Mariana estaba en su casa haciendo tiempo y viendo llover cuando Rafael la telefoneó desde el coche para anunciarle que ya iba camino de recogerla y Mariana colgó el auricular con una leve sensación de inquietud. Carmen la telefoneó esa misma tarde y tuvo que darle largas porque quería citarse con ella, con Mariana, sin pérdida de tiempo. Entonces, acelerada como era, le empezó a contar al teléfono, bloqueando la línea y la llamada de confirmación que Mariana estaba esperando. Era una historia de una carta de Rafael Castro, una carta de contestación a su tío que demostraba la desconfianza en su sobrino y, creía ella, la intención de no heredarlo. Como la carta era de Rafael, todo cuanto le decía Carmen era pura deducción. Por detrás de las protestas de fidelidad, lazo familiar y desinterés económico de Rafael asomaba, según Carmen, la desconfianza del viejo Castro. Mariana, mientras escuchaba, empezó a sospechar que Carmen se encontraba rondando la paranoia con este asunto; incluso llegó a pensar que Carmen sentía alguna clase de atracción morbosa por Rafael porque no veía pie para semejante obsesión. Era la prueba definitiva de que se había chiflado. El asunto, además, iba de mal en peor porque pronto o tarde Carmen se iba a enterar de que Mariana se veía con Rafael, lo que sin duda se tomaría por la tremenda y por nada del mundo querría ella que sucediera eso; pero el asunto se envenenaba por momentos y Mariana se sentía presa de la fatalidad. Empezó a maldecir la vida de provincia. Todo ello sucedía a la par que escuchaba a su amiga con la historia de la maldita carta que maldito el interés que pudiera tener justo en esos momentos.

Sin embargo, después de colgar y prometerle vagamente que se encontrarían muy pronto, algo le había quedado en la cabeza que no acertaba a distinguir, algo así como mirar una imagen fuera de foco tratando de reconocer el motivo o la figura. Estuvo dando vueltas alrededor de la impresión mientras se vestía para su cita. Después, cuando Rafael llamó para anunciar que estaba en marcha, algo vibró dentro de ella en consonancia con la vaga sensación que venía teniendo. ¿Sería en torno a la carta? La carta de la que le habló Carmen parecía inofensiva excepto a la luz de sus fantasías producidas por la obsesión. Pensó en aquello de que sólo los niños y los locos dicen la verdad y acto seguido se reprochó por haber calificado así a su amiga, aunque fuera en broma. Estaba claro que las obsesiones podían compartirse, aunque ella no pusiera nada de su parte sino todo lo contrario. En todo caso, ya estaba dándole vueltas al asunto que más quería olvidar en estos momentos: era el contagio.

Había elegido un traje de chaqueta y pantalón de color rojo y la chaqueta abrochaba directamente sobre el cuerpo justo a la altura del sujetador, negro como su pelo y como los zapatos de medio tacón. Los pantalones tenían una caída perfecta y pensó que la lluvia los llenaría de salpicaduras. ¿Qué era lo que le había llamado la atención de toda la conversación con Carmen? Aunque mejor sería llamarla monólogo. Luego estuvo probando unos aretes de oro para las orejas porque los tenía de diversos tamaños. Le encantaban los aretes; le gustaban desde que era pequeña. Una vez le birló unos a su madre y se presentó en el colegio con ellos en las orejas. La monja no sólo puso el grito en el cielo —que era el lugar propio de su condición, pensó— sino que llevó a madre e hija al despacho de la superiora, la cual, por fortuna, volaba más cerca de tierra. También a Rafael le gustaban los aretes. Tenían algo de fetiche, de fetiche erótico probablemente.

Terminó de arreglarse y se asomó a la ventana. La sensación no se desvanecía y la espera se le hacía incómoda por lo impreciso de la cita. Una y otra contribuían a ponerle mal el cuerpo. O quién sabe. Reconocía esa especie de nerviosismo. En fin, la carta. ¿Qué demonios decía la carta? Excusas o promesas, promesas de buen comportamiento. Era natural; incluso aunque fueran fingidas. ¿Qué va a hacer quien no tiene nada sino adular al que le tiende una mano, aunque sea a regañadientes? Porque Rafael no tenía nada, una mano delante y otra detrás, o eso decían todos, incluido él. La verdad es que su buena suerte no había sido sólo la herencia sino el uso que había hecho de ella; aunque a eso no podía llamarse suerte sino capacidad. Él dijo que se lo merecía y ella estuvo de acuerdo. Al fin y al cabo, el merecimiento lo había pagado con muchos años en los que la suerte le volvió la espalda, empezando por la muerte de sus padres. También podía haber vuelto entonces a España, pero ¿qué sucedió? Tendría que preguntárselo a ese donjuán. Y pensando en Carmen y en su soliloquio, quizá la estaba haciendo un favor; porque era de todo punto evidente que Rafael no tenía intención de casarse con Vanessa. Otra cosa era que la rondase en busca de dinero o de puro sexo, porque ese dinero iba a tardar demasiado en llegar a sus manos. Todo se había quedado en un negocio carnal que le debió resultar satisfactorio a juzgar por el aspecto de la niña. Punto final. ¿Debería comunicarle sus impresiones a Carmen? Lo haría si no fuera porque eso significaba revelar algo más. Carmen era de las que no perdonan.

La carta, en efecto. Rafael y su tío se cartearon tras años de silencio, de ahí procedía, de cuando se presentó al viejo por carta. Pero ahora se trataba de una carta encontrada de casualidad entre un montón de papeles inútiles; una carta que, para más inri, se había dejado olvidada. ¿Quién olvida una carta reveladora? Y Carmen rondando para que reabriera el caso. ¡Era una situación increíble! Se puso a pensar si recordaba alguna comedia norteamericana con un asunto parecido; porque le sonaba de algo y en esta vida las cosas más increíbles no son tan originales como parecen. Una carta, una sola carta abandonada durante no se sabe cuánto tiempo en el desván. Una única y maldita carta que sólo había servido para que ella acabara por destemplarse mientras aguardaba la hora de la cita. Sí, la carta la había puesto nerviosa. ¿Sólo la carta? Ni siquiera. Hoy no tenía su día. Volvió a asomarse a la ventana. Ahora llovía suavemente; la calle aparecía desierta; quizá el agua desapareciese.

Rafael debía estar a punto de llegar. Reconoció que lo estaba deseando. Sabía lo que debía hacer, en cualquier caso. El vértigo respiraba dentro de ella como una parte de su propia vida. Lo mejor era dejar de dar vueltas a todo y dejarse llevar por el instinto. La vida, a fin de cuentas, circula siempre mejor por ese camino.

Entonces se le ocurrió qué era lo que le había extrañado de la carta. ¿Tiene algún sentido?, se preguntó. Porque, a su modo de ver, lo extraño no es que apareciera la carta, fuera cual fuese su contenido; lo único raro de verdad era que no hubiese más cartas. ¿Por qué una sola?