Eran cerca de las seis de la tarde, la luz decaía y Mariana estaba exhausta. Se puso en pie para dar luz a la estancia y dirigió una mirada de complicidad a Teodoro que éste no recogió porque estaba contemplando a Carmen y, de pronto, como una iluminación, se percató de que Teodoro no la miraba de cualquier modo. Entonces no supo dónde poner los ojos mientras asimilaba este descubrimiento, contemplaba la decepción de Carmen, ajena y desfondada, e intentaba poner orden en el desconcierto generalizado que la mezcla de asuntos le había causado.

Lo primero que se le vino a la cabeza fue que era tan natural que Teodoro estuviera afectivamente interesado en Carmen que no comprendía cómo no se había percatado antes. No tenía otra explicación el hecho de que él estuviera siguiendo sin rechistar todos los pasos e instrucciones que ella le daba. Lo había convertido en su brazo derecho, en su investigador particular. A la vez, la imagen de Carmen entregada al desconsuelo por las grietas que Mariana abriera en su teoría del crimen evidenciaba una ajenidad total a esos sentimientos. De manera que al curioso desencuentro entre ambos se añadía el de ella misma, que se hallaba más bien incómoda con la situación.

La hipótesis de Carmen iba directa al corazón de Rafael Castro: sin duda alguna, Rafael era el único que debía conocer la pérdida del olfato de su tío. Éste no se lo había dicho a nadie y todo el mundo debió atribuir su retraimiento último respecto de la comida y su ausencia de cualquier restaurante de los que anteriormente visitaba a un nuevo ataque de avaricia, propiciado por la vejez. ¿Qué fue lo que convirtió en secreta la afección del viejo? ¿Coquetería? ¿Miedo al deterioro que anuncia el final? ¿El deseo de no mostrar su inicial decrepitud a los demás? ¿La vergüenza de que lo vieran comer sin ganas? Probablemente fuera una mezcla de todo. Sin embargo, el sobrino, en la convivencia, hubo de notarlo y hasta es posible que lograra hacerle confesar: con ello se convertía en su cómplice del secreto, pero también en el poseedor de una valiosa información. Haciendo cuentas, descubrieron que fue más tarde cuando el viejo anuló su primer y único testamento; si lo hizo con conocimiento de Rafael o Rafael se enteró por su cuenta era cosa imposible de dilucidar. Era muy probable que el viejo avaro se sintiese inseguro y empezase a pensar en amarrar el destino de sus posesiones como una forma indirecta de protegerse del terror a la pérdida de su botín y de su vida también. La cabeza funciona a veces de manera incoherente aunque explicable. El único que estaba cerca de él era su sobrino y más cerca aún tenía el miedo a la muerte. Pero todavía debía faltar algo, porque tardó un tiempo en morir y Carmen aventuró que ese tiempo fue el que tuvo que esperar Rafael para descubrir el lugar donde el viejo escondía el dinero en metálico, cantidad que no figuraba en ningún papel ni nadie pudo calcular nunca hasta que, justo a la muerte del viejo, el propio Rafael lo halló, dijo que por azar, en un hueco perfectamente disimulado de la cocina. Eso sirvió en la vista para sostener la teoría de que aquella mañana, como debía hacer en muchas otras desde mucho tiempo atrás, se había encerrado en la cocina para contar el dinero, no para suicidarse, y como ambos actos eran perfectamente contradictorios entre sí, la conclusión a la muerte del viejo avaro se inclinaba del lado del accidente. Los avaros no se suicidan jamás. Pero ahora, sostenía Carmen, a la vista de la información obtenida por Teodoro, las cosas cambiaban de modo radical pues ya no se trataba, en efecto, de un accidente ni de un suicidio sino de un caso claro de asesinato premeditado. Rafael había bajado con el viejo, posiblemente le ayudó a preparar el desayuno, pues fue encontrado sobre la vieja mesa de madera, dejó abiertos los quemadores y salió de la cocina. El viejo no podía oler el gas y el ruido de éste al salir no llegó a escucharlo, cosa corriente en un hombre de su edad. A partir de aquí, Carmen reconoció que especulaba: probablemente salió llevando consigo la llave, cerró por fuera y esperó. ¿Cómo supo cuándo debía entrar? Muy sencillo: mirando por la ventana alta de la cocina que daba al patio.

(En este punto del relato, Mariana no pudo evitar un estremecimiento: ¿se habrían cruzado las miradas de ambos, la del agonizante y la del presunto asesino?)

Después, según Carmen, cuando el sobrino lo viera tendido en el suelo y calculase el tiempo necesario, volvería a la puerta cubriéndose la nariz y la boca, la derribaría de una patada y saldría de estampía a pedir socorro tras cerciorarse de que el viejo ya no respiraba.

—Un momento —había dicho Mariana, que seguía atentamente la exposición de Carmen—. ¿Y la llave? La llave ha de resentirse de algún modo si se rompe la cerradura a golpes y, sin embargo, estaba intacta.

Carmen permaneció en silencio, reconcentrada y apretando los labios entre los dedos.

—No —dijo de pronto Teodoro dirigiéndose a Carmen—. No tiene por qué ser así. Bien pudo romper la cerradura y luego dejar la llave sobre la mesa, como si lo hubiera hecho su propio tío después de encerrarse, ¿me comprendes?

Carmen miró a Teodoro con tal arrobo que éste no pudo evitar que un gesto de satisfacción le recorriera la cara como una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Bien, Teo, eres un genio! ¡Eso es lo que pasó! Y entonces ¿qué? Pues que monta todo el paripé, llama al vecino, abre puertas y ventanas, la gente se congrega, se arma el lío padre, en el tumulto se borran pistas si es que había alguna huella interesante o algo así, se recompone la propia disposición de la escena, lo que sea… Rafael dispuso de margen para organizarlo todo a voluntad y tuvo la serenidad y la inteligencia de sacar a relucir más tarde el dinero escondido y ponerlo en manos del Juez, con lo que queda como el hombre más legal del mundo. Todo el mundo se hace lenguas y comenta admirado que o es un gilipollas o un caballero, porque Hacienda jamás se habría enterado de la existencia del dinero.

—Eso dice algo en su favor —comentó Mariana.

—Oh, sí, seguro que sí —respondió Carmen—. Pero ¿no se te ocurre pensar que, a lo mejor, había diez, cincuenta o cien veces más de lo que declaró?

—No es dinero fácil de esconder y es arriesgado tenerlo en casa —respondió Mariana.

—Pues el viejo lo tuvo —objetó Teodoro, que volvió a recibir una mirada de gratitud de Carmen.

—Ahí tienes —apostilló Carmen—. Pero es que, además, sabemos que Rafael ha viajado en varias ocasiones fuera de España. Él dice que son viajes a Francia, al lugar donde vivió, pero… Todos eran viajes en coche, en el coche se llevan maletas que pueden esconder algo más que ropa, en fin… ¿qué me dices?

—Sí, es verdad —reflexionó Mariana—. Pudo haber mucho más dinero y pudo haberlo metido en un banco suizo. Pero me queda una duda: ¿cómo es posible que un hombre criado desde niño en un hogar humilde y en un país que no es el suyo tenga tanto mundo y se maneje tan extraordinariamente bien no ya en el planeamiento y ejecución del crimen sino en toda la organización posterior? Finalmente, por mucho que ahora se haya refinado y por muy inteligente y avispado que haya sido siempre, en aquel momento era poco más que un empleado que vivía en estrecha dependencia de su tío a la espera del botín si es que llegaba algo.

—Un momento —intervino Teodoro—. Era más que un empleado. El viejo lo reconocía y lo trataba como sobrino; otra cosa es que fuera un avaro.

—Da igual. En todo caso, Carmen, no casa la figura con tu planteamiento; de ser cierto que se trate de un crimen, Rafael no era entonces el tipo de criminal que tú estás dibujando. Ese asesinato es de una brillantez intelectual tal que se corresponde más bien con un criminal de alta gama, un maestro del crimen, una ficción. Y otra cosa: si era un tipo tan inteligente y con tantos recursos antes de ahora, no entiendo cómo no consiguió medrar allá en Francia; y tampoco entiendo cómo aguantaba a su tío.

—Porque pensaba matarlo —dijo Carmen.

—¿Un tipo tan listo dedicado a tragar sin rechistar el tiempo que fuera necesario? De verdad, me estás hablando de un ingenio y de un temperamento diabólico. No me lo creo. La inteligencia es un grado, Carmen. Lo que yo aceptaría es que quizá fuese un vivo, pero un vivo que, por el momento, esperaba su oportunidad. Lo que tú pretendes decirme es que vino ya con la idea de matar. El grado de premeditación y planeamiento que tú imaginas es sólo eso, pura imaginación. Quizá, sólo quizá, habría estado dispuesta a considerar que se encontró las cosas tan bien colocadas, tan a huevo, que no se pudo resistir; pero tampoco es ése el carácter. Ni es el Maligno ni un asesino sobre la marcha. Simplemente, la herencia y los acontecimientos se le pusieron de cara. Hay gente con suerte. Ni tú ni yo, pero hay gente que sí.

—Claro que es diabólico. Es el mismo Mal, te lo dije yo, ¿no?

—El Mal… Un as del crimen… Lo tienes muy mitificado, me parece a mí —dijo Mariana con toda ironía.

—Bobadas, Mar —Carmen no lo percibió—. El crimen está claro, está claro el motivo y está claro el modus operandi. Lo que yo creo es que hay material suficiente para reabrir el caso y con lo que tenemos te aseguro que perderá los nervios y se traicionará. La evidencia es abrumadora, Mar, no soportará el juicio.

Mariana sonrió:

—Tú sabes que no es así.

—Lo tuyo, Mar, sí que son suposiciones: no es tan refinado, no es tan mundano, no es tan inteligente… Eso no cuenta ante un tribunal. Son los hechos, la oportunidad, el motivo, los que verdaderamente pesan en un caso así. Y te diré una cosa: si tú no reabres la instrucción del caso caerá sobre tu conciencia.

—Me parece bien. Si tiene que caer, que caiga, pero no te ciegues tú con la devoción por tu sobrina. Y para ello, déjame que te plantee las objeciones que, como Juez, te haría yo para reabrir la instrucción disponiendo sólo de la información que tú me das. ¿De acuerdo?

Carmen torció el gesto malhumorada y asintió.