Teodoro detuvo su furgoneta ante la casa de Tomás Pardos, llamó a la puerta, se dirigió luego a la parte posterior del coche, levantó el portón trasero y se agachó ligeramente, con las manos en las rodillas, mirando al interior; después enderezó el torso y se quedó esperando de cara a la casa. Poco después, una hoja de la puerta se abrió y asomó Tomás medio cuerpo, tras lo cual volvió a meterse adentro y, con la ayuda de un chaval que apareció de pronto y que debía ser su hijo, retiró los cerrojos que fijaban al suelo la otra hoja. Teodoro adelantó un par de metros la furgoneta, regresó a la trasera del coche y entre los tres empezaron a meter en la casa unas cajas anchas y planas.
La ocupación principal de Teodoro, además de su personal correduría de seguros a comisión, era la de estar continuamente intercambiando cosas con todo el mundo y la de Tomás era la de colocar cualquier producto en el establecimiento adecuado, razón por la cual ambos se facilitaban trabajo bastante a menudo. En cuanto terminaron de descargar, Tomás encargó al chico que cerrase la puerta, Teodoro reculó con la furgoneta hacia un espacio mejor para aparcar y luego se fueron ambos a un bar cercano.
—A ver, Paco, ponnos dos mostos —requirió al propietario, que atendía la barra.
—No sé si vos gusta esto —dijo el otro sacando de debajo de la barra una bandejita con pinchos de jamón cocido y queso.
Gustaron los dos y se pusieron a hablar, como si se hubieran concertado para ello, sobre Rafael Castro.
—Parece que lo de la Vanessa y él va en serio —comentó Teodoro—, porque eso me ha dicho su tía, que está que fuma en pipa.
—Pero ¿tú no saliste antes con la Vanessa? —preguntó Tomás, que quizá de tanto andar de un lado a otro se había acostumbrado a las comidillas de la gente.
—Quita, hombre —respondió Teodoro—. Eso fue cosa de un momento y luego se pasó, pues… —titubeó— porque tenía que pasar. Está olvidado.
—La chavala está de muy buen ver —dijo Tomás con intención.
—Eso sí —respondió Teodoro—. Buena, está buena, pero es más por fuera que por dentro. Por dentro… —Teodoro torció el gesto—. Vamos, que yo no la quiero para novia.
—¡Vaya, hombre! —soltó Tomás—. Y para lo otro ¿sí? —añadió con picardía.
—Eso pregúntaselo a Rafael Castro, que es el interesado, porque yo no tuve más que ver con ella.
—Bah, si ahora las cosas ya no son lo que eran.
—Bueno, pues por si acaso.
Tomás contempló a Teodoro con simpatía.
—Pues eso te perdiste, que lo que se han de comer los gusanos, mejor que lo disfruten los cristianos —a Tomás le gustaba combinar dichos y sentencias con sus propias opiniones, como refuerzo.
Teodoro rió por lo bajo. Había estado saliendo con Vanessa un tiempo, pero no pasaron nunca de la línea que separa la decencia del escarceo amoroso. No le pesaba porque no se fiaba mucho de la chica aunque le había gustado. Las cosas vienen siempre por su cuenta, pensaba él, y esta vez le había tocado de no. Sin embargo, más allá de este pensamiento flotaba un deseo incumplido que no dejaba de picarle cuando se cruzaba con ella. Un deseo que, además, y esto le confundía, provocaba en él un sentimiento de desaire cuando la encontraba y se saludaban. Y en esas ocasiones se sentía desairado, aunque no supiera expresarlo, por la lozanía de Vanessa, que recibía como una demostración de superioridad mientras que en ella el lucimiento estaba por encima de cualquier otra consideración. Se consolaba diciéndose que no era para él, que una muchacha como ésa siempre acaba por traer disgustos y que un hogar no debe brillar sino en la intimidad.
—Así que ahora te dedicas a la tía, ¿eh, bribón?
Teodoro enrojeció a su pesar.
—Anda y no digas tonterías —contestó evasivo.
—Pero si es muy maja esa chica, hombre, y yo creo que haces muy bien.
—Que no hay nada de eso, te digo.
—Ya, pero tanto va el cántaro a la fuente… Tú no te separas de ella.
—¡Venga ya! Si está todo el día con su trabajo en el Juzgado.
—Y tú a la puerta en cuanto tienes un rato. Que todo se sabe, hombre, aquí no hay secretos.
—Bueno y si es verdad ¿qué?
—Que enhorabuena y a ver si la consigues, que es bien difícil. ¿Cuántos años tendrá ya?
—Los que tenga, ¿a ti que te importa?
—Ahora no me vayas a decir que no se te ha ocurrido pensarlo. Ha de tener como tú más o menos, calculo yo. Eso está bien.
—Tomás, que no te vayas de la lengua no sea que lo pintes como no es y empiecen las habladurías a hacer daño.
—Yo no hablo, pero me fijo. Y la gente también. O sea, que si se acaba diciendo algo, que sepas que no viene de mi parte porque a mí no me gusta andar con chismes.
—No, nada… —comentó sarcástico Teodoro.
—Oye, Teo, de otra gente puede que yo haya dicho lo que sea, pero de ti… De aquí —dijo signándose la boca— no sale una palabra sobre lo tuyo, palabra de honor. Por cierto, hablando de otra cosa: ¿Carmen no es muy amiga de la Juez esa que me ha tocado? ¿De Marco?
—Sí, ¿por qué? —preguntó Teodoro a la defensiva, que conocía bien a Tomás.
—Porque… ¿ni palabra a nadie, eh?… pero la vi el otro día en la playa con el Rafael Castro ese.
—¿En la playa? ¿En qué playa? ¿Con este tiempo? Tú estás p’allá.
—Te lo juro. No estaban haciendo nada, ¿eh? Estaban hablando junto a la carretera y yo es que pasaba por allí. Me llamó la atención porque Carmen lo odia a muerte a ese Rafael desde que sale con su sobrina —hizo una pausa. Teodoro le contemplaba con gesto preocupado—. Y yo me digo: se conocerán de algo, ¿no? No va a estar saliendo con dos al mismo tiempo. Y, además, una Juez… En fin.
Teodoro sopesó mentalmente todo lo que Tomás había dejado flotando ante su entendimiento y empezó a sentirse incómodo. Habría preferido no oír las palabras anteriores porque se preguntaba cuánto habría de verdadero tras la información que acababa de recibir y hasta dónde llegaría esa verdad. Seguramente era un hecho casual, pero la intervención de Tomás eliminaba ese carácter de casualidad y lo convertía en algo al menos inquietante. Algo que no sabría si tendría que contarle a Carmen. Pero después de haber oído a Tomás no le cabía la menor duda de que la voz iba a empezar a correr. ¿Sería descuidada la Juez? ¿Debería advertirla por medio de Carmen? Pero si Carmen se enteraba de la noticia… Teodoro no tenía claro cuál iba a ser la reacción de ella. Este conjunto de pensamientos empezó a embotarle la cabeza y se bebió el mosto de un trago. Al bajar la copa vio que Tomás lo estaba mirando como si quisiera escudriñar sus pensamientos. Teodoro pidió otro mosto.
—Yo no, gracias —dijo Tomás—. Ahora tengo que inventariar todo lo que me has traído y conviene tener la cabeza bien despejada.
—Eso está bien —dijo Teodoro.
Tomás pagó y salió a la calle. Teodoro permaneció acodado en la barra. Estaba dándole vueltas a la información recibida. La verdad era que la Juez no tenía por qué no conocer a Rafael Castro. Seguro que se conocían. La gente de una misma clase se conoce y Rafael ya no era aquel sobrino que aguantaba carros y carretas aunque, la verdad, tampoco fue nunca un zopenco; sabía manejarse y tenía mundo y él lo sabía bien porque se le había arrimado atraído por esas cualidades, Teodoro admiraba la desenvoltura de Rafael. No, no era un zopenco ni un rascatripas sino que él entendía bien que con dinero estuviera donde estaba. Eso era lo que le estaba faltando cuando lo conoció: dinero. Así que ¿por qué no iba a tratar con una Juez, o con un Juez? Ese Tomás siempre andaba mirando a los lados y nunca de frente, a la carretera; no le extrañaba nada lo que le había ocurrido con las vacas, seguro que cuando ocurrieron los accidentes iba mirando o pensando en otra cosa. Así se echan a correr los rumores —pensó—, pero no seré yo quien siga la corriente.
No lo haría y, sin embargo, una última consecuencia le tenía inquieto. Sin duda lo mejor era no decir nada, no haber oído nada y no darle más vueltas; pero había algo más, un asunto colateral que no dejaba de hacerse presente y era que Carmen no tenía la menor idea de que Rafael y la Juez se conocieran tanto como para estar juntos en la playa, porque lo que había visto Tomás no parecía sólo un saludo entre dos. Y nada le preocupaba tanto como tener guardada una noticia que le quemaba pensando en Carmen porque mucho peor sería que Carmen acabase sabiendo que él sabía y calló. Realmente era un dilema el suyo, aunque por el momento, resolvió callar y esperar.