La casa, según confirmó Teodoro, estaba sin tocar en lo referente a la distribución, pero se veía el trabajo de Tomás y su mujer para adecentarla y adecuarla a sus necesidades. La casa constaba de planta de calle, primera y desván. Donde estuvo la tienda había ahora un espacioso zaguán, que en parte debería ser en su día recibidor, pero que en su totalidad era hoy por hoy un almacén donde se guardaban cuidadosamente apilados y separados por afinidades toda clase de objetos propios del comercio de Tomás. La cortina que separaba antaño la tienda de la cocina, el almacén antiguo y el paso al patio era ahora un tabique de obra con una puerta y al otro lado quedaban la cocina, agrandada y con una buena mesa de comedor; la despensa y una salida al patio por la puerta trasera. Todo ello concienzudamente restregado y repintado.
—Joder, es que parece otra cosa —dijo Teodoro con admiración. Carmen contemplaba la planta con cierta grima, pero en lo tocante a limpieza le daba toda la razón a Teodoro.
En la primera planta estaban situados los dormitorios y una sala de televisión y en la última seguía habiendo un desván que Carmen hubiera destinado a convertir en piso para los niños dejando cómodamente dedicado el inferior a la vida matrimonial, pero el concepto de agolpamiento humano en un mismo nivel —que debía proceder de los tiempos en que las familias aprovechaban el calor del establo, el de la cocina y el del pajar para recogerse en un cuarto espacio protegido por los otros tres— era el que ordenaba todavía la habitabilidad de la casa.
—El desván está como estaba —comentó críticamente Teodoro al asomarse a él—. Aquí no ha entrado nadie.
Carmen lanzó una mirada intencionada a Tomás.
—Sí —dijo éste como excusándose—. Así lo dejó el señor Castro y no creo que nada de lo que dejó aquí le interese porque, si no, se lo habría llevado.
—¿Todo esto lo dejó aquí? —preguntó ella.
—Eso le dije yo, pero me contestó que lo tirara, que él ni se molestaba en revisarlo, así que lo tengo para echarlo en una camioneta y llevarlo al vertedero.
—No, hombre, no lo tires así como así, que siempre hay algo que se puede aprovechar.
—Esto no vale una perra, hombre —contestó Tomás—. Ya lo ha mirado mi mujer.
Carmen, que estaba fisgando, se volvió a Tomás:
—¿Y esta cómoda? No seas tonto, Tomás, y llama a un anticuario de la zona, que lo mismo sacas unas perras.
—No sé —dijo Tomás rascándose la cabeza—. No me parece a mí…
Lo cierto era que bien poco parecía ser de interés en aquel desván en el que había desde un orinal de loza hasta un perchero sin brazos. Lo que allí se apilaba procedía del simple deseo de no tirar propio del avaro o del desconfiado y la capa de polvo que lo cubría todo hacía pensar en un segundo almacén de inutilidades acumulado año tras año.
—Aquí hay papeles —dijo Carmen, que seguía inspeccionando los cajones de la cómoda.
—Yo ahí los dejo. Si el señor Castro los quiere, que venga por ellos —dijo Tomás.
—Es raro —siguió diciendo Carmen—. Son documentos de la casa. Muy antiguos. Esto es historia, Tomás, no deberías tirarlos. Si va a ser tu casa es la historia de tu casa.
—Para lo que me sirve —contestó Tomás.
—Hijo, la verdad es que tenéis menos curiosidad que un caracol. ¿De verdad que no los quiere nadie? ¿Me puedo quedar éstos? —preguntó Carmen alzando dos sobres grandes cuyo contenido acababa de hojear.
—¿A ver? No, ésos son del señor Castro. Me pidió que los guardase por si los necesitaba; y me lo encareció mucho —respondió Tomás.
—Bueno, pues me los llevo y te los devuelvo, no te apures.
—Ay, ay, a ver si los vas a perder. Y, además, no sé yo si…
—Tú no te das por enterado de nada y se acabó.
—Es que no sé yo si esto es muy legal —protestó Tomás sin mucha convicción.
—Esto es legal porque lo digo yo y punto en boca —sentenció Carmen.
Tomás les había preparado un aperitivo que a Carmen le pareció una cena, pero que todos los demás devoraron con total dedicación y en su dedicación se advertía con sencillez que ninguno renunciaría luego a la cena que los esperaba.
—Anda que vaya saque que tenéis todos —comentó Carmen—. Aquí las desgracias nunca vienen solas, como se suele decir, pero es porque ni en la peor de las adversidades la gente deja de darle al diente.
—Y démosle gracias a Dios de que no nos falte —dijo Tomás, satisfecho.
—Será porque Dios es medio montañés —apostilló Carmen.
—Pues no te diría yo que no —apuntó Teodoro.
Estaban todos sentados a la mesa de la cocina, comiendo y bebiendo animadamente, y en ese momento sí que parecía que el mismo fantasma del viejo Castro se hubiera desvanecido por completo a la nueva luz de la casa.