Rafael Castro telefoneó a Mariana de Marco ese fin de semana para proponerle una cita.

La vida actual de Mariana de Marco era una vida mayormente profesional: el trabajo del Juzgado ocupaba una buena parte de su día porque, además, tenía por costumbre dedicarle tiempo extra, obsesionada por una mezcla de tozudez perfeccionista y de agobio por las causas pendientes. Cuando leía o veía en los medios de comunicación social referencias, cuando no reproches directos o implícitos, a la lentitud de la Justicia, su personalidad se escindía en dos: de una parte la Juez superada por la escasez de medios para sacar adelante los asuntos acumulados; de la otra, la Juez también irritada por la lentitud inercial del propio Cuerpo. La primera hacía frente a una situación imposible a corto plazo ya que los medios, sobre todo los humanos, no eran susceptibles de improvisación o, si se hacía así, el apresuramiento en la preparación de los jueces no iba sino en perjuicio de un exigente ejercicio de la judicatura. La segunda la empujaba a creer que quizá valiera más un Juez incompleto que ningún Juez en tantas plazas donde faltaban. La consecuencia era que ella misma no lograba desprenderse, pese a sus deseos, de una cierta culpabilidad procedente de los viejos tiempos de juventud e ingenuidad, y tendía a echarse a las espaldas más trabajo del que sería debido de acuerdo a los hábitos generales de funcionamiento. Eso era lo que hacían muchos de sus colegas y se parecía más —pensaba ella— a la carga de una cruz, de una especie de complejo de culpabilidad social, que de una efectiva cura de urgencia.

Con esa vida de dedicación a su oficio y el tiempo que ocupaba en la lectura, la música, cartearse con los viejos amigos y amigas (no soportaba las relaciones personales por correo electrónico, aunque a veces acudía a ellas apurada por lo inmediato) y a las pocas relaciones que mantenía en su zona de influencia, como las de Sonsoles Abós o Carmen Fernández, su tiempo estaba ocupado al completo.

Lo que realmente la sorprendió de la llamada de Rafael Castro fue comprobar la cantidad de tiempo que hacía que no recibía una proposición a la vieja usanza, lo que entonces se conocía como salirte un plan. Y he aquí que, de pronto, muchos años después de aquellas emociones juveniles, le salía un plan con todos los ingredientes del género: dos personas que se acaban de conocer, unos pocos días de silencio para no dar lugar ni a la sensación de atosigamiento ni a la atracción imperiosa y, acto seguido, la primera llamada de invitación, una simple cita para comprobar si la chispa volvía a encenderse y, en definitiva, un acercamiento interesado, pero expectante.

Había dejado todo cuanto solía hacer para recrearse en la idea de la cita. No era más que una cena que, en buenos términos, prometía repetirse. Sin embargo, a partir de cierta edad y de una experimentada relación con la realidad, lo que en la juventud una propuesta semejante provocaba ante todo una exaltación de ilusiones más bien acrítica, en la iniciada madurez de cualquier mujer una cita se convierte en una confesión personal: cuando una acude sabe lo que desearía hallar y lo que sobre todo aprecia es que haya indicios suficientes, discretas esperanzas de continuidad sin más e, incluso, curiosidad; eso, en vez de ilusiones soñadoras; y no porque en tal tesitura se pierda espontaneidad sino porque ahora la espontaneidad se desprende también de la experiencia.

Así que Rafael Castro se había interesado por ella. ¿Por quién se había interesado en verdad, por la mujer o por la Juez? ¿O quizá por una morbosa combinación de ambas? A lo largo de su corta carrera y pese a estar retirada de los núcleos de población verdaderamente importantes, donde la fauna es mucho más variada que en la ciudades de tamaño mediano-pequeño, pudo percatarse de que su figura obtenía una atracción especial, una mezcla de buena planta y autoridad que, por lo visto, emite una peculiar excitación a la que muchos hombres se muestran sensibles y especialmente los triunfadores. ¿La emite o se la otorgan? Ese dilema no sabía resolverlo; quizá se tratase de un camino de ida y vuelta.

Rafael Castro (había tenido ocasión de comprobarlo) era un hombre de éxito además de un hombre físicamente interesante en una edad, los cuarenta y pocos, en la que madurez y vitalidad suelen converger tentadoramente; siempre con la condición del éxito, cualquier clase de éxito, pues venía a ser el mejor carburante para un motor de tales características. Era un momento en el desarrollo de los hombres en el que incluso los poco agraciados se vuelven interesantes. No todos —pensó— porque a muchos les llega el éxito cuando lo han pagado demasiado caro con su vida anterior y llegar a salvar de la quema un verdadero atractivo es algo tan estimulante como infrecuente, nada menos que un espíritu sostenido lejos del alcance de la mediocridad.

Después pensó en Carmen y en su sobrina y se dijo que aceptar aquella cita no era tan inocente. Por una parte, sospechaba que Carmen lo consideraría una traición, salvo que pensara que Mariana usaba sus artes de mujer para investigar a su odiado enemigo; pero sería hacerle un flaco favor a Carmen suponer que iba a pensar así. En cuanto a Vanessa, no dejaba de pensar que una cita persona a persona y no en grupo, una cena, íntima por mucho que transcurriera en un restaurante público, no dejaba de ser, en términos convencionales, una reunión a espaldas de quien se tenía por novia oficial. ¿Lo era —novia oficial— o era una fantasía de la propia Vanessa? ¿O una invención obcecada de Carmen? En fin, se trataba de una cita con una persona comprometida que era, evidentemente, una cita motivada por la atracción interesada del invitador. Las cosas entre hombres y mujeres es mejor no disfrazarlas.

Hacía un buen rato que había dejado Tess en el sofá y paseaba por su escueto salón cuando el ruido escandaloso de la lluvia sobre los cristales la sobresaltó. Estaban metidos en el otoño y la templanza y buen tiempo del principio tocaba a su fin. Seguramente llegarían las lluvias encadenadas a los días y después sería tiempo de invierno. Pensó en las Navidades con un escalofrío. ¿Acaso la lluvia le amenazaba o le advertía de algo? Pensó en llamar a su madre, que había acudido a su mente al tiempo que la imagen de la Navidad. A ella sí deseaba verla y muy probablemente lo haría para no quedarse sola porque ésas eran fechas en que los amigos, por muy cercanos que estuvieran en su afecto, no constituían el núcleo emocional que cada uno guarda en el fondo de su corazón para un día como el de Nochebuena. También ese núcleo se había ido desgastando con respecto a la familia, pero… Al final una comprendía que las Navidades son una fiesta de la infancia y que sólo allí residía su felicidad.

La lluvia seguía sonando en los cristales. Volvió a pensar en Carmen. ¿Qué diría ella de la invitación recibida? Mejor ni pensarlo. En cierta medida el suceso le afectaba, mas en vista del encono habido de por medio, no tenía la menor intención de decírselo, al menos por el momento; lo contrario hubiera sido concederle una importancia inmerecida.

Porque, naturalmente, Mariana había aceptado la invitación de Rafael Castro.