Más tarde, con la última luz, se dirigió a la carretera que bordeaba la playa donde había dejado su coche. A medida que se acercaba, todavía descalza, caminando lentamente por la extensión de arena ahora ya fría, percibió una figura en pie que la observaba y cuando se acercó lo suficiente como para reconocerla agitó los zapatos en el aire en señal de saludo.
Rafael Castro fumaba recostado en el coche cuando ella llegó junto a él.
—¿Has venido andando desde Villamayor? —preguntó sentándose a su lado mientras sacaba los calcetines del bolsillo del pantalón.
—No. Me ha acercado un amigo —contestó él tranquilamente.
Mariana agitó los calcetines en el aire, los dejó a un lado y empezó a sacudirse la arena de los pies.
—Nunca hubiera imaginado a un Juez que se pintara las uñas de los pies —comentó Rafael divertido, arrojando el cigarrillo lejos.
Mariana se calzó los calcetines y después los zapatos.
—Este país ha cambiado tanto desde la muerte de Franco —dijo ella— que ya todo parece posible.
—¿Y eso es bueno? —preguntó él.
—Para mí, sí —respondió ella—. Para ti… no lo sé; no creo que te importe mucho. ¿Te llevo a alguna parte? —preguntó con fingida ingenuidad.
—Creí que habíamos quedado aquí —dijo él.
Mariana le dedicó una sonrisa cómplice, sacó las llaves del bolso que llevaba en bandolera y le indicó con un ademán que subiera a bordo.
—¿Te ha gustado tu paseo playero? —preguntó él mientras se ajustaba el cinturón de seguridad.
—Hay veces en que el mundo se vuelve tan hermoso que me horrorizaría vivir fuera de él —dijo Mariana con un velo de emoción en los ojos que Rafael no pudo ver.