Aún quedaba luz en la playa. El día había sido lluvioso, pero repentinamente las nubes compactas empezaron a romperse y dispersarse y entre ellas asomó el azul del cielo ya algo descolorido por el atardecer aunque todavía luminoso. Las nubes se abrían como por ensalmo y se desplazaban rápidamente. Apenas si soplaba el viento y Mariana pensó en un rezo mágico y se dio la vuelta sobre sí misma como buscando al hechicero, mas no había nadie a su alrededor salvo una pareja a lo lejos que caminaba rodeada por los saltos y piruetas de su perro y una vela cruzando ante la línea del horizonte. El sol también descendía hacia el horizonte, a punto de tomar ese color amarillo anaranjado del crepúsculo antes de hundirse en el agua. La playa era una inmensa y vacía extensión de arena en la bajamar; la soledad abierta del enorme espacio que se extendía entre el agua que se retiraba en suaves olas y las lomas verdes que se sucedían hacia el interior y que azuleaban al acercarse a las colinas de donde procedían y más allá se difuminaban en tonos grises y acerados por las montañas cercanas, era una invitación a la serenidad, como si el prodigioso espacio que abrían llenara de vastos sentimientos esa soledad de la que ella se apropiaba ahora y disfrutaba allí, descalza, con los zapatos en la mano y abrigada con un grueso jersey y unos pantalones remangados a media pierna.
Con las plantas de los pies sintiendo el tacto de la arena, el dulce frío en el rostro y la luz del atardecer y la súbita transparencia del aire ante sus ojos, contemplaba la villa de San Pedro al fondo, ante las colinas y, por detrás de ellas, las últimas y más altas cumbres de la cordillera, nevadas, y aún sobre ellas el azul del cielo que se pavonaba con lentitud y calidez, mientras la línea marina del horizonte clareaba atravesada por un resplandor rosáceo y todo el conjunto, de la arena limpia a la luz decadente que el sol arrastraba consigo virando hacia el oro sobre la playa, del resplandor final de los picos hasta el brillo de los charcos diseminados, de la leve línea de espuma que dibujaba la orilla a los arbustos que crecían a su espalda entre roca y tierra, recogía y expandía su espíritu tal y como se abría y cerraba su corazón ante aquel regalo de la naturaleza. Mariana, en aquellos momentos, respiraba felicidad y se reconocía a sí misma, habiéndose puesto en pie con los brazos en cruz y los zapatos colgando de los dedos de la mano izquierda, que en ninguna otra parte hallaría la plenitud que aquel espacio de verdad y de belleza le estaba ofreciendo. Entonces recordó la cita que se avecinaba y sintió un vértigo que le erizaba la piel y que se extendía por dentro de ella como la misma arena descubierta por la mar en retirada: esa enorme extensión entre la ría de la villa al fondo y el promontorio que la cortaba al otro extremo era a la vez acogedora y perturbadora. Echó a andar en dirección al mar, como si no quisiera reconocer ninguna de las dos puntas sino afirmarse ante el mar, pisando descalza, mirando al frente, al agua desmemoriada que la recibía con su llano y suave retroceso hacia el horizonte, tentándola, jugando con sus sensaciones.