El coche estaba detenido a un lado de la carretera, junto al muro de piedra que guardaba el jardín de la casa. Llovía y el cielo estaba oscuro antes de su hora. La borrasca arreciaba y parecía ser de agua y viento. Las cumbres lejanas de la cordillera estaban, sin embargo, cubiertas de nieve. El agua repiqueteaba en el techo del automóvil, sobre la pareja que se besaba. El hombre la besaba largamente y la mujer se aferraba a él con verdadera ansiedad. El hombre tenía su mano bajo la falda de ella, que había separado las piernas y buscaba con la suya en los pantalones de él. Finalmente, el hombre apartó la cabeza. Ella la siguió con la suya y él sacó la mano de debajo de la falda y la contuvo sujetándola por el hombro.

—Vanessa, tengo que irme, lo siento. No puedo evitarlo —dijo Rafael.

—Te lo suplico, vámonos a tu casa o a cualquier lado, donde quieras, pero no me dejes aquí ahora.

—Te lo advertí. Tengo que volver. No insistas.

—Rafael, por Dios, mira cómo estoy, no me dejes así.

Vanessa buscaba la boca de él y Rafael seguía contendiéndola. De pronto cedió y se besaron con pasión. Luego él retrocedió de nuevo.

—Esto es un disparate, Vanessa. No podemos seguir, no debemos seguir, tienes que respetarme. Yo tengo una cita ahora. Una cita i-ne-lu-di-ble, ¿sabes? No podemos seguir y será mejor que te bajes.

—Pero, Rafael, yo te necesito también.

—Mañana, mi amor; mañana nos metemos en la cama y no salimos en todo el día. Mañana estoy libre, pero hoy no.

—Ay, Rafael, yo es que no puedo vivir sin ti.

—Pero nos vamos a casar, mi amor, y entonces tendremos todas las noches para nosotros…

—¿Y por qué no ahora, por qué?

—¿Otra vez te lo voy a tener que decir? —la voz de Rafael se elevó un tono y Vanessa se encogió instintivamente—. Atiende de una vez: Hoy-no-puede-ser. Métetelo en la cabeza y no me des más la tabarra, por favor.

—¿La tabarra? —dijo Vanessa al borde de las lágrimas. Se había enderezado sobre el asiento y lo miraba fijamente. Estaba erguida, pero en actitud sumisa. Despacio, empezó a ponerse la gabardina.

—Así me gusta —la voz de Rafael volvía a ser cariñosa—. Me gusta que lo entiendas. Tú quieres hacer las cosas que a mí me gustan, ¿no es así? —ella asintió con la cabeza mientras se abrochaba los botones de arriba abajo—. Tú las haces y yo haré las que te gustan a ti —Rafael acompañó esta declaración con un amago de llevar la mano al regazo de Vanessa; ella se encogió al sentirlo—. Y ahora eres una niña buena y vuelves con tus padres. ¿De acuerdo?

Vanessa volvió a asentir a la vez que se anudaba el cinturón y tanteaba con la mano en busca del sombrero. Tras una indecisión le ofreció la cara y Rafael la tomó por el cuello y la besó con fuerza. Ella respondió al beso pendiente de cuándo se apartaría él. Cuando lo hizo, Vanessa retrocedió también.

Al abrir la portezuela, el ruido del agua que caía invadió el coche. Vanessa se volvió a él una vez más para mirarle y luego, con un gesto rápido, saltó del coche, echó a correr hasta el portón del muro y se internó en el jardín de la casa de sus padres. El automóvil lució repentinamente sus pilotos traseros, maniobró hacia la carretera, entró despacio en ella y en breves instantes desapareció bajo la cortina de agua.