplazáis al ausente con otro para que el grupo siempre sume Tres Veintenas Más Diez?
Delta respondió con ese silencio que yo había llegado a interpretar como asentimiento.
El sistema parecía bastante claro. Los bikura se tomaban muy en serio lo de Tres Veintenas Más Diez. Mantenían la población de la tribu en setenta, el mismo número registrado en la lista de pasajeros de la nave que se había estrellado cuatrocientos años atrás. Aquí había pocas posibilidades de coincidencia. Cuando alguien moría, permitían que naciera un niño para reemplazar al adulto. Simple.
Simple pero imposible. La naturaleza y la biología no funcionan con tanta pulcritud. Además del problema de población mínima, había otros absurdos. Aunque resulta difícil estimar la edad de estas personas de piel lampiña, es evidente que no hay una diferencia de más de diez años entre el mayor y el menor. Aunque actúan como niños, calculo que su edad media ronda los cuarenta años estándar. ¿Dónde están los ancianos? ¿Dónde están los progenitores, los tíos viejos y las tías solteronas? A este ritmo, la tribu entera llegará a la vejez casi de forma simultánea. ¿Qué ocurre cuando todos rebasan la edad de procreación y llega el momento de reemplazar a los miembros de la tribu?
Los bikura llevan vidas aburridas y sedentarias. La tasa de accidentes —aunque vivan al borde de la Grieta— tiene que ser baja. No hay depredadores. Las variaciones por temporada son mínimas y la provisión de alimentos parece estable. Sin embargo, tuvo que haber momentos, en los cuatrocientos años de historia de este grupo desconcertante, en que las enfermedades causaron estragos, en que las lianas cedieron y algunos cayeron a la Grieta, en que algo causó esa racha anormal de muertes repentinas que las compañías de seguros han temido desde tiempos inmemoriales.
Entonces, ¿qué? ¿Procrean para compensar la diferencia y luego vuelven a su conducta asexuada? ¿Los bikura son tan diferentes de cualquier otra sociedad humana estudiada que tienen un período de celo cada tantos años (acaso una vez por década) en toda su vida? Lo dudo.
Sentado en mi choza, considero las posibilidades. Una es que estas gentes sean muy longevas y puedan procrear durante casi toda su vida, con lo cual se posibilita el reemplazo de las bajas que sufre la tribu. Pero esto no explica que tengan la misma edad. Por otra parte, no hay mecanismo que explique esa longevidad. Las mejores drogas contra la vejez que ofrece la Hegemonía sólo logran extender la vida activa poco más allá de los cien años estándar. Las medidas sanitarias preventivas han prolongado la vitalidad de la temprana madurez hasta cerca de los setenta años —mi edad—, pero, salvo por los transplantes clónicos, la bioingeniería y otros lujos para los muy ricos, nadie en la Red de Mundos acostumbra a tener familia a los setenta años ni espera festejar sus ciento diez años bailando. Si comer raíces de chalma o respirar el aire puro de la Meseta del Piñón tuviera un efecto drástico en el retardo de la vejez, sin duda todos los habitantes de Hyperion estarían viviendo aquí, mascando chalma; este planeta habría tenido un teleyector hace siglos, y cada ciudadano de la Hegemonía con una tarjeta universal vendría aquí en las vacaciones y después de jubilarse.
No. Una conclusión más lógica es que los bikura tienen una longevidad normal y engendran hijos al ritmo normal, pero los matan a menos que se necesite un reemplazo. Quizá practiquen la abstinencia o el control de natalidad —además de matar a los recién nacidos— hasta que todo el grupo alcanza cierta edad en que se necesitará sangre nueva. Un período de alumbramientos en masa explica la edad similar de los miembros de la tribu.
Pero ¿quién enseña a los pequeños? ¿Qué pasa con los padres y otras personas mayores? ¿Los bikura comunican los rudimentos de su elemental cultura y luego se dejan matar? ¿Esto sería una «muerte verdadera», el exterminio de toda una generación? ¿Los Tres Veintenas Más Diez matan a los individuos en ambos extremos de la curva de la edad?
Estas especulaciones son inútiles. Voy a enfurecerme con mi incapacidad para resolver los enigmas. Pensemos una estrategia y sigámosla, Paul. Muévete, jesuíta.
Problema: ¿Cómo diferenciar los sexos?
Solución: Convencer a estos pobres diablos de aceptar un examen médico, mediante la persuasión o la coerción. Averiguar a qué se debe el misterio de los roles sexuales y el tabú de la desnudez. Una sociedad que depende de años de rigurosa abstinencia sexual para el control demográfico sería coherente con mi nueva teoría.
Problema: ¿Por qué se empecinan en mantener la población de Tres Veintenas Más Diez con que comenzó la colonia de la nave perdida?
Solución: Sigue fastidiándolos hasta que lo averigües.
Problema: ¿Dónde están los niños?
Solución: Insiste y husmea hasta saberlo. Quizá la excursión nocturna a la pared del peñasco esté relacionada con esto. Tal vez allí estén los niños. O una pila de huesos pequeños.
Problema: ¿Qué es este asunto de «pertenecer al cruciforme» y el «camino de la cruz» sino un vestigio deformado de las creencias religiosas de los colonos originales?
Solución: Averigua acudiendo a las fuentes. Ese descenso diario por el peñasco, ¿será de índole religiosa?
Problema: ¿Qué hay en la ladera del peñasco?
Solución: Baja a mirar.
Mañana, si se atienen a la costumbre, los setenta Tres Veintenas Más Diez irán a la arboleda para buscar provisiones durante varias horas. Esta vez no iré con ellos. Bajaré por la ladera.
Día 105:
0930 horas - Gracias, Señor, por permitirme ver lo que he visto hoy. Gracias, Señor, por traerme a este lugar en este momento para contemplar la prueba de Tu presencia.
1125 horas -¡Edouard, Edouard! Tengo que regresar. Tengo que mostrar esto a todo el mundo.
He embalado todo lo que necesito y he guardado los discos y películas en un saco tejido con hojas de bestos. Tengo comida, agua, el máser con su carga cada vez más débil. Tienda. Túnica de dormir.
¡Ojalá no me hubieran robado las varas de deflexión!
Quizá los bikura las han guardado. No, registré las chozas y la arboleda. No les servirían de nada.
¡No importa! Me marcharé hoy, si puedo. Si no, lo antes posible.
¡Edouard! Lo tengo todo registrado en las películas y los discos.
1400… Hoy resulta imposible atravesar la selva flamígera. El humo me ahuyentó antes de llegar al linde de la zona activa. Regresé a la aldea y miré los holos. No hay error. El milagro es real.
1530… Los Tres Veintenas Más Diez regresarán en cualquier momento. ¿Y si lo averiguan? ¿Y si con sólo mirarme comprenden que he estado allí?
Podría esconderme.
No, no es necesario ocultarse. Dios no me trajo hasta aquí y me permitió ver lo que he presenciado sólo para dejarme morir a manos de estos pobres niños.
Los Tres Veintenas Más Diez regresaron y fueron a sus chozas sin mirarme.
Estoy sentado en la puerta de mi cabaña y no puedo dejar de sonreír y reír y rezar. Antes me dirigí al borde de la Grieta, celebré misa y tomé la comunión. Los aldeanos ni siquiera se molestaron en mirar.
¿Cuándo podré marcharme? El supervisor Orlandi y Tuk decían que la selva flamígera permanecía en plena actividad durante tres meses locales (ciento veinte días) y relativamente tranquila durante dos. Tuk y yo llegamos aquí el día 87…
No puedo esperar otros cien días para llevar la noticia al mundo…, a todos los mundos. Ojalá un deslizador afrontara el clima y la selva flamígera para rescatarme. Ojalá pudiera acceder a uno de los satélites de datos que sirven a las plantaciones.
Todo es posible. Más milagros ocurrirán.
2350… Los Tres Veintenas Más Diez han bajado a la Grieta. El coro del viento nocturno eleva sus voces por doquier. ¡Ojalá estuviera con ellos ahora! Allá abajo.
Haré lo que más se le parece. Me arrodillaré cerca del borde y rezaré mientras las notas de órgano del planeta y el cielo cantan lo que ahora sé es un himno a un Dios presente y real.
Día 106:
Hoy desperté y la mañana lucía perfecta. El cielo era de color turquesa profundo, el sol era una gema afilada y sangrienta incrustada en él. Salí de la choza mientras se despejaban las brumas, los árboles terminaban su parloteo matinal y el aire empezaba a entibiarse. Luego entré para ver mis cintas y discos.
Advierto que en mis entusiastas garrapateos de ayer no mencioné lo que descubrí en la ladera. Lo revelaré ahora. Tengo los discos, las películas las notas del comlog, pero siempre existe la posibilidad de que sólo encuentren este diario personal.
Bajé por el borde del peñasco alrededor de las 0730 horas de la mañana de ayer. Los bikura buscaban alimentos en la arboleda. El descenso por las lianas parecía bastante sencillo —estaban anudadas para formar una especie de escala— pero cuando inicié el descenso el corazón me latía dolorosamente. Había tres mil abruptos metros hasta las rocas y el río. Constantemente aferré con fuerza por lo menos dos lianas y bajé lentamente, tratando de no mirar el abismo.
Tardé casi una hora en descender los ciento cincuenta metros que sin duda los bikura recorren en diez minutos. Al fin llegué a la curva de un alero. Algunas lianas caían al vacío, pero la mayoría se curvaban bajo la losa de roca hacia la pared del peñasco, treinta metros hacia dentro. Aquí y allá, las lianas trenzadas formaban toscos puentes que quizá los bikura franquean casi sin ayuda de las manos. Me arrastré por esos manojos trenzados, aferrando otras lianas y murmurando plegarias que no repetía desde mi infancia. Miré adelante, tratando de olvidar que había una extensión de aire aparentemente infinita bajo esos oscilantes y crujientes manojos de materia vegetal.
A lo largo de la pared del peñasco se extendía un ancho saliente. Dejé el abismo a tres metros antes de bajar entre las lianas hasta la piedra que había dos metros y medio más abajo.
El saliente tenía cinco metros de anchura y terminaba a poca distancia al nordeste, donde colgaba la gran masa del alero. Seguí un sendero a lo largo del saliente hacía el sudoeste y avancé unos veinte pasos antes de detenerme, atónito. Era un sendero. Un sendero trazado en la piedra maciza. La pulida superficie era unos centímetros más baja que la roca circundante. Más adelante, donde el sendero descendía por un reborde curvo hasta un nivel inferior y más ancho, habían tallado escalones en la piedra, pero incluso éstos estaban tan gastados que se curvaban en el centro.
Me senté un instante para digerir el impacto de este descubrimiento. Ni siquiera cuatro siglos de viaje cotidiano de los Tres Veintenas Más Diez podían explicar tamaña erosión en la roca. Alguien o algo había usado el sendero mucho antes de que los colonos de Bikura se estrellaran allí. Alguien o algo se había servido del sendero durante milenios.
Me levanté y reanudé la marcha. Había poco ruido excepto por la suave brisa que soplaba a lo largo de la Grieta de medio kilómetro de anchura. Percibí el murmullo del río.
El sendero viró a la izquierda para sortear un tramo de roca y terminó. Salí a una ancha plataforma de piedra que descendía suavemente y miré sorprendido. Creo que me persigné sin pensarlo.
Como el saliente transcurría de norte a sur por un tramo de cien metros de roca, podía mirar al oeste, por un tajo de treinta kilómetros de Grieta, el cielo abierto donde terminaba la meseta. Comprendí enseguida que el sol poniente iluminaría la pared bajo el alero cada tarde. No me habría sorprendido que (en el solsticio de primavera o de otoño) el sol de Hyperion pareciera, visto desde allí, descender por la Grieta mientras los bordes rojos rozaban las paredes de roca rosada.
Viré a la izquierda y observé la ladera del peñasco. El gastado sendero atravesaba el ancho saliente y conducía a puertas talladas en la piedra vertical. No, no eran meras puertas, sino portales con intrincados dibujos y exquisitos marcos y dinteles de piedra. A ambos lados de estas puertas gemelas se extienden anchas vidrieras coloreadas, que se elevan por lo menos veinte metros hacia el alero. Me acerqué para inspeccionar la fachada. La construyeron ensanchando la zona que había bajo el alero, tallando una pared abrupta y lisa en el granito de la meseta, y luego cavando un túnel dentro de la ladera. Toqué los profundos pliegues de tallas ornamentales que rodeaban la puerta. Lisos. Todo estaba pulido, gastado y suavizado por el tiempo, incluso aquí, donde el alero protegía la construcción de la intemperie. ¿Cuántos miles de años hacía que este… templo… estaba tallado en la pared sur de la Grieta?
La vidriera no era de cristal ni de plástico, sino una sustancia gruesa y traslúcida que parecía tan dura como la piedra. La ventana no era un conjunto de paneles; los colores oscilaban y cambiaban como aceite en el agua.
Saqué la linterna de la mochila, toqué una de las puertas y vacilé cuando el alto portal se deslizó hacia el interior sin rechinar.
Entré en el vestíbulo (no hay otra palabra para describirlo), crucé el silencioso espacio de diez metros y me detuve frente a otra pared hecha del mismo material coloreado que aun ahora brillaba a mis espaldas, llenando el vestíbulo con una densa luz de cien matices sutiles.
Advertí al instante que a la hora del poniente los rayos directos del sol llenarían la sala con franjas de color increíblemente intenso, teñirían la vidriera e iluminarían lo que había más allá.
Encontré la única puerta, delineada por un metal delgado y oscuro incrustado en la piedra de color, y la atravesé.
En Pacem, a partir de antiguas fotos y holos, reconstruimos la basílica de San Pedro tal como se erguía en el antiguo Vaticano. De doscientos metros de longitud y ciento cincuenta metros de anchura, la iglesia puede albergar a cincuenta mil acólitos cuando Su Santidad celebra misa. Nunca ha habido más de cinco mil fieles allí, ni siquiera cuando el Consejo de Obispos de Todos los Mundos está en asamblea cada cuarenta y tres años. En el ábside central, cerca de nuestra copia del Trono de San Pedro de Bernini, la gran cúpula se eleva más de ciento treinta metros sobre el suelo del altar. Es un lugar imponente.
Este lugar era más grande.
En la penumbra encendí la linterna para cerciorarme de que estaba en una sola habitación, una sala gigantesca excavada en la roca viva. Estimé que las lisas paredes se elevaban hasta un techo que debía de estar sólo a pocos metros bajo la superficie del peñasco donde los bikura habían instalado las chozas. Aquí no había adornos ni muebles, ninguna concesión a la forma o la función excepto el objeto que se erguía en el centro de esta sala enorme, cavernosa y reverberante.
En medio de la gran sala se alzaba un altar —una losa de cinco metros cuadrados de piedra—, y en este altar se erguía una cruz.
De cuatro metros de altura y tres de anchura, tallada en el viejo estilo de los ornamentados crucifijos de Vieja Tierra, la cruz miraba la pared de color como si aguardara el sol y la explosión de luz que inflamaría los diamantes, zafiros, cristales de sangre, cuentas de lapislázuli, lágrimas de reina, ónices y otras piedras preciosas que yo distinguía gracias a la luz de la linterna.
Me arrodillé y oré. Apagué la linterna, esperé varios minutos hasta que mis ojos discernieron la cruz en la luz turbia y humosa. Éste era sin duda el cruciforme de que hablaban los bikura. Había estado allí miles de años, quizá decenas de miles, mucho antes de que la humanidad abandonara Vieja Tierra. Sin duda, antes de que Cristo predicara en Galilea.
Recé.
Hoy me siento a la luz del sol después de revisar los holodiscos. He confirmado lo que apenas advertí durante mi regreso por la ladera, tras descubrir lo que ahora llamo la «basílica». En el saliente externo de la basílica hay escalones que descienden aún más en la Grieta. Aunque no están tan gastados como los que conducen a la basílica, son igualmente llamativos. Sólo Dios sabe qué otras maravillas aguardan abajo.
¡Debo comunicar este hallazgo a los mundos!
Capto perfectamente la ironía de ser yo quien lo haya descubierto. Si no hubiera sido por Armaghast y mi exilio, este hallazgo pudo haber tardado siglos. La Iglesia habría languidecido antes de que esta revelación le insuflara nueva vida.
Pero lo he descubierto. De un modo u otro, partiré o daré a conocer el mensaje.
Día 107:
Soy un prisionero.
Esta mañana me bañaba en el sitio habitual, cerca de donde el arroyo cae por el borde del peñasco, cuando oí un ruido y al volverme he visto al bikura que llamo Delta, mirándome con ojos de asombro. Lo saludé, pero el pequeño bikura dio media vuelta y echó a correr. Era desconcertante. Rara vez se dan prisa. Entonces comprendí que, aunque llevaba pantalones, sin duda había violado el tabú al permitir que Delta me viera el torso desnudo.
Sonreí, sacudí la cabeza, me terminé de vestir y regresé a la aldea. Si hubiera sabido lo que me esperaba, no habría estado de tan buen humor.
Todos los Tres Veintenas Más Diez me observaban. Me detuve a varios pasos de Alfa.
—Buenas tardes —saludé.
Alfa hizo una seña y media docena de bikura se abalanzaron sobre mí, me aferraron brazos y piernas y me tumbaron en el suelo. Beta se adelantó y sacó una piedra afilada de la túnica. Mientras yo luchaba en vano para zafarme, Beta me rasgó la ropa y apartó los jirones hasta dejarme desnudo.
Dejé de forcejear mientras la turba se acercaba. Observaron mi pálido cuerpo y murmuraron. El corazón me palpitaba con fuerza.
—Lamento haber ofendido vuestras leyes —balbucí—, pero no hay razones…
—Silencio —ordenó Alfa, y le habló al bikura alto con la cicatriz en la palma, el que yo llamo Zed—. No es del cruciforme.
Zed asintió.
—Dejadme explicar —intenté de nuevo, pero Alfa me silenció con un bofetón que me partió el labio y me hizo vibrar los oídos. Este acto no manifestaba más hostilidad de la que yo hubiera demostrado silenciando un comlog al mover el interruptor.
—¿Qué haremos con él? —preguntó Alfa.
—Los que no siguen la cruz deben morir la muerte verdadera —sentenció Beta, y la multitud avanzó. Muchos empuñaban piedras afiladas—. Los que no son del cruciforme deben morir la muerte verdadera —añadió, con el tono de complaciente contundencia propio de las fórmulas repetidas y las letanías religiosas.
—¡Yo sigo la cruz! —exclamé mientras la multitud me obligaba a levantarme. Cogí el crucifijo que me colgaba del cuello y luché contra la presión de muchos brazos. Al fin logré alzar la pequeña cruz.
Alfa levantó la mano y la multitud se aplacó. En el repentino silencio oí el río, tres kilómetros más abajo en la Grieta.
—Lleva una cruz —señaló Alfa.
—¡Pero no es del cruciforme! —insistió Delta—. Yo lo vi. No es como pensábamos. ¡No es del cruciforme! —espetó con voz colérica.
Maldije mi descuido y mi estupidez. El futuro de la iglesia dependía de mi supervivencia y había arruinado ambas cosas por creer que los bikura eran niños tontos e inofensivos.
—Los que no siguen el camino de la cruz deben morir la muerte verdadera —repitió Beta. Era una sentencia definitiva.
Setenta manos alzaron piedras. Yo grité, consciente de que era mi última oportunidad o mi condena final:
—¡Bajé por la ladera y adoré en vuestro altar! ¡Sigo la cruz!
Alfa y la turba titubearon. Noté que procuraban asimilar este nuevo pensamiento. No les resultaba fácil.
—Sigo la cruz y deseo ser del cruciforme —dije, procurando mantener la calma—. Estuve en vuestro altar.
—Los que no siguen la cruz deben morir la muerte verdadera —prorrumpió Gamma.
—Pero él sigue la cruz —objeto Alfa—. Ha rezado en la sala.
—No es posible —alegó Zed—. Los Tres Veintenas Más Diez rezan allí y él no es de los Tres Veintenas Más Diez.
—Antes de esto sabíamos que él no es de los Tres Veintenas Más Diez —dijo Alfa, frunciendo el ceño al enfrentar el concepto de pasado.
—No es del cruciforme —manifestó Delta-dos.
—Los que no son del cruciforme deben morir la muerte verdadera —subrayó Beta.
—El sigue la cruz —insistió Alfa—. ¿Cómo puede no pertenecer al cruciforme?
Se armó un alboroto. En la confusión y la algarabía luché contra las manos que me aferraban, pero no me soltaron.
—No es de los Tres Veintenas Más Diez y no es del cruciforme —pregonó Beta, con mayor desconcierto que hostilidad—. ¿Cómo no ha de morir la muerte verdadera? Debemos coger las piedras y abrirle la garganta para que la sangre mane hasta que se le pare el corazón. No es del cruciforme.
—Sigue la cruz —repitió Alfa—. ¿No puede pertenecer al cruciforme?
Esta vez un silencio siguió a la pregunta.
—El sigue la cruz y ha rezado en la sala del cruciforme —continuó Alfa—. No debe morir la muerte verdadera.
—Todos mueren la muerte verdadera —dijo un cruciforme a quien no reconocí. Me dolían los brazos por el esfuerzo de sostener el crucifijo en alto—. Excepto los Tres Veintenas Más Diez —terminó el bikura anónimo.
—Porque siguieron la cruz, rezaron en la sala y pertenecieron al cruciforme —explicó Alfa—. ¿No debe él, pues, pertenecer al cruciforme?
Aferrando el frío metal de la pequeña cruz, esperé el veredicto. Tenía miedo de morir, desde luego, pero mi mente había cobrado distancia. Mi mayor pena era no poder comunicar la existencia de la basílica a un universo incrédulo.
—Venid, hablaremos de esto —propuso Beta al grupo, y me arrastraron consigo mientras regresaban en silencio a la aldea.
Me han encerrado en mi choza. No tuve oportunidad de manotear el máser de caza; varios de ellos me aferraban mientras vaciaban la choza y se apoderaban de mis pertenencias. Se llevaron mi ropa y sólo me dejaron una de sus toscas túnicas para cubrirme.
Cuanto más espero, más furioso y angustiado me siento. Se han llevado el comlog, el grabador de imágenes, los discos, los chips… todo. Me han dejado sólo una caja con equipos de diagnóstico médico, pero eso no me ayudará a documentar el milagro de la Grieta. Si destruyen las cosas que han tomado —y luego me destruyen a mí—, se perderá toda la documentación acerca de la basílica.
Si dispusiera de un arma, mataría a los guardias y…
Oh Dios, ¿qué estoy pensando? Edouard, ¿qué debo hacer?
Incluso si lograra sobrevivir y llegar a Keats para regresar a la Red, ¿quién me creería? Tras nueve años de ausencia en Pacem a causa de la deuda temporal provocada por el salto cuántico…, sólo un viejo que vuelve con las mismas mentiras por las cuales lo exiliaron…
Oh Dios, si destruyen los datos, que también me destruyan a mí.
Día 110:
Después de tres días, han decidido mi destino.
Zed y el que llamo Theta-Prima vinieron a buscarme poco después del mediodía. Parpadeé cuando me llevaron a la luz. Los Tres Veintenas Más Diez formaban un amplio semicírculo cerca del borde del peñasco. Esperaba que me arrojaran por ese borde del peñasco. Entonces descubrí la fogata.
Yo suponía que los bikura eran tan primitivos que habían olvidado el arte de encender y utilizar el fuego. No se calentaban con fuego y las chozas siempre estaban oscuras. Nunca los había visto cocinar, ni siquiera cuando comían el cuerpo de un arbóreo. Pero aquella fogata ardía con fuerza y sólo ellos podían haberla encendido. Miré para averiguar con qué alimentaban las llamas.
Quemaban mi ropa, el comlog, las notas de campo, las cintas, los chips de vídeo, los discos de datos, el grabador de imágenes… todo lo que contenía información. Grité, traté de arrojarme al fuego, proferí insultos que no usaba desde mis días callejeros de la infancia. No me prestaron atención.
Al fin Alfa se me acercó.
—Serás del cruciforme —murmuró.
No me importó. Me llevaron de vuelta a mi choza, donde sollocé una hora. No hay guardia en la puerta. Hace poco me asomé y pensé en correr hacia la selva flamígera. Luego se me ocurrió lanzarme hacia la Grieta, un procedimiento más breve pero no menos fatal.
No hice nada.
El sol se pondrá dentro de un rato. Los vientos ya ululan. Pronto. Pronto.
Día 112:
¿Sólo han transcurrido dos días? Ha parecido una eternidad.
Esa cosa no salió esta mañana. No salió.
Tengo frente a mí el panel del escáner médico, pero aún no lo creo. Sin embargo, es cierto. Ahora soy del cruciforme.
Vinieron a buscarme antes del ocaso. Todos. No me resistí mientras me conducían al borde de la Grieta. En las lianas eran más ágiles de lo que yo creía. Yo los retrasaba pero se mostraron pacientes y me indicaban los sitios más fáciles, la ruta más rápida.
El sol de Hyperion había caído por debajo de las nubes y se veía por encima de la ladera del oeste mientras nos acercábamos a la basílica. La canción del viento sonaba más fuerte de lo que yo había previsto; parecía atrapada entre los tubos de un gigantesco órgano de iglesia. Las notas empezaban con gruñidos graves que se agudizaban hasta hacerme rechinar los huesos y los dientes, chillidos penetrantes que llegaban fácilmente al ultrasónico.
Alfa abrió las puertas exteriores y atravesamos la antecámara para entrar en la basílica central. Los Tres Veintenas Más Diez formaron un ancho círculo alrededor del altar y la alta cruz. No hubo letanías. No se alzaron cantos. No se celebró ninguna ceremonia. Nos limitamos a guardar silencio mientras el viento rugía a través de las huecas columnas y reverberaba en la gran sala vacía tallada en piedra: reverberó y retumbó y cobró volumen hasta que me vi obligado a taparme los oídos con las manos. Entre tanto, los horizontales rayos del sol bañaban la sala con intensos tonos de ámbar, oro, lapislázuli y de nuevo ámbar, colores tan profundos que la luz espesaba el aire y se adhería a la piel como pintura. La cruz recibió esta luminosidad y la sostuvo en cada una de sus mil piedras preciosas, reteniéndola incluso después de ponerse el sol, cuando las ventanas cobraron un desleído gris crepuscular. Era como si el gran crucifijo hubiera absorbido la luz y la irradiara hacia nosotros, hacia nuestro interior. Luego incluso la cruz quedó a oscuras y los vientos murieron en la repentina penumbra.
—Traedlo —murmuró Alfa.
Salimos al ancho saliente de piedra y Beta estaba allí con antorchas. Mientras Beta las repartía entre algunos escogidos, me pregunté si los bikura usaban el fuego sólo con propósitos rituales. Luego Beta encabezó la marcha y descendimos por la estrecha escalera tallada en la piedra.
Al principio avancé aterrado, aferrando la roca lisa y buscando protuberancias vegetales o minerales. A nuestra derecha, el precipicio era tan abrupto y profundo que rayaba en lo absurdo. Bajar la antigua escalera era peor que aferrarse a las lianas de arriba. Aquí tenía que mirar hacia abajo cada vez que apoyaba el pie en los reducidos y gastados escalones. Un resbalón y una caída primero me parecieron probables, luego inevitables.
Quería detenerme para regresar a la seguridad de la basílica, pero la mayoría de los Tres Veintenas Más Diez me seguían en la angosta escalera y no parecían dispuestos a cederme el paso. Además, mi curiosidad por averiguar qué había al pie de la escalera podía más que el miedo. Me detuve el tiempo suficiente para mirar el labio de la Grieta, trescientos metros más arriba, y advertí que habían desaparecido las nubes y despuntado las estrellas, la danza nocturna de estelas meteóricas brillaba contra el cielo negro. Bajé la cabeza, murmuré el rosario y seguí la luz de las antorchas y a los bikura hacia las traicioneras profundidades.
No podía creer que la escalera nos llevara hasta el pie de la Grieta, pero así era. Cuando, poco después de medianoche, comprendí que bajaríamos hasta el nivel del río, estimé que llegaríamos al mediodía del día siguiente, pero no fue así.
Llegamos al pie de la Grieta antes del amanecer. Las estrellas aún brillaban en el fragmento de cielo recortado entre las paredes rocosas que se elevaban a imposible distancia en ambos flancos. Agotado, bajando con cautela, advertí que no había más escalones y miré hacia arriba; me pregunté estúpidamente si las estrellas seguían visibles a la luz del día, como cuando una vez bajé a un pozo de agua en mi infancia de Villefranche-sur-Saóne.
—Aquí —indicó Beta. Era la primera palabra pronunciada en muchas horas y apenas se oía sobre el rugido del río. Los Tres Veintenas Más Diez se detuvieron donde estaban y quedaron inmóviles. Caí de rodillas y rodé a un lado. Me sería imposible subir esa escalera que acabábamos de bajar. No en el mismo día. Ni en la misma semana. Tal vez nunca. Cerré los ojos para dormir, pero el opaco combustible de la tensión nerviosa continuaba ardiendo en mi interior. Miré el suelo de la hondonada. El río era más ancho de lo que había previsto, al menos setenta metros, y el ruido resultaba sobrecogedor como el bramido de una gran fiera.
Me senté y contemplé el retazo de oscuridad en la pared de enfrente. Era una sombra más oscura que las sombras, más regular que el perfil escabroso de almenas, rendijas y columnas que salpicaban la ladera del peñasco. Era un cuadrado perfecto de oscuridad, de al menos treinta metros de lado. Una puerta o agujero en la pared de roca. Me levanté con esfuerzo y observé río abajo a lo largo de la pared por donde habíamos bajado; sí, allí estaba. La otra entrada, la entrada hacia donde enfilaban Beta y los demás, apenas resultaba visible bajo la luz de las estrellas.
Había encontrado la entrada de un laberinto de Hyperion.
«¿Sabía usted que Hyperion es uno de los nueve mundos laberínticos?», me había preguntado alguien en la nave de descenso. Sí, era el joven sacerdote llamado Hoyt. Yo asentí sin darle importancia. Me interesaban los bikura —y el dolor que me infligiría el exilio— más que los laberintos y sus constructores.
Nueve mundos tienen laberintos. Nueve entre ciento setenta y seis mundos de la Red y otros doscientos planetas coloniales y protectorados. Nueve mundos entre ocho mil planetas explorados, siquiera superficialmente, desde la Hégira. Ciertos arqueohistoriadores planetarios dedican la vida al estudio de los laberintos. Yo no. Siempre me ha parecido un tema estéril y vagamente irreal.
Ahora caminaba hacia uno de ellos con los Tres Veintenas Más Diez mientras el río Kans rugía, vibraba y amenazaba apagar las antorchas con su espuma. Los laberintos fueron tallados, excavados, creados hace más de setecientos cincuenta mil años estándar. Los detalles eran inevitablemente los mismos, los orígenes quedaban inevitablemente irresueltos.
Los mundos laberínticos siempre se parecen a la Tierra, al menos hasta 7,9 en la escala Solmev, e invariablemente giran en torno de una estrella tipo G. Sin embargo son tectónicamente inactivos, más semejantes a Marte que a Vieja Tierra. Los túneles son profundos —no menos de diez kilómetros, y a veces treinta— y forman una catacumba en la corteza del planeta. En Svoboda, a poca distancia del planeta de Pacem, se han explorado más de ochocientos mil kilómetros de laberinto con sondas. La entrada de los túneles está formada por un cuadrado de treinta metros de lado. Se tallaron con una tecnología que la Hegemonía aún no domina. Una vez leí en una publicación arqueológica que Kemp-Holtzer y Weinstein habían postulado un «excavador de fusión» que explicaría la lisura de las paredes y la falta de escombros, pero la teoría no explicaba el origen de los constructores ni sus máquinas, ni por qué habían dedicado siglos a una labor de ingeniería al parecer inútil. Se ha sondeado e investigado cada mundo laberíntico, incluído Hyperion. No hay indicios de maquinaria, ni cascos de minero oxidados, ni un solo fragmento de plástico destruido ni envoltorios de estimulantes en descomposición. Los investigadores ni siquiera han logrado identificar los pasajes de entrada y salida. Ningún indicio de metales pesados o preciosos ha bastado para explicar un esfuerzo tan descomunal. No ha sobrevivido ninguna leyenda ni artefacto de los Constructores de los Laberintos. El misterio me había intrigado un poco a lo largo de los años, pero nunca me había apasionado. Hasta ahora.
Entramos por la boca del túnel. No era un cuadrado perfecto. La erosión y la gravedad habían transformado el túnel perfecto en una caverna tosca durante cien metros. Beta se detuvo allí donde el suelo del túnel se volvía liso y apagó la antorcha. Los demás bikura lo imitaron.
Estaba muy oscuro. El túnel había virado e impedía el paso a la luz de las estrellas. Yo había estado en cavernas y no esperaba que los ojos se me adaptasen a esa profunda oscuridad con las antorchas apagadas. Pero lo hicieron.
Poco después percibí un fulgor rosado, opaco al principio, luego cada vez más brillante, hasta que la caverna resplandeció aún más que el cañón, aún más que Pacem bajo el fulgor de su trinidad de lunas. La luz procedía de cien puntos, mil puntos. Distinguí la índole de aquellas fuentes luminosas cuando los bikura se arrodillaron con reverencia.
Las paredes y el techo de la caverna estaban incrustadas de cruces cuyo tamaño iba desde unos pocos milímetros hasta un metro de longitud. Todas fulguraban con un intenso brillo rosado. Invisibles a la luz de las antorchas, esas cruces refulgentes inundaban de luminosidad el túnel. Me acerqué a la que estaba incrustada en la pared más cercana. De treinta centímetros de ancho, palpitaba con un fulgor suave y orgánico. No era algo tallado en la piedra ni pegado a la pared; era algo orgánico, vivo, semejante a un coral suave. Resultaba ligeramente tibio al tacto.
Hubo un largo susurro —no, no un susurro, quizás una turbación en el aire fresco— y me volví a tiempo para ver que algo entraba en la cámara.
Los bikura aún estaban arrodillados, las cabezas gachas. Permanecí de pie, sin apartar la mirada de la criatura que se movía entre los bikura arrodillados.
Aunque tenía contorno de hombre, no era humana.
Medía al menos tres metros de alto. Incluso cuando se detenía, su superficie plateada parecía fluir como mercurio suspendido en el aire. El fulgor rojo de las cruces incrustadas en las paredes del túnel se reflejaban en superficies agudas y relucía sobre las hojas de metal curvo que sobresalían de la frente de la criatura, las cuatro muñecas, los codos extrañamente articulados, las rodillas, la espalda acorazada y el tórax. Se deslizaba entre los bikura arrodillados, y cuando extendió los cuatro largos brazos, las manos tendidas pero con los dedos chasqueando como escalpelos de cromo, evoqué absurdamente a Su Santidad al ofrecer su bendición a los fieles de Pacem.
Sin duda era el legendario Alcaudón.
En ese momento debí de moverme o hacer ruido, pues grandes ojos rojos se volvieron hacia mí y me encontré hipnotizado por la luz que danzaba en esos prismas multifacéticos: no sólo reflejaban la luz sino que un brillo feroz, brillante como la sangre, ardía dentro del espinoso cráneo de la criatura y palpitaba en las terribles gemas donde Dios quiso que hubiera ojos.
Luego se movió. Mejor dicho, no se movió sino que dejó de estar allí para aparecer aquí, a menos de un metro, y sus brazos articulados me encerraron en una afilada presa de acero líquido. Jadeando, pero incapaz de respirar, vi mi propio reflejo, la cara blanca y deforme, bailando sobre la superficie del casco metálico y los ojos ardientes de esa cosa.
Confieso que sentí algo más cercano a la exaltación que al miedo. Algo inexplicable estaba ocurriendo. Formado en la lógica jesuita y templado en el frío baño de la ciencia, en ese instante comprendí a pesar de todo la antigua obsesión de los temerosos de Dios por otra especie de miedo: la excitación del exorcismo, el aturdido torbellino de la posesión derviche, el ritual de títeres del Tarot, la entrega casi erótica de la sesión espiritista, el hablar en lenguas desconocidas y el trance del gnosticismo Zen. Comprendí en ese instante con qué certeza la afirmación de los demonios o la convocatoria de Satán puede afirmar la realidad de su antítesis mística, el Dios de Abraham.
Sin pensar esto, sino sintiéndolo, esperé el abrazo del Alcaudón con el imperceptible temblor de una novia virginal.
Desapareció.
No hubo estruendo, ni repentino olor a azufre, ni siquiera una científicamente atinada ráfaga de aire. Esa cosa estaba allí rodeándome con la bella certidumbre de una muerte segura, y un instante después se había esfumado.
Aturdido, parpadeé mientras Alfa se levantaba para acercarse a mí en aquella penumbra con colores del Bosco. Se situó donde se había detenido el Alcaudón, con los brazos extendidos en un patético remedo de la mortal perfección que yo había presenciado, pero en la blanda cara bikura de Alfa no había indicios de que hubiera visto a la criatura. Abrió la mano en un gesto torpe que parecía incluir el laberinto, la pared de la caverna y las cruces refulgentes.
—Cruciforme —dijo Alfa. Los Tres Veintenas Más Diez se levantaron, se aproximaron y se arrodillaron de nuevo. Les miré las caras plácidas bajo la luz tenue y también me arrodillé—. Seguirás la cruz todos tus días —continuó Alfa, con la cadencia de una letanía. Los demás bikura repitieron la afirmación en una salmodia—. Serás del cruciforme todos tus días —sentenció Alfa, y mientras los demás repetían esto extendió la mano y extrajo un pequeño cruciforme de la pared de la caverna. Tenía sólo doce centímetros de largo y salió de la pared con un chasquido blando. El fulgor se esfumó ante mis propios ojos. Alfa extrajo una pequeña correa de la túnica, la sujetó en pequeñas protuberancias de la parte superior del cruciforme y situó la cruz encima de mi cabeza—. Serás del cruciforme ahora y para siempre.
—Ahora y para siempre —repitieron los bikura.
—Amén —susurré.
Beta me indicó que me abriera la túnica. Alfa bajó la pequeña cruz para colgármela del cuello. Su contacto era fresco; el dorso se notaba plano y liso.
Los bikura se levantaron y enfilaron hacia la entrada de la caverna, al parecer de nuevo apáticos e indiferentes. Los miré partir y luego toqué la cruz con cautela, la alcé y la inspeccioné. El cruciforme era frío, inerte. Si segundos antes vivía, ahora no mostraba indicios de ello. Se parecía más al coral que al cristal o la roca; no había rastros de material adhesivo en el dorso liso. Especulé acerca de los efectos fotoquímicos que creaban esa luminiscencia. Especulé sobre fósforos naturales, bioluminiscencias y la posibilidad de que la evolución formara tales cosas. Especulé acerca de las relaciones entre su presencia y el laberinto, y acerca de los milenios necesarios para levantar aquella meseta de tal modo que el río y el cañón atravesaran uno de los túneles. Especulé acerca de la basílica y sus constructores, acerca de los bikura y el Alcaudón y yo mismo. Por fin dejé de especular y cerré los ojos para rezar.
Cuando salí de la caverna, con el frío cruciforme bajo la túnica, los Tres Veintenas Más Diez estaban dispuestos a iniciar el ascenso de tres kilómetros por la escalera. Al alzar la mirada, descubrí un fragmento de cielo matinal entre las paredes de la Grieta.
—¡No! —exclamé, la voz casi inaudible por el rugido del río—. Necesito descanso. ¡Descanso! —Caí de rodillas en la arena pero varios bikura se acercaron, me levantaron suavemente y me condujeron a la escalera.
Lo intenté —el Señor sabe que lo intenté—, pero al cabo de dos o tres horas de ascenso sentí que se me aflojaban las piernas y me desmoroné, deslizándome por la escalera sin poder detener mi caída de seiscientos metros hacia las rocas y el río. Recuerdo que aferré el cruciforme bajo la gruesa túnica y que varias manos detuvieron mi caída, me alzaron, me llevaron. Luego no recuerdo más.
Hasta esta mañana. Cuando desperté, el amanecer derramaba luz por la puerta de mi choza. Sólo llevaba la túnica y el tacto me confirmó que el cruciforme aún colgaba de la fibrosa correa. Mientras el sol se elevaba sobre la selva, comprendí que había perdido un día, que había dormido no sólo durante el ascenso por aquella interminable escalera (¿cómo podían esos hombrecillos cargarme durante dos kilómetros y medio de ascenso vertical?), sino durante el siguiente día y su noche.
Miré alrededor. Mi comlog y otros artefactos habían desaparecido. Sólo quedaban el escáner médico y algunos paquetes de software antropológico, inútiles por la destrucción del resto del equipo. Sacudí la cabeza y fui a bañarme al arroyo.
Los bikura parecían estar durmiendo. Ahora que yo había participado en el ritual y «pertenecía al cruciforme», no mostraban interés en mí. Mientras me desnudaba para bañarme, decidí no preocuparme por ellos. Decidí que partiría en cuanto me hubiera recuperado. Hallaría un modo de sortear la selva flamígera si era necesario. Podía bajar la escalera y seguir el Kans en caso preciso. Tenía que transmitir al mundo exterior la noticia de aquellos milagrosos artefactos.
Me quité la gruesa túnica, tirité bajo la luz matutina y traté de levantar el pequeño cruciforme.
No salía.
Se quedó allí como si formara parte de mi pecho. Tiré, raspé y moví la correa hasta que se partió y se cayó. Me palpé el bulto cruciforme que tenía en el pecho. No salía. Era como si mi carne se hubiera cerrado sobre los bordes del cruciforme. Salvo por mis arañazos, no había dolor ni sensaciones físicas en el cruciforme ni en la carne circundante, sólo pánico puro en mi alma ante la idea de tener pegada esa cosa. Cuando se aplacó el primer arrebato de miedo, me senté un instante y me apresuré a ponerme la túnica para regresar a la aldea.
Habían desaparecido mi cuchillo, el máser, las tijeras, la navaja… todo lo que me habría ayudado a quitarme aquel engendro del pecho. Mis uñas dejaron rastros sangrientos sobre la roja roncha y mi pecho, leí el visor del panel, sacudí la cabeza incrédulamente y me hice un examen de todo el cuerpo. Al cabo de un rato solicité copias de los resultados del examen y permanecí inmóvil un largo rato.
Ahora estoy sentado con las placas en la mano. El cruciforme es bien visible en los sondeos sónicos y las imágenes de corte transversal, así como las fibras internas que se expanden como delgados tentáculos, como raíces, por mi cuerpo.
Encima del esternón, un núcleo grueso irradia ganglios excedentes hacia una maraña de filamentos, una pesadilla de nemátodos. Por lo que puedo discernir con mi sencillo escáner de campo, los nemátodos terminan en las amígdalas y otros ganglios basales de cada hemisferio cerebral. Mi temperatura, metabolismo y nivel de linfocitos son normales. No se aprecia invasión de tejido extraño. Según el escáner, los filamentos nematódicos son el resultado de una extensa pero simple metástasis. De acuerdo con el escáner, el cruciforme está compuesto de tejido conocido… el ADN es mío.
Soy del cruciforme.
Día 116:
Cada día recorro los confines de mi jaula: la selva flamígera al sur y al este, las gargantas boscosas al nordeste, la Grieta al norte y al oeste. Los Tres Veintenas Más Diez no me dejan bajar más allá de la basílica. El cruciforme no me permite alejarme más de diez kilómetros de la Grieta.
Al principio no podía creerlo. Había resuelto entrar en la selva flamígera, confiando en la suerte y la ayuda de Dios. Pero no había avanzado más de dos kilómetros por la arboleda cuando me oprimió un dolor en el pecho, los brazos y la cabeza. Pensé que sufría un ataque cardíaco masivo. Pero cuando regresé hacia la Grieta, los síntomas cesaron. Experimenté durante un tiempo y los resultados fueron invariablemente los mismos. Cada vez que me aventuraba en la selva flamígera, lejos de la Grieta, el dolor volvía y se agudizaba hasta que yo emprendía el regreso.
Empecé a entender otras cosas. Ayer descubrí las ruinas de la nave seminal originaria mientras exploraba el norte. Sólo quedaba chatarra oxidada y cubierta de vegetación entre las rocas del linde de la selva flamígera, cerca de la garganta.
Pero, agazapado entre el expuesto esqueleto metálico de la antigua nave, imaginé el regocijo de los setenta supervivientes, su breve viaje a la Grieta, el descubrimiento de la basílica y… ¿y qué? Las conjeturas son vanas, pero las sospechas permanecen. Mañana intentaré otro examen físico de un bikura. Quizá lo permitan ahora que soy «del cruciforme».
Cada día me someto a un examen médico. Los nematodos permanecen, quizá más densos, quizá no.
Estoy convencido de que son parasitarios, aunque mi cuerpo no revela indicios de ello. Me miro la cara en una laguna, cerca de la cascada, y veo sólo ese mismo semblante largo y viejo al que he cobrado aversión en años recientes. Esta mañana, mientras contemplaba mi imagen en el agua, abrí la boca, pensando que descubriría filamentos grises y glóbulos de nemátodos creciendo desde el paladar y la garganta. No había nada.
Día 117:
Los bikura son asexuados. Ni célibes ni hermafroditas ni atrofiados. Asexuados. Carecen de genitales externos o internos, tanto como un muñeco de juguete. No hay pruebas de que el pene, los testículos o sus equivalentes femeninos se hayan atrofiado o alterado quirúrgicamente. No hay señas de que jamás hayan existido. La orina circula por una uretra primitiva que termina en una pequeña cámara contigua al ano, una especie de tosca cloaca.
Beta me permitió examinarlo. El escáner médico confirmó lo que mis ojos se negaban a creer. Delta y Theta también accedieron a ser examinados. No tengo dudas de que los demás Tres Veintenas Más Diez son igualmente asexuados. No hay indicios de que los hayan… alterado. Se diría que todos nacieron así…, pero ¿cómo eran sus padres? ¿Y cómo se reproducen estos asexuados terrones de arcilla humana? Debe de estar relacionado de algún modo con el cruciforme.
Cuando terminé los exámenes, me desnudé y me estudié. El cruciforme crece desde el pecho como un tejido cicatricial rosado, pero todavía soy un hombre.
¿Por cuánto tiempo?
Día 133:
Alfa ha muerto.
Yo lo acompañaba hace tres mañanas cuando se cayó. Estábamos tres kilómetros al este, buscando tubérculos de chalma en las grandes rocas del borde de la Grieta. Había llovido los dos últimos días y las rocas estaban resbaladizas. Mientras yo tambaleaba, vi que Alfa perdía el equilibrio, patinaba por una ancha losa de piedra y caía al precipicio. No gritó. El único sonido lo produjo la túnica al rozar contra la roca, seguido varios segundos después por el estremecedor ruido de melón partido de su cuerpo, que se estrelló contra un saliente ochenta metros más abajo.
Tardé una hora en hallar un camino para llegar a él. Incluso antes de iniciar el penoso descenso, comprendí que era demasiado tarde para ayudarlo. Pero era mi deber.
El cuerpo de Alfa estaba suspendido entre dos rocas grandes. Debió de morir instantáneamente, tenía los brazos y las piernas astilladas y el lado derecho del cráneo aplastado. La sangre y el tejido cerebral se adherían a la roca húmeda como las sobras de una triste merienda. Lloré ante el pequeño cuerpo. No sé por qué lloré, pero mientras lo hacía administré la extremaunción y rogué a Dios que aceptara el alma de aquella pobre criatura sin sexo. Luego envolví el cuerpo en lianas, trepé penosamente los ochenta metros de peñasco y —jadeando de agotamiento— alcé el cuerpo destrozado.
Los bikura demostraron poco interés cuando llevé el cuerpo de Alfa a la aldea. Al final Beta y algunos otros se acercaron a mirar el cadáver con indiferencia. Nadie preguntó cómo había muerto. Al cabo de un rato la pequeña multitud se dispersó.
Llevé el cuerpo de Alfa hasta el promotorio donde había enterrado a Tuk muchas semanas atrás.
Estaba cavando la tumba con una piedra chata cuando apareció Gamma. El bikura abrió los ojos y sólo por un instante una emoción pareció cruzar los blandos rasgos.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Gamma.
—Enterrándolo. —Estaba cansado para añadir más. Me apoyé en una gruesa raíz de chalma para descansar.
—No —ordenó Gamma—. Él es del cruciforme.
Me quedé mirando mientras Gamma daba media vuelta y regresaba deprisa a la aldea. Cuando el bikura se marchó, alcé la tosca manta de fibra que había echado sobre el cadáver.
Alfa estaba realmente muerto. Ya carecía de importancia, para él o para el universo, que perteneciera o no al cruciforme. La caída lo había despojado de casi todas sus ropas y toda su dignidad. El lado derecho del cráneo estaba roto y vacío como un huevo después del desayuno. Un ojo escrutaba ciegamente el cielo de Hyperion a través de una sustancia turbia mientras el otro miraba perezosamente bajo un párpado caído. Las costillas estaban tan astilladas que puntas de hueso sobresalían de la carne. Ambos brazos estaban rotos y la pierna izquierda aparecía casi arrancada.
Yo había usado el escáner para realizar una ligera autopsia que había revelado lesiones internas masivas; incluso el corazón de aquel pobre diablo estaba aplastado por la fuerza de la caída.
Toqué la carne fría. El rigor mortis avanzaba. Acaricié la roncha en forma de cruz que tenía en el pecho y retiré la mano, sobresaltado. El cruciforme estaba tibio.
—Apártate.
Al volverme vi a Beta y al resto de los bikura. Comprendí que me asesinarían al instante si no me alejaba del cadáver. Una parte de mi mente idiotizada por el miedo pensó que los Tres Veintenas Más Diez eran ahora los Tres Veintenas Más Nueve. En ese momento me pareció gracioso.
Los bikura alzaron el cuerpo y regresaron a la aldea. Beta observó el cielo, me miró a mí, y dijo:
—Ya es hora. Tú vendrás.
Descendimos a la Grieta. El cuerpo, atado a un cesto de lianas, bajó con nosotros.
El sol aún no iluminaba el interior de la basílica cuando depositaron el cadáver de Alfa en el ancho altar y le quitaron los jirones de ropa.
No sé qué esperaba a continuación, tal vez un acto de canibalismo ritual. Nada me habría sorprendido. En cambio, uno de los bikura alzó los brazos mientras los primeros haces de luz coloreada entraban en la basílica, y entonó:
—Seguirás el camino de la cruz todos tus días.
Los Tres Veintenas Más Diez se arrodillaron y repitieron la oración. Yo permanecí de pie, sin hablar.
—Serás del cruciforme todos tus días —pronunció el pequeño bikura, y el coro de voces que repetían la frase retumbó en la basílica. Una luz del color y la textura de la sangre coagulada proyectó la enorme sombra de la cruz sobre la pared.
—Serás del cruciforme ahora y por siempre jamás —salmodiaron los bikura mientras en el exterior arreciaban los vientos y los tubos de órgano del cañón gemían con la voz de un niño torturado.
Cuando los bikura dejaron de cantar, no susurré «Amén». Me quedé allí mientras los demás se volvían y se marchaban con la repentina y completa indiferencia de niños mimados que han perdido interés en su juego.
—No hay razón para quedarse —advirtió Beta cuando los demás salieron.
—Quiero hacerlo —expuse, temiendo que me obligaran a irme. Beta dio media vuelta sin decir nada y me dejó. La luz se opacó. Salí para mirar el ocaso. Cuando regresé, ya había comenzado.
Una vez, años atrás en la escuela, vi un holo a cámara rápida que mostraba la descomposición de un ratón canguro. Una semana de lento trabajo de reciclaje natural se comprimía en treinta segundos de horror. El pequeño cadáver se hinchaba casi cómicamente, la carne se estiraba en desgarrones, aparecían gusanos en la boca, los ojos y las llagas abiertas, y procedían a la repentina e increíble limpieza de los huesos en tirabuzón, avanzando en espiral de derecha a izquierda, de la cabeza a la cola, en una helicoide acelerada de consumo carroñero que sólo dejaba huesos, cartílago y pellejo.
Lo que veía ahora era el cuerpo de un hombre.
Miré boquiabierto mientras la última luz se desvanecía deprisa. En la basílica reinaba un silencio cavernoso, excepto por la palpitación del pulso contra mis oídos. El cadáver de Alfa sufrió primero un espasmo; luego vibró y casi levitó, alejándose del altar en la violencia espástica de la descomposición repentina. Por unos instantes el cruciforme pareció aumentar de tamaño y cobrar un color más profundo, un fulgor rojo como carne cruda, y me pareció distinguir la red de filamentos y nemátodos que sostenían el cuerpo desintegrado como las fibras de metal de un molde escultórico: La carne fluía.
Esa noche me quedé en la basílica. El fulgor del cruciforme en el pecho de Alfa iluminaba las inmediaciones del altar. Cuando el cadáver se movía, la luz arrojaba extrañas sombras en las paredes.
No abandoné la basílica hasta que Alfa salió al tercer día, pero la mayor parte de los cambios visibles habían ocurrido al final de esa primera noche. El cuerpo del bikura que yo había llamado Alfa se descompuso y reconstruyó ante mis ojos. El cadáver resultante era y no era Alfa, pero estaba intacto. Tenía la cara lisa y tersa de una muñeca de flujoespuma, con los rasgos contraídos en una ligera sonrisa. Al amanecer del tercer día, vi que el pecho del cadáver subía y bajaba; oí el primer jadeo, semejante a un gorgoteo de agua en un saco de cuero. Poco antes del mediodía salía de la basílica para trepar por las lianas.
Seguí a Alfa.
No ha hablado y no responde. Los ojos muestran una expresión extraviada y a veces se detiene como si oyera la llamada de voces distantes.
Nadie nos prestó atención cuando regresamos a la aldea. Alfa fue a una choza y ahora permanece sentado allí. Yo estoy en la mía. Hace poco me entreabrí la túnica y me acaricié la roncha del cruciforme. Yace benignamente bajo la carne de mi pecho. Esperando.
Día 140:
Me estoy recuperando de las heridas y la pérdida de sangre. No se puede extirpar con una piedra afilada.
No le gusta el dolor. Perdí el sentido mucho antes de sufrir dolor o de que surtiera efecto la pérdida de sangre. Cada vez que despertaba y empezaba a cortar, me desmayaba. No le gusta el dolor.
Día 158:
Ahora Alfa habla un poco. Parece más obtuso, más lerdo y apenas repara en mí o en los demás, pero come y se mueve. Parece reconocerme en cierta medida. El escáner médico muestra el corazón y los órganos de un hombre joven, quizás un muchacho de dieciséis años.
Debo esperar otro mes de Hyperion y diez días —cincuenta días en total— para que la selva flamígera se tranquilice y yo intente marcharme, con dolor o sin dolor. Veremos quién resiste más.
Día 173:
El llamado Will —el que tenía el dedo roto— había desaparecido durante una semana. Ayer los bikura recorrieron varios kilómetros hacia el nordeste como si siguieran una señal y encontraron los restos cerca de la gran hondonada.
Una rama se había partido mientras Will trepaba para coger unas hojas de chalma. La muerte debió de ser instantánea al desnucarse, pero lo más importante es dónde cayó. El cuerpo —si puede llamarse así— yacía entre dos grandes conos de lodo que indicaban la madriguera de los grandes insectos rojos que Tuk llamaba mantis de fuego. Escarabajos de alfombra habría sido más apropiado. En pocos días los insectos habían limpiado el cadáver hasta los huesos. Quedaba poco excepto el esqueleto, algunos jirones de cartílagos y tendón y el cruciforme, aún adherido al costillar como una espléndida cruz encerrada en el sarcófago de un papa muerto tiempo atrás.
Es terrible, pero no puedo contener cierta sensación de triunfo a pesar de la tristeza. No hay manera de que el cruciforme regenere algo a partir de estos huesos destruidos; incluso la terrible ilógica de este maldito parásito debe respetar el imperativo de la ley de conservación de la masa. El bikura que llamo Will ha muerto la muerte verdadera. Los Tres Veintenas Más Diez serán en efecto los Tres Veintenas Más Nueve a partir de ahora.
Día 174:
Soy un estúpido.
Hoy he preguntado si Will había muerto la muerte verdadera. Me intrigaba la falta de reacción de los bikura. Habían recuperado el cruciforme, pero dejaron el esqueleto donde lo habían encontrado; no intentaron llevar los restos a la basílica.
Durante la noche temí que me hicieran desempeñar el papel del miembro que faltaba de los Tres Veintenas Más Diez.
—Es muy triste —comenté— que uno de vosotros haya muerto la muerte verdadera. ¿Qué será de los Tres Veintenas Más Diez?
Beta me miró.
—No puede morir la muerte verdadera —replicó el andrógino calvo—. Es del cruciforme.
Poco después, mientras continuaba mis exámenes médicos de la tribu, descubrí la verdad. El que yo he bautizado Theta tiene el mismo aspecto y actúa como siempre, pero ahora lleva dos cruciformes en el pecho. Sin duda este bikura se volverá más corpulento con los años, se hinchará y madurará como una célula de Esterichia Coli en un platillo de Petri. Cuando la criatura muera, dos abandonarán la tumba y los Tres Veintenas Más Diez estarán completos una vez más.
Creo que me estoy volviendo loco.
Día 195:
Tras semanas de estudiar este condenado parásito, no descubro cómo funciona. Peor aún, ya no me interesa. Lo que me interesa ahora es más importante.
¿Por qué Dios ha permitido esta obscenidad?
¿Por qué los bikura han sido castigados de este modo?
¿Por qué fui escogido para sufrir este destino?
Formulo estas preguntas en mis plegarias nocturnas pero no recibo respuestas, sólo oigo la sangrienta canción del viento de la Grieta.
Día 214:
Las últimas diez páginas incluyen todas mis notas de campo y mis conjeturas técnicas. Ésta será mi última anotación antes de aventurarme en la inactiva selva flamígera por la mañana.
Sin duda he descubierto el ejemplo más extremo de sociedad humana estancada. Los bikura han alcanzado el sueño humano de la inmortalidad y han pagado por él con su humanidad y su alma inmortal.
Edouard, he pasado muchas horas luchando con mi fe —mi falta de fe— pero ahora, en este siniestro rincón de un mundo olvidado, acuciado por este parásito repugnante, he redescubierto una convicción que no conocía desde que éramos niños. Ahora entiendo la necesidad de la fe —una fe pura y ciega que se burla de la razón— como factor para salvaguardar la vida en el mar salvaje e infinito de un universo regido por leyes insensibles y totalmente indiferente a los pequeños seres racionales que lo habitan.
Día tras día he intentado dejar la zona de la Grieta y cada vez he sufrido un dolor tan terrible que se ha vuelto parte tangible de mi mundo, como este pequeño sol o el cielo verde y lapislázuli. El dolor se ha convertido en mi aliado, mi guardián, mi ángel, mi último lazo con la humanidad. Al cruciforme no le gusta el dolor. Tampoco a mí pero, como el cruciforme, estoy dispuesto a usarlo para mis propósitos. Así lo haré, conscientemente, no por instinto, como esa masa obtusa de tejido alienígena incrustada en mí. Esta cosa sólo busca una terca elusión de la muerte a cualquier precio. No deseo morir, pero prefiero el dolor y la muerte antes que una eternidad de estolidez. La vida es sagrada —aún me aferro a este núcleo del pensamiento y las enseñanzas de la Iglesia durante los últimos veintiocho siglos, cuando la vida ha sido tan barata— pero el alma es aún más sagrada.
Ahora comprendo que con los datos de Armaghast no ofrecía a la Iglesia un renacimiento, sino sólo una transición hacia una vida falsa como la que llevan estos pobres cadáveres ambulantes. Si la Iglesia ha de morir, que muera, pero gloriosamente, con pleno conocimiento de que renacerá en Cristo. Debe hundirse en las tinieblas no de buen grado pero con nobleza —con coraje y con fe— como los millones que nos precedieron, leal a todas las generaciones que se enfrentaron a la muerte en el aislado silencio de los campos de exterminio, las explosiones nucleares, los pabellones del cáncer, los pogroms. Hundirse en las tinieblas; si no con esperanzas, al menos rogando que haya una razón para todo ello, algo que justifique tanto dolor, tantos sacrificios. Todos nos precedieron en el viaje a las tinieblas sin las garantías de la lógica, los datos o una teoría convincente, con sólo una hilacha de esperanza o la frágil convicción de la fe. Si ellos pudieron conservar esa tenue esperanza al enfrentarse a las tinieblas, también debo hacerlo yo… al igual que la Iglesia.
No creo que la cirugía ni los tratamientos puedan librarme de esta cosa que me infesta, pero si alguien puede extirparla, estudiarla y destruirla, aun al precio de mi muerte, quedaré satisfecho.
La selva flamígera está bastante tranquila. Ahora a dormir. Partiré antes del alba.
Día 215:
No hay salida.
He penetrado catorce kilómetros en la selva. Incendios aislados y ráfagas, pero penetrable. Con tres semanas de marcha habría salido.
El cruciforme no me deja ir.
El dolor era como un ataque cardíaco incesante. Sin embargo, yo avanzaba, tambaleándome y arrastrándome entre las cenizas. Al fin perdí el sentido. Cuando recobré el conocimiento me estaba arrastrando hacia la Grieta. Daba media vuelta, caminaba un kilómetro, me arrastraba cincuenta metros, volvía a caer desmayado y despertaba de vuelta donde había empezado. Esta alocada batalla por mi cuerpo duró todo el día. Antes del poniente los bikura entraron en la selva, me encontraron a cinco kilómetros de la Grieta y me llevaron de regreso.
Querido Jesús, ¿por qué lo has permitido? Ahora no hay esperanza, a menos que alguien venga a buscarme.
Día 223:
De nuevo el intento. De nuevo el dolor. De nuevo el fracaso.
Día 257:
Hoy cumplo sesenta y ocho años estándar. El trabajo continúa en la capilla que estoy construyendo cerca de la Grieta. Ayer intenté bajar al río, pero Beta y otros cuatro me obligaron a regresar.
Día 280:
Un año local en Hyperion. Un año en el purgatorio. ¿O es el infierno?
Día 311:
Picando piedras en los salientes, debajo de la cornisa donde se está construyendo la capilla, hoy he descubierto una cosa: las varas de deflexión. Los bikura debieron de arrojarlas al abismo cuando asesinaron a Tuk esa noche, hace doscientos veintitrés días.
Esas varas me permitirían cruzar la selva flamígera en cualquier momento si el cruciforme me dejara. Pero no me deja. ¡Ojalá no hubieran destruido mi equipo médico con los analgésicos! Pero hoy, sentado aquí, empuñando las varas, se me ha ocurrido una idea.
Mis toscos experimentos con el escáner médico han continuado. Hace dos semanas, cuando Theta se rompió la pierna por tres puntos, observé la reacción del cruciforme. El parásito hizo lo posible para bloquear el dolor; Theta estuvo inconsciente buena parte del tiempo y su cuerpo producía increíbles cantidades de endorfinas. Pero la rotura era muy dolorosa y al cabo de cuatro días los bikura degollaron a Theta y llevaron el cuerpo a la basílica. Para el cruciforme resultaba más fácil resucitar el cadáver que soportar semejante dolor durante un largo período. Pero antes del asesinato, mi escáner reveló una considerable retirada de los nemátodos del cruciforme de algunas partes del sistema nervioso central.
No sé si será posible infligirse —o soportar— niveles de dolor no letal suficientes para conjurar al cruciforme, pero estoy seguro de una cosa: los bikura no lo permitirían.
Hoy, sentado en el saliente, debajo de la capilla a medio terminar, estudio las posibilidades.
Día 438:
La capilla está terminada. Es la obra de mi vida. Esta noche, cuando los bikura bajaron a la Grieta para su parodia cotidiana de adoración, celebré misa en el altar de la nueva capilla. Había horneado pan con harina de chalma y sin duda sabía a esa hoja blanda y amarilla, pero para mí era como la hostia que recibí durante mi primera Santa Comunión en Villefranche-sur-Saóne, hace sesenta años estándar.
Por la mañana haré lo que he tramado. Todo está dispuesto: mis diarios y las placas médicas estarán en el saco de fibras tejidas de bestos. No puedo hacer más.
El vino consagrado era sólo agua, pero en la luz del ocaso tenía el color de la sangre y sabía a vino de comunión. El truco consistiría en internarse en la selva flamígera. Tendré que confiar en que haya suficiente actividad incipiente en los árboles tesla, incluso durante los períodos de calma.
Adiós, Edouard. Dudo que todavía vivas, y en tal caso no veo modo de que volvamos a reunimos, pues no sólo nos separan años de distancia, sino un abismo mucho más insalvable con forma de cruz.
No depositaré mi esperanza de verte de nuevo en esta vida sino en la próxima. Resulta extraño oírme hablar de nuevo de ese modo, ¿verdad?
Debo decirte, Edouard, que después de tantas décadas de incertidumbre, y con gran miedo de lo que me espera, mi corazón y mi alma están en paz.
Oh, Dios mío
lamento haberte ofendido
y repudio todos mis pecados,
por la pérdida del cielo
y los dolores del infierno;
pero sobre todo porque te he ofendido.
Mi Dios,
que eres todo bondad
y merecedor de todo mi amor,
resuelvo firmemente con ayuda de Tu gracia
confesar mis pecados,
hacer penitencia
y enmendar mi vida.
Amén.
2400 horas: El ocaso asoma por las ventanas abiertas de la capilla e ilumina el altar, el cáliz toscamente tallado y mi persona.
El viento se eleva en la Grieta. Con mucha suerte y con la misericordia de Dios, será la última vez que oiga ese coro.
—Ésta es la última anotación —anunció Lenar Hoyt.
Cuando el sacerdote dejó de leer, los seis peregrinos volvieron el rostro hacia él como si despertaran de un sueño común. El cónsul miró hacia arriba y vio que Hyperion ya estaba mucho más cerca y ocupaba un tercio del cielo al tiempo que ocultaba las estrellas con su frío resplandor.
—Yo llegué unas diez semanas después de haber visto al padre Duré por última vez —continuó el padre Hoyt con voz ronca—. Más de ocho años han transcurrido en Hyperion…, siete años desde la última anotación en el diario del padre Duré —el sacerdote estaba visiblemente conmovido, una expresión mórbida campeaba en la cara pálida y sudada—. Al cabo de un mes llegué a la plantación Perecebo, río arriba desde Puerto Romance —prosiguió, imponiendo firmeza a su voz—. Suponía que los plantadores de fibroplástico me contarían la verdad, aunque no quisieran saber nada con el consulado o las Autoridades Internas. Estaba en lo cierto. El administrador de Perecebo, un hombre llamado Orlandi, recordaba al padre Duré, así como la nueva esposa de Orlandi, la mujer llamada Semfa, a quien el padre Duré mencionaba en el diario. El administrador de la plantación había intentado organizar varias operaciones de rescate en la Meseta, pero una inusitada serie de temporadas activas en la selva flamígera lo obligó a desistir. Al cabo de varios años, abandonaron la esperanza de que Duré o Tuk siguieran con vida.
“No obstante, Orlandi contrató a dos pilotos expertos en vuelos selváticos para efectuar una expedición de rescate a la Grieta en dos deslizadores de la plantación. Permanecimos en la Grieta el mayor tiempo posible, confiando en que el instrumental de elusión de terrenos y la suerte nos llevaran a la comarca de los bikura. Aunque sorteamos así la mayor parte de la selva flamígera, la actividad de los tesla abatió un deslizador y cuatro personas resultaron muertas.
El padre Hoyt hizo una pausa y se meció ligeramente. Asió el borde de la mesa para estabilizarse y se aclaró la garganta.
—Poco más hay que contar —concluyó—. Localizamos la aldea bikura. Eran setenta, tan estúpidos y poco comunicativos como sugerían las notas de Duré. Logré sonsacarles que el padre Duré había muerto mientras intentaba penetrar en la selva flamígera. El saco de bestos había sobrevivido y allí encontramos el diario y los datos médicos. —Hoyt miró a los demás un segundo y agachó la cabeza—. Los convencimos para que nos mostraran dónde había muerto el padre Duré. Ellos… no lo habían enterrado. Los restos estaban carbonizados y descompuestos, pero lo bastante completos como para mostrarnos que la intensidad de las descargas de los tesla habían destruido el cruciforme… además del cuerpo.
“El padre Duré había muerto la muerte verdadera. Trasladamos los restos a la plantación Perecebo, donde fue sepultado tras una misa fúnebre. —Hoyt respiró hondo—. A pesar de mi enérgica oposición, Orlandi destruyó la aldea bikura y un sector de la pared de la Grieta con cargas nucleares que había llevado de la plantación. No creo que ninguno de los bikura sobreviviera. Vimos que el alud también destruyó la entrada al laberinto y a la basílica.
“Yo había sufrido heridas durante la expedición y tuve que quedarme en la plantación varios meses antes de regresar al continente septentrional y reservar un pasaje para Pacem. Nadie tiene conocimiento de este diario y su contenido excepto Orlandi, monseñor Edouard, y aquellos superiores a quienes monseñor Edouard haya contado la historia. Por lo que sé, la Iglesia no ha hecho ninguna declaración relacionada con el diario del padre Duré.
El padre Hoyt estaba de pie. Se sentó. El sudor le goteaba de la barbilla y la luz refleja de Hyperion le teñía la cara de color blanco azulado.
—¿Eso es todo? —preguntó Martin Silenus.
—Sí —suspiró el padre Hoyt.
—Caballeros y única dama —dijo Het Masteen—, es tarde. Sugiero que recojan ustedes el equipaje y se reúnan en la nave de nuestro amigo el cónsul, en la esfera 11, dentro de media hora como máximo. Yo usaré una de las naves de descenso del Árbol para reunirme con ustedes más tarde.
La mayor parte del grupo se reunió en menos de un cuarto de hora. Los templarios habían instalado una pasarela desde una plataforma del interior de la esfera hasta el balcón de la nave; el cónsul introdujo a los demás en la sala mientras los tripulantes clónicos guardaban el equipaje y se marchaban.
—Un fascinante y antiguo instrumento —comentó el coronel Kassad acariciando el Steinway—. ¿Clavicordio?
—Piano —precisó el cónsul—. Anterior a la Hégira. ¿Estamos todos?
—Todos excepto Hoyt —señaló Brawne Lamia, mientras se sentaba en el foso de proyección.
Het Masteen entró.
—La nave de la Hegemonía ha autorizado el descenso al puerto espacial Keats —anunció el capitán. Miró alrededor—. Enviaré un tripulante para ver si Hoyt necesita ayuda.
—No —deslizó el cónsul. Moduló la voz—. Preferiría ir yo. ¿Puede indicarme cómo llegar a sus aposentos?
El capitán miró al cónsul un instante. Metió la mano entre los pliegues de la túnica.
—Bon voyage —se despidió, dándole una placa—. Lo veré en el planeta antes de medianoche, cuando partamos del Templo del Alcaudón de Keats.
El cónsul hizo una reverencia.
—Ha sido un placer viajar dentro de las ramas protectoras del Árbol, Het Masteen —agradeció formalmente. Gesticuló de cara a los demás—. Por favor, pónganse cómodos en la sala o la biblioteca de la cubierta inferior. La nave se encargará de sus necesidades y responderá a sus preguntas. Partiremos en cuanto el padre Hoyt y yo regresemos.
La cápsula ambiental del sacerdote estaba en medio de la nave arbórea, en una rama secundaria. Como el cónsul esperaba, la placa de instrucciones que le había dado Het Masteen también funcionaba como identificador de palmas. Al cabo de varios minutos de tocar el timbre y llamar a la puerta de acceso, el cónsul usó la placa para entrar en la cápsula.
El padre Hoyt estaba de rodillas, contorsionándose en el centro de la alfombra de hierba. En el suelo había ropa de cama, equipo, prendas de vestir y el contenido de un botiquín médico estándar. Se había arrancado la túnica y el cuello y la transpirada camisa le colgaba en pliegues húmedos y rasgados. La luz de Hyperion se filtraba por la pared de la cápsula y el extraño cuadro parecía ambientado bajo el agua o —pensó el cónsul— en una catedral.
Lenar Hoyt torcía la cara de dolor y se arañaba el pecho. Los músculos de los antebrazos desnudos se agitaban como criaturas vivas bajo el rostro pálido y delgado.
—El inyector… no funcionó —jadeó Hoyt—. Por favor.
El cónsul asintió, cerró la puerta y se arrodilló junto al sacerdote. Cogió el inyector del puño de Hoyt y expulsó la ampolla. Ultramorfina. El cónsul cabeceó de nuevo y extrajo un inyector del botiquín que había traído de la nave. En menos de cinco segundos cargó la ultramorfina.
—Por favor —suplicó Hoyt espasmódicamente. Las oleadas de dolor que arrasaban al hombre casi parecían visibles.
—Sí —dijo el cónsul. Inhaló ásperamente—. Pero antes el resto de la historia.
Hoyt lo miró atónito, intentó alcanzar el inyector. Sudando también, el cónsul puso el instrumento fuera del alcance del sacerdote.
—Sí, sí, enseguida —repitió—. Después del resto de la historia. Es imperativo que yo lo sepa.
—Oh, Dios, Cristo santo —sollozó Hoyt—. ¡Por favor!
—Sí —jadeó el cónsul—. Sí. En cuanto me diga la verdad.
El padre Hoyt se desplomó jadeante.
—Maldito bastardo —masculló. El sacerdote respiró hondo, contuvo el aliento hasta aplacar los temblores e intentó sentarse. Miró al cónsul y en sus ojos desencajados brillaba cierto alivio—. ¿Luego… me dará… la inyección?
—Sí.
—De acuerdo —susurró Hoyt—. La verdad. Plantación Perecebo… como dije… Volamos allí… principios de octubre… mes de Lycius… ocho años después de la desaparición… de Duré… ¡Oh, Cristo, qué dolor! El alcohol y las endorfinas ya no surten efecto. Sólo… ultramorfina pura…
—Sí —murmuró el cónsul—. Está preparada. En cuanto termine usted la narración.
El sacerdote agachó la cabeza. El sudor le recorría las mejillas y la nariz, para caer en la hierba corta. Hoyt tensó los músculos como si fuera a atacar, luego otro espasmo de dolor le arrasó el cuerpo delgado y se derrumbó.
—El deslizador no fue destruido… por los tesla. Semfa, dos hombres y yo… descendimos cerca de la Grieta mientras… Orlandi buscaba río arriba. Su deslizador… tuvo que esperar a que amainara la tormenta de rayos.
»Los bikura llegaron de noche. Mataron… a Semfa, al piloto, al otro hombre… no recuerdo el nombre. Me dejaron… vivo. —Hoyt buscó su crucifijo, advirtió que se lo había arrancado. Rió un instante y se calmó cuando la risa ya se transformaba en llanto—. Me… hablaron del camino de la cruz. Del cruciforme. Me hablaron del… Hijo de las Llamas.
»A la mañana siguiente me llevaron a ver al Hijo. Me llevaron a verlo. —Hoyt intentó incorporarse y se llevó las manos a la cara. Tenía los ojos desorbitados. A pesar del dolor, había olvidado la ultramorfina—. Tres kilómetros selva adentro… gran tesla… ochenta, cien metros de altura. Tranquilidad, pero… mucha carga en el aire. Cenizas por doquier.
“Los bikura no… no se acercaban demasiado. Sólo se arrodillaban allí inclinando las malditas cabezas calvas. Pero yo… me acerqué… tenía que hacerlo. Dios santo… Oh, Cristo, era él. El padre Duré. Lo que quedaba de él.
“Había usado una escalerilla para subir tres o cuatro metros… en el tronco del árbol. Construyó una plataforma para apoyar los pies. Partió las varas de deflexión… las afiló… parecían pinchos… Debió de usar una piedra para atravesarse el pie con la más larga, hasta clavarse en la plataforma de bestos y en el árbol.
“El brazo izquierdo… se había clavado la estaca entre el radio y el cubito… sin tocar las venas… como hicieron los malditos romanos. Muy firme mientras el esqueleto estuviera intacto. Otra mano… la derecha… la palma hacia abajo.
“Primero había clavado la estaca. Había afilado ambas puntas. Luego… se empaló la mano derecha. De algún modo arqueó la estaca, formando un gancho.
“La escalerilla había caído… tiempo atrás… pero era de bestos. No había ardido. La usé para trepar hacia él. Todo estaba quemado hacía años… ropa, piel, las capas superiores de carne… pero el saco de bestos aún le colgaba del cuello.
“Las varas de aleación aún conducían corriente cuando… lo vi… lo sentí… palpitando en lo que quedaba del cuerpo.
“Aún se reconocía a Paul Duré, importante. Se lo dije a monseñor. Sin piel. La carne carcomida o hervida. Nervios y órganos visibles… como raíces grises y amarillas. Cristo, el olor. ¡Pero aún se reconocía a Paul Duré!
“Entonces comprendí. Lo comprendí todo. De algún modo… incluso antes de leer el diario. Comprendí que había colgado allí… oh, Dios santo… siete años. Viviendo. Muriendo. El cruciforme… lo obligaba a revivir. Electricidad… palpitando en él cada segundo… de esos siete años. Llamas. Hambre. Dolor. Muerte. Pero el maldito… cruciforme… tal vez extraía sustancia del árbol, del aire, lo que quedaba… reconstruía lo que podía, obligándolo a vivir, a sufrir el dolor, una y otra vez.
“Pero él ganó. El dolor era su aliado. ¡Oh, Jesús, no unas pocas horas en el árbol y luego la lanza y lo demás, sino siete años!
“Pero… él ganó. Cuando cogí el saco, el cruciforme también se le cayó del pecho. Se desprendió… raíces largas, sanguinolentas. Luego la cosa… la cosa que yo creía muerta… el hombre irguió la cabeza. Sin párpados. Ojos cocidos. Labios comidos. Pero me miró y sonrió. Él sonrió. Y murió… murió de veras… en mis brazos. Por milésima vez, pero real en esta ocasión. Me sonrió y murió.
Hoyt calló, comulgó en silencio con su propio dolor, y luego continuó, apretando a ratos los dientes.
—Los bikura me llevaron… de vuelta a… la Grieta. Orlandi vino al día siguiente. Me rescató. El… Semfa… yo no pude… él arrasó la aldea con láser, quemó a los bikura mientras ellos miraban como estúpidas ovejas. Yo no… no discutí con él. Yo reía. Dios santo, perdóname. Orlandi voló la zona con cargas nucleares que usaban para… para despejar la jungla… matriz de fibroplástico.
Hoyt miró directamente al cónsul y realizó un gesto crispado con la mano derecha.
—Los analgésicos funcionaban al principio. Pero cada año… cada año… empeoraba. Ya desde la fuga… el dolor. Habría tenido que volver de todos modos. Cómo pudo él… ¡Siete años! Oh, Señor —exclamó el padre Hoyt, aferrado a la alfombra.
El cónsul se apresuró a inyectarle la ampolla de ultra-morfina bajo la axila.
El sacerdote se desmayó. El cónsul lo sostuvo y lo depositó suavemente en el suelo. Con ojos turbios, el cónsul rasgó la empapada camisa de Hoyt, apartando los jirones. Estaba allí, desde luego, bajo la pálida piel del pecho de Hoyt, como un enorme gusano con forma de cruz.
El cónsul respiró y giró al sacerdote. El segundo cruciforme estaba donde esperaba encontrarlo, una roncha más pequeña con forma de cruz entre las delgadas clavículas del hombre. Palpitó suavemente cuando el cónsul acarició las carnes febriles.
El cónsul se movió despacio pero con eficacia. Empaquetó las pertenencias del sacerdote, ordenó la habitación, vistió al hombre inconsciente con tanto amor como si arropara el cuerpo de un difunto de su familia.
El comlog del cónsul zumbó.
—Tenemos que partir —anunció la voz del coronel Kassad.
—Allá vamos —respondió el cónsul. Codificó el comlog para que llamara a los clones que llevarían el equipaje, pero él mismo alzó al padre Hoyt. El cuerpo parecía no tener peso.
La puerta de la cápsula se abrió y el cónsul salió, se desplazó desde la profunda sombra de la rama hacia el fulgor verde azulado del mundo que llenaba el cielo. Pensando qué historia contaría a los demás, el cónsul se detuvo un segundo a mirar la cara del sacerdote. Echó un vistazo a Hyperion y continuó la marcha. Aunque el campo gravitatorio hubiera sido terrícola estándar, el cuerpo que cargaba no le habría pesado.
El cónsul, padre de un niño que había muerto, continuó la marcha, reviviendo la sensación de llevar a un hijo dormido a la cama.