Aquella tarde Mariana volvió a las tantas a su casa debido al atasco de trabajo que tenían en el Juzgado. Le desesperaba ver los montones de autos que aguardaban turno y no veía solución. O a todo el mundo le estaba dando por pleitear, o la vida estaba cada vez peor organizada. Bien poco podían hacer los justiciables aparte de esperar y bien poco podía hacer ella aparte de darse aquellos atracones de trabajo; pero la solución no era lo uno ni lo otro y entretanto muchos de esos asuntos se estarían enconando o distendiendo u olvidando mientras llegaba el día en que habría que despertar al conflicto. Y a veces, cuando le invadía el desánimo, pensaba también qué dramas humanos se podían esconder detrás de alguno de aquellos procedimientos que quizá tuvieran consecuencias ya irreparables cuando fueran resueltos. Pero así eran las cosas.
Llegó a su casa y no tenía ganas de cenar. Echada en el sofá, hojeaba distraídamente el Hardy como si no se decidiera a meterse con él. La historia de Tess le producía una fuerte impresión. Tenía a Hardy por uno de los más grandes. Él y Conrad eran para ella los guardianes de la línea fronteriza que separaba la novela del XIX de la del XX, el segundo con más de medio cuerpo en el XX y el primero mitad y mitad. De los dos, su preferido era Hardy. Las desventuras de la pobre Tess no le parecían tan lejanas, sin embargo: el mundo rural había evolucionado mucho menos aprisa que el urbano y ese lastre pesaba en demasiados lugares de España; en el mundo de Tess, el instinto mandaba sobre toda razón con la característica brutalidad de esa forma de vida primitiva que sólo acarrea destrucción en los espíritus puros y sin doblez; la rebelión de la pobre Tess a las leyes del hombre rural la acercan al castigo y la alejan, paradójicamente, de las de la Naturaleza; así, el destino de tales seres es el sufrimiento; un sufrimiento al que la muerte convierte en tragedia. En otros lugares, en cambio, en Villamayor sin ir más lejos, de la España profunda unas veces sólo parecía quedar el atavismo y otras veces tomaba cuerpo allí, en la misma sala del Juzgado, como si el tiempo avanzara y retrocediera a capricho. La de Villamayor tenía el aspecto de ser una sociedad más enraizada en unas costumbres acordes al modo de vida moderno que en el cerrilismo propio de un carácter rústico; éste se batía en retirada, pero aún se escuchaban sus gruñidos de fiera al recular hacia lo profundo del alma, como diría un esteta. Y mientras pensaba en todo esto se le ocurrió que, sin embargo, cuanto le estaba sucediendo por intermedio de Carmen Fernández era más antiguo que Hardy, pertenecía a la primera época victoriana: la sobrina inocente, el libertino, la tía leal y valerosa, la boda en perspectiva, los padres… y ella misma, sólo que en la época victoriana sería un Juez y no una Juez quien se viera implicado en la trama. Probó a encajar a Rafael Castro en Hardy y no encajaba, pero sí era asumible —aunque tendría que ser tan malo como Carmen pretendía— en una novela de Wilkie Collins. El pobre Hardy tuvo que abandonar la novela debido al acoso que sufría por parte de los lectores bienpensantes y al desprecio y el hartazgo que le producían a él. La sociedad de su tiempo no estaba dispuesta a mirarse en el espejo de Tess o de Jude. Hardy debió pensar aquello de que no se pueden echar margaritas a los cerdos y se largó al campo a escribir poemas. En cambio, ella, urbanita, se había venido al campo —o al medio campo, para ser más exactos— empujada por la necesidad, por diversas necesidades en realidad, todas ellas atenidas a su vocación de jurista y a asuntos relacionados con su humanidad personal. Sin embargo, no sería capaz de establecer prioridades salvo, quizá, una que no le gustaba como primera, pero que encabezaba con mucha más definición que las otras su elección: cerrar definitivamente una relación matrimonial de la que se había librado en lo espacial, mas no en lo temporal porque el rencor no se había apagado del todo. O acaso no fuera rencor sino una exigencia de justicia —en ella, la jurista— que tenía que ver con la vida. Pero justicia y vida son piezas de distintos rompecabezas y mientras siguiera empeñada en juntarlas sobre un mismo tablero, el juego seguiría estancado y pendiente. Eso le había dicho alguien en cuyo juicio confiaba, pero no alcanzaba a discernir, por más certero que pudiera ser el diagnóstico, si ella lo tomaba como una puerta de salida o como una trampa en la que estaba pillada.
«Ya estás otra vez dándole vueltas al coco —se dijo—. ¿De dónde habré sacado yo esta costumbre? ¿De la soledad?». Antes era más bien extrovertida y charlatana y poco dada a reconcentrarse en intensas meditaciones. La concentración la reservaba para el estudio o para el trabajo, pero fuera de ellos prefería divertirse al máximo. Quizá era el matrimonio lo que había aportado la ración de amargura necesaria para dar vueltas y más vueltas a la cabeza en busca de una explicación satisfactoria o que al menos la reconciliase consigo misma ya que difícilmente lo haría con su experiencia. O a lo mejor era esa misma búsqueda de explicación, tan inútil como insistente. Por eso.
¿Cuál era su futuro? En lo profesional, Mariana confiaba en que su próximo traslado fuera a un Juzgado de lo Penal, para lo cual se estaba preparando concienzudamente y, si tenía suerte, quién sabe, hasta podría ser en una Audiencia Provincial. Al fin y al cabo, su experiencia era considerable y si no lo conseguía en un primer paso, lo lograría en uno segundo; y confiaba en ello porque confiaba en su vocación tanto como en su preparación y en su pasado como penalista en el bufete. En este punto torció el gesto. ¡Otra vez el bufete! ¡Otra vez el recuerdo! ¡Otra vez el rencor! Agitó la mano como quien se desprende de una presencia molesta y en ese momento descubrió que tenía Tess of the d’Ubervilles entre las manos, abierto por cualquier página.