Mariana, Sonsoles y su amiga María Linaje charlaban tranquilamente sentadas ante un té en una pastelería al fondo de la cual había varias mesas con servicio de cafetería. Mariana solía entenderse bien con Sonsoles Abós, pero sus amigas la aburrían soberanamente. La de ellas dos era una de esas extrañas amistades arraigadas en plena adolescencia que, aunque los vientos las inclinaran en direcciones opuestas, siempre mantenían el pie común. María Linaje, que era una extravagante de provincias, como la definió Sonsoles cuando se citaron por teléfono, estaba empeñada en una conversación sobre clases sociales o, mejor dicho, social, porque no se refería a otra que a la suya misma salvo para compararla ventajosamente con cualquier otra forma de vida sobre el planeta Tierra. Lo mismo que en la cena que dio Sonsoles y en la que Mariana conoció a Rafael Castro.
No era tanto la defensa, observó Mariana, como la seguridad. En realidad ni siquiera establecía comparaciones, por el contrario, lo que le llamaba la atención era la seguridad que manifestaba de pertenecer al mejor de los mundos. Aceptaba la existencia de otros mundos poblados por otra gente, en efecto, entre otras cosas porque no todos podían ser iguales, pero con la condescendencia propia del superior satisfecho. Y lo que más admiraba a Mariana era que no necesitaba formular sus convicciones sino que éstas se desprendían de ella como el titilar de la luz en una araña de cristal. Evidentemente —se decía Mariana— esta mujer nunca ha pisado fuera de una alfombra.
Sonsoles, por fortuna, no vivía en una burbuja. El run-run de la charla de su amiga le traía a la imaginación aquellas historias infantiles en las que una ciudad se encuentra protegida bajo una gigantesca cúpula de cristal. Incluso en los relatos infantiles los niños se hacían cargo de que la situación paradisíaca de la ciudad bajo la cúpula sólo adquiría dimensión e interés y tenía sentido bajo la existencia de una amenaza que, naturalmente, era una amenaza exterior. Cuando el relato infantil finalizaba, la satisfacción la producía el hecho de haber conseguido salvar, tras variadas, emocionantes y peligrosas aventuras, el territorio de la ciudad misma, donde ellos se encontraban a salvo. Por el contrario, la cháchara un tanto amanerada de la amiga de Sonsoles mostraba un mundo entregado a una satisfacción tan plana que la emoción y la aventura nunca tendrían lugar en él.
Y, sin embargo, pensaba Mariana, hay ocasiones en la vida en que el horror se cierne de manera tan absoluta sobre una sociedad entera que hasta el mundo más privilegiado se hace añicos y entonces ¿qué horror inconmensurable no invadirá sus almas y sus corazones vaciándoles hasta de la última gota de sangre feliz e ignorante? La sola idea del desvalimiento y el despojo a que se verían sometidas la hacía estremecerse de compasión. Era una compasión que iba más allá de esa clase de gente, que la superaba y se dirigía a la esencia de lo humano, de la que participan tanto los ricos como los pobres. El menesteroso está acostumbrado al duro suelo, pero el pudiente cae desde más alto. Al fin y al cabo, estaba a punto de decir Mariana, sólo la muerte es igualitaria. El mundo, como el dolor, era infinitamente complejo y las ventajas materiales, nada despreciables, concedían beneficios injustos y superficiales; pero la Justicia era cosa de los seres humanos, no de la vida.
—Por eso —estaba diciendo María Linaje, al hilo de cuyas palabras pensaba Mariana— un verdadero señor lo es desde la cuna y papá, no me dirás tú que no, Sonsoles, que le conoces bien, lo es de pies a cabeza.
Sonsoles asintió.
—Pero la educación… —empezó a decir Mariana.
—La educación, también desde la cuna, naturalmente —dijo María.
—Me parece que Mariana se refiere a otra cosa —intervino Sonsoles—. Yo conozco personas que tienen un gran mérito habiendo salido de situaciones familiares no apropiadas que, con tesón, han llegado a tener puestos de relevancia social.
—Yo misma —dijo Mariana imprudentemente— provengo de una clase media, quizá algo alta, con un padre de carrera universitaria…
La amiga sonrió con condescendencia.
—Desde luego, yo lo encuentro meritísimo… —dijo después. Mariana comprendió que acababa de bajar unos cuantos puntos en su estimación e incluso que el hecho de ser Juez no pasaba de ser, para la otra, una boutade o una condición de marimacho. Acababa de recibir la confirmación de que ella, que tampoco lo deseaba, estaría por siempre excluida del club del mejor de los mundos. No le resultaba inesperado; simplemente le asombró la perfecta seguridad con que la otra la situaba fuera de un espacio donde no existía la duda. Y, de consuno, otra idea del mismo racimo se desprendió ante su mente y la dejó inmóvil en su silla, como herida por un golpe de estupor. Sonsoles no lo advirtió hasta que el sesgo de la conversación sacó a su amiga de cuadro; entonces, repentinamente alarmada, se inclinó hacia ella y le preguntó:
—¿Mariana? ¿Te ocurre algo?
Como si la pregunta fuera un ensalmo, Mariana despertó, miró alrededor con gesto angustiado, se llevó las manos a la cara y murmuró con voz trémula:
—Oh, Dios mío. Oh, Dios mío.
Su gesto era de absoluto espanto y desolación porque la luz que se había hecho en su cerebro caminaba por delante de la terrible sospecha que acababa de concebir.