La nieve había dejado de caer, pero la Juez de Marco seguía sintiéndose en su despacho como sitiada por los elementos exteriores: la nieve barrosa del suelo, la luz débil y blanquecina, los grises cortantes, el color helado de la calle. Los veía por la ventana, recostada en la pared junto al marco, con el dorso de los dedos de una mano sintiendo el frío del cristal, pensando con tristeza en la hostilidad del día. Después sonaron un par de golpes secos y convenidos y ella dijo: «¡Adelante!». La puerta se abrió y en el umbral se recortó la figura de Rafael Castro, a quien iba a tomar la primera declaración. Estaba tranquilo y vestía de sport. El despacho se encogió en el cuerpo de Mariana, pero ella acudió a su mesa y se sentó ante ella. Tras Rafael entraron el Secretario del Juzgado, la funcionaria que debía transcribir la declaración y el Letrado y todos ocuparon su lugar, el detenido frente a la Juez. Rafael Castro miraba a la Juez sin reparo y con calma, pero consciente de que se disponía a abordar un asunto de importancia. Le habían retirado las esposas y su actitud de entereza y hasta una pizca displicente dejaba traslucir, sin embargo, un mayor interés del que probablemente deseaba mostrar. Una vez resueltos los trámites de rigor, el interrogatorio siguió el curso obligado durante casi tres cuartos de hora en los cuales se limitó a responder preferentemente con respuestas cortas y contundentes. Todo cuanto se refería a su persona lo admitió, pero no así la responsabilidad por la muerte del viejo Castro. La Juez no consiguió arrancarle confesión alguna ni incurrió en contradicciones. Al cabo de ese tiempo sin mayor progreso, la Juez dio por concluido este interrogatorio, avisó al Secretario y al Letrado de que, por el momento, podían abandonar el despacho y luego llamó al agente encargado de la custodia y le indicó que la esperasen en el calabozo, donde quería hablar a solas con el detenido.

Muy pronto bajó al despacho de calabozos, una salita contigua a ellos que se usaba para tomar declaración en ocasiones y se enfrentó al detenido en silencio. Mariana prolongó deliberadamente el silencio, quizá por táctica, quizá por indecisión. En todo caso, cruzó los brazos y esperó. El detenido mantuvo el silencio, impertérrito hasta que poco a poco se fue dibujando una mueca de curiosidad en su rostro.

—Señor Mejía, deseo aclarar algunos puntos, pero considérelo una conversación y no un interrogatorio. Como verá, estamos solos.

—Usted es Juez y testigo —dijo el detenido sin inmutarse.

—Soy una presencia interesada, no un testigo —replicó la Juez.

—¿Puedo fumar?

La Juez asintió. Fernando Mejía hizo un gesto señalando el bolsillo de su camisa.

—Fuma demasiado —dijo la Juez mientras extraía el paquete del bolsillo y le colocaba un cigarrillo en la boca.

—El mechero está en mi bolsillo —dijo él.

El detenido adelantó la cadera para que ella buscase en el bolsillo del pantalón. La Juez dudó un segundo, se acercó a él, metió la mano adentro, tanteó sin bajar la mirada que tenía fija en sus ojos, extrajo un mechero, lo encendió, lo aplicó a la punta del cigarrillo y lo depositó de nuevo en el bolsillo del detenido. Su mano temblaba ligeramente, pero sólo entonces, con medida calma, llamó al agente para que lo liberase de las esposas.

—Gracias —dijo el detenido aspirando una bocanada—. Si su Señoría me permite decirlo así, hubiera preferido una conversación privada que quizá —añadió alargando deliberadamente sus palabras— fuera más provechosa para usted y para su investigación.

—Ésta no es ni tiene la intención de ser una conversación privada, señor… —la Juez titubeó.

—Mejía —dijo el detenido saliendo al paso del titubeo con el mayor aplomo.

—Señor Mejía —corroboró la Juez—. Ésta no es una conversación privada, como acabo de decirle, sino un interrogatorio sin testigos por si usted desea, a tenor de ello, ampliar o ajustar sus declaraciones anteriores contestando a las preguntas que le voy a hacer a continuación.

—Adelante, por favor —dijo el detenido.

—Usted ha reconocido en el interrogatorio que su verdadero nombre es Fernando Mejía de Diego.

—Así es.

—Nacido en Bruselas de padres españoles hace…

—Cuarenta y cuatro años —había una provocadora coquetería en la respuesta del detenido que la Juez percibió.

—Su padre era diplomático y su madre se dedicaba al hogar.

—Mi madre era señora y heredera. No tenía otra ocupación.

—No parece, y al hacerle este comentario permítame recordarle que éste no es un interrogatorio oficial, no parece que muestre ningún afecto hacia sus padres.

—Ninguno, en efecto. Yo soy el hijo descarriado de una familia muy poseída de sí misma. Todos ellos: mis padres, mis hermanos y hermanas, cuñados, nietos y demás familia ni siquiera ruegan una oración por mi alma —respondió con descaro.

La Juez reprimió un gesto que bien hubiera podido ser una amarga sonrisa.

—¿Por qué cambió usted de nombre?

—Ah, pues fue una pura casualidad. Conocí a un tipo que se llamaba Rafael Castro y me gustó el nombre.

—Tanto que lo suplantó —comentó mordaz la Juez.

—Eso no voy a negarlo. Lo suplanté.

—Dígame, señor Mejía, ¿qué ha sido del auténtico Rafael Castro?

—Ya se lo he dicho antes: no lo sé. Desapareció.

—Y usted se presentó aquí en busca del tío de Rafael. Según ha declarado lo conocía a través de Rafael y decidió hacerse pasar por él. ¿Se da cuenta de lo difícil que es sostener esa versión de los hechos?

—Por supuesto. No es culpa mía que sea tan inverosímil, pero así sucedió.

—¿No pensó que cualquier día podría presentarse el verdadero Rafael?

—¿En casa de su tío? No. No se atrevía.

—Oh ¿sí? ¿Y cómo es que le recibió a usted, pensando que era su sobrino, con los brazos abiertos?

—Rafael carecía de mano izquierda. Yo no.

—Pero Rafael le escribió.

—Yo me limitaba a hacerle sugerencias en cada caso —su mirada era retadoramente tranquila—, como amigo, se entiende.

—Hay una carta, hallada en la que fue la antigua casa del señor Castro, en la que existen indicios de una correspondencia anterior.

Fernando Mejía sonrió ampliamente.

—Esa carta es de mi puño y letra, como podrá comprobar su Señoría fácilmente. Se me debió traspapelar. Un descuido, quizá.

—Hubo cartas anteriores. No lo digo sólo por lógica deducción sino porque en la oficina de Correos podrán corroborarlo.

—Por supuesto —volvió a contestar con el mayor aplomo el detenido.

—Y la última ¿fue su pasaporte, digámoslo así, para llegar a él?

—En efecto. Ésa es la que hay, ¿no?

—Ya veremos —dijo la Juez—. Lo que ahora me importa es saber por qué usted se viene para acá, acepta un trabajo humillante para ser quien es y soporta a alguien a quien, con toda seguridad, detesta.

—He pisado lugares más inmundos que la triste casa de ese viejo avaro, se lo puedo asegurar. La vida de los descarriados de buena familia está llena de altibajos y con frecuencia descendemos al centro mismo del infierno, aunque —añadió con un gesto pícaro— siempre volvemos a la superficie trayendo algo en los bolsillos.

—Y se instaló a esperar. ¿Qué esperaba?

—Desde luego, no lo que obtuve. Me conformaba, sabiendo que era un avaro, con encontrar el escondite del dinero y desaparecer. ¡Buen sofoco se hubiera llevado! ¿Se lo imagina, Señoría? —Mariana de Marco empezaba a sentirse incómoda por la frecuencia con que aprovechaba la ocasión para tratarla de Señoría.

—Señor Mejía: usted sabe que la usurpación de personalidad es un delito, como lo es el de falsificación de documentos. Y usted debe saber también que todo cuanto ha obtenido le va a ser confiscado.

—Hay que saber perder —comentó con afectada resignación.

—Va usted a ser acusado de delitos muy graves —siguió diciendo la Juez.

—Permítame que la contradiga, Señoría. Yo no he tenido nada que ver con la muerte del viejo Castro, que se produjo por casualidad, por más que la casualidad fuera conveniente para mí. Si lo que me quiere decir es que iré a la cárcel, le contestaré que no será la primera vez, pero también que nunca he estado en ella por delitos de sangre. Encontrará mi rastro de delincuente blanco en el extranjero, si no lo ha encontrado ya —dijo con una mueca de astucia.

La Juez de Marco se pasó la mano por la frente. Esa mañana no se encontraba bien, no era un buen día, apenas había dormido y le pesaba la cabeza. De pronto, como si hubiera desatado el nudo de un conflicto interno, se percató de que el agente no se hallaba a suficiente distancia de ambos y le ordenó que los dejara a solas. El agente obedeció y se retiró.

—¿No le da miedo quedarse a solas con un presunto asesino? —preguntó el acusado con sorna.

—Bien, señor Mejía, vamos a hablar claro antes de que retome el interrogatorio.

El detenido la miró con simpatía.

—Has hecho bien, querida, el agente era una molestia, aunque entiendo que quisieras cubrirte porque, naturalmente, los rumores corren y…

—No me apee el tratamiento, señor Mejía. Sólo pretendo disponer de la libertad que necesito para decirle lo que quiero decirle. Eso es todo.

—¿Ni aunque los divulgue yo mismo?

—Podrá hacer lo que quiera cuando yo termine, señor Mejía, porque, como se puede imaginar, yo voy a abstenerme, pero le aseguro que quien instruya el caso dispondrá de todos los elementos para juzgarlo debidamente. Yo se los voy a facilitar de manera cumplida y le aseguro que con lo que tengo en las manos su condena es inevitable y será muy, muy larga.

—Oh, lo entiendo, Señoría. Yo haría lo mismo en su caso. De todas formas, los rumores, incluso fuera de este caso…

—Señor Mejía, me parece que no se da usted cuenta de que se enfrenta a dos asesinatos con todos los agravantes.

—¿Asesinatos? Por Dios, Señoría, usted no puede probar eso.

—Yo no. Lo probará el fiscal. Y le condenará mi colega cuando llegue el momento.

—Habla usted de un modo tan vengativo…

—Hablo como Juez y como persona horrorizada de comprobar el cinismo de un criminal como usted.

—Presunto criminal, señoría.

—¿No siente nada?

—¿Qué puedo sentir?

—Yo siento en usted la maldad, señor Mejía.

—Oh, eso. Bien. Cada cual tiene su carácter.

—¡No es un carácter, señor, es una aberración!

—¿No lo entiende usted, verdad?

—No. Jamás he tratado antes a nadie como usted.

—Eso ya lo noté el mismo día en que nos conocimos en casa de su amiga. Yo quise traerla en coche hasta Villamayor, ¿recuerda?

Mariana de Marco le miraba fijamente.

—Luego… nos seguimos viendo —dijo el detenido lacónicamente.

—¿Está tratando de provocarme?

—¿Quién, yo?, ¿a su Señoría? No, en absoluto. Sólo estaba recordando tiempos felices.

—No lo conseguirá, señor Mejía, yo…

—Rafael —insinuó él, suavemente.

—Señor Mejía, no se equivoque conmigo. Yo no trato de entenderle a usted, lo que me pregunto es qué mecanismo hay dentro del ser humano que puede conducirlo al grado de impiedad y depravación al que usted ha llegado, eso es todo.

—¿Todo? —dijo el detenido como si pretendiera ganar tiempo.

—O quizá no —añadió la Juez—, quizá existan otros límites aún más allá de aquellos a los que usted ha llegado.

—Es duro ser tratado así —dijo de pronto, cambiando el tono, el detenido.

Mariana rió con una carcajada que golpeó las paredes del despacho.

—¿Sufre usted? —dijo, irguiéndose aún más de lo que ya estaba, con un sarcasmo que chirrió.

—El corazón tiene razones que la razón no comprende —dijo el detenido con una bien medida mansedumbre.

—Olvidaba que no es usted un inculto… como los pobres Castro.

—Déjelos en paz.

—En sus tumbas —dijo rápidamente la Juez.

—El viejo en su tumba… —un gesto malicioso se pintó sobre el de mansedumbre— y el joven por ahí, por esos mundos, quién sabe dónde —terminó de decir con un velado tono de astucia triunfante—. ¿Eso era lo que quería oír su Señoría? Ya veo que no —añadió mimando una contrariedad.

—Eres un perfecto hijo de puta, sin fisuras —dijo Mariana.

—Caramba —comentó el detenido—, menos mal que has echado al agente. Siempre fuiste muy astuta, querida, siempre has escondido un as en la manga —se quedó expectante, haciendo valer la pausa—, pero siempre has jugado a juegos de salón, niña bonita, y yo en los mejores casinos y en los peores antros, ¿comprendes? Nunca me condenarán por lo que tú querrías verme condenado. Nunca —ahora hablaba con una firmeza contundente—. Yo no he matado, sólo he robado.

—Perderás tu fortuna también —dijo ella tranquilamente.

—Aparte de la casa, el coche, los muebles y el reloj, dudo mucho que encuentres nada más.

—Vaya, así que además eres experto en ingeniería financiera.

—No, en ingeniería financiera no, en transporte financiero que es más sencillo. Querida: son unos años a lo sumo, que pueden reducirse y quedarse en… bah, para qué especular —de pronto, se inclinó hacia ella y en esa mirada, que nunca había visto ella, reconoció la mirada del Mal de la que hablaba Carmen e, involuntariamente, se echó hacia atrás con la manos cruzadas por delante como un reflejo de protección—. De todas formas me la has jugado, lo reconozco, mira lo que te debo —juntó las muñecas simbólicamente— y te juro que no lo voy a olvidar… —aquí se detuvo y la malignidad se convirtió en complacencia— como no me olvido de otras cosas… —dijo demorando con intención sus palabras.

—Bien, señor Mejía, dentro de un momento voy a pedir al oficial que le lleve de nuevo a mi despacho para proseguir el interrogatorio. He tratado de tener con usted una conversación más relajada para hacerlo más llevadero, pero me temo que usted no ha querido colaborar. También aprecio una actitud de suficiencia y creo que le perjudica, no conmigo, que, como le dije, me voy a abstener del caso, sino con quien lo continúe. Es curioso observar que usted carece del sentimiento de arrepentimiento como carece de moral. Realmente, me cuesta creer que pertenezca usted al género humano, por lo menos al que yo trato o del que tengo noción o con el que comparto algo. Cuando terminemos me despediré y espero tener el placer de no volver a verlo nunca más. Todos cometemos errores, señor Mejía, pero lo que importa no son los errores sino los motivos —Mariana de Marco se levantó, hizo una señal al detenido para que continuara en su lugar, se dirigió a la puerta y allí impartió las órdenes oportunas. Luego se apartó y se dirigió a los servicios mientras el personal implicado entraba en el despacho dispuesto a continuar el interrogatorio. Mariana se dirigió al baño, cerró la puerta con pestillo, avanzó dos pasos y de golpe se apoyó en la pared de azulejos con la cabeza alta, el cuello tenso y los puños cerrados. Y de pronto empezó a llorar, poco a poco, suavemente primero, fluidamente después y, por fin, torrencialmente, restregándose la cara con las manos hasta que pudo sentir que estaba hecha un adefesio. Entonces paró, el corazón golpeaba fuerte y lo fue calmando y fue recuperando la respiración. Cuando reunió fuerzas, se acercó al lavabo; no quiso mirarse la cara sino que se lavó concienzudamente y sólo entonces se enfrentó al espejo: tendría que reconstruirse entera para que nadie lo notase, pero no le importó y empezó por secarse. En el servicio hacía tanto frío como en su corazón porque nadie se había ocupado de que la calefacción llegase a los baños.