Carmen Fernández levantó la vista y se encontró con la figura de Tomás Pardos delante de su mesa.

—¡Hombre, Tomasín, tú por aquí!

Tomás asintió con aspecto de hombre abrumado por una pesada carga moral y, sin decir palabra, tomó asiento ante ella.

Era un hombre de corta estatura, ancho de cuerpo, con escaso pelo, ojos que parecían saltones aunque sólo eran grandes y una gruesa nariz que subrayaba su aspecto de campesino reciclado en la ciudad. La impresión que dejaba en la mayoría de la gente con la que trataba era la de ser un tipo directo y cumplidor, sin un pelo de tonto, aunque quizá la suya fuera esa clase de astucia de asiento rural que engaña sin mentir. Sentado en la silla al otro lado de la mesa donde trabajaba Carmen, su seriedad —porque era hombre de muy buen trato, pero serio— parecía haberse acentuado y concentrado en un rostro abrumado y retraído.

—Tomás, hijo, que parece que te ha dado un aire.

—Ojalá fuera eso —respondió Tomás con pesadumbre—. Ojalá.

Tomás vivía en Villamayor, precisamente en la casa que había sido del viejo Castro y que le compró a su sobrino por un buen dinero y una hipoteca que le venía pesando más que el resto de la familia porque, para afrontar la primera y mantener a la segunda se veía obligado a trabajar a cualquier hora del día o de la noche en que se pudiera tomar y atender un pedido. Y no estaba arrepentido, sin embargo, porque la casa, en poco más de un año, ya valía más de lo que pagó por ella. Tomás era un hombre de origen muy humilde, que había andado por el mundo con una mano delante y otra detrás, sin esperanza de recibir nada por herencia y teniendo que ganárselo todo a pulso, desde los primeros calzones hasta el automóvil con el que se recorría la cornisa cantábrica. La casa era su primera propiedad y en ella confiaba para dejarles algo a los hijos y que no penaran como hizo él detrás de cada peseta.

—Pero, hombre, ¿de qué te quejas?; si con ese espíritu que tú tienes los vas a dejar instalados como reyes.

—Anda y calla, que no estoy yo para bromas.

Carmen lo miró intrigada.

—Pues ¿qué te pasa? —preguntó.

—Te lo cuento si me prometes que no te cachondeas de mí.

Carmen asintió muy seria y Tomás Pardos se puso a contarle sus problemas con la compañía de seguros y la demanda que había presentado. A medida que avanzaba él en su relato, ella tuvo que hacer un serio esfuerzo para no romper a reír. Sin embargo, cuando el progreso del relato se fue uniendo a los gestos cada vez más suplicantes de Tomás reclamando compasión, Carmen no pudo más y se echó a reír a mandíbula batiente ante la consternación de un Tomás desesperado que se desmadejó en la silla.

—Esto es lo único que consigo, que la gente se ría. Pero ¿por qué carajo me habrá caído encima esta desgracia? ¿Y qué hago yo en el juicio si todo el mundo se descojona de risa cuando tenga que volver a contarlo?

Carmen, ahogada y convulsa y lagrimeando, boqueaba en busca de aire para intentar decir alguna palabra a Tomás; una al menos, que le transmitiera que si la risa era insuperable, al menos había un punto de comprensión en ella, un deseo si no de tomar en serio el asunto, lo que por el momento resultaba imposible, sí al menos de contener la hilaridad que la privaba del uso del habla; y esto era lo que intentaba conseguir sin éxito mientras en su cabeza se reproducían imágenes de vacas rebotando en el coche de Tomás.

—Toda una vida —se lamentaba abrumado Tomás, hablando consigo mismo—, toda una vida sin faltar un solo día a mis obligaciones, inclusive los pagos del seguro, que no son poca cosa, para que ahora me dejen tirado como una colilla. Y es que no hay justicia en este mundo —concluyó—, no hay justicia ni decencia y, sobre todo, lo que no hay es humanidad.

Carmen consiguió que pasara un poco de aire por su garganta, se puso en pie para aliviar el cuerpo de los espasmos y a duras penas empezó a hablar.

—Hijo, Tomasín, es que estas cosas sólo te pasan a ti.

—¿Y qué? ¿Acaso voy yo en su busca?

—Claro que no, hombre —Carmen ahogó con fortuna un nuevo ataque de hilaridad—. Claro que no. ¡Pero si te queremos como eres!

—Pues vaya una desgracia —protestó Tomás.

—A ver, ¿con qué Juez te ha tocado?

—Con una tía, o sea, lo que faltaba.

—Oye, macho, que yo soy una tía y trabajo en este Juzgado como la primera, desde hace ya suficiente tiempo como para que muestres más respeto.

—Sí, pero tú eres tú.

—Y yo ¿qué soy? Una mujer tan mujer como la madre que me parió. O más. Así que más respeto. Y, por cierto —añadió—, una Juez es una Juez cuando se habla de ella como Juez. No es una tía, es una Juez tan Juez como cualquier Juez. O más.

Tomás Pardos reculó alarmado.

—Mujer, yo, la verdad… —empezó a decir Tomás.

—Vale. Lo acepto —cortó Carmen, que tuvo que hacer un nuevo esfuerzo para no pensar en las vacas inestables y romper a reír de nuevo—. Y ahora vamos a lo positivo. En primer lugar —empezó a decir—, supongo que quien te ha tocado es la Juez de Marco, porque es la única mujer Juez en Villamayor. Eso quiere decir que no tienes por qué preocuparte; es una Juez magnífica, que entenderá perfectamente el caso y que no se va a fijar en si es o no causa de risa tu asunto. Y en segundo lugar, es amiga mía y la conozco muy bien como mujer y como Juez porque trabajé aquí con ella durante más de dos años y ha dejado un recuerdo estupendo. De manera que no vuelvas a meter la pata ni te quejes de lo que no debes.

Tomás asintió humildemente. No era persona que se dejase comer el terreno con facilidad, pero una mujer de carácter y con estudios le intimidaba más que el más duro de sus proveedores.

—Y ahora que lo pienso, ¿a qué venías tú a verme? —preguntó Carmen.

—Pues a pedir consejo, porque hoy tenía que acercarme a recoger unos pedidos y me he dicho: voy a dejarme caer por el Juzgado a ver si veo a Carmen y me dice cómo lo ve.

—Cómo veo ¿qué?

—Pues eso, que si he hecho bien en poner la demanda o es mejor que trague y me busque otra compañía para asegurar el coche. Es que, además, estoy sin coche y esto me va a costar un dinero que no tengo, porque yo tengo que seguir viajando todos los días, ¿me entiendes? Y, encima, si pierdo el juicio y me toca pagar, pues no te cuento ya el agujero que me hace.

—A ver, Tomás. Primero: yo no conozco los detalles del asunto y en esto quien te tiene que decir la verdad es tu abogado. ¿Quién es tu abogado?

Carmen contempló con preocupación a Tomás. Era un hombre recto al que conocía de antiguo porque había tenido relaciones comerciales con su padre. Sentía por él una oscura admiración apoyada en su determinación por salir adelante y su capacidad de trabajo y por su manera de proteger y defender el futuro de su familia. Para un hijo único que se había quedado huérfano primero de padre y luego de madre en la adolescencia, la familia era una fundación; y haber sacado de la pura soledad lo que ahora tenía en mano lo valoraba como un ejercicio de hombría bastante infrecuente porque un chaval solo y educado sobre la marcha de la vida que mantuviera la rectitud de Tomás era un caso de mérito. Así que le estaban entrando ganas de ir a la aseguradora a armar un buen bochinche, pero ni podía hacer eso ni predisponer a Mariana a favor de Tomás. De manera —se dijo— que voy a hablar con su abogado a ver qué me cuenta a mí porque si a éste le ha ocurrido lo que le ha ocurrido con las vacas, no te quiero decir lo que le puede pasar si cae en manos de algún picapleitos.

—Yo es que no me puedo comprar ahora un coche nuevo, Carmen.

—Yo no conozco el contrato que tienes firmado, pero si incluye un coche de sustitución, por mucho que no te lo quieran renovar, ahora tienen que cumplir con el contrato. Lo que no sé es si podrás mantenerlo, el contrato, porque ni siquiera sé si te conviene; pero hacerles cumplir hasta la última peseta… eso como está mandado.

—Lo malo es el tiempo que va a tardar en resolverse.

—Nada de nada. Tú arregla el coche y ya les pasarás la factura. No vas a estar a pie o alquilando.

—Ya, pero es que es un dinero. Es que me están apretando con un pico que tuve que pedir a un amigo, además de la hipoteca, para pagar al señor Castro.

—¡Hombre! ¡El señor Castro, le llamas! ¡Tú eres el señor y no ese mangarrán! ¿No te fastidia? ¡El señor Castro! —repitió acentuando su desprecio.

—Ya. A mí tampoco me gusta, pero ¿qué quieres?

—Mira que ir a comprar precisamente su casa —dijo Carmen malhumorada.

—Pues todavía no he terminado de limpiarla, porque tuve que usar la tienda para almacén de todo un poco, por esas cosas que a veces me caen y que tengo que hacer yo mismo de mandadero, de mozo y de todo. Hasta la cocina la tenemos como estaba porque es que no nos llega para vivir hasta que no me desahogue un poco.

—Pero él la debió dejar cerrada, ¿no?

—Él se hizo la casa nueva con su dinero y ésta ni la tocó, que por eso la he podido comprar, porque estaba hecha una mierda. Pero entre la mujer y yo y algún amigo la hemos ido apañando, o sea, lo que es vivienda y lo demás a esperar.

—¿Así que toda la planta de calle está como estaba? —preguntó Carmen súbitamente interesada.

—Tal cual estaba. Bueno, excepto la cocina, que la alicatamos entre un amigo y yo porque daba pena verla y no era ni higiénico ni nada. Pero el almacén, como estaba. Y el patio. Incluso hemos aprovechado el calentador, las estufas, la pila… Hasta que me desahogue, como te digo. Y mientras tanto, gangas que encuentro. Aprovechando que siempre estoy de un lado a otro, pues miro por ahí…

—Todo llegará, Tomás.

—Eso digo yo. Pero el pico que le debo al señor Castro… si le pago ya, sí que no hay coche ni soñando; y si no le pago…

—No te irá a pegar un tiro —dijo Carmen bromeando, pero con intención.

—Pues no sé qué te diga… —respondió el otro.

Carmen se mantuvo en silencio, con gesto de estar pensando aprisa. Luego miró a Tomás.

—Oye, Tomasín, ¿qué te parece si me enseñas tu casa?

Tomás puso cara de asombro.

—Claro, mujer, cuando tú quieras. Pero no te esperes nada, ¿eh?

—Quién sabe —respondió Carmen, pensativa.