La Juez de Marco paseaba ante el edificio del Juzgado acompañada por el capitán López. El día estaba frío, aunque ya no quedaba rastro de nieve. Ambos paseaban arriba y abajo por delante de la fachada, ella sujetando con una mano enguantada las solapas vueltas de su abrigo protegiéndose la cara y él con una cazadora sobre el uniforme. Era la hora del almuerzo y la borrasca se alejaba hacia el Mediterráneo.

Estaban hablando acerca del caso de Fernando Mejía —aún les costaba llamarlo así— y ninguno de los dos se hallaba satisfecho con la situación. La Juez, una vez terminados los trámites a los que la obligaba el turno de guardia que hizo que el asunto entrara en el Juzgado, había formalizado su abstención. El capitán López lo lamentaba.

—Porque el caso no entró por turno a su Juzgado sino que fue usted quien descubrió lo que estaba pasando.

—Es increíble lo que puede hacer una intuición. Llegué a pensar que me había dado un ataque de locura. Y no quise perder un minuto porque estoy convencida de que a poco que se hubiera olido algo, habría tomado el portante. Por eso corría prisa detenerlo y, encima, estaba de guardia. Lo que es evidente es que yo no podía ni instruir el sumario ni reabrir el caso. Lo harán bien, no se preocupe.

—Usted sabe que no va a ser fácil imputarle el crimen.

—Los crímenes, capitán. Yo creo que mató también al verdadero Rafael Castro, pero eso va a costar aún más probarlo, en efecto. Entre otras cosas porque no hay cuerpo del delito.

—Por ahora —dijo el capitán López.

—Por ahora… y quién sabe por cuánto tiempo, si es que se descubre. Mire, un personaje que organiza algo tan bien, porque eso hay que reconocerlo, tan bien como lo ha organizado él, es difícil que no se haya deshecho del cuerpo de una manera eficiente. Si se fija bien, no hay apenas pruebas, lo vamos a inculpar por los pelos y por delitos menores: usurpación de personalidad, estafa… No hay mucho más.

—Estará el dinero.

—No. Me temo que no estará. Es decir: sí está, pero ¿dónde?

—Hoy en día podemos seguir la pista del dinero con relativa facilidad —dijo el capitán López—. Si hay voluntad —añadió entre dientes, confiando en que ella lo oyera. La Juez lo oyó.

—En este caso la hay —dijo ella a su vez, con una media sonrisa de complicidad—, pero no lo encontraremos. Y no lo encontraremos porque podemos seguir su pista hasta que llega a sus manos, es decir, hasta que transforma casi toda la herencia en dinero y, literalmente, se lo lleva en una maleta, o en varias maletas en varios viajes. Podemos hacer suposiciones y nada más. Aquí sólo tenía una parte, que es la confiscada, pero yo creo que él ya contaba con eso si le descubrían y estaba dispuesto a dejar un trocito del botín por salvar la mayor parte. Eso es también una habilidad. Es un hombre muy inteligente, de una inteligencia diabólica y no es una metáfora esto que digo.

—¿Usted cree en el Diablo? —el capitán ensayó una sonrisa bajo el frío.

—No, pero creo en lo diabólico. Mi antigua Secretaria de Juzgado decía que este hombre era la encarnación del Mal. ¿Usted cree en el Mal?

El capitán, como sospechando una trampa, titubeó.

—Yo creo que el hombre es naturalmente bueno y que se pierde bastante a menudo.

—Naturalmente, no. Eso no puede decirse después de Darwin. El hombre evoluciona, eso es todo. ¿Y si la especie humana está evolucionando hacia el Mal?

—Eso es imposible —dijo el capitán con todo convencimiento.

—Depende de la forma que adopte el Mal. No me refiero a sangre y crimen, aunque este siglo se ha empapado bien de sangre; también la estupidez es… ¿No le parece un auténtico mal?

—Yo no creo que la gente sea mala. Hay casos, pero la gente no es mala.

—Me gustaría tener su fe, capitán, lo digo en serio.

—No es fe, es evidencia. Hay maldad, sí; hay verdaderos criminales; pero la gente no es mala gente; es la vida la que hace mucho daño cuando se tuerce.

—Que es casi siempre —completó la Juez—. Yo no hablaba de eso, del destino, sino de la esencia del Mal. Yo quisiera saber dónde está, qué es lo que provoca la existencia de monstruos como éste, un hombre sumamente inteligente, culto, de buena crianza, que actúa con la precisión de una máquina y con la misma falta de sentimientos. Es como si hubiera sufrido una amputación en alguna parte del cerebro, la que domina las emociones. Mejía es una máquina, sí, una máquina de amoralidad y, al mismo tiempo, es sociable, afectuoso si se lo propone; no es sentimental, pero tampoco practica el odio, qué curioso, ¿verdad?; es de una sangre distinta: ahí reside su poder de atracción.

—¿Atracción? —interrumpió el capitán escandalizado—. ¿Qué atracción?

—Me pregunto si no será el avance de una nueva forma de vida y de una nueva moral, si es que a eso se le pudiera llamar moral.

El capitán López se había detenido obligando con ello a Mariana. Él la miraba asombrado, como si estuviera descubriendo un aspecto oculto que saliera de pronto a la luz. Sin embargo, no había extrañeza o reproche en su mirada sino inquietud. Era evidente que las palabras de la Juez le habían impresionado.

—Creo que le estoy preocupando sin motivo —dijo la Juez al ver su gesto.

—No. Es que yo… nunca he pensado en algo parecido… Eso da miedo, ¿no? —añadió cambiando el tono.

—Mucho miedo.

En aquel momento un coche frenó bruscamente al otro lado de la calle y Mariana vio surgir por la ventanilla la mano de Carmen agitándose.

—¿La reconoce? —preguntó Mariana al capitán.

—¡Cómo no la voy a reconocer! —dijo el capitán cruzando la calle junto a la Juez para saludar a la Secretaria del Juzgado de San Pedro del Mar. Los tres habían resuelto un caso de asesinato que salió en la prensa y armó mucho ruido dos años antes y desde entonces tenía mucho aprecio a la mujer.