El teléfono sonaba insistentemente y Mariana lo miraba sonar. Estaba tendida en el sofá de su casa en penumbra. Por la ventana entraba la luz eléctrica procedente de la calle. Las sombras se agitaban como movidas por una corriente de aire. Sabía quién estaba llamando, había colocado el teléfono en el suelo al alcance de la mano antes de cerrar el libro, servirse una copa y echarse en el sofá, pero ahora no tenía la menor intención de mover un dedo hacia el auricular; sin embargo, miraba al aparato sonar con una fijeza hipnótica. La semioscuridad del salón le parecía confortable porque la protegía de la verdad desnuda de sus pensamientos. La semioscuridad la arropaba y le impedía ver en detalle las formas de las cosas propias: el mobiliario, los cuadros, los libros, el dibujo de la alfombra; los percibía como una suerte de cuadro informalista resuelto en colores matados donde las líneas de luz despuntaban aquí y allá como trazos de albayalde y ese conjunto difuso, pero reconocible, obraba como un marco de referencia que la mantenía despierta. El mundo, el suyo también, estaba ahí suspendido, aplazado, dejando un hueco de tiempo como un paréntesis en mitad de una frase compleja. A la altura de su mano, en la mesa auxiliar, había un vaso ancho y bajo lleno hasta la mitad junto a una botella de whisky de la que sólo le faltaba el contenido del vaso. Por su mente vagaban las palabras finales de Tess of the d’Ubervilles: «“Justice” was done, and the President of the Immortals (in Aeschylean phrase) had ended his sport with Tess. And the d’Uberville knights and dames slept on in their tombs unknowing»*.

Alguna razón debía de haber para que la siguieran rondando, aunque no fuera más que su propia entonación, pues sonaban extrañamente acordes con sus sensaciones en estos momentos. Había apretado a leer en los últimos días, tras haberla tenido casi abandonada y la terminó esa misma tarde al regresar a su piso cansada y vacía, pero cuando cayó la luz del atardecer prefirió seguir a oscuras, mirando desvanecerse la claridad por toda la casa. No quería sentir, no quería saber, no quería levantarse sino adormilarse o alcanzar un estado de beatitud que la mantuviera insensible, no quería pensar en los documentos que irían entrando por el fax en su despacho que, por precaución, había dejado cerrado con llave; y no se quería ella misma. Sólo le apetecía disolverse como quien se encierra en un fumadero de opio hasta la mañana siguiente, a la manera del gigante Ling en el local de Ah Hu en aquella novela por la que comenzó a leer en la adolescencia, gracias a la casualidad y a su hermano. Y a partir de la mañana siguiente, bien despierta, esperaría a que su intuición —intuición que en ella adquiría todos los visos de certeza con la misma seguridad que una sensación de angustia la atenazaba por dentro—, su intuición y las confirmaciones que esperaba empezasen a llegar. En ese momento, apenas pudiera actuar, lo haría sin vacilaciones. Mientras tanto, sólo trataba de hacer durar su inconsciencia y desalojar al deber hasta que éste reclamara inexcusablemente su atención.