Habían elegido un restaurante junto al mar, sobre la playa, y los cristales estaban empañados de modo que sólo alcanzaban a ver la mar fuerte y la playa solitaria y llena de charcos extendidos de manera borrosa. Estaban ante una fuente de arroz blanco cocinado con verduras y almejas y comían con apetito, pero sin dejar de hablar.

—¿Así que fue la carta la que te puso sobre la pista? —dijo Carmen.

—No, no exactamente —respondió Mariana—. La carta fue en realidad el primer signo de inquietud, o de rareza, no sé cómo explicarlo: de que había algo extraño, la única disonancia en algo que a mí me parecía completamente normal. Hay ocasiones en la vida en que algo o alguien te atrae tanto que no le ves defectos y, si se los ves, ni te fijas en ellos, no les das importancia, ¿sabes, no? —Carmen asintió—. Entonces, si un dato, una cosa, lo que sea, te llama la atención, te empiezas a preguntar por qué; te empiezas a preguntar quién ha tirado una piedra al estanque inmóvil y ha formado ondas. Pues algo así me sucedió con la carta. ¿Por qué había sólo una carta y, además, estaba olvidada en casa de ese Tomás Pardos, que, por cierto, me ha caído lo suyo encima como una losa?

Carmen hizo un gesto de fatalidad.

—Cuando le pregunté, me dijo que las cartas las había destruido y que ésa debió de quedar allí por un olvido o un descuido. ¿Descuidada cuando se tomó el trabajo de destruir las otras? ¿Descuidada entre papeles inútiles? Así que no pude evitar preguntarme por qué se había deshecho de todas menos de ésa. ¿Qué había en ella?

—Y ¿qué había? —preguntó Carmen expectante.

—Lo más obvio: su escritura.

El rostro de Carmen reflejó desilusión.

Su escritura —subrayó Mariana. Carmen seguía sin entender—. Bien, luego seguimos con la carta. Lo que en realidad me hizo caer del guindo fue un comentario de una de esas amigas tontas y ricas que tiene Sonsoles y que no dan un palo al agua.

Carmen volvió a expresar suma atención.

—Había algo que no cuadraba en la persona de Rafael Castro, y te lo digo por experiencia —las dos se sonrieron, como si esta referencia hubiera obrado a la manera de un exorcismo; y realmente así fue entre las dos—, y ese algo eran su educación, sus modales… Yo lo atribuía a una educación francesa porque lo cierto es que la familia que acogió a Rafael cuando quedó huérfano era una familia normal, discreta, clase media baja, pero con hijos liceanos, incluido Rafael y, finalmente, la educación francesa media tiene un tipo de cortesía que procede de una civilidad y una cultura bien cuidadas, el Lycée forma estupendamente, la derecha es civilizada y no como esta que ha ganado las elecciones aquí… En fin, tampoco era para extrañarse que un tipo procedente de una familia de gañanes —porque el viejo era un gañán por mucho dinero que hubiera hecho— tuviera esa buena educación dadas las circunstancias, aunque resultaba llamativo; y también resultaba llamativo que un tipo con esa educación quedara reducido a tal estado de desamparo al ponerse a vivir y trabajar al lado de un zopenco como su tío. Te he de decir que, según él —ahora me refiero a Mejía— contaba, no era tanto la estrechez como la nostalgia de una tierra desconocida, pero mítica para aquel niño, lo que empujaba a Rafael Castro.

—Al verdadero Rafael Castro —precisó Carmen.

—Al verdadero Rafael Castro o a la invención del otro, no lo sé —confirmó Mariana—. A este otro le daba todo igual excepto el dinero que le aguardaba si todo salía según sus planes.

—Que salió —volvió a precisar Carmen, que no probaba bocado prendida del relato de su amiga.

—Mi conjetura es que cuando el viejo dio a entender a su sobrino que estaba dispuesto a recibirle, Mejía lo mató y lo suplantó. Eso explica lo de las cartas.

—No lo entiendo —dijo Carmen.

—La última carta, la que conocemos, la escribió Mejía, no Rafael, que supongo que ya estaba muerto. Date cuenta de que Rafael era más bien solitario, no se había integrado socialmente, era un tipo aparte al que se aproximó Mejía, que ése sí que estaba a la cuarta pregunta. No le debió resultar difícil a Mejía justificar que su amigo Rafael, ese tipo raro y huidizo, se había ido fuera por un tiempo. A su vez, el viejo Castro no era un perito calígrafo y no creo que prestase atención al cambio de letras o quizá es que no eran tan distintas. Tanto da. El caso es que Mejía escribe la última carta y la convierte en su salvoconducto. Es la que le identifica como Rafael, incluso caligráficamente, siempre y cuando encuentre las otras, las del verdadero Rafael, y las destruya. Pero ¿cómo va a justificar, si un día cunden sospechas o el azar le juega una mala pasada, que se guarda una sola carta? El cartero… en Correos… Hay constancia de que hubo correspondencia entre tío y sobrino. Entonces tiene una idea genial: la olvida junto con un montón de papeles inútiles en la casa que ha vendido a ese Tomás Pardos, pero encareciéndole que los guarde porque ya los reclamará un día. Una vez hecho esto, ¿qué importa que las demás no aparecieran?: fueron destruidas. Como Tomás es un cuidadoso, como buen comerciante, para esto de los papeles y los archivos, la carta está segura y, eso lo aseguro yo, hubiera aparecido (la única que quedaba, vaya golpe de suerte, etcétera), de ser necesaria para confirmar la identidad del falso Rafael Castro. Como por casualidad, ¿comprendes?

Carmen la observaba con la boca abierta y en su cara se dibujaba el colmo de la admiración.

—Pero yo no había llegado aún a esas conclusiones ni hubiera llegado nunca de no haber sido por el parloteo de aquella sinsustancia.

Mariana miró alternativamente su plato, el de su amiga y la bandeja de arroz y dijo:

—¿Qué tal si comemos un poco antes de que se nos quede frío? Cada cosa a su tiempo. Esta exquisitez sólo nos entretiene ahora y, en cambio, lo que te cuento te lo puedo seguir contando en cualquier momento.

—Tienes razón —dijo Carmen obedientemente.