Carmen Fernández esperó pacientemente a que Teodoro terminase de leer la carta. La leyó una vez y otra con gesto inexpresivo y siguió mirando el papel que tenía entre las manos con la mirada vacía, como si en realidad no quisiera apartar los ojos y la carta fuera una especie de escudo que lo protegía de la conversación que se avecinaba. Entonces Carmen tomó delicadamente la carta con dos dedos y la sustrajo a esa mirada perdida.
—¿No te dice nada? —preguntó luego.
Teodoro salió de su ensimismamiento resignado a lo inevitable. No era ésa la clase de conversación que deseaba tener con Carmen.
—¿Dónde la has encontrado? —dijo al fin.
—En el desván de la casa de Tomás Pardos, o sea, en el desván de la que era la casa del viejo Castro.
Teodoro suspiró.
—¿La has robado?
—Pero ¿no te acuerdas? Tú estabas conmigo. Son unos papeles que cogí al azar porque me pareció, así por encima, que pertenecían al viejo. Tomás lo permitió, estabas delante. Una corazonada.
—Eres una indiscreta.
—Bien, ¿qué me dices?
—¿Qué quieres que te diga? Es una vieja carta, vaya uno a saber por qué la escribió y qué pasaba entonces.
Carmen se puso de morros.
—Vamos a ver, Teo, que hoy estás que no hay quien te aguante. Esta carta demuestra que el viejo no se fiaba un pelo de su sobrino, que no estaba dispuesto a acogerle así como así y que no tenía intención de dejarle un céntimo…
—Eso no lo dice —protestó Teo.
—Eso se sobreentiende —afirmó rotundamente Carmen—. De la carta se deduce con toda claridad que Rafael acepta lo que el otro le pide: que no espere otra cosa que un techo y comida en caso de que decida venir, pero le pone las cosas tan feas como para desanimarlo incluso de eso. Y yo me pregunto: ¿cómo se pasa de esa situación a convertirse en heredero universal —subrayó esto último con toda intención— en tan poco tiempo? ¿Qué era Rafael, un encantador de serpientes? Dime una cosa: tú has sido testigo de su trato. ¿Cómo se llevaban?
—Normal.
Carmen dio un palmetazo en la mesa.
—¿Cómo normal? ¿Qué es normal?
—Pues normal —respondió Teodoro desconcertado—. El viejo lo trataba con suficiencia y él era más bien atento. El viejo era cascarrabias y Rafael lo dejaba pasar. Había los roces que tenía que haber. Normal.
—¿Le despreciaba?
—¿Quién?
—El viejo al otro, Teo —dijo Carmen con tono de irritada paciencia.
—No. A mí no me extraña que lo pensara poner en el testamento. Rafael lo cuidaba y atendía al negocio el día entero. El viejo estaba viejo y de repente le cae una ayuda que ni pintada y encima es el hijo de su hermano que, en vez de resultar un aprovechado, le alivia la vida.
—¿Sabes si deshizo el primer testamento motu proprio o con el sobrino?
—No tengo ni idea. Yo me veía a menudo con Rafael porque entonces éramos amigos, pero jamás me habló del testamento ni de lo que pensaba hacer cuando el viejo se muriese. Estaba allí y lo atendía y nada más.
—Como si estuvieran en el limbo, ¿no?
Teodoro suspiró largamente.
—Bueno, ya me las arreglaré para sacárselo al notario. Ahora dime: ¿qué hacía esta carta entre los papeles del viejo?, ¿no te llama la atención? —preguntó Carmen.
—No —Teodoro la miró perplejo—, ¿por qué me iba a llamar la atención? Eran sus papeles, ¿no?, pues estaba donde tenía que estar.
—¿Así que no te llama la atención?
Teodoro, molesto, negó con la cabeza.
—Ay, Teo, hijo, mira que eres corto para ciertas cosas. Rafael revisa y se lleva todos los papeles del viejo menos esta carta y una serie de facturas atrasadas y billetes de lotería caducados y cosas así.
Teodoro se la quedó mirando con atención.
—Esta carta es propiedad de Rafael, Teo. Él la envió y él la guardaba, no el viejo, que es quien la tendría en su poder. Y ¿por qué se queda entre los papeles del viejo, me pregunto yo? ¿Por qué no se la lleva también consigo o se deshace de ella como hizo con las demás?
Teodoro la siguió mirando sin decir palabra.
—Rafael se la habría llevado consigo. Es más: debe suponer que la tiene entre los papeles suyos, los que se llevara cuando vendió la casa, que bien cuidadosamente los debió mirar y seleccionar porque al parecer todos los documentos que se necesitaban los aportó él. Esa carta no le conviene, no le deja en buena posición, hasta pudo dar lugar a sospechas. Tendría que haberla destruido, como las otras, para que no apareciese inoportunamente, pero no lo hizo. Es raro, ¿no?
Teodoro parecía sumido en una maraña de pensamientos. ¿Qué importancia podría tener la última carta de Rafael a su tío? En ella aceptaba las condiciones del viejo y punto. Las conclusiones de Carmen le parecían muy forzadas. Ella, dejándolo por imposible, se recostó en la butaca y se quedó también pensando, pero sus pensamientos avanzaban ordenada y velozmente en una dirección bien definida. Estaban en casa de Carmen tomando café. Fuera hacía frío porque desde la noche anterior soportaban un frente de borrasca que había entrado por el noroeste. El día invitaba a recogerse.
—Lo que yo creo —dijo al fin Teodoro— es que de tanto darle vueltas al asunto vas a acabar viendo lo que no hay. Tú eres muy empecinada, Carmen, y eso es bueno para tu trabajo, como dices siempre para justificarte, pero no para darle vueltas a la cabeza con supuestos porque va a llegar un momento en que no distingas entre lo que hay y lo que te imaginas. Déjalo estar, mujer —parecía haber concluido, pero volvió a hablar—. Y si tu sobrina se empeña en casarse con ese hombre lo va a hacer de todas maneras; y si se equivoca, que se va a equivocar del todo, ya lo pagará.
—¡Claro! —saltó Carmen—. ¡Cómo se nota que no eres de la familia! A ti qué más te da, si no es ni tu prima ni tu sobrina ni tu hija. Ya me gustaría a mí verte en mi situación. Y, además, tú saliste con ella, ¿no?, vamos, que puede decirse que te la quitó Rafael. ¡Es que no tienes sangre en las venas, hijo, por Dios!
—A mí no me la quitó Rafael sino que ella se fue con él.
—Pues eso.
—No, señora, no es lo mismo. Cuando te quitan algo, lo peleas, pero cuando te dejan por otro lo mejor que puedes hacer es echarlo al olvido cuanto antes. Si es ella la que se quiere ir, mejor que se vaya, así ahorramos disgustos y malos ratos.
—Hombre, mira qué práctico. Tú eres un romántico, ¿no?
—Pues no lo sé. No lo creo.
—A este paso, don Listo, te quedas para vestir santos.
—Eso es cosa mía.
—Y Vanessa, mía. Te lo repito: verías las cosas de otra manera bien distinta si fueras de la familia.
—Ya me gustaría a mí —dijo Teodoro.
Carmen iba a seguir con su perorata, pero se limitó a abrir la boca, olvidó lo que iba a decir y se quedó mirando a Teodoro de hito en hito.