Tomás Pardos se sorprendió no poco cuando Rafael Castro apareció por el zaguán de su casa. Entró sin llamar, como si la casa aún le perteneciera y se dirigió tranquilamente hacia él.

—¿Cómo te va, Tomás? ¿Todo en orden? ¿La familia? ¿El negocio?

—Con los problemas de costumbre, don Rafael, ya se puede imaginar. Este trabajo no rinde más y yo sólo tengo dos manos. Pero usted dirá qué se le ofrece.

—No te quejes, que tienes trabajo y casa, aunque todavía me debes un pico del que yo soy garante, por cierto.

—Don Rafael, yo, usted sabe…

—Bien, bien. No vengo por eso aunque insisto en que no se te olvide.

—Descuide usted, don Rafael, que no se me olvida. Y en lo que pueda servirle…

Rafael echó un vistazo general al zaguán moviendo la cabeza afirmativamente.

—Ya sabía yo que como almacén daría más juego que como tienda —dijo. Luego se dirigió nuevamente a Tomás—. A ver: ¿te acuerdas de unos sobres que te dije que guardaras por si me llegaban a hacer falta?

—Unos sobres… —Tomás hizo un verdadero esfuerzo de concentración—. ¡Sí! Deben de ser los que tengo arriba en el desván. ¿Es que los quiere ahora?

—Me gustaría echarles un vistazo.

—Usted se los puede llevar, son suyos. Yo los guardo porque me lo encareció.

—Sí, sí, lo recuerdo. Bueno, ve a ver.

—Con permiso —dijo Tomás saliendo apresuradamente del almacén. Rafael se quedó mirando de nuevo el amplio espacio ocupado al menos hasta la mitad por diversos montones de cajas de variados tamaños y colores, un contenedor pendiente de ser abierto, varias cajas de embalaje que debían contener alguna suerte de aparato electrodoméstico y una gran partida de tablas apiladas de diversos tamaños. Se abrió paso hacia la trasera, donde estaba la cocina a la que se asomó. La habían renovado relativamente. Estuvo contemplándola largo rato. La placa de vitrocerámica y el horno eran nuevos, lo único nuevo junto con el frigorífico. Vitrocerámica. Sonrió mientras pasaba la mano por encima. «Aquí ya no hay peligro», dijo en alto.

—Eso le dije yo a mi mujer; ayer mismo la instalamos —la voz de Tomás le sobresaltó y su sobresalto dejó medio aturdido a Tomás. Éste estaba a la puerta, su sonrisa se había helado y tendía a Rafael un azulejo que mostraba la leyenda: «Hoy no se fía, mañana sí»—. Es todo lo que he encontrado en donde guardaba los sobres.

Rafael advirtió que la voz de Tomás temblaba ligeramente.

—Tomás, no me engañes. Si no están, tú sabes dónde están porque los papeles no tienen patas ni van por ahí corriendo de un lado a otro salvo que alguien los lleve en la mano.

—Sí, es verdad, es que no sé si hice bien…

—Dime, ¿quién los tiene?

—Los cogió… Yo le juro que no pude evitarlo, no sabe usted lo terca que es…

—Tomás, de quién hablamos —Rafael habló de manera suave, pero conminatoria.

—De Carmen Fernández, no sé si la conoce, la Secretaria del Juzgado de San Pedro.

—La tía de la señorita Vanessa —dijo Rafael con cierto retintín.

—Mismamente —dijo Tomás tragando saliva. Y, ante su estupor, Rafael soltó una gran carcajada. Se llevó ambas manos a la cintura y se dobló hacia atrás para reír más a gusto y luego siguió riendo y paseando por el zaguán. Por fin, se detuvo cerca de la puerta y se volvió a Tomás.

—Bien hecho, Tomás, bien hecho —dijo y, haciendo un ademán con la mano, traspasó el umbral y salió a la calle.