—Lo que yo te diga, que sí que es un crimen, aunque sea perfecto —afirmó Carmen.

—Te he dicho muchas veces que eso no existe, los que hayan quedado impunes lo son por el azar, no por la perfección. La perfección es imposible en un crimen meditado y preparado.

—Ah, quieres decir que éste lo es.

—No. Lo que yo digo es que éste no lo es.

—Pero has dudado.

—No. Lo que sucede es que ya me he creado un clima de inseguridad del que estoy convencida de que has sido tú la inductora por la paliza que me has estado dando con el dichoso crimen.

—¿Lo ves?

—No sé qué decirte. He hablado con Rafael y le he preguntado por las cartas, ya sabes. Dijo que las rompió todas cuando vendió la casa, lo mismo que vendió lo que había dentro. Por las cartas, evidentemente, no le iban a dar nada y él no las necesitaba.

—¿Le dijiste que queda una?

—No.

—¿Por qué?

—Porque hay algo que ya no me gusta en todo esto y, sin embargo, sigue sin haber el menor indicio de que las cosas no fueran como dice el sumario. Quizá es que me ronda más ahora la idea del suicidio y eso me desasosiega porque esconde algo, no un crimen sino un desastre patético. No es plato de gusto para nadie quitarse la vida. Estaría deprimido o… no sé… Algo, la presencia de Rafael, un hombre joven frente a un viejo que de repente se da cuenta cabal de su decrepitud… ahí está el drama humano, incluso en el alma de un avaro. No —se desdijo—, esto es pura literatura.

—Bueno, algo hemos avanzado.

—No, no hemos avanzado. Tú me has creado un clima de misterio que me tiene preocupada. A eso se le llama lavar el cerebro, ¿sabes?

—Y dime: ¿a él no le extrañaron tus preguntas?

—Yo creo que sí.

—¿Y qué hizo?

—Pues preguntarme él a mí.

—Mar: tú tienes algo más que me ocultas.

—No, nada, salvo que me extrañó que se quedara tan campante. Él sabía que, en el fondo, quien le preguntaba era también la Juez, es un tipo realmente extraordinario, y no se alteró lo más mínimo, no mostró preocupación alguna. Qué quieres que te diga: eso me causa extrañeza. No es normal reaccionar así. Tendría que importarle, ¿no te parece? Hay más extrañezas: la carta sola, por ejemplo. O el gas: ¿tanto había en la casa que saltó de la cama a la cocina contra su costumbre? Oh, Carmen, estoy muy confundida.

—Ése sí es un indicio, Mar: Él sabía y esa mañana no fumó hasta… hasta que acabó todo, supongo.

—Es una hipótesis, pero tan traída por los pelos, tan débil. En fin, extrañezas e hipótesis de ficción: a eso nos conducen tus obsesiones.

—Pequeños detalles componen un cuadro —insistió Carmen.

—Un cuadro tal de perfidia que requiere una sangre fría inhumana, ¿no crees? —levantó un dedo ante ella—. ¡Y no me vuelvas a decir lo del Mal porque ya he visto demasiadas cosas en la vida como para que eso me impresione!

—Lo cual me reafirma en su culpabilidad. Sólo una persona culpable puede reaccionar con esa sangre fría.

—Carmen, no hagas frases, por favor, que esto no es una telenovela.

—Si hubiera una pista, una sola pista…

—A mí me cuesta tanto creer lo que dices… Y, te lo confieso, me disgusta tanto… Yo creo que ésta es la última vez que hablamos de lo mismo. Estoy harta, Carmen, estoy harta. Es una fantasía, Carmen, no te empeñes. Yo también podría sospechar de ti en el sentido de que has alcanzado un grado de obsesión enfermiza que está a punto de requerir atención médica y que no se explica sólo por el cuidado de tu sobrina; y, sin embargo, no te lo he dicho.

—Acabas de decírmelo, gracias.