Teodoro aguardaba en la barra del Arucas tomando un mosto. El bar estaba semidesierto, pero se respiraba el aire de un acontecimiento y así era, en efecto, porque en menos de veinte minutos se pondría de bote en bote por el aperitivo. Tomar unos vinos antes de volver a casa mientras la mujer terminaba de hacer el almuerzo y ponía la mesa era casi un deber de identidad local, como en todos los demás lugares del resto de la cornisa cantábrica. El que no cumplía el ritual lo hacía por edad, demasiado adolescente o demasiado provecta, o por prescripción médica; quien no era partidario de excederse con el alcohol se entregaba al mosto, como Teodoro, con una guinda dentro pinchada en un palillo, una especie de Dry Martini de provincias (aunque en Villamayor había una suerte de pub en que los ponían buenísimos, como excepción). Sin embargo, quizá para caldear el ambiente ya próximo del aperitivo, una veintena de jubilados procedentes de un autobús del Inserso que acababa de detenerse ante la puerta del Arucas se precipitó de pronto en el interior del local y la mezcla de timidez y arrojo con que penetraban en territorio ajeno llenó el espacio de un vocerío efervescente.
Teodoro se retiró prudentemente a un extremo de la barra mientras unos pedían refrescos y pinchos y otros, más cautelosos, se interesaban por los precios. La tortilla de patatas, redonda y opulenta y con aspecto de estar cuajada en su punto, se troceó y desapareció en un santiamén, lo mismo que una bandeja mediada de hojaldres. Se agitaban, empujaban, bromeaban y gritaban de una punta a otra del bar y se apiñaban ante el mostrador de la pastelería comentando y haciendo bulla y enviándose consignas y recomendaciones. Lo están pasando en grande —pensó Teodoro—, lo están pasando como en su vida. Afuera llovía, como el resto de la semana, y además había empezado a soplar un noroeste que echaba el agua a la cara de los destemplados viandantes.
—Ya viene lo malo del otoño —dijo Carmen apareciendo repentinamente junto a Teodoro, que estaba distraído viendo evolucionar a los excursionistas.
Se sentaron en una mesa pegada a la cristalera que daba a la calle.
—Bueno, ¿qué? ¿Qué has sabido? —preguntó Carmen en cuanto se hubo deshecho de la gabardina, el pañuelo y el paraguas.
Carmen había recordado una frase dicha al desgaire y recibida sin darle importancia que Teodoro pronunció una vez delante de ella hablando del viejo Castro. Durante el tiempo en que éste ayudó a Rafael en la tienda el viejo marchó al hospital para ver si le operaban de la nariz. Al parecer llevaba años sufriendo progresivamente un deterioro que le hacía respirar con dificultad y al fin se decidió a afrontar el problema, que no era más que una sencilla intervención para corregir la desviación del tabique nasal que padecía desde bastante tiempo atrás, pero que sólo ahora había empezado a molestarle en serio hasta el extremo de hacerle perder incluso el apetito y obligarle a estar haciendo inhalaciones de agua salada cada dos por tres. El viejo Castro, con lo flaco que estaba, siempre había tenido consideración de buen saque y en ese aspecto del vivir era el único en el que no se morigeraba, si bien no puede decirse que fuera muy refinado. «Voy a ver si me echan unas patatucas a la olla», solía decir, pero en la olla entraba algo más que patatas. Y lo cierto es que de vez en cuando se le veía traspasar la puerta de algún restaurante donde se trataba bien aunque, para no perder la fama, cargaba con el sambenito de no haber dejado jamás propina en mesa alguna.
Carmen Fernández era una persona meticulosa que cuando tomaba un asunto entre sus manos no lo soltaba sin apurarlo y agotarlo. Esta costumbre exasperó a veces a Mariana de Marco cuando trabajaron juntas, porque la concentración y el pundonor que Carmen ponía en todo lo que hacía era extremo, pero cuando el tiempo apremiaba resultaba exasperante depender de ella. Carmen buscaba indicios hasta debajo de las piedras para encontrar el cabo que la llevase al ovillo de la culpabilidad de Rafael Castro y en su minucioso rastreo había dado con la información casual acerca de la operación del viejo. Fueron tres días nada más, tres o cuatro días en los que Teodoro estuvo ayudando a Rafael en la tienda, en los que Rafael se quedó solo y se hicieron amigos. ¿Acaso había descubierto en esos dos días el escondite del dinero? Y en cuanto al viejo: ¿por qué toma la decisión de operarse así, de repente? Bien podría haber esperado, decía Carmen muy quisquillosa.
—Alguna vez tendría que hacerlo, digo yo —le había dicho Teodoro, que no compartía la última apreciación de Carmen. Ella estuvo de acuerdo, pero su intuición la empujaba en aquella dirección; no porque diera pie a la sospecha, que, en efecto, no daba, sino muy posiblemente porque era el único hecho extraordinario que aparecía ante sus ojos dentro de los que conformaban día por día aquella vida exasperantemente rutinaria y cerrada. Por todo lo cual, envió a Teodoro al hospital para que indagase.
Teodoro era de esas personas que se las arreglan para caer bien a todo el mundo o, más exactamente, para generar confianza por su sentido común y su trato llano; no dejaba de tener la retranca propia del lugar, pero era llano. Tenía amigos o conocidos por todas partes y, en sus negocios, fama de ser de una probidad absoluta. Por estas razones decidió Teodoro que no sería en el hospital donde probase a obtener la difusa información que Carmen le requería sino que prefirió conseguirla de la misma boca del caballo. Esto le llevó tiempo, pero como era calmado no le concedió la importancia que sí le concedía Carmen, la cual le apretaba prácticamente cada día. De no ser porque Carmen era una mujer que a él le gustaba, quizá se hubiera echado atrás, así que aplicó la calma tanto a esperar la ocasión propicia, de una parte, como a soportar el acuciamiento constante de la otra. Y ahora estaba frente a ella, sentado ante la cristalera del Arucas, mirando cómo afuera seguía lloviendo y el viento inclinaba los árboles del Paseo.
—Todavía no he dado con el médico —empezó a decir Teodoro por fin— y de él no tengo noticia. No es fácil porque tiene que ser un encuentro natural, ¿no?, y el hombre tiene una vida muy ajustada. Pero —dijo dejando en suspenso el gesto de desilusión de Carmen— he sabido algo por otro lado, que no sé si te interesa o no, pero que a mí me ha llamado la atención —el gesto de desilusión de Carmen se trocó en impaciencia, tanta que estuvo a punto de tirar su zumo de naranja al suelo.
—A ver, qué —dijo excitada.
—Pues que el problema de la nariz del viejo Castro parece que no era lo que nos creíamos —dijo Teodoro contemplando con satisfacción a su interlocutora.
—Ay, hijo, suéltalo de una vez, que no lo resisto —protestó ella.
—No era el tabique nasal; ¿se llama así, no? O, bueno, no era el tabique lo más importante, vamos, que podía haber seguido respirando durante algunos años más aunque, por lo visto, sí que le causaba molestias; de manera que le operaron y quedó bien o eso cree ella porque una vez dado de alta no volvió a aparecer por el hospital. Por lo que dicen es una operación bastante sencilla que no tiene riesgo ninguno y te la hacen de un día para otro. Es dolorosa, pero sencilla y la recuperación se hace en seguida.
—¡Me cago en la leche que te han dado, Teo, por Dios! ¿Acabarás de una vez? —casi gritó Carmen, exasperada.
—Sin ofender, Carmen.
Carmen reculó y respiró hondo.
—Lo siento, Teo, de veras. Tú sabes que yo quiero a tu madre. Es que me estás poniendo de los nervios con tu pachorra.
—Estoy explicando las cosas como son.
—De acuerdo, no nos pongamos a discutir ahora, que no es el momento. Volvemos al asunto, ¿vale? ¿Qué le pasaba al viejo Castro?
—Pues que había más y nos enteramos, es decir, el señor Castro y yo, por el preoperatorio, que le descubrieron que había perdido el olfato y se lo tenía tan callado como oculto tenía su dinero.
—¿Cómo?
—Lo que oyes, que había perdido el olfato, que no podía oler nada; como los sordos, que no oyen nada, pues igual con la nariz. A mí me parece bastante jodido, la verdad. Si lo único de lo que disfrutaba era del comer… No me imagino yo lo que debe de ser comer y no gustar nada, pobre hombre —concluyó Teodoro apesadumbrado—. El viejo tardó en darse cuenta porque aunque pierdas el olfato no te percatas de repente sino que puedes seguir degustando las cosas sin darte cuenta de que no las aprecias porque la memoria funciona automáticamente y te acuerdas de los sabores. Pero un día pasa algo que te hace notar que no hueles y entonces es cuando te enteras y ahí sí que se te cambia la vida. Creo que es cosa de un virus o de una infección la cosa esa de perder el olfato. ¡Así no tenía apetito últimamente! ¡Como que se le había acabado el gusto por la comida!
—Pero, Teo…, ¿estás seguro? ¿Estás seguro? —le apremió Carmen.
—¡No lo voy a estar! —protestó Teodoro—. ¿O acaso has oído decir de mí que yo levanto falsos testimonios? Eso de perder el olfato… O sea, que se le acabó el gusto por la comida; no es que al final se volviera aún más avaro, es que había perdido el gusto por la comida.
—No. Que no, Teo. Que te creo —dijo Carmen con los ojos brillantes; y añadió—: Pero estás seguro, ¿verdad?
—¡Joder, Carmen! —protestó Teodoro.
Carmen se levantó y le plantó un beso en la cara.
—Qué haría yo sin ti, alma mía —dijo ella mientras recogía la ropa, el paraguas y el bolso.
Teodoro la miró totalmente desconcertado, pero echó mano a la cartera para pagar la cuenta y seguirla cuando ella salía a la calle con el teléfono móvil en la mano y la gabardina a medio poner, el pañuelo arrollado a un brazo y el paraguas colgando del otro.