Rafael Castro, prudentemente, había elegido un restaurante en la capital y Mariana valoró esa atención.

—No es fácil sacar a cenar a una Juez y menos en una ciudad de provincias, sin que las orejas sociales se levanten —comentó ella—. A un Juez sería otra cosa.

—¿Tú crees? —preguntó jovialmente Rafael—. Los jueces también tienen que cuidar su reputación —había encendido el primer cigarrillo nada más sentarse a la mesa.

—Digamos que no es lo mismo —contestó ella— aunque teóricamente lo parezca. Es como aquella escena del Juan de Mairena sobre Agamenón y su porquero.

—¿Mairena el cantaor? —dijo con sorna Rafael. Mariana sonrió ante el deje andaluz que había impreso a la palabra.

—No. ¿Eres aficionado al flamenco? —preguntó ella a su vez. Rafael la miró sorprendido y se echó ligeramente hacia atrás en la silla como si deseara escrutar el gesto de Mariana al preguntarle. Luego respondió, atento:

—Sí… es decir: me gusta sin más, lo mismo que otra clase de música. ¿Y tú? ¿Cuál es la música que te gusta?

—Variada, como a ti, preferentemente la clásica y el rock.

—Allí en Francia, donde vivíamos, había un parque con un templete de música donde tocaban música clásica y también aires populares.

—Volviendo a lo que hablábamos —dijo Mariana con la intención de eludir adentrarse en una conversación banal—, la escena que cuenta Machado, que fue como un tópico en mi época universitaria, es más o menos así: «La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero». Entonces Agamenón asiente: «Conforme». Y dice el porquero: «No me convence».

Rafael se la quedó mirando con interés mientras ella le sonreía. Al cabo de unos segundos preguntó, al tiempo que apagaba tranquilamente su cigarrillo en el cenicero:

—¿Y? ¿Cuál es la conclusión?

—Ninguna. Dicen lo que dicen, sin más. La conclusión, suponiendo que sea algo evidente, es cosa del lector —respondió Mariana.

—¿De qué lector? —dijo Rafael.

—Del lector del libro, naturalmente.

—Entonces ¿qué sentido tiene? —insistió Rafael.

—Pues… quizá no sea fácil de explicar. En realidad la actitud del autor es neutra en apariencia y luego, por debajo, emerge…

—La lucha de clases —dijo Rafael satisfecho.

—Oh, no, no —protestó Mariana.

—A mí me parece claro y tengo que decir que estoy bastante de acuerdo con esa visión de las cosas. La vida es así.

—¿Y tú? ¿Dónde te sitúas tú? —preguntó interesada Mariana.

—Yo soy ese tal Agamenón.

—Quieres decir que estás de acuerdo con él.

—No. Quiero decir que soy Agamenón.

—Que ocupas su lugar, su posición —quiso confirmar Mariana.

—Exactamente —Rafael prendió un nuevo cigarrillo.

Mariana le observó y se preguntó qué habría sido de él si su tío no hubiera muerto tan oportunamente. ¿Habría acabado por regresar a Francia? ¿Habría resistido a pie firme la condición de dependiente de la tienda? ¿Lo había sido en realidad? Ahora resplandecía, había sacado afuera su interior de seductor y dominante al calor del dinero y era evidente que lo disfrutaba y se hacía notar por ello.

—Yo hubiera sabido ganarme a mi tío, que era un desconfiado enfermizo, pero la fortuna me llegó como llega siempre en estos casos: de repente, sin esperarlo. Pero yo me hubiese ganado a mi tío y las cosas marchaban muy bien. Yo era ya de hecho su heredero universal y él me apreciaba; siempre por debajo de esa capa de desconfianza que lo caracterizaba, pero me apreciaba.

Mariana lo detuvo con un gesto:

—Yo quería saber si venías con la decisión de instalarte aquí y si una vez que te instalaste estabas dispuesto a seguir.

—Eso mismo —dijo él. Mariana le miró dubitativa—. ¿Qué pasa? ¿Es que no me crees? Además, de todos modos, las cosas han sucedido como han sucedido.

—Y no han podido suceder mejor —comentó Mariana.

—Precisamente.

Mariana no sabía bien qué pensar de aquel hombre. A ratos le parecía un bárbaro y luego un tipo inteligente, con esa clase de inteligencia peligrosa que carece de deriva justo por lo inmediato e imprevisible de sus reacciones. Sin embargo, había en él una determinación, una decisión, que indicaba que lo vivido le había provisto de cualidades para ser un jugador de riesgo y un carácter bien templado a la vez. Desde luego no debía ser hombre dado a rigurosidades morales, pero muy a su pesar reconocía en él el atractivo de… ¿cómo decirlo?, ¿del aventurero?; pero eso sonaba demasiado romántico o demasiado trasnochado. Mariana sintió que fluía corriente entre ambos y se prometió ser cauta. No temerosa —se dijo— sino cauta. Al fin y al cabo, sólo estaban cenando.

Es el atractivo de la fiera —pensó de pronto, involuntariamente—. Eso era. La precisión de la idea la excitó con una áspera certidumbre. Sonrió, porque en un momento le vino a la cabeza la imagen de Carmen: «Ese hombre es el Mal». Bien, al menos era sólo una fiera y a las fieras se las puede enfrentar mientras que el Mal, tal como lo concebía Carmen, era un absoluto imposible de evitar cuando pone los ojos en ti. Rafael Castro había puesto los ojos en ella, eso era evidente como lo era el hecho de que en tal caso la monogamia no era su fuerte. Ahí sí podía darle la razón a Carmen: no era un partido conveniente para Vanessa aunque no estaría de más descubrir a qué llamaba Carmen dinero cuando se refería al de los padres de Vanessa. Rafael Castro no tenía aspecto de contraer matrimonio sólo por unas cuantas fincas; la fiera acosada por el hambre acepta cualquier bocado; la gran cazadora busca las mejores presas. Muy grande tendría que ser el patrimonio de su hermana y su cuñado para poder considerar a Rafael un peligro real. ¿No se estaría él divirtiendo, simplemente? ¿No habría fantaseado Carmen en exceso, llevada de su espíritu medio romántico, medio aventurero? En ese punto de sus pensamientos, Mariana advirtió que Rafael la miraba atentamente.

—Seguro que estás pensando algo —dijo él al recibir la mirada de ella—. Te has ido.

—¿Adónde? —respondió Mariana risueña.

—No lo sé. ¿A tu Juzgado? —Rafael abandonó el cigarrillo en el cenicero.

Mariana entendió de inmediato que la pregunta era una pregunta calculada en la que él no creía.

—Para nada —contestó ella—. La diversión queda aparte, siempre.

—Entonces te diviertes —dijo él. Una pizca de intención lució un segundo detrás de sus palabras y se apagó después.

—Pues sí —dijo resueltamente Mariana—. La cena es estupenda y la compañía no lo es menos; así que, sí, me divierto.

—Gracias —dijo Rafael—. Y ahora dime en qué pensabas.

—Pensaba… —Mariana dilató unos instantes la respuesta— en una amiga a la que tengo que ver mañana.

—¿Dices que te estás divirtiendo y no piensas en mí?

—No. Contigo estoy. En ella pienso. Son cosas diferentes.

—Qué decepción —dijo Rafael con una brillante sonrisa. El contraste entre la frase y el gesto le gustó a Mariana. Mucho. Pero siguió adelante:

—Mi amiga se llama Carmen Fernández —dejó correr un segundo y continuó—. Fue Secretaria de Juzgado cuando yo estaba destinada en San Pedro del Mar. Lo sigue siendo, de hecho —añadió.

—Tiene que ser una persona muy interesante, deduzco.

—Mucho. Muy amiga también. Tú vas por San Pedro a menudo, a lo mejor sabes quién te digo —Rafael no exteriorizó la menor reacción; era realmente un carácter, pensó Mariana admirada.

—Ni idea. No he tenido asuntos pendientes con el Juzgado de San Pedro y espero no llegar a tenerlos nunca. De todas formas, no hemos venido a hablar de tu amiga esta noche.

—No, por supuesto. Yo… te lo he comentado porque como dijiste que debía de ser muy interesante…

—Pues lo retiro; no es ésa la clase de conversación que me apetece.

—Lo dices de una manera…

—¿Brutal?, ¿te parece? —Rafael volvió a encender un cigarrillo.

—No. Yo diría tajante.

—Muy justo. Siempre digo que un machetazo corta la caña por donde debe —Mariana parpadeó. Entonces él se reclinó en el respaldo de su silla, como si de pronto eligiera una distancia para alejarse de sus palabras. O quizá sólo observaba su efecto en ella. Luego preguntó, con despreocupación—. ¿Te doy miedo?

—No, ningún miedo —respondió Mariana con determinación.