La noche había caído, pero la playa se repetía como un eco en su cuerpo. La casa de Rafael Castro en el campo estaba envuelta en oscuridad por el exterior, oscuridad que parecía enmarcar en el gran espacio de la noche un ventanal luciente como una gran ascua. Una mirada al interior habría descubierto al observador el cálido ambiente de un salón con la chimenea encendida frente a la cual se sentaban, a prudente distancia, un hombre y una mujer que conversaban en la intimidad; sólo los separaba una bandeja sobre la alfombra, una botella y dos copas semivacías. Mariana resplandecía por el efecto del fuego y la cambiante luminosidad de las llamas se reflejaba en su rostro. Rafael estaba sentado en escorzo hacia la chimenea con las piernas cruzadas y movía los brazos al hablar, como un encantador de serpientes; la luz proyectaba sombras a su espalda, también cambiantes. Mariana, en cambio, recibía la luz de lleno. Estaba realmente hermosa, misteriosa y resplandeciente y el encantador se mantenía con sus gestos a la distancia justa de la conversación que mantenían. En los ademanes de Rafael acechaba un peligro que, sin embargo, no parecía intimidarla a ella, antes al contrario, lo seguía con la mayor atención, con una mezcla de intensidad y confianza porque disfrutaba con ello. Había un desafío en el conjunto de la escena al que ninguno de los dos era ajeno. El movimiento de luces y sombras que se desprendía de la chimenea los acercaba y los alejaba a la vez, como dos figuras al acecho jugando con sus deseos.

Una lejana campana dio la una, pero la habitación parecía estar fuera del tiempo. La campana había sonado afuera, en el espacio ilimitado de la oscuridad y por ella se fue expandiendo hasta que el ventanal quedó reducido a un punto de luz en la inmensidad de la noche.