—En primer lugar —empezó a decir Mariana—, no hay base para concluir que la falta de olfato del viejo Castro nos lleve al asesinato. Imaginemos que las cosas han sucedido tal y como se ha supuesto, es decir, que el tío de Rafael entró él solo por la mañana a la cocina, se preparó un desayuno y, al apagar la llama del quemador, no se percató de que éste quedaba abierto. O bien que harto de su vida y de haber perdido el único placer que se permitía, en un ataque de depresión abrió los quemadores y se dejó morir. En el primer caso, la falta de olfato es decisiva; en el segundo, es accesoria; pero ambas posibilidades siguen en pie a favor o a pesar de su lesión. Yo creo que tú estás tan empeñada en la condición criminal de Rafael que miras el asunto con blinkers, como los caballos rebeldes, y no calibras otras posibilidades; por ejemplo: el suicidio sólo te interesa si crees que ha habido inducción o cooperación, porque el suicidio no es perseguible, como sabes, pero tú estás erre que erre con la idea del asesinato y no hay quien te saque de ahí.

—No estoy de acuerdo —dijo Carmen a su aire— porque no entiendo que abra todos los quemadores para calentarse un cacillo de leche.

—¿Todos? —comentó Mariana—. ¿De dónde sacas que estaban abiertos todos?

Carmen se quedó en silencio.

—Si no me equivoco, Rafael reventó la puerta, se encontró una habitación inundada de gas y empezó a abrir puertas y ventanas; más en concreto: abrió la puerta que da al patio junto con la ventana alta y también la puerta de calle de la casa. Y antes o después, no lo recuerdo ahora, supongo que fue antes, cubriéndose con el pañuelo o con algún trapo, cerró el quemador. El quemador, no los quemadores, según él. Puede que fuera más de uno, pero no lo recordaba con claridad, según consta en el sumario, y no lo recordaba debido a la prisa con que actuó para no morir él mismo. Y ahora veamos: si era uno, es accidente; si dos o más, es suicidio. La duda final quizá provenga de este detalle que no se ha podido comprobar porque cuando llegó la Guardia Civil estaban ya cerrados; luego está el otro detalle, el de la llave sobre la mesa de la cocina con la cerradura echada, aunque ya hemos visto que había razones, digamos de sordidez de avaro, para justificarlo. En todo caso se mantienen en pie tanto el accidente como el suicidio, mucho más el primero. Visto así, reconocerás que tu teoría del asesinato es imposible probarla. Se trata de una simple conjetura… y de muchas habladurías propias de un caldo de cultivo provinciano donde todos se conocen y se puede acoger con más regodeo un rumor que nunca resulta difícil de echar a andar.

»Por lo demás —continuó Mariana—, te confieso que a estas alturas hay una cosa que me intriga: ¿por qué estás tan empeñada en culpar a Rafael? ¿Sólo porque quiere casarse con tu sobrina? Es una razón, desde luego —se apresuró a decir al ver que Carmen torcía el gesto—, pero es sólo una razón y lo tuyo, en cambio, es una persecución en toda regla. Eso es lo que me llama la atención —estuvo por añadir: “¿No habrá algo más en esa manía persecutoria?”, pero se contuvo porque conocía a Carmen y, al menos en aquel momento de la conversación que estaban manteniendo, no era una insinuación oportuna; sin embargo, se prometió hablar de ello más adelante.

—Eso lo sabrías si conocieras a Rafael —Mariana se contuvo y Carmen no advirtió un levísimo temblor en la barbilla de su amiga—. Es un hombre sin principios, Mar, una persona absolutamente amoral…

—Sí, una encarnación del Mal, con mayúsculas —la interrumpió Mariana con una entonación paciente en la voz.

—Ya sé que no crees en eso. Yo tampoco creía, pero lo vi en sus ojos una vez y no se me olvidará nunca.

—¿Lo viste? ¿Cómo? —dijo Mariana, escéptica.

—Lo vi cuando le advertí de que dejara a Vanessa porque no era para él y me miró de tal manera que si las miradas matasen allí mismo me habría degollado y se rió como un demonio antes de amenazarme de aquella manera en mitad del Paseo —respondió con convicción Carmen—. Eso es indescriptible, pero cuando lo ves ya no lo olvidas nunca. Es como verle la cara a la Muerte. No lo olvidas y tampoco se lo puedes transmitir a nadie.

—Ya sabes que yo sólo creo, por ahora, en la maldad humana y con eso ya tengo bastante. No pienso pasar de ahí. Y te diré que basta la maldad para matar a alguien, no hace falta el Mal del que tú hablas, que no es más que una idea, un concepto.

—Concepto… ¡bah! Yo soy católica aunque sea muy poco practicante, pero nunca llamaría concepto al Mal como tampoco se lo llamaría a Dios.

—La vida sí que no es un concepto, Carmen, y a ella es a lo que yo me atengo.

Fue entonces cuando Carmen dijo, completamente decepcionada:

—La vida es una mierda.

Por un rato, los tres se quedaron en silencio y luego Carmen habló:

—Reconoce que si quisiera matar a su tío, ésta era la manera perfecta de hacerlo.

—Y entonces —dijo Mariana— reconoce que sería un crimen perfecto y yo en lo que creo, en todo caso, es en la casualidad afortunada, incluso en una suma formidable de casualidades, pero no en el crimen perfecto. Eso no existe. Ve pensando, Carmen, si tanto te duele, en convencer a tu sobrina para que deje a Rafael Castro.

—Ya sabes que no hay nada peor con una joven arrogante que intentar convencerla de que está equivocada, de que ha elegido a la persona equivocada.

—Se emperrará —dijo Teodoro de pronto, como si quisiera dar fe ante las dos mujeres de que él también estaba allí.

—Justamente —dijo Mariana—; por lo tanto, mejor será esperar a ver qué pasa. No creo que hayan fijado la fecha de la boda. Vamos a ver: le gusta un tipo que es una mala persona. ¿Y qué? También las malas personas tienen su gracia…

—Mar, no me jodas.

—Es la vida, Carmen. Y vuelvo a lo que te decía, que es tu preocupación: ¿han fijado ya la fecha de la boda?

—No, pero ella me dijo que él iba a pedir su mano.

—Y tú…

—Yo me puse furiosa, sí, ¿qué pasa?

—Nada, nada. Tú misma te contestas.