—Prefiero no recordar mi vida en Francia. Me resulta penoso. Discúlpame.
Rafael Castro lo dijo de manera suave aunque Mariana entendió sin lugar a dudas que esa puerta estaba cerrada. Se preguntó por qué. ¿Amores contrariados? ¿El recuerdo de los padres? ¿La ausencia de afecto? Ninguna de las tres posibilidades casaba con el aspecto del hombre guapo, tranquilo y maduro que tenía delante. En todo caso, iba a insistir cuando un destello de advertencia en los ojos del otro la detuvo en seco; duró un instante, pero al reflejarse en los ojos de ella sintió un golpe de calor que la hizo enrojecer. Rafael sonrió inmediatamente, como una disculpa que pretendiera borrar el efecto anterior; sonrió con particular intención de agradar, pero el reflejo del gesto se manifestó en el rostro de ella al contrario, casi como un vértigo del que se repuso haciendo un esfuerzo físico que trató de esconder tras un par de sorbos de su copa de vino. Mariana estaba enojada consigo misma por haber dejado traslucir su emoción porque sentía que era una emoción que la desnudaba delante de él. Si lo deseaba, era de otro modo.
—¿Hay algo que te preocupa? —preguntó Rafael.
—No —respondió Mariana aún algo turbada; el vino defendía ahora el color de sus mejillas—. En realidad —continuó ya animada—, te preguntaba lo que te preguntaba porque ayer por la tarde estuve escuchando una pieza, una suite, de Bizet, que se titula La jolie fille de Perth y pensé en Francia; naturalmente no podía ser por Perth ni por la novela de Walter Scott, ahora que lo pienso, así que debió ser culpa de Bizet, simplemente. Y de Francia pasé a ti.
—Me siento halagado, pero… ¿quién es Bizet?
—¿De veras no sabes quién es Bizet?
—No —respondió Rafael aparentando la mayor naturalidad.
—¿No conoces la ópera Carmen?
—Sí —contestó Rafael.
—Pues es suya, la compuso él.
—Oh —no dijo más y permaneció en silencio; no era un silencio ofendido o preocupado sino un silencio indiferente, una pausa para un cambio de conversación. Mariana se preguntó si le gustaría o no la música.
—¿No te gusta la música? —dijo al fin.
Rafael salió de su mutismo y la miró con simpatía.
—No es una de mis aficiones; me gusta en general, ya te lo dije.
—Pero ésta es una ciudad muy musical, tendrías que incorporarte al circuito de melómanos o quedarás muy mal en ciertos medios de gente que ahora tratas, incluso puede que enfríes algunas amistades.
—Entonces me incorporaré —concluyó Rafael—. ¿Qué te parece?: a lo mejor necesito unas clases. ¿Quizá tú…?
Mariana rió alegre:
—¿Yo? Yo soy simplemente una oyente, una aficionada sin pretensiones. Tengo mis favoritos, los escucho y nada más. De tarde en tarde descubro algo nuevo y lo incorporo a mi colección. Pero aquí la vida musical de temporada es un acto social de primera importancia donde, a pesar de todo, abundan los melómanos.
—Lo sé, pero el año pasado estuve fuera todo el verano.
El camarero apareció junto a la mesa con una lubina tendida en una fuente, abierta sobre la espalda, rociada y horneada con mantequilla y un refrito de ajos y acompañada de un puré de patata salpicado de motas de perejil. Rafael asintió, dirigió a Mariana una mirada que solicitaba aprobación y en seguida el camarero se ocupó de servir diligentemente los platos. Rafael requirió una segunda botella de vino blanco, pero de inmediato detuvo al camarero y le preguntó a ella: «¿Seguimos con lo mismo o prefieres cambiar?». Ella se inclinó hacia él y le dijo confidencialmente:
—¿Estaba muy bueno, no?
—El mismo Rosal —anunció Rafael al camarero. Le vieron alejarse en silencio.
—Debe de ser difícil —dijo de pronto Rafael, mirándola con atención.
—¿El qué? —preguntó ella.
—Ser mujer y Juez.
—Vaya. ¿De verdad lo crees así?
—Pues, verás, en las mujeres dominan los sentimientos y un Juez… un Juez debe ser implacable, creo yo. Implacable… o lo contrario: corrupto, pero no mujer.
—No sé si te entiendo. ¿Quieres decir que las Jueces no podemos… —rectificó sobre la misma frase—, no estamos capacitadas para ser corruptas ni tampoco para ser implacables?
—Lo de corruptas no lo había pensado. Supongo que sí. En cuanto a lo de implacables… no, francamente, no creo que siendo implacables podáis ser objetivas.
—¿Seáis? ¿Quiénes? ¿El género humano femenino?
—Así es.
Mariana se preguntó por qué resultaba atrayente un tipo capaz de expresarse de esa manera y albergar esas ideas y no encontró justificación alguna. Empezaba a pensar que la imagen vendida en los viejos tiempos de juventud según la cual no era la belleza sino el espíritu lo que adornaba verdaderamente al hombre contenía una contradicción en sí misma: la guapeza, qué demonios, era una llamada irresistible y, por el contrario, la belleza interior algo tan realmente infrecuente que sólo cuando en verdad iluminaba a alguien podía llegar a cegar con su resplandor. ¿O era el cuento que les contaron los feos, desastrados y retorcidos semicultos universitarios para atraerlas hacia ellos? La verdad era que la época en que estuvo bajo la influencia de un retorcido semiculto fue una época de tortura psíquica que si la consiguió superar en un plazo de tiempo razonable fue por su alergia a la imbecilidad, pues tenía alguna amiga que incluso en la cuarentena mostraba aún restos inequívocos de aquellos padecimientos. Ahora, en cambio, el cuerpo le estaba hablando con tal claridad por debajo de la conversación que se obligaba a hacer un esfuerzo para contenerlo. Cada vez le resultaba más difícil.
—O sea que, al menos, aceptas que podamos ser implacables.
—Ah, terriblemente, excesivamente; sin duda.
—Debido a nuestra sentimentalidad.
—En efecto.
Está demasiado bien para romperle la botella en la cara, pensó con cierto regocijo Mariana porque reconocía que continuaba siendo igual de interesante después de haber dicho las sandeces que acababa de decir.
—Meditaré sobre eso —dijo ella con voz de alma compungida al tiempo que atacaba su porción de lubina.
—Lo que más me gusta de Carmen es la canción del torero —dijo de pronto Rafael mientras prendía un nuevo cigarrillo.
—Del toreador —precisó ella.
—Sí. Y la pieza que acompañaba los títulos de la película.
—¿La película? —Mariana dejó de comer, perpleja.
—La película, sí. ¿No la has visto? Aunque no eran franceses sino negros.
—¡Por Dios! —protestó Mariana—. ¡Te refieres a Carmen Jones!
—Ésa es mi Carmen; ni de Bizet ni de Merimée.
—Carmen Jones —remachó Mariana—. Una versión. ¿Así es como tomas tú el pelo a la gente?
—Una mujer de una sensualidad muy, muy fuerte.
—En eso te tengo que reconocer que superaba a todas las mezzo habituales del escenario.
Rafael se quedó en silencio, mirando comer a Mariana hasta que ésta dejó los cubiertos en el plato y lo interrogó con la mirada.
—Estaba pensando —dijo Rafael— que tú eres muy Carmen.
—¡No me digas! —exclamó Mariana con un deje irónico.
—Pues te lo digo porque lo creo.
—Bueno —dijo Mariana—. Vaya una sorpresa. Carmen —titubeó antes de continuar—. ¿Lo dices por la sensualidad?
—Lo digo porque eres una Juez muy sensual —amplió Rafael y apagó su cigarrillo lentamente.
A Mariana le gustó el comentario, pero se sintió incómoda por la misma complacencia y se limitó a sonreírle. Él, en cambio, la seguía mirando con aplomo. Mariana volvió a sonreír como si aguardara a que sucediese algo. Rafael tensó el silencio hasta donde creyó conveniente y cuando la actitud de Mariana ante la espera empezó a sentirse en unas mínimas vibraciones de impaciencia rompió la pausa y se puso a tararear la obertura de Carmen en semitono. Mariana aprovechó para hacer una pamema de rechazo.
—Anda, vete por ahí —dijo—. ¿No estás un poco ganso hoy? —dijo después, volviendo a atacar la lubina.
Rafael levantó su copa, le imprimió un leve movimiento circular, se la llevó a la nariz, apoyó los labios en ella y, antes de beber, la inclinó hacia Mariana; ella se apresuró a levantar la suya y, un tanto sorprendida, brindó con él y sintió un cálido estremecimiento al entrechocar las copas.
—Por la suerte —dijo entonces él.
—¿La mía o la tuya? —ella acompañó la pregunta con una sonrisa preventiva.
—La suerte sabe —afirmó él.