Mariana se había encontrado con un caso de maltrato infantil. Una niña de cuatro años y un niño de uno y medio, hermanos. Los facultativos del hospital apreciaron daños antiguos en los dos, pero el niño había quedado internado debido a las lesiones que presentaba y a la niña, tras una cura por heridas leves, la envió al centro de acogida. Le impresionó la desesperación con que se separaba de su hermano y al final tuvo que contenerse para no acompañar a la niña personalmente. La psicóloga del centro entendía que lo que necesitaba la niña era alguien que estuviese a su lado y le aseguró que se ocuparía con todo interés. Fue un repente, como lo llamaba ella. Incluso estuvo a punto de prometerle a la niña que la llevaría a ver a su hermano en el hospital. Iba a hacerlo, pero se detuvo a tiempo. «La declaración de los padres diciendo que las dos criaturas se habían caído por las escaleras, jugando, tiene narices», comentó la psicóloga. Así eran las cosas. Recabó un informe minucioso de lesiones presentes y pasadas y también de la Guardia Civil en el entorno de los padres. Éstos eran jóvenes y sin oficio conocido, al parecer con antecedentes penales el padre, por delitos menores, y sin antecedentes la madre, aunque no descartaba otros resultados del informe policial antes de tomar medidas definitivas.
Vio a la niña tender los brazos a los padres y esa imagen era la que le había conmovido. Un niño, a pesar del maltrato, vuelve a los padres porque son todo su mundo, toda su referencia del mundo. La imagen de un niño reclamando protección y amor a quien le golpea porque no tiene ni puede tener otro a quien reclamarlo le seguía resultando dura a pesar de su experiencia. Ella se había acostumbrado, desde la época del bufete, a toda clase de desgracias y bajezas, como los médicos se acostumbran al dolor y a la herida; había tenido que entender con normalidad lo que no eran más que anormalidades para los demás. Una normalidad, por otra parte, tan asumida como la de los pedófilos consigo mismos, por ejemplo, hablando de niños, cuando se justifican y se liberan de culpa diciendo: «Es mi naturaleza», como si eso los exonerara de sus abusos, como si la naturaleza del pedófilo fuera un estigma de nacimiento, un atenuante. Es curiosa la autoindulgencia que tienen consigo mismos, quizá por eso se asocien como conjurados, quizá por eso hay miles de páginas de Internet dedicadas a la prostitución infantil.
¿Soy una moralista? —se preguntó Mariana en silencio—. Por lo menos el Marqués de Sade me parece uno de los más acabados ejemplos de mente criminal que nos ha proporcionado la Humanidad; si eso es ser moralista, soy moralista. Claro que no sé qué parte de juicio literario hay en esta opinión sobre el dichoso Marqués; porque mira que es aburrido y monótono el tío. En fin, para celebrar que soy una moralista —añadió levantándose de la butaca donde meditaba—, me voy a poner otra copa porque ésta se está muriendo de aburrimiento con tantas disquisiciones.
Se sirvió un whisky con un par de hielos y soda, vació una bolsa de almendras saladas en un bol y regresó a la butaca.
La inmune ante los perversos se prepara una copa para serenar su conciencia —continuó pensando—. ¿Quién puede resistir la inmoralidad profunda del dolor, la corrupción de las voluntades, la explotación de los seres humanos, el hambre o la mortandad más salvaje sin tomarse una copa? ¿Es un caso de supervivencia el mío?; porque de lo contrario tendría que tirarme al monte o arrojarme en brazos de la inmoralidad.
Se quedó meditando sobre el contenido explícitamente sexual de las dos últimas imágenes.
—¿Será verdad que no pensamos en otra cosa? —dijo en voz alta.
¿Qué hago con esos padres? ¿Y con esos niños? A veces me asombra el despego con el que tomamos decisiones —decisiones que afectan al futuro y aun al desarrollo de la personalidad de alguien, por ejemplo— amparados por un Código. ¿Y en qué me ampararía yo para castigar a un pedófilo como la gente cree que se merece? ¿Y cuánto se merece? ¿Y de dónde procede su pedofilia y en qué caldo la ha venido cultivando? Me encantan las preguntas mientras te tomas una copa porque no hay que contestarlas sino esperar a que se deshagan, como los hielos del vaso, por el calor del alcohol. Pero ni yo me estoy preguntando hielos ni estoy alcoholizada, es sólo un estado pasajero de relajo. Lo único malo de todas estas cuestiones que estoy aprovechando para poner en fila es que no te despegas de la realidad porque, como decía Brecht, el que de verdad abre una vez los ojos ya no puede volver a cerrarlos nunca. Lo cual no es del todo cierto, porque a base de alcohol o de canutos sí que llegas a cerrarlos, pero ¿qué hago yo, pobre de mí, que ni soy alcohólica ni drogadicta? O eso creo. Además: ¿cuándo duermen los que abren los ojos y ya no pueden volver a cerrarlos? Es todo un problema.
De lo cual, la única conclusión que saco esta tarde es que una debe llegar a conclusiones, dictar sentencias, no amar al prójimo como a sí misma en tanto que Juez, pero conseguir que alguien del prójimo la ame a una de vez en cuando, a ser posible alguien simpático, guapo, culto y seductor, y en un caso u otro, seguir haciéndome toda clase de preguntas que no empañen ni afecten a la honorabilidad de mi cargo ni lo cuestionen con malicia.
¿Verdad que sí?