—Bueno, pues ya lo sabes todo —dijo Mariana a modo de conclusión.
Carmen, apoyada en el almohadón que se había colocado delante a modo de parapeto, se quedó mirando al suelo en silencio. El silencio se mantuvo por ambas partes hasta que Carmen levantó los ojos y miró a su amiga. Sonrió débilmente y volvió a bajar la vista.
—Gracias —dijo de repente—. Habría sido horrible que me enterase por otros.
—Eso pensé —comentó Mariana.
Carmen cambió de postura, arrojando a un lado el almohadón.
—¿Por qué me lo has contado ahora? —dijo. Mariana se sintió herida en la misma línea de flotación.
—Porque… No lo sé.
—Ah.
Hubo un silencio que se mantuvo hasta que Mariana no pudo soportar su peso.
—No es verdad —dijo de golpe—. Es porque estoy hecha un lío. Si no, no te lo hubiera contado.
—Gracias —dijo Carmen poniendo su mano sobre la suya.
—¿Otro café? —ofreció Mariana poniéndose en pie.
Lo sirvió y luego siguieron hablando, bebiendo café, mientras la tarde transcurría horizontalmente.
—Estoy pensando —dijo de pronto Carmen, incorporándose— que no entiendo bien cómo has podido hacerlo —dijo, y se adelantó de inmediato a la protesta de Mariana—. Ya sé que esto no hay que decirlo, pero es que no lo entiendo, no entiendo que tú… —había pena en su voz y Mariana la detestó por un instante.
—O lo sueltas todo o te callas —dijo.
—Me callo —dijo Carmen.
Mariana aguantó las lágrimas hasta el límite. «¿Cómo has podido hacerlo?», se repetía a sí misma con la voz de Carmen golpeando en el tambor de su mente. «Pero lo hice, lo hice», se decía también, como un redoble. Se llevó las manos a la cara por ahogar el ruido de una reclamación que se le hacía insoportable. Entonces las manos de Carmen cubrieron las suyas y pudo verter las primeras lágrimas y aflojar el cuerpo.
—¡No me arrepiento! —acertó a decir.
Carmen la abrazó hasta que se fue calmando. Mariana escapó repentinamente al baño y regresó al rato, recompuesta. La tensión emocional, sin embargo, cargaba el ambiente como el aire pesado de un turbión de verano. Pero se irguió y respiró hondo. La tormenta pasaba.
—Tú quieres hablar del asunto del viejo, ¿verdad? —dijo Mariana con un brusco cambio de actitud.
—No sé si es el momento… —empezó a decir Carmen.
—Es el momento —cortó Mariana—. Es el momento —repitió más despacio, buscando deliberadamente la calma.
Hubo un silencio. Luego siguió hablando.
—Entonces vamos a resumir la situación ya que es lo que está sobre la mesa a fin de cuentas y dejamos mi asunto —dijo, cambiando de conversación—: Hay un hecho incontestable que es la muerte del viejo Castro. Es igualmente cierto que, practicada la autopsia correspondiente, se descarta cualquier señal de violencia externa e incluso, fíjate bien, ingesta de cualquier tóxico; en consecuencia, la participación material de un tercero en la muerte queda excluida. Tampoco hay indicios suficientes de suicidio y lo que le pareció entonces al Juez que otorgó el fallo es que con mayor probabilidad la muerte se debía a descuido o negligencia propia. Pero —subrayó expresivamente Mariana—, con la intención de dar una oportunidad y por si acaso en un futuro pudieran presentarse indicios —subrayó de nuevo— de suicidio e incluso, creo recordar, de inducción al suicidio, que es lo que más se acerca a lo que tú sugieres que pasó, decide el sobreseimiento provisional de la causa. Pero te recuerdo que en la misma consideración descarta expresamente el suicidio o la inducción al suicidio por todo lo visto. Y hasta aquí llegó el agua, Carmen. No hay más. Bastante fue que se diera ese sobreseimiento provisional a espera de futuras… de futuros indicios, que no sospechas —subrayó por tercera vez—, que cambiasen la consideración del asunto. Y te diré que en los fundamentos ni por asomo se plantea duda alguna sobre homicidio o asesinato. Tú eres Secretaria de Juzgado y tienes formación suficiente para saber que, en estas condiciones, no se puede hacer nada. ¿Es o no es cierto lo que digo?
—Bueno, Mariana, vamos a ver…
—No. No. Alto. Un momento. Primero contesta a lo que te pregunto y luego seguimos porque conviene que dejemos en claro cada paso antes de dar el paso siguiente. ¿Es o no es verdad que tras lo que te he expuesto estoy imposibilitada de actuar? ¿Sí o no?
—Es que lo de imposibilitada… —esta vez subrayó Carmen.
—¿Sí o no? —la conminó Mariana.
—Muy bien, sí, vale, reconozco que no puedes ocuparte del caso; e incluso aunque pudieras, si lo tomas tú parecería un capricho… o una venganza, incluso, contra Rafael.
Mariana se la quedó mirando con perplejidad.
—No, no me hagas caso, era un ejemplo —corrigió apresuradamente Carmen—, uno de esos ejemplos exagerados que se ponen para ser muy evidentes, perdona, que te encuentro más suspicaz que nunca.
—Digo yo que no es para menos —apostilló Mariana con cierta severidad.
—A ver —dijo Carmen—, si nos vamos a poner así de serias, mejor lo hablamos otro día, ¿te parece?, porque es que me siento un poco violenta.
—Pues yo, otro poco, así que a ver si poco a poco nos relajamos —dijo Mariana, mostrando una conveniente media sonrisa conciliadora. Carmen se la devolvió.
—Yo te voy a ser sincera, Mariana. Es verdad que la relación de mi sobrina con Rafael me puso enferma de los nervios, porque es verdad. Pero, como tú has dicho, yo trabajo en un Juzgado y sé lo que es mantener la serenidad en los momentos difíciles, la serenidad y el equilibrio. Así que poco a poco he ido considerando el asunto de la muerte del viejo Castro y hasta he intentado convencerme de que Rafael no tuvo nada que ver con ella, que a lo sumo se descuidó y nada más. Pero hay algo que tampoco puedo olvidar y es el sexto sentido. Mariana: yo creo que en aquella casa sucedió algo terrible y que Rafael tiene que ver con ello, no porque salga o deje de salir con mi sobrina o porque la vaya a hacer feliz o desgraciada sino por él mismo, porque es un criminal nato.
—No hay criminales natos —especificó Mariana irritada.
—Tú sabes que hay gente desgraciadamente marcada y predispuesta por razones desde biológicas hasta educativas.
—Y aunque lo sea —continuó Mariana—. No será por esta historia. No es el caso de Rafael, no está afectado por ellas.
—Bueno, pues es un criminal que se ha hecho a sí mismo, me da igual. A mí el instinto me funciona y tú lo sabes y en esta ocasión te juro que sé separar perfectamente odio e instinto. Lo que pasa es que tienes que confiar o no confiar en mi instinto.
—Por poder, puedo confiar, pero lo que no se puede hacer es reabrir una instrucción con tu solo instinto como indicio —hizo un gesto de cansancio—. Lo que sabes muy bien.
—Vamos a reproducir la escena. ¿Vale? —Carmen se reacomodó en el sofá, siempre erguida y ahora, además, excitada—. Amanece, el viejo va a la cocina, hace frío, el sobrino baja tras él, le ofrece leche caliente, café, lo que sea, lo prepara y mientras habla cierra el quemador, que apaga el fuego, y vuelve a abrirlos todos. El viejo no tiene olfato, para escuchar el ruido del gas tienes que estar muy encima y ya se ocupa él de alejarle, pongamos que se lo lleva a la mesa de la cocina y allí empieza a preparar unas rebanadas de pan o lo que sea; comprueba que la ventana alta, a la que al viejo le costará llegar, está cerrada aunque tampoco es necesaria la precaución porque el viejo no olerá el gas hasta que se le meta en los pulmones. Cuando la cosa se empieza a poner peligrosa, deja al viejo ocupado en mojar las rebanadas en la leche, sale y cierra la puerta por fuera, por si acaso. Se aleja y espera. No necesita esperar mucho si ha medido bien el tiempo. De repente oye un golpe: el viejo se ha desplomado. Aún tiene que esperar, asegurarse. Por fin el olor llega con fuerza hasta él. Entonces le pega una patada a la puerta para que parezca que estaba cerrada por dentro, se tapa la nariz, cierra los quemadores, abre el ventano, deja la llave de la puerta sobre la mesa, echa a correr y escapa al patio. La casa se airea, sale al exterior, a la calle de atrás, se encuentra con el vecino, que le viene que ni pintado, y monta el paripé. Ya está. Antes se habrá asegurado, eso sí, de que el viejo no respira. Punto final.
Mariana suspiró, echó hacia atrás la cabeza hasta descansarla en el respaldo del butacón, volvió a alzarla, se movió hacia delante, juntó las manos en el mentón y, por fin, haciendo un gesto de ánimo hacia sí misma, dijo:
—Me toca a mí. Aparte de que no pasa de ser una suposición, bien armada, pero suposición que ya te rebatí, encuentro algunas debilidades en tu argumentación. Es difícil de creer que Rafael Castro haya aguantado medio respirando gas hasta que no pudiera soportarlo más y escapase de la habitación echando la llave. Es más, este movimiento tuvo que alertar al viejo, que carecía de olfato, pero no de oído. Es también dudoso que pudiera calcular con suficiente exactitud el momento de la muerte para volver a entrar y, si erraba, corría el riesgo de que, a poco que se ventilara la habitación por la puerta, el viejo pudiera aún recuperarse, por lo que tuvo que estar mucho más tiempo aguardando, asegurándose; pero en ese caso, el gas estaría escapando por las junturas de la puerta, que no era estanca; en cambio, que el viejo dejara el gas abierto, accidental o intencionadamente, tiene más sentido porque, en efecto, para cuando llegara el olor al dormitorio de Rafael debería estar bien muerto. Yo creo que Rafael abrió primero la ventana de su dormitorio, que es lo inmediato, y luego las ventanas que pudiera antes de llegar abajo, para buscar ventilación urgente. Y abajo debía haber una masa de gas tal que tuvo que ir a la puerta del patio, y a la de la calle para hacer corriente, antes que a la cocina misma, por pura razón de supervivencia. De hecho presentaba leves síntomas de intoxicación. Y luego tiró la puerta.
—¿Y la llave sobre la mesa?
—Precisamente: si estaba sobre la mesa cabe pensar en un suicidio y si sólo estaba cerrada por dentro, caería al suelo al romperse la puerta y es muy posible que el propio Rafael la dejara sobre la mesa más tarde, al recogerla del suelo. Podría preguntárselo, aunque creo recordar que en el sumario declara que no recuerda.
—Vaya un testimonio fiable.
—Para mí como Juez, sería una declaración y punto.
—Pero estaba cerrada por dentro.
—Consideremos el suicidio. Hay otra respuesta. ¿Recuerdas que en la cocina se encontró mucho dinero en un escondite? Yo estoy segura de que el viejo se cerraba de vez en cuando para contar su dinero, como uno de esos avaros de película. Y sospecho que el Juez tomó esta hipótesis por buena a la hora de considerarlo accidente y, en fin, que se curó en salud sobreseyendo provisionalmente la causa por si surgían nuevos indicios.
—¿Y los sobrinos?
—El sobrino. Sólo uno, creo, pero puedo comprobarlo. Éste quizá estaba tras la hipótesis del asesinato, como tú, aunque él tenía un interés más material. Quizá por eso lo acabó ahuyentando Rafael. Si fue así, no te diré que me parece bien. Y ésa es la historia, Carmen, volvemos a donde siempre. Te juro que no estoy por Rafael, es que quiero que comprendas que no hay ni sombra de indicio. Y, sobre todo, no quiero que te vuelvas loca dándole vueltas a esto, créeme. Deja el problema donde está: en el hecho de que no te gusta un pelo como marido de tu sobrina. Yo, personalmente, creo que se trata de una aventura en la que ella se ha involucrado más allá de lo que pretende Rafael.
—Entonces reconoce que es un sinvergüenza.
—No te diría yo que no. Lo que pasa es que esta clase de sinvergüenzas suelen ser muy atractivos —levantó la mano para adelantarse a Carmen—. No me digas lo que estás pensando, por favor.
—Sí que lo estaba pensando —dijo Carmen y se echó a reír.
Rieron las dos y por un momento el espacio que compartían se inclinó amablemente sobre ellas.
—Te voy a contar algo muy personal —empezó a decir Mariana— y te ruego que no salga de aquí. Es sobre Rafael y quizá le sirva de algo a tu loca intuición. ¿Recuerdas aquella carta que encontraste en el desván de su antigua casa? —Carmen asintió y se inclinó hacia delante, al acecho—. Era una carta rara, ¿verdad? Quiero decir que lo raro era la existencia de esa carta en la que él se hace eco de las protestas de recelo de su tío y donde a su vez hace toda clase de protestas de honestidad y desinterés. Le cuenta, como suele decirse, a calzón quitado que no debe temer otro interés de su parte que el deseo de regresar y la necesidad de sentirse unido a la familia, que sólo es el tío, y al mundo que fue de sus padres y del que se siente tan lejos y tan necesitado de reencontrar a la vez. Es, parece, una carta humilde y servicial y un «póngame a prueba». Te confieso que no me casa con el carácter del Rafael que yo conozco, por lo que debería deducir que es un cínico y eso sí que me casa. Casi todos los seductores son gente interesada y su capacidad de fingimiento es tan alta como su capacidad de seducción, como si lo uno fuera unido a lo otro. Pero, además, hay otra cosa que me llama mucho la atención: no había más cartas que ésa en los sobres que encontraste y eso me hizo pensar; me hizo pensar tanto que le pregunté, muy discretamente, creo, acerca de las relaciones con su tío y, a caballo de esas preguntas, sobre la correspondencia entre ambos. Creo que pregunté con discreción, pero él lo cazó al vuelo. Me contestó que a la muerte del viejo se había deshecho de toda la papelería inútil y sólo conservaba la que tenía alguna relación con la casa, la familia, la herencia… en fin, documentos históricos, por así decirlo. Naturalmente, yo no le di a entender que conocía la existencia de la carta que encontraste. Lo primero que pensé es que había mucha papelería inútil en esos sobres, lo cual se contradecía con su afirmación; lo segundo de lo que me di cuenta es que él ponía demasiado interés en averiguar la verdadera causa de mi pregunta. Lo extraño no era su insistencia, muy discreta por su parte, sino que tuve la perturbadora sensación de que él, en realidad, lo que quería saber es si yo había visto el contenido de los sobres.
—¿Quería saber si conocías la carta?
—No te lo puedo asegurar, pero eso es lo que pensé. Sobre todo porque no había nada más, según me has contado.
—Entonces en esa carta hay algo más de lo que hemos leído.
—Podría ser, pero no alcanzo a saber qué. Verás: ese tipo de sensaciones se corresponden con algo, indudablemente. Si ese algo es real o producto de nuestra fantasía ya no lo puedo deslindar porque nuestros pensamientos no siempre se cruzan como es debido.
—Pero la carta, Mar, no daba más de sí.
—En efecto —Mariana se quedó pensando un momento, luego dijo—: ¿Se la has devuelto a ese tal Tomás Pardos?
—No. Le hice una especie de vale, por si se lo reclamaban.
—Me gustaría verla —declaró Mariana—. Ya sé lo que dice, es sólo pura curiosidad.
—Claro. Mañana mismo te la paso. O te la mando.
Mariana volvió a quedar en silencio. Carmen aguardó prudentemente antes de volver a hablar.
—¿Te puedo hacer una pregunta personal? —dijo al fin.
—Por supuesto.
—¿Sigues viendo a Rafael?
—Hoy no. Pero sí —contestó Mariana, después de otro silencio.
—Y… —Carmen dudó; Mariana la alentó con una mirada significativa— ¿lo vas a seguir viendo?
—Quién sabe —murmuró Mariana—. Nunca acabamos de saber por qué hacemos las cosas en estos asuntos en los que no es la cabeza la que manda. Hay algo que se está interponiendo entre todos nosotros. Es como la neblina que en cuestión de minutos se apodera de una arroyada y nos deja desorientados donde poco antes estábamos disfrutando de un espacio reconocible, querido y seguro. Me recuerda el día en que nos perdimos tú y yo en esa depresión donde está el bosquecillo de tuyas que hay cerca de San Pedro, justamente a causa de una niebla que se nos echó encima sin darnos cuenta. Lo conocíamos bien y de repente el buen rato se convirtió en incertidumbre y no dábamos crédito al hecho de que no sabíamos por dónde echar a andar. Momentos antes sabíamos dónde estábamos y, de pronto, no. Era un espacio reducido, lo teníamos conocido, así que tiráramos por donde tiráramos pronto íbamos a salir a terreno familiar y, sin embargo, echamos a andar con tal ataque de desasosiego que pensamos si algún encantamiento no nos habría sacado de nuestra vida y metido en otra como en los cuentos de hadas, sólo que no nos empujaba la magia sino el miedo a lo que no tenía nada que ver con nosotros, ¿te acuerdas?
Carmen asintió.
—Así estoy yo —continuó Mariana— tras la última vez. De pronto, lo que era claro, sin más, se enturbió. No sé decirte por qué. ¿Qué importancia tienen la carta o los papeles? Ninguna. Entonces, ¿por qué de pronto esta turbiedad? Si lo supiera no te contaría esto. Me alegro de poder contárselo a alguien. Una culebra ha cruzado por delante de mí y el paisaje ha cambiado de color; no ha podido ser la culebra, así que han tenido que ser mis sentimientos al percibir su paso; pero no sé qué significa la culebra.
Carmen la miró con curiosidad; luego dijo:
—Eso es algo personal.
—Sí —dijo Mariana. Por unos momentos se quedó en silencio, abstraída, y Carmen se unió a su estado de ánimo. La luz empezaba a caer al otro lado de las ventanas y la ciudad parecía inerte. Ninguna de las dos hablaba, sumidas en sus meditaciones. Al cabo del rato, Mariana se levantó y empezó a devolver las tazas vacías a la bandeja en la que las había traído. Carmen se levantó a su vez y paseó por el salón sin decidirse a seguirla. Cuando reapareció, ambas se miraron sin saber qué hacer, pero deseando hacer algo que las sacara del estado de estancamiento en que se encontraban.
—Lo que pasa, Carmen, es que, en ocasiones, lo que nos sucede no es que no sepamos qué hacer sino que no hacemos lo que sabemos que debemos hacer —miró a su amiga y sonrió tristemente—. Ésa es la jodida verdad —dijo a modo de conclusión.
Se produjo un silencio.
—Siempre podemos hacernos un té —dijo Carmen.
Mariana la miró sorprendida y, de repente, se echó a reír. Carmen la siguió y las dos rieron y rieron hasta que se les saltaron las lágrimas, pero eran lágrimas muy distintas. Así continuaron hasta que la risa y las lágrimas se mezclaron y ambas se dejaron caer en el sofá, fundidas en un abrazo entrañable. Luego la crisis empezó a ceder y poco a poco se fueron relajando. Al final, volvieron a mirarse, cada una recostada en un extremo del sofá. A través de su respiración y con la ausencia consentida de las palabras, el espacio se volvía cálido y reconfortante después de todo.
—Hoy no estás en tu mejor día —comentó Carmen, finalmente.