Vanessa estaba sentada con dos amigas en la terraza cubierta de una cafetería en la plaza del Ayuntamiento de Villamayor. Habían estado de compras y junto a la silla de cada cual reposaban una o más bolsas. Las tres charlaban muy animadas y moviendo constantemente la cabeza de un lado a otro, como si quisieran llamar y capturar las miradas de todos los que pasaban junto a ellas o las observaban desde las otras mesas. Agitaban sus manos con una especie de nerviosa alegría salpicada de risas y, de cuando en cuando, arqueaban la espalda para echar al aire una carcajada. Su estado de excitación era evidente y un observador atento hubiera descubierto que la excitación nacía en ellas mismas, como la trayectoria de un cohete de fuegos artificiales, y moría en el aire.

Vanessa era una vistosa morena cuyo atractivo, como el de sus amigas, residía en su edad: veinte años bien alimentados eran en la España de finales del siglo XX un seguro de prestancia física. Ninguno de los tres cuerpos mostraba su procedencia campesina, aunque el paso del tiempo y quizá las costumbres ancestrales acabasen devolviendo esos cuerpos a sus formas de origen, pero ya nada sería lo mismo y sus hijos, salvo, quizá, los que permanecieran encerrados en pequeñas comunidades, estarían aún más cerca del modelo europeo que del racial iberismo. La televisión había uniformado lo que el general Franco separase con su España de cuartel, mesa camilla y ñoñería social.

Pero Vanessa tenía una característica bien poco habitual. A más de ser alta y esbelta, sólo había salido a su madre en los ojos y a su padre en todo lo demás, pues lo primero que destacaba en ella era su par de ojos azules enmarcados por una larga y cuidada cabellera negra. La madre, María Fernández (que, como su hermana Carmen, no llegaba al metro sesenta, una estatura baja en comparación con su hija), era mujer de pecho generoso y caderas anchas, aunque en conjunto no representaba el clásico tipo de mujer gruesa y recia que aún predominaba en la zona. El padre, Manuel Terón, por el contrario, era un tipo más bien alto y flaco como un zumaque, de estómago hundido, y en el que sólo unas manos como palas y unas arrugas muy marcadas delataban su origen campesino. La madre tenía el cabello rubiajo y los ojos lucían el mismo azul luminoso que había heredado su hija y el padre, por el contrario, un hermoso pelo negro que sólo la calvicie incipiente y un puñado de canas en ambas sienes descolorían en parte. En consecuencia, la combinación de ojos y cabello de la hija y el tipo estilizado la convertían en un elemento exótico entre los suyos y la destacaba por encima de las demás, de lo cual ella era plenamente consciente y lo exhibía sin prejuicios, por lo que se había convertido en objeto de deseo de muchos jóvenes de San Pedro y los alrededores y, en opinión de las comadres locales, en una moza muy creída. Por eso, cuando empezó a salir asiduamente con Rafael Castro las maledicencias corrieron tan aprisa como la noticia y Carmen, que las cazaba al vuelo, entendió que en este caso comportaban una mezcla perfecta de satisfacción y envidia; satisfacción por ver rendida a la más arrogante y envidia porque se juntaban dos buenas herencias y también porque Rafael Castro era el suspiro secreto de muchos corazones que ahora hablaban y desfogaban por boca de hipócrita.

Por todo lo cual, el alboroto que las tres muchachas armaban en la terraza de la cafetería no pasaba desapercibido ni a los demás clientes ni a los viandantes que cruzaban ante ellas.

Cuando Rafael Castro —pantalón de pana gruesa de color vino, camisa de anchas rayas azules, jersey azul marino echado sobre los hombros y zapatos de campo elegantemente envejecidos, un cigarrillo descuidado en la mano— llegó a su altura desde la otra acera, las tres chicas redoblaron sus pajareos para saludarlo alegremente y hacer comentarios entre ellas, salpicados de risas nerviosas en las otras dos y de alegre satisfacción en Vanessa, viéndole venir.

Rafael llegó a la mesa, besó a las tres, pero a Vanessa en la boca, despacio y con la evidente intención de hacérselo notar, y se sentó con ellas. Cuando volvió la cabeza hacia la puerta del café, el camarero ya estaba pendiente. Pidió un vermouth con ginebra y unas almejas vivas y ordenó que volviera a llenar las copas de las chicas sin consentir en sus protestas. Ellas estaban deseando que no consintiera. Rafael había caído del cielo como un milano sobre las tres pollitas que, haciendo amago de asustarse y excitarse a la vez, se arremolinaron junto a él.

Vanessa cruzó su mirada con la del hombre mientras éste se ocupaba galantemente de encender su cigarrillo en primer lugar, antes que los de sus amigas y con manifiesta deferencia, y se sintió llena de satisfacción y de prosperidad.