Cuando salieron del restaurante lucía el sol. Las dos se miraron sorprendidas. Habían estado tan embebidas en la conversación que no se percataron del cambio. Las nubes se disgregaban bajo jirones de cielo azul y el mar seguía picado, pero la arena de la playa se mostraba serena y seca de un extremo a otro y la cálida luz resaltaba su color dorado.

—Bueno —dijo Carmen—, ya veremos en qué acaba todo esto. La pobre Vanessa está que no sale de casa. ¿Tú estás bien?

—Más o menos, pero bien.

—Entonces no te pregunto nada.

—Mejor, gracias.

—Y que sea lo que Dios quiera.

—Si la vida fuese lo que Dios quisiera yo no me hubiera dedicado a la judicatura, Carmen, tenlo por seguro. ¿Para qué?

—Bueno, no me importa que seas atea. Tiene que haber de todo en esta vida, ¿no?

—Y tú ¿qué tal? —preguntó Mariana.

—Pues ya lo ves —respondió Carmen señalando hacia delante. Por el camino se acercaba caminando despacio a su encuentro, con una feliz sonrisa de reconocimiento dirigida indudablemente a ella, Teodoro.

—¿Teo? —preguntó Mariana entre divertida y escandalizada.

—Ya ves lo que son las cosas —dijo Carmen—. También las almas sencillas tenemos derecho a disfrutar de la vida.

Madrid, 2004