—Me acuerdo de mi padre, de cuando me llevaba a pescar al río, no hace tanto, tampoco soy tan vieja —empezó a decir Carmen—; el río, el remanso, el agua corriendo ligera, las repentinas sombras de las carpas, la mancha de árboles descendiendo por la orilla de enfrente hasta el borde del río, donde metían las raíces, y una zona más oscura, una poza, un círculo grande que me daba miedo porque imaginaba el remolino traidor y las profundidades misteriosas de las que nunca se vuelve; allí echaba la caña mi padre a menudo en busca de la trucha. Y te cuento esto porque, además de estar nostálgica, y bien comida y llena de cava, yo sentía un amor inmenso por mi padre y no deseaba otra cosa que acompañarlo a la pesca porque eran momentos nuestros, únicos, él en silencio y esperando atento aunque de cuando en cuando me buscaba con la mirada y me enviaba un gesto de cariño, y yo entreteniéndome con todo lo que encontraba, pero siempre sin perderlo de vista aunque no lo mirase, siempre sabiendo que estaba ahí, en la complicidad del silencio, en el rumor del río, en la luz del cielo, en la brisa en las hojas. Hasta que en un momento que era mágico él me daba una voz y yo, que ya sabía por qué, agarraba el bichero y salía corriendo a esperar, toda nerviosa y emocionada, pero también muy seria, muy propia, a que acercara el pez a la orilla para atraparlo. Luego él lo miraba y, si no le parecía que hubiese problema, me dejaba sacarle el anzuelo y echarlo a la cesta. A lo mejor estábamos toda una mañana, o mi madre nos ponía la comida y nos quedábamos a comer. Mira, Mar, ese espacio tan grande y tan íntimo a la vez, y tan abierto y tan cerrado era…
—Como la vida y como el amor, respectivamente —apuntó Mariana.
—¿Eh?
—Sí, mujer. Abierto como la vida y cerrado como el amor. Oh, vaya, era una gracia poética que me ha salido fatal.
—No, qué va, tienes razón. Aquel espacio físico estaba abierto, sí, a nuestro alcance, lo podíamos abarcar, ¿no?, pero estaba maravillosamente abierto porque te daba la sensación de que lo que estaba transcurriendo allí era la vida desnuda, tal cual, sin interferencias, ¿no? Y todo quedaba como cerrado a la vez, sujeto a nosotros dos, por el propio amor, es cierto, es una imagen muy bonita.
Mariana estaba sentada en su butacón de lectura con las piernas en alto, apoyadas en el reposapiés. Carmen estaba tendida en el sofá y se había acomodado un almohadón a guisa de cabecera. Hacían la digestión de la comida, charlaban lánguidamente y dejaban correr las primeras horas de la tarde.
—En cambio yo veo a Vanessa y a su padre, bueno, la veía, cuando era más chica y correteaba por la casa y la diferencia era enorme: todo lo más, su padre y mi hermana la llevaban a la plaza a tomar un aperitivo o algo mientras la niña se sentaba en su silla mirando para todas partes y aguantando las ganas de echar a correr y perderse por el pueblo porque tenía que ser formalita, una señorita ya, la pobre. Claro que mi hermana me lleva doce años y es más antigua que el hilo blanco en eso de guardar las formas y el comportamiento, que no sé de dónde lo habrá sacado porque en casa no éramos precisamente unos palurdos, aunque sí un poco asilvestrados. En fin, nada que ver. Y el padre tampoco se ocupaba de ella como el mío de mí, ni de lejos; éste ya estaba en otra manera de vivir: en la prisa, en el viaje, los contratos, los negocios, siempre ocupado. Mi padre también trabajó toda su vida, pero trabajó para poder pagarse sus momentos de felicidad y yo tuve la suerte de que me incluyera en algunos de ellos, como la pesca, ¿sabes? Así que no me extraña que Vanessa pase de ellos porque, al menos en comparación con mi infancia, ellos pasaron antes de ella. O sea, entiéndeme, no es que la desatendieran ni nada de eso, no, digo que pasaron de esa atención que se cuece con el cariño, no sé si me entiendes.
—Sí, te entiendo, pero no creas. Cuando llega la adolescencia, no hay nada que hacer. Yo fui una rebelde total y bastaba que abrieran la boca para que los rechazara. Sin embargo, recuerdo mi infancia como un tiempo muy feliz y muy lleno de amor. No sabría decirte en qué momento empecé a cogerles manía a mis padres, pero no les pasaba una. Quizá fue porque antes sólo me quisieron y después empezaron a adoctrinarme. Si mi padre viviera hoy le habría pedido excusas de todo corazón, a pesar de cómo era, pero hoy ya no está y yo he aprendido tarde que la vida es una cuestión de equilibrio. Quizá por eso he acabado convertida en Juez, porque en los momentos difíciles, y todo juicio lo es, al menos para el que juzga, es cuando hay que tener valor y carácter para no dejarse llevar por los impulsos. ¿Tú entiendes que se pueda mantener la serenidad y la lealtad en momentos extremos? Cuando en este país suceden cosas gruesas, un atentado terrorista, por ejemplo, con víctimas inocentes, o un asesino de esos de primera página de periódico, hay que tener cabeza suficiente para seguir en contra de la pena de muerte mientras la gente pide paredón; porque lo que piden en ese momento no es justicia sino venganza. Lo que pasa es que la venganza es tan humana… es tan humana como la maldad.
—¿Y tus padres?
—Perdona, me había ido por otro camino, pero todo acaba en lo mismo, en esa convicción de que equilibrar no es ser medrosa, ni dada a componendas, ni volverse acomodaticia. No. Lo más fácil, aunque fuera lo más adecuado a la juventud, era ser una exaltada, jugar al todo o nada, abominar de todo lo establecido. La vida es un río muy ancho, tan ancho como el Amazonas, uno de esos en los que no se ve la otra orilla y conocerlo y navegarlo requiere tiempo, experiencia, situación, conciencia… cosas demasiado importantes como para apartarlas o resolverlas de un plumazo. En eso yo creo que a la larga las mujeres tenemos cierta ventaja porque somos más terrenas que los hombres, la vida la alcanzamos con los dedos de una manera más práctica: no nos hace falta verle la cara a la muerte para saber que la vida es un asunto que tiene su ritmo. Yo recuerdo una casa que teníamos en la sierra y allí ayudaba a mi madre a hacer el jardín porque me encantaba ayudar. Bueno, pues esos días de jardín, que era un jardín pobretón, con aquel clima… me di cuenta de que el tiempo necesario para hacerlo lo marcaba la naturaleza, lo pautaba la vida; era el tiempo vegetal, no el de nuestra prisa… él era el que mandaba y entonces, sin apurarse, sin enfadarse, las dos sabíamos que trabajaríamos día tras día hasta que el jardín dijera: ya. Y que ese momento llegaría y, mientras tanto, lo que había que hacer era acomodarse y trabajar duro. Entonces comprendí o, mejor dicho, intuí, porque era pequeña, que cada asunto requiere su tiempo. Eso es lo que debí olvidar cuando empecé a pelear con mis padres y eso es lo que recordé, ya en forma de conciencia y no sólo de intuición, cuando me las tuve que valer por mí misma después de que me hastiara de la vida libertaria y la prisa por vivir. ¿Te das cuenta? La vida tiene un ritmo que tienes que encontrar cuanto antes. Tu sobrina lo está viviendo a la Viva México, como decía una amiga mía mexicana, y luego vendrá el remanso. Pero ahí es donde está la clave, porque la gente toma el remansar como una retirada y no es verdad, Carmen, ahí es donde empieza lo difícil, ese sentido duro y no blando del equilibrio, pero también un verdadero aprecio a la felicidad.
Mariana se había erguido y hablaba con vehemencia y Carmen la escuchaba arrobada con las manos cruzadas por detrás del almohadón, como si buscara sujetarse la cabeza para prestar toda la atención posible, sin dejar escapar una idea.
—La verdad, Mar, es que te expresas tan bien…
—Pura judicatura —respondió ella con una sonrisa triste agachando la cabeza—. Sumarios, sentencias, disposiciones… todo hay que explicarlo —de pronto había cambiado el gesto por otro de preocupación. Carmen tuvo la sensación de que algo le mortificaba y que estaba a punto de tomar una decisión porque conocía aquella forma de estar, como mirando hacia dentro, pero a punto de salir afuera.
Por fin Mariana levantó la cara, asentó los hombros con un movimiento rápido y volvió la cara hacia su amiga, que se había incorporado a su vez muy pendiente de ella.
—Carmen —dijo Mariana lentamente a la vez que desplazaba las manos a lo largo de los muslos como si la fricción la ayudara a acometer un acto que la violentaba—, tengo que hablar contigo de un asunto que no puede esperar más…