El primer día de la segunda borrasca amaneció lluvioso y de color gris muy claro, como si fuera a nevar, pero en San Pedro la nieve no había llegado a cuajar y, en cambio, caía un aguanieve que el viento repartía a rachas irregulares en todas direcciones, a juzgar por los movimientos defensivos de los pocos viandantes que se apresuraban hacia sus destinos. A través de los cristales de la ventana, Carmen los veía caminar y tiritaba en camisón. La sensación de frío, sin embargo, le entraba por los ojos porque la casa estaba caliente; en su alegre confusión había olvidado apagar la calefacción.

Estaba en su dormitorio, junto a la ventana. Volvió la vista atrás y contempló a Teodoro durmiendo plácidamente. «Vaya suerte que tienen estos que trabajan por su cuenta», pensó con una pizca de rencor. De momento sus preocupaciones eran dos: una, llegar a tiempo al Juzgado y, dos, hacer salir a Teo sin que lo vieran.

«Está una ya muy mayor para estos escondites, pero en los sitios pequeños se conoce todo el mundo y si la relación no es formal, con vistas al matrimonio al menos en apariencia, una se coge una fama que ya no se la despega en la vida», pensó mientras se dirigía al baño; se dijo que tendría que despertar a Teo para darle instrucciones, aunque bueno era él para esas cosas y bien que sabía disimular, seguía pensando, porque hay que ver cómo se tenía de escondido lo que yo le gustaba. «Si no se le llega a escapar el otro día, no me entero —pensó—. O a lo peor es que ya no me entero, todo el día encerrada en el Juzgado. Los hombres tirándome los tejos y yo en la inopia».

Se cepilló los dientes vigorosamente y se metió bajo la ducha.

«Tendré que hablar con Mar a ver qué le parece a ella, si yo estoy muy desconectada o es que Teo es una ostra», pensó.

Mientras se secaba, el cuerpo le devolvió sensaciones muy gratas.

«Este Teo… —se dijo—. Quién iba a imaginar lo animado que resulta este mozo en la cama».