Carmen había tomado a Teodoro como ayudante de investigación, lo que éste aceptaba con paciencia y a conveniencia. Carmen llevaba tantos días enfrascada en la persecución de Rafael Castro que no adivinó las intenciones de Teodoro hasta que él mismo consiguió, con tenacidad sólo comparable a su timidez, hacerse un hueco entre las prioridades de ella.

Entonces recibió, como primer reconocimiento, no una respuesta propiamente dicha sino un permanente estado de asombro en el gesto de Carmen cada vez que le miraba a él. De esta manera, sus encuentros eran cómicos y recelosos porque si Carmen le observaba como si lo estuviera examinando para asegurarse de que se trataba de la misma persona, Teodoro la observaba a su vez con la expectación pintada en rostro, parecido a cuando era chico y miraba al maestro sin saber a ciencia cierta si sería castigado o premiado por su última ocurrencia.

Como Teodoro llevaba sus gestiones —buena parte de ellas pertenecientes a su actividad principal de corredor de seguros a comisión— a lo largo y ancho de la provincia, tenía gran facilidad de contactos y Carmen le pidió en su momento que se fuera informando por aquí y por allá de cuanto se supiera acerca del viejo Castro. No buscaba nada concreto sino simplemente reunir información acerca de aquella extraña y breve familia. Y Teodoro había ido reuniendo el material encargado.

Cuando los hermanos Castro, el viejo y el padre de Rafael, se separaron fue por causa de la mujer. La historia era digna de un melodrama de época: dos hombres, hermanos, enamorados de la misma mujer. El viejo era el mayor y, por decisión de sus padres, debía ser el heredero más favorecido por lo poco que poseían, de modo que la casa en la que vivían en Villamayor —la que ahora habitaba Tomás Pardos— cayó de su lado; los dos hermanos siguieron viviendo en ella, pero, al meterse por medio entre los dos la mujer, la situación se hizo tan insoportable que el padre de Rafael raptó a la mujer, cogió el escaso dinero que pudo encontrar en la casa y huyó de Villamayor. Poco tiempo después —la mujer tenía parientes en el norte de Francia— cruzaron la frontera y se dirigieron allá. Ella viajaba ya embarazada de Rafael. El viejo no perdonó jamás y el otro jamás volvió a saber de él. Después del accidente, Rafael quedó huérfano y esto lo supo el viejo porque los parientes de la mujer se lo comunicaron, pero él se dio por enterado tan sólo para hacerles saber que, a todos los efectos, para él su sobrino estaba tan muerto como sus padres.

La misión de Teodoro era la de encargarse de averiguar cómo y cuándo comenzaron a cambiar las tornas al extremo de establecer una conexión entre tío y sobrino que acabara dando con este último en Villamayor y convertido en heredero universal. Carmen estaba además verdaderamente intrigada por explicarse qué había convertido a aquel niño que viajaba en el vientre de su madre en aquella encarnación del Mal que ella había puesto al descubierto. ¿Sería acaso aquel lugar de Francia tierra de brujas y demonios? Al parecer era uno de esos lugares cercanos a los Países Bajos donde el cielo de color gris sucio se pega a la tierra durante la mayor parte del año y la luz es tan triste que aflige vivir con ella. Allí estuvo el chico acogido por los parientes de su madre hasta que pudo ganarse la vida. En este punto, nadie había conseguido sacar información a Rafael. Quienes le conocían lo consideraban natural, pues debieron ser años muy duros, pero nadie podía decir a ciencia cierta si ganó dinero y lo dilapidó o si llevó una existencia miserable. El caso es que apenas le quedaban unos francos cuando regresó a España a la casa de su tío. Pero ¿qué fue lo que hizo que su tío aceptara tomar contacto con él y, poco a poco, pero en breve tiempo en comparación con lo que había sido la larga etapa de ignorancia, aceptarlo hasta el punto de recogerlo y, aún más asombroso en un viejo avaro como él, dejarle abierta la puerta de la herencia?

—Porque se sintió viejo y solo —dijo Teodoro con voz decidida.

—Más cerca estaban aquellos sobrinos tan raros —protestó Carmen.

—A veces lo que está más cerca es lo que se halla más lejos —dijo sentenciosamente Teodoro—. Esos dos lo rondaban, pero el viejo se reía de ellos. A Rafael lo quería; a su modo, pero lo quería; a los otros los despreciaba. Por eso anularía el testamento, digo yo.

—¿Por esos sobrinos?

—Claro: a él lo pinchaban siempre a cuenta de su avaricia y le decían que para qué echaba tanto tiempo en atesorar si en menos tiempo lo gastarían los herederos. «Ésos sí que se van a divertir todo lo que no te has divertido tú», le decían. Y sabes cómo les contestaba él, ¿verdad?

—Sí, lo sé; pero, dime, ¿tú crees que por eso anuló el testamento?

—¿Para echarlos fuera de la herencia? Y para poder hacerlo, le hacía falta un heredero y apareció uno mejor. Pero no volvió a testar; por lo que fuera, por desidia… Además, era el hijo de la mujer que había amado, ¿no? Y la mujer viajaba embarazada… —Teodoro dejó el aire la última frase.

—¡No me digas! —saltó Carmen al darse cuenta de la dimensión de la insinuación que estaba implícita en la frase de Teodoro—. ¡No me digas! —repitió con todo énfasis.

—Yo no afirmo nada. Nada de nada —reculó Teodoro al ver la explosión de entusiasmo de Carmen.

—Cierto —caviló Carmen—, muy cierto. O sea que, a lo mejor, el primer contacto que hizo Rafael fue en realidad… una providencia para el viejo. Quizá, incluso, la confirmación de una sospecha. Al fin y al cabo —siguió deduciendo por su cuenta—, entre dos que desprecias y uno que desconoces pero que quizá… no es nada extraño que se interesara por Rafael, que, a fin de cuentas, es el que está más limpio a tus ojos. Aunque, claro, genio y figura… era receloso como buen avaro y esperó. Esperó a ver.

—Puede —dijo Teodoro, lacónico.

—Pero, Teo, me falta algo para que todo esto encaje.

—A ver —dijo Teodoro.

—¿Cómo se acercó Rafael al viejo? Se le acercó sin provocar rechazo, ¿no? Y después de toda la historia que hay detrás… porque si eso no es un drama de película venga Dios y lo vea.

Teodoro no solía hablar de sus relaciones con nadie, quizá por un puntilloso efecto contrario al común ejercicio de la habladuría que con el mismo disimulo que fruición ejercitaban sus vecinos. Acaso por esa razón no conseguía Carmen extraerle información más que con cuentagotas, lo cual la sacaba de quicio. En este aspecto de la vida, Teodoro y Carmen no podían ser más disímiles pues, estando ambos de acuerdo en el punto de partida, esto es, el rechazo a la maledicencia, que es en lo que acaba dando siempre la habladuría, cada uno lo asumía de modo opuesto: con una enfermiza reserva Teodoro y con una franqueza agresiva Carmen; eso los convertía en personas socialmente inútiles para el ejercicio de la vida cotidiana del lugar y en la misma razón se fundamentaba de inicio su mutuo reconocimiento.

Esta vez, sin embargo, Teodoro decidió mostrarse locuaz y le explicó detenidamente a Carmen que la relación entre tío y sobrino comenzó a través de una carta que el segundo dirigió al primero. Un golpe de suerte, o de intuición, o de desesperación que dio en el blanco. Teodoro sólo conocía los términos generales de esta carta y de las siguientes por conversaciones ocasionales con Rafael durante el tiempo en que fueron amigos; en resumen, venía a decir en la carta que nunca se habían conocido porque a la separación de los hermanos él no tenía existencia física y mucho menos voluntad, que eso era asunto entre su padre y el tío, que él había trabajado mucho sin excesiva fortuna y que se ofrecía a trabajar para el tío aunque sólo fuera a cambio de casa y comida pues su orfandad era absoluta, tanto de familia como de patria. Le anunciaba que estaba soltero y que nunca se había casado y que, ya dispuesto a hacerlo a causa de la edad, no concebía otra posibilidad que la que le proporcionara, con ayuda de Dios, su tierra natal.

—Valiente caradura —comentó Carmen con desprecio—, aunque, al menos, admite que quiere casarse.

Por alguna razón que a ambos se les escapaba, aunque Teodoro seguía pensando que el viejo, que estaba tan solo como su sobrino, se sintió conmovido, siguieron carteándose, siempre a iniciativa de Rafael; éste, poco a poco, fue viendo claro que su vuelta era factible, que las respuestas lacónicas de su tío eran suficientemente indicativas, que el interés inicial no sólo no decaía sino que se acrecentaba. La carta que halló Carmen en casa de Tomás Pardos y que se apresuró a mostrar a Teodoro entonces, debía ser de las finales, según él, porque contenía las protestas de virtuosismo y desinterés de Rafael ante las últimas reservas expresadas por su tío ante el que ya se presumía, a tenor de cómo se habían desenvuelto los acontecimientos, inminente regreso del sobrino desconocido. Y así llegó Rafael, no tan con las manos en los bolsillos, pero tampoco mucho más que un buen puñado de billetes y una maleta de ropa. Teodoro sabía que Rafael guardaba las cartas de su tío y también, según el otro le dijo, las que él le dirigió desde Francia aunque, naturalmente, nunca llegó a verlas, pues no había razón alguna para ello.

—Pero no puedes decir que hayan desaparecido —comentó Teodoro—. Casi con toda seguridad que las tiene él en alguna parte. La que tú viste se le pasaría por alto.

—Por cierto, que tendría que devolvérsela a Tomás porque me dijo que Rafael había preguntado por los dos sobres que le dejó a guardar.

—Pues ya va siendo hora —dijo Teodoro.

—Es verdad —contestó ella—. Total, no nos servían de nada todas esas porquerías y la carta… pues tiene razón Mariana, carece de valor probatorio de nada, mal que me pese. Yo sigo creyendo que él lo mató ¿y tú?

—¿Por qué se habrá acordado de repente de los sobres?, me pregunto yo; también es casualidad… —dijo Teodoro intrigado.

—¿Ahora vas a empezar tú a sacarle punta a todo? A buenas horas, mangas verdes. ¿Tú crees que lo mató sí o no?

—Yo no sé qué decirte, me parece muy duro decir algo así de alguien y quedarse tan campante. Al fin y al cabo, que sea un fresco y un poco fantasma no es para cargarle el muerto.

—¿Un poco, dices? ¿Semejante chuloputas?

—Vaya, no te pases.

—No me paso, Teo, todo lo contrario: estoy precisando. Es cosa de mi formación jurídica, ¿sabes?, no puedo evitarlo, el amor a la precisión de las palabras. Pregúntale a Mariana: en un Juzgado no puede una andarse con ambigüedades.

—Mira que eres mala cuando te pones.

—Como un demonio —respondió ella con la cara encendida.

Y de repente, pero con la seguridad de que llegaba lo que tenía que llegar, se encontró abrazada a Teo y besándole apasionadamente.