Mariana paseaba por el salón a oscuras, iluminado tan sólo por la luz que provenía de la calle. Estaba inquieta porque desde la última conversación con Carmen algo había cambiado en sus sensaciones aunque no sabía qué. Hay veces en que la incomodidad del cuerpo no pertenece a una causa concreta, o ni siquiera vagarosa, pero se instala dentro y comienza a desarrollarse como un platelminto en los intestinos y desde ahí empieza a emanar sensaciones de angustia que te encogen el estómago. Esa incomodidad, real aunque no demasiado acentuada, la tenía en pie dando vueltas al salón y sin ganas de hacer otra cosa que la distrajera. Una de las mejores soluciones para este estado de ánimo era dormir, pero el sueño estaba lejos todavía. Lo que sí sabía era que su desazón tenía que ver con Rafael Castro. De pronto, le percibía de otro modo sin razón aparente. Ese otro modo le generaba inseguridad e inquietud y no hubiera sido así de saber ella por qué, pero no lo sabía. La situación le recordaba a esa clase de amenazas cuya presencia se siente pero en las que al portador de la amenaza, al ejecutor, no se lo ve, lo cual es como enfrentarse a un fantasma que, para colmo, en este caso ronda por dentro. Hubiera sido lógico que telefoneara a Rafael, se citasen y, con toda probabilidad, el encuentro relajara la situación. Ambos sabían perfectamente cómo relajar cualquier conflicto. Sin embargo, una extraña convicción la impelía a no hacerlo. Una convicción o un estado de alerta, no sabría definirlo bien; en todo caso ya era tarde. Volvió a recordar el día en que le estuvo preguntando por las cartas a su tío; se había citado con él expresamente para hablar de ellas aunque sólo le preguntó, no le manifestó su extrañeza. Él debería haber advertido algo porque no tenía un pelo de tonto y, aunque ella trajera el asunto a la conversación con habilidad, su interés por el motivo estaba tan fuera de lo que era el clima habitual entre ambos que forzosamente se tuvo que notar su intención. Rafael apenas se molestó en explicarle que las había destruido, pues para qué servían, y luego mencionó que aún quedaban dos sobres llenos de papeles de la antigua casa en poder de Tomás Pardos y que tendría que ir a pedírselos por si había algo de valor aunque lo dudaba. ¿Y por qué le interesaban las cartas?, preguntó. Mariana le contestó que sentía curiosidad por indagar en su pasado, por conocerle mejor, por saber cómo se expresaba cuando era un sobrino alejado y maltratado por la vida y Rafael estuvo riendo un buen rato aunque observándola con curiosidad.
Desde entonces, y esto se lo había contado a Carmen posiblemente por su propia inseguridad, empezó a sentir esta inquietud que la tenía en pie sin saber qué hacer ni en qué refugiarse. Por más vueltas que le daba no encontraba una razón clara para el desasosiego, pero ahí estaba, lleno de sombras. La misma oscuridad del salón formaba parte del cuadro hasta que, con un movimiento de hartazgo, encendió las luces. De inmediato volvió a apagarlas. Cuando pasó al baño por no saber adónde ir, se vio reflejada en el espejo y se preguntó mentalmente: ¿Qué pasa? ¿Qué error has cometido? Porque reconocía en la forma el origen del desasosiego; no la razón, evidentemente, sino el origen. Siempre que la oscura conciencia de haber cometido un error, de haber dado un paso en falso, la acometía, era de la misma manera, como ahora. Pero se sentía incapaz de reconocerlo, eso era lo peor de todo. Al final decidió irse a la cama y dormir con la ayuda de un valium. No podía permitirse el insomnio. Entonces, y a cuenta de esta última reflexión, se percató de que hacía días que no abría Tess of the d’Ubervilles.