Pocos días después, Mariana canceló, entre el hielo y el fuego, su cita con Rafael Castro. Dejó correr el resto de la tarde leyendo y a la noche seguía sola y en casa. Sobre la mesilla reposaba, abierto y boca abajo, su ejemplar de Tess of the d’Ubervilles. Un vaso bajo y ancho contenía suficiente cantidad de un líquido tan claro como para denotar que los cubitos de hielo se habían diluido en él. El reproductor de discos compactos se hallaba encendido y en silencio. Mariana se había puesto una bata ligera de lana sobre el pijama y reposaba en el butacón de lectura con la nuca apoyada en el cabecero y los ojos cerrados, pero no dormía. De pronto, como si cobrara conciencia de la falta de música, se levantó perezosamente a cambiar el disco y se llevó consigo el vaso. En la cocina recogió los restos de la cena y despejó la encimera, luego vació el vaso en el fregadero y se puso a sacar unos cubitos de hielo del congelador. En el salón empezó a sonar música de Tom Jobim, Vou te cantar, y la casa adormilada despertó. Regresó al salón con el vaso tintineando en la mano y la botella de whisky bajo el brazo, se sirvió y dejó el vaso en la mesilla. Se acercó a la ventana: no había estrellas en la noche, ni tampoco un atisbo de luna, no llovía. Era la primera vez que cancelaba una cita con él.
El sábado a la tarde llegaría Carmen con su tradicional bogavante de los grandes e íntimos fines de semana entre las dos amigas. Una oleada de afecto la recorrió al pensar en su animosa amiga. Lo que le estaba faltando a Carmen era un novio. No recordaba a Carmen con novio, si bien no hacía tanto que la conocía, sólo desde su primer destino en San Pedro, pero notaba en ella una suerte de prescindencia en ese asunto, como si lo hubiera dejado al azar, un azar en el que ella, Carmen, no intervenía ni siquiera para tentarlo. Era una persona generosa, comprensiva y compasiva, que difícilmente ejercería la censura o la maledicencia contra ninguna forma de relación amorosa entre los demás y que, sin embargo, se mantenía a distancia en ese asunto consigo misma, como si no fuera con ella o si estuviera esperando a un príncipe azul que tendría que llegar si es que existía. Era un contraste curioso con la vitalidad y la voluntariedad que aplicaba a su vida.
En la especial situación en que se encontraba sumida, Mariana no quería pensar ni en Rafael ni en Carmen, pero era inevitable y constante en cuanto se despojaba de su trabajo diario. Quizá se estaba dando las palizas que se daba justamente para no pensar. Carmen le había pedido en su día que reabriera el caso del viejo Castro y ahora, con el paso del tiempo, Mariana se encontraba entre la espada y la pared. Era cierto que el asunto no presentaba un solo resquicio para la reapertura. Pero es que ahora, además, conociendo a Rafael no podía hacerlo. Sabía que la preocupación de Carmen por su sobrina no tenía sentido porque allí no había más que una aventura: no se casarían. Rafael, en todo caso, aspiraría siempre a algo más alto y mucho más en el entorno del mundo de Sonsoles, de manera que Vanessa sería una muchacha burlada y a salvo; para una sociedad pequeña, eso era una desventaja, mas no una desgracia irreversible. De hecho, más debería preocuparse ella de las habladurías que Carmen porque le parecía imposible que no se estuviera hablando de sus salidas con Rafael y seguía convencida de que Carmen aún no sabía nada del asunto. Ahora bien —se decía— ésta sí que es una situación incómoda. Es curioso cómo alguien, por consciente que sea del peligro, se deja arrastrar… No: busca dejarse arrastrar —precisó— por la corriente que lo va a llevar río adelante hasta ese punto sin retorno tras el que desaparece un tramo de vida.
Lo de situación incómoda era una descripción más bien amable de un asunto bastante más arriesgado por lo que ponía en juego en lo personal. Pero ¿qué hacer? Aparte de eso, Rafael no era sujeto de juicio criminal, no era concebible siquiera y en eso le venía bien y mal haberle conocido; bien para hacerse una idea equilibrada de la realidad de las cosas, amén de su improbable cualidad de asesino; mal porque se había visto obligada no a mentir mas sí a silenciar ese conocimiento y los encuentros sucesivos, lo cual no dejaba de ser una delicada manera de mentir. De una manera o de otra, la relación entre ellas tenía que verse afectada y lo sería. Quizá si el primer día, tras aquella cena en casa de Sonsoles, le hubiera dicho… pero no lo hizo y no quería preguntarse por qué. ¿Cómo era posible que con sólo un primer contacto hubiera traicionado a su amiga? Por supuesto que ambas eran adultas y hablar de traición resultaba exagerado, adolescente, sobremanera emocional… y era todo eso, lo reconocía. ¿Por qué no le dijo nada? La pregunta le rondaba y ella no quería saber, prefería apartarla y, al mismo tiempo, tenía claro que la apartaba; ella, que siempre había elegido ir al corazón de las cosas, que siempre buscaba entender el sentido de los actos humanos, la apartaba. Ahí no había equidad. ¿Qué hace una Juez, o un Juez, en tales circunstancias? ¿Ser Juez imprime carácter, como los sacramentos? No era Juez por casualidad ni por despecho y alejamiento de una parte de su vida, lo era porque le pareció la salida más natural a sus exigencias personales y vitales. Por eso la situación en la que ella misma se había colocado le escocía como le placía, lo mismo que la penitencia se pega al pecado o bien, como esta noche, la dejaba aplanada, pensando en soluciones imposibles y recreándose en un estado que navegaba entre la música, el whisky, el butacón favorito y una languidez irresponsable y benéfica.
Si hubiera hablado con Carmen… Pero no habló. Verdad incuestionable. E irreversible. Ahora debería afrontar las consecuencias. Sin embargo, había algo más rondándola en dirección contraria. Esta noche eludió deliberadamente una cita con Rafael y no fue porque el problema latente con Carmen la influyera en modo alguno, de eso estaba segura. Era algo que la puso, a pesar de todo, a distancia de Rafael; era una cita más, pero en ésta, de manera exigente y sin entender por qué, el corazón decía que sí y la cabeza que no y por alguna razón que no alcanzaba a ver tomó partido por esta última. ¿Qué significaba eso? ¿Se trataba de una advertencia interior? Le costaba reconocer que en su relación con Rafael sentía un último recelo que no dejaba de rondarla. ¿Era inseguridad? ¿Era desconfianza? Que fuera una u otra cambiaba mucho el asunto porque las dos causas eran direcciones divergentes. Pero era un recelo, sí, y como todos los recelos, una elaboración, una maldita defensa de algo que utilizaba el instinto para fortificarse en lugar de dilapidar su energía.
De manera que estaba en casa como todas las noches de los fines de semana en que se encontraba sola. Incluso había dejado la lectura a un lado porque le costaba concentrarse y, por otro lado, debía de estar muy concentrada en sí misma porque la música se había apagado y el silencio la sustituyó sin que se percatara de ello. Contempló el reproductor con desaliento. Luego extrajo el disco, lo cambió por el segundo del mismo álbum y esperó a que sonaran los primeros compases de Imagina. Después empezó a pasear por la habitación. Entonces dijo que, finalmente, vivía en una sociedad pequeña y cerrada y eso ni lo había buscado ni tampoco tenía remedio por el momento, lo mismo que el lío en que estaba metida. ¿Fue un error hacerse Juez? ¿Eran un error sus consecuencias? No, de ninguna manera. No hay acciones perfectas, todo tiene su coste, de lo que se trata es de poder pagarlo sin tener que vender la dignidad. Si estaba en un lío sabría salir de él. Al menos, en lugares como éstos el destino de las personas seguiría siendo el de estar en contacto, con todos sus defectos y virtudes, por mucho tiempo. Esa misma mañana le habían estado explicando en el banco las ventajas de una relación on-line y cuando la muchacha le terminó de contar, Mariana se la quedó mirando:
—Es decir, que no quieren ustedes que nos acerquemos por las sucursales.
—Uy, a mí no me lo diga eso que me estoy temiendo una regulación de empleo. Antes éramos seis aquí y ahora, ya ve, nos las arreglamos siendo tres.
La pérdida de contacto. El contacto es la vida —se dijo reflexivamente— y la vida no respira ni huele ni acaricia on-line, pero este mundo está lleno de locos de los aparatos, coches u ordenadores, son como idólatras.
Bueno, y ¿por qué demonios en la realidad virtual y qué demonios le importaba a ella ahora?
Se detuvo y comprobó apenada que los cubitos de hielo habían vuelto a diluirse. Bebió con resignación. Al final, le había dado las vueltas a tantas cosas que ya no lograba recuperar el hilo de sus pensamientos y, además, se sentía cansada y somnolienta, por lo que apuró el vaso, vertió un último trago, que bebió de un tirón, y sin molestarse en llevarlo a la cocina ni cerrar el libro, apagó el equipo de sonido primero y la luz del salón después y se dirigió al dormitorio tanteando las paredes porque la casa había quedado repentinamente a oscuras. De pronto sintió ganas de mirar afuera. La calle estaba desierta y deseó que él estuviera al abrigo de las sombras, vigilando su ventana.
Estuvo un rato dando vueltas en la cama hasta que en una de ellas recordó que no había echado las llaves de la puerta y tuvo que levantarse a cerrar y colocar el pasador de seguridad. Por un momento se quedó mirando la cadena del pasador como si la viera por primera vez.
—Esto sí que es la realidad —dijo en voz alta.
Volvió a la cama y se puso a pensar en el recelo. ¿Realmente el mundo que les esperaba desarrollaría algún medio de hacer que la gente entrara en contacto entre sí sin tocarse, sin mirarse, sin saber del otro nada más que su ordenador de origen y sus palabras tecleadas? Quizá fuera lo mejor, después de todo. Tocarse —pensó con una sonrisa mustia—. Tocarse y recelar —añadió—, qué cosa tan turbia, tan indeseable, tan dolorosa. Ahora se sentía así con Rafael. ¿Recelaba de él? Agitó la cabeza exasperada, como si quisiera sacudirse la razón misma de sus pensamientos. Oh, ¿qué le estaba sucediendo, qué incertidumbre era aquélla? Recordó el temor sentido en algunas ciudades del mundo donde la gente no se mira a los ojos y el recelo es el primer medio de contacto existente entre las personas, pero ese recelo viene del miedo y ella no sentía miedo ante Rafael sino otra cosa y se preguntó si no había bebido demasiado a cuenta de la idea de que los cubitos de hielo generosamente diluidos en el whisky lo aguaban y disminuían sus efectos y si no estaría entrando en una angustia postalcohólica. Su situación ya no admitía ambigüedades y ahora mismo estaba metida en un lío considerable respecto del que tenía que definirse cuanto antes, sí, porque hay actos cumplidos que no por singulares o accidentales dejan de ser irreversibles; tendría que definirse cuanto antes —pensó mientras se arropaba en la oscuridad, de vuelta a la cama— si conseguía dormirse previamente y descansar. Mantuvo los ojos cerrados durante un buen rato hasta que cambió de postura y volvió a intentar coger el sueño, pero lo sentía tan lejos que al cabo pensó si levantarse de nuevo y servirse otra copa. Resistió con los ojos cerrados. Aún faltaba una eternidad de noche para llegar a abrirlos y encontrarse dentro de la mañana siguiente. Abrir los ojos, empezar el día con un gesto como volverse de lado o encender un cigarrillo. ¿Por qué no encendió Rafael su primer cigarrillo, el del despertar, al abrir los ojos el día del escape de gas? De buena se libró. Una cerilla y ¡zas!, todos por los aires. Para llegar a abrir los ojos antes hay que perderse en el sueño, pero pensando no iba a llegar a él. ¿Olería el gas antes de alcanzar la cajetilla de tabaco? Las imágenes recurrentes eran el más poderoso aliado del desvelo. Cerró los ojos, desesperada.
De pronto le entraron ganas de telefonear a Carmen. Decididamente, se estaba buscando un buen insomnio y nada le apetecía menos que pasar la noche en blanco. Trató de no pensar en ello porque tenía un punto de aprensiva respecto a las cosas que una desea evitar parecido al de las personas supersticiosas con las numerosas tonterías y tics con los que tratan de pautar su vida. ¿Estaba en un punto sin retorno? Pero tampoco nada es definitivo. El ruido de un coche deslizándose por la calle la tranquilizó; después sonó otro, o quizás había empezado a llover y el agua golpeaba en los cristales o a lo mejor ya estaba soñando cuando se quedó repentina y profundamente dormida.