A primera hora de la mañana del día en que comenzaba a nevar sobre la cornisa cantábrica debido a una borrasca que entró arrolladoramente por el noroeste precedida de un viento frío que heló los huesos de la gente, la Juez Mariana de Marco mandó llamar al capitán López de la Brigada Especial de la Guardia Civil con la mayor urgencia. El capitán se personó en el Juzgado poco después del mediodía y durante un rato el despacho de la Juez estuvo cerrado a cal y canto y a resguardo de toda llamada o interrupción. Al cabo de ese tiempo, el capitán López partió con urgencia y la Juez continuó con las vistas del día, la última de las cuales hubo de posponer para evitar un atasco. Apenas unas horas después de partir el capitán López se sucedieron varias llamadas, entraron mensajes por el correo electrónico, hubo cierto movimiento de personas al final de la mañana y a primera hora de la tarde empezaron a llegar faxes con destino a la Juez de Marco, nada importante aún, puras comprobaciones y acuses de recibo. Después, la comunicación se paralizó y se produjo un tiempo de espera.
Al atardecer, el capitán López se personó de nuevo en el Juzgado donde la Juez de Marco, que sólo se había ausentado para almorzar en una cafetería cercana y regresado en seguida, le recibió en su despacho. La borrasca había deslucido el día y a aquellas horas la luz había desaparecido por completo, la sensación térmica era inferior a la temperatura real debido a que los vientos procedentes del Polo seguían soplando con intensidad y la nieve estaba empezando a cuajar en los tejados de las casas de Villamayor. No era corriente una nevada tan cerca del nivel del mar, sucedía muy de tarde en tarde y en tales ocasiones muchas zonas del interior de la provincia quedaban aisladas y bloqueadas y varios puertos de montaña de la red comarcal de carreteras se cerraban al tráfico. Todos los servicios públicos se encontraban en estado de alerta y la radio y la televisión advertían a los conductores que se abstuvieran de viajar durante la noche. El capitán López estaba en contacto permanente con su unidad debido a la alerta, pero el carácter urgente y confidencial de la información solicitada por la Juez le decidió a personarse en el Juzgado. El Servicio de Investigación, le confirmó, trabajaba activamente.
—La primera información, en efecto, apunta en la misma dirección que señaló usted, pero nada más que apunta —estaba diciendo el capitán—. Es un asunto extraordinario, realmente.
—No hay motivo suficiente —dijo la Juez con gesto de fastidio— para arrestarlo.
—No —corroboró el capitán—. Ahí va a necesitar usted un poco de tiempo porque estas investigaciones, por aprisa que vayan, pueden tardar varios días. Yo no dudo que usted tenga razón, pero, en efecto, con lo que ahora posee no puede dictar una orden de arresto… y no debe hacerlo porque la confirmación puede tardar días o semanas.
—Por supuesto que no lo haré, desgraciadamente, pero temo que se nos escape entretanto —dijo la Juez—. El asunto es tan duro y revela tal frialdad y falta de escrúpulos que no puedo arriesgarme a dejarlo huir. Ahora la clave es mantener el secreto a cualquier precio. Nadie ha de saber una palabra de lo que está sucediendo. Todos los mensajes solicitados como confidenciales hay que ocuparse de que lo sean. Han de llegar a mi ordenador, que está bajo contraseña, y si vuelven a usar el fax ha de ser exclusivamente por el de mi despacho. Lo que quisiera saber es si pueden llegar a entrar por el fax general.
—No deberían —dijo el capitán—. Hemos dirigido la información hacia su fax. De todas formas, ordenaré recoger los que me entren a mí si me parecen confidenciales; le sugiero que usted haga lo mismo con su fax. No es imposible que, si encuentran el suyo ocupado, opten por enviarlos al Cuartel. En todo caso, voy a ocuparme personalmente de que se advierta allá que sólo pueden enviar la información requerida al número de fax de su despacho; como medida de precaución.
—Sí, bien. Conviene que no nos volvamos unos histéricos —hizo una pausa—. Qué historia, de todos modos.
—La verdad es que es increíble, sí. Increíble —dijo el capitán—. Aunque, dedicándonos a lo que nos dedicamos, no nos debería extrañar tanto. Ya hemos visto muchas cosas; usted no lo sé, porque su dedicación es reciente, pero yo llevo en el Cuerpo toda la vida, como quien dice; y lo que nos queda por ver todavía.
—Sí —aseveró compungida la Juez—, en materia de horrores nunca se llega a tocar fondo. Me pregunto si la maldad tiene un límite, alguno, por pequeño que sea.
—Eso habría que preguntárselo a Dios —dijo el capitán con cierto aire de fatalismo.
—No lo creo yo así —se apresuró a contestar la Juez—. Es decir: yo no creo en Dios ni en el Mal. Como tampoco creo en la Felicidad, si me apuran. Pero en cuanto a la maldad humana ése no es asunto para creer o no en él; es como un territorio desconocido, quizá la única aventura que nos queda en este mundo convertido en parque temático: descubrir los confines de la maldad humana para poder empezar por algún lado. O —agregó después de un silencio reflexivo— descubrir que no tiene límites.
—La veo a usted muy pesimista.
—Me gustaría no serlo, pero la vida te pone ante tales realidades que… Es verdad que llevo poco tiempo en la judicatura, pero le aseguro a usted que mi trabajo en un bufete de abogados penalistas me ha enfrentado a menudo con esa clase de cosas que o te curten o te retiran. Y empecé muy joven.
—Joven es ahora —dijo el capitán, galante.
Mariana sonrió agradecida. Miró por la ventana y vio la oscuridad atravesada por miles de minúsculos puntitos blancos.
—Parece Navidad —comentó.
—No falta tanto —dijo el capitán—. A mis hijos les gusta. Cómo son los niños, ¿verdad?
Mariana se quedó mirando al vacío.