—Puesto que no podemos luchar contra la muerte, por lo menos lucharemos contra la pena de muerte —dijo Mariana de Marco a su interlocutor.

Éste era un hombre de edad avanzada, con el pelo blanco y el bigote muy bien recortado también blanco, un blanco impoluto que llamaba la atención y le daba un aspecto de lozanía en la vejez realmente atractivo. Severo Abós, tío de Sonsoles, hermano de su padre, ya fallecido, fue un respetado economista que entretenía su reciente jubilación viajando por el mundo. Antes lo había hecho por razones profesionales (congresos internacionales y desplazamientos laborales sobre todo) y ahora lo hacía por curiosidad y diversión. Residente en la capital, aprovechaba encuentros, amigos y tertulias y los fines de semana se instalaba en una especie de hostal rural junto al mar para respirar yodo, según decía, caminando a lo largo de la playa por mover las piernas y el corazón; eran pacientes caminatas en las cuales, siempre que no las impidiera algún temporal, se detenía a cada largo de playa cumplido para hacer unos ejercicios de tabla de gimnasia y respiratorios todos los fines de semana del año con excepción del comienzo de la primavera, en que solía desplazarse primero a las islas Canarias para secarse el mohoso invierno cantábrico e, inmediatamente después, a Sevilla para aspirar el olor del azahar en flor; y de ahí, vuelta a su lugar de origen y a las costumbres diarias. En verano se quedaba en la capital porque era la época de acontecimientos culturales, especialmente musicales, afición por la que congeniaba con Mariana.

—El día menos pensado cogerás una pulmonía y te irás al otro barrio —solía decirle Sonsoles a la vista del invierno.

Estaban sentados en el Tenis tomando unos aperitivos y mirando a la bahía mientras charlaban. Mariana y él compartían unas ostras con sendos vasos llenos de hielo y de ron blanco en tanto que Sonsoles, que no se recalaba en recordarle su edad en relación con el consumo de alcohol, bebía en sorbos distraídos un vermouth rojo.

—A ti sí que te va a matar ese brebaje que bebes y que es pura química, criatura —respondió él con un ademán de desdén—. Estas muchachas de hoy en día —añadió dirigiéndose a Mariana con gesto cómplice— son unas sinsorgas.

—Y tú un viejo verde —le espetó Sonsoles.

—Mejor ser un viejo verde que un viejo muerto —respondió él—. Y hablando de muerte esto nos devuelve a lo que estábamos hablando. ¿Qué era lo que habías dicho? —preguntó a Mariana.

—Que ya que no podemos luchar contra la muerte, al menos debemos luchar contra la pena de muerte —contestó Mariana.

El viejo Abós la miró por encima de sus gafas de présbita —había estado leyendo hasta entonces el periódico del que partió la noticia que daba pie a la charla— y sonrió con ironía.

—¿Y qué debería hacer un Juez contrario a la pena de muerte en una legislación que la incluye como pena máxima y que, por lo tanto, obliga a ejecutarla en los casos en los que ella lo exige?

—No lo sé, porque no es el caso aquí en España…

—Ahora —interrumpió con toda intención Abós.

—Ahora —confirmó ella antes de proseguir—. Sospecho que si se encuentra ante un caso que pueda incluir tal sentencia lo que debería hacer es alegar un problema de conciencia que le obliga a abstenerse.

—¡Plaf! Carrera finita —comentó Severo Abós en tono jocoso.

—En cuanto a sus aspiraciones, puede que sí; en cuanto a su conciencia, todo lo contrario.

—Yo no considero a la conciencia como un factor decisivo en este asunto —zanjó Abós—. La ley no es subjetiva. Aunque se componga de letra y espíritu ningún Juez debe irse por el extremo del espíritu. Excesivo protagonismo —concluyó.

Hablaban a propósito de un atentado terrorista de la banda ETA que había causado dos muertes y se discutía si sus autores eran merecedores de una condena que, cualquiera que ésta fuese, no pasaría de veinte años de cárcel efectiva, si es que llegaban a cumplirse. El viejo Abós era tajante en su apreciación de que una cosa era que uno se tomase la justicia por su mano y matase y otra bien distinta que el ejercicio legítimo de la violencia por parte del Estado establecido pudiera considerarse una acción igual.

—A mí, la verdad es que lo de matar no me gusta nada en ningún caso —dijo Sonsoles.

—Pues anda que no se mata por cualquier tontería en la vida diaria —dijo su tío con aire de aplastante evidencia— como para que ahora haya que cogérsela con papel de fumar cuando se trata de delincuentes o de terroristas. Sobre todo de terroristas, niña.

—Los terroristas son otra cosa —matizó Sonsoles.

—El que a hierro mata, a hierro ha de morir —sentenció el viejo.

Mariana levantó la mano.

—Ésa no es la Justicia, Severo.

—Pamplinas —replicó el viejo—. La Justicia depende de quién manda.

—Lo mismo que decía Humpty Dumpty —contestó divertida Mariana.

—Yo digo lo que me parece —protestó el viejo Abós— pero lo digo con conocimiento de causa.

—¡Vaya, hombre! —saltó Sonsoles—. ¿Y Mariana no tiene conocimiento de causa o qué?

Mariana volvió a reír:

—Entre que soy mujer, Juez y, al parecer, menor de edad, Sonsoles, creo que tu tío no me va a dar una sola oportunidad de seguir opinando.

—¡Al contrario! —dijo el viejo—. ¡Tú opina! Ésta es vuestra oportunidad. Nosotros, la gente de mi edad, quiero decir, ya hemos opinado todo lo que había que opinar. Ahora la vida es cosa vuestra, así que allá vosotros y vuestras opiniones. A mí, mientras no me fastidiéis más de la cuenta, todo lo demás se me da una higa.

—Pero mira que eres antipático, Severo. Antipático y bravucón todavía —dijo Sonsoles—. ¿Sabes lo que te digo? Que te morirás mandando, aunque no sé a quién, porque nadie te va a hacer ni caso como sigas así.

—Ni falta que me hace —dijo el viejo Abós llevándose una ostra a la boca. La saboreó lentamente y luego dio un sorbo a su ron—. Con esta delicia, ¿quién se preocupa de nada más?

Mariana le imitó. El metálico sabor marino de la ostra y el oscuro fondo de alcohol que se escondía tras la dulce procedencia de la caña de azúcar le llenaron la boca con tal intensidad que empleó los instantes siguientes en sentirlo y recrearse mirando el plácido espejo de la bahía extendida a lo lejos.

—Tú, Mariana, ni caso. El tío Severo ya sabes cómo es —dijo Sonsoles.

—Severo —comentó Mariana.

—Sí, sí, reíros —dijo el tío—. Los vascos vienen a ponernos bombas y vosotras de juerga. Y ya están viniendo a comprar casa aquí, también. ¿No les gusta tanto su País Vasco? Pues que se queden allí.

—Los vascos, no. Detesto las generalizaciones. Y si entre ellos hay terroristas y gente que los apoya, lo mismo pasa en otros sitios, pero ni todos los vascos son iguales ni nadie está obligado a vivir en ninguna parte, Severo; parece mentira que digas esas cosas.

—Porque no es que odien lo español sino que a todo lo que odian lo llaman español —prosiguió por su cuenta Abós—. Son muy cortos, hija, gente del Neolítico. Pero, eso sí, los fines de semana salen todos escapados de su paraíso para venir a respirar en nuestros bares. En fin, para qué hablar.

—El odio —dijo Mariana—, ése sí que es un problema. Nada bueno nace del odio. Odiar es negarse a pensar, a reconocer al otro, cosa que practica mucha gente en el mundo entero… y que se practicó mucho aquí en España después de la guerra, por cierto.

—Ah, ¿así que tienen su razón los etarras?

—En el caso de muerte, no, al menos en mi opinión —dijo Mariana—. La muerte es una sinrazón siempre. Odio y muerte, ¿qué se puede esperar de esa alianza? Pero no me pidas la pena de muerte para ellos, Severo, no te empecines. Y no es que se trate de poner la otra mejilla —dijo adelantándose al gesto de protesta del viejo— sino de mantener el rumbo de los principios por mala que sea la tormenta —Mariana se detuvo, como escuchando lo que acababa de decir—. Y no sigo hablando porque estoy empezando a ponerme estúpidamente mayestática.

—Ya veremos lo que dices si un día, Dios no lo quiera, te matan al marido o a un hijo esos bandidos.

—Todo el mundo puede disparar, Severo, pero no todo el mundo es capaz de entender. Yo los llevaré a la cárcel aunque me pongan una pistola en la sien, pero no los condenaré a muerte. Y no por ellos, entiéndeme bien, sino por mí, por mi propia alma y por la propia sociedad en la que quiero vivir.

—¡Lo que faltaba! —exclamó Severo—. El mundo lleno de terroristas y mafiosos de toda laya y tú con ésas. Así es como se pone en la calle a los delincuentes.

—Nadie pone en la calle a los delincuentes, no digas aberraciones.

—Muchacha: lo que yo te digo es que al cuerpo de policía lo deja laminado que los delincuentes entren por la puerta de la Comisaría y salgan por la puerta del Juzgado.

—La ley, Severo, especifica delitos y penas y sólo trata de establecer una relación proporcional entre unos y otras. Así que las protestas, a los legisladores, ¿me entiendes? Nosotros aplicamos la Ley y como hay algún margen entre el espíritu y la letra yo he dejado en la calle a más de un delincuente menor. Lo prefiero en la calle que aprendiendo en la escuela de la cárcel porque, cuando empieza, aún tiene posibilidades de rehacerse, pero de unas estancias cada vez más largas en la cárcel sólo saldrá una fiera dispuesta a matar si es necesario.

—Paparruchas y contemplaciones. Lo que pasa es que falta carácter, mi querida amiga. Carácter para afrontar las cosas como son.

—Yo creo que para lo que hace falta carácter es para no dejarse llevar por el deseo de venganza.

—Pero ¿qué venganza ni qué venganza? Estamos hablando de Justicia.

—Me parece, tío —intervino Sonsoles—, que de lo que estáis hablando es de dos cosas distintas.

—¿Te parece, eh? Pues a mí me parece que no. Yo creo que los jueces son blandos y que se les ha perdido el respeto y como ellos ya no se respetan van a conseguir con sus decisiones que tampoco se respete a la policía.

—En mi opinión, Severo —dijo Mariana—, los jueces en España son mayoritariamente conservadores, que es lo que a ti te gusta.

—¡Bah! Es la democracia la que reblandece, Mariana. Esto no pasaba antes; y no es que yo esté por la dictadura, que tampoco era la panacea, pero por lo que sí que estoy es por la razón, qué caramba.

—Lo que no había entonces, y aquí no te tolero opinión contraria porque la que sabe de eso soy yo, es proporción entre los delitos y las penas sino pura arbitrariedad, sobre todo para delitos políticos, que lo eran casi todos en un país tan politizado por una sola opción como éste.

—De acuerdo, como tú quieras. Total, yo ya estoy de vuelta y para lo que me queda…

Mariana alzó su vaso de ron helado y se inclinó hacia él.

—Por lo mucho que te queda, afortunadamente —brindó Mariana con un gesto cariñoso.

—Desde luego, tío, mira que eres buscabroncas —terció Sonsoles, que asistía progresivamente enfadada a la discusión.