Mariana se encontró una mañana al capitán López, de la Brigada Especial de la Guardia Civil, en el Juzgado y le invitó a compartir un café de la máquina. Sentados en el alféizar de uno de los ventanales con el vaso de plástico en la mano cada uno, le relató la historia de Tomás Pardos y la compañía aseguradora.

—En estos sitios pasan cosas que no te las acabas de creer nunca —dijo el capitán, y le contó la historia de la pareja de hipopótamos que escapó de un zoo relativamente cercano y se refugió en el establo de un paisano, el cual, al escuchar el movimiento del ganado que tenía allí estabulado, bajó en plena noche a ver qué sucedía y se encontró con los dos animales. Lo verdaderamente gracioso fue que tras llamar al cuartelillo para decir que había un par de hipopótamos en el establo, lo mandaron a dormir la mona. Tuvo que vestirse y llegarse al cuartelillo mismo para demostrar que estaba sereno; y entonces empezó la captura de los bichos a campo traviesa, pues a pesar de su aspecto macizo corrían que se las pelaban.

Mariana se secó las lágrimas después de haber reído a gusto.

—¿Y cómo los cazaron, a lazo? —preguntó con el pañuelo aún en la mano.

—Pues parece que, al acosarlos, volvieron ellos solos al redil. Y menos mal porque, efectivamente, a ver cómo reduces a un animal de ese calibre. Y el encargado declaró después que si se habían ido sería por capricho porque tal y como los tenía atendidos no podían quejarse de nada.

Mariana volvió a soltar la carcajada.

Había trabajado con el capitán López en un caso de asesinato dos años atrás y luego habían vuelto a encontrarse en alguna ocasión por razones de trabajo. A Mariana le gustaba la profesionalidad y el carácter del capitán, que pertenecía a una nueva generación de guardias civiles en la que la técnica y la formación habían sustituido al pintoresquismo y la fama de bruto de que había gozado el cuerpo en los años del franquismo. Tienen, por eso no lloran, / de plomo las calaveras. De pronto aquellos dos versos de Lorca acudieron a su mente y se quedó estupefacta porque de inmediato visualizó el bar de la Facultad de Derecho donde un estudiante, cuyo nombre no recordaba pero al que reconocía perfectamente, recitaba de corrido el «Romance de la Guardia Civil Española». Con el alma de charol / vienen por la carretera. Sonrió desde la memoria hasta que la sonrisa afloró a los labios.

—Bueno, yo tengo que cumplir con mis obligaciones —dijo el capitán empezando a despedirse.

—Estaba recordando —dijo Mariana— un tiempo en que éramos enemigos.

—¿Enemigos? —dijo el capitán sinceramente asombrado.

—Usted y yo no, capitán. El cuerpo y yo con mis amigos. En los tiempos de la Facultad ya éramos demócratas unos cuantos y eso no estaba muy bien visto todavía.

—¡Ah! —exclamó el capitán López, aliviado.

—Y ahora —prosiguió Mariana— aquí estamos codo con codo. Lo cual me recuerda otros versos de Lorca:

El juez, con guardia civil,

por los olivares viene.

—Eso sí me suena —bromeó el capitán.

—Usted y yo, como en el verso de Lorca. Ya ve las vueltas que da la vida.

—Bien dadas estarán, digo yo —comentó el capitán llevándose la mano a la gorra como saludo—. Bueno, pues yo sigo a lo mío, porque aún estoy de servicio. A sus órdenes —dijo a modo de adiós.

Mariana le despidió agitando la mano, se acercó a la máquina expendedora de bebidas en busca de la papelera y luego se dirigió a los servicios, aún con la sonrisa en los labios, para lavarse las manos. Estaba a punto de entrar en ellos cuando una iluminación repentina acudió a su rostro. Buscó la figura del capitán López que se alejaba y lo llamó mientras corría tras él.

—¿Sucede algo? —preguntó el capitán, sorprendido.

—No. Nada importante. Es… sólo una cuestión de curiosidad, es decir, si usted tuvo algo que ver con lo que le voy a preguntar.

—Usted dirá.

—Verá… ¿Recuerda usted un caso aquí en Villamayor de un anciano apellidado Castro que murió asfixiado por emanaciones de una bombona de gas butano que se había dejado abierta?…

—Una cocina, ¿verdad? —dijo el capitán haciendo memoria—. Se había dejado abiertos los quemadores de la cocina…

—Exacto. Dígame. ¿Fue un suicidio?

—No me atrevo a asegurarlo, creo recordar que no.

—El Juez dictaminó muerte por accidente, así que debía de haber alguna clase de indicios.

—Pues yo creo que no —dijo el capitán—. Lo que pasa es que, si no recuerdo mal, se resolvió con archivo por probable accidente o suicidio, nada más. No sé por qué, quizá por si algún día había que reabrirlo.

—¿Y quién iba a querer reabrirlo? —preguntó, sorprendida, Mariana.

—Ni idea.

—No acabo de entender, es como si alguien dudase. ¿Quién o qué es lo que sostiene esa duda?

—Tampoco sé nada. Yo estuve en el lugar de autos con el Juez y luego me limité a estar presente en las diligencias.

—Qué raro —dijo Mariana, meditabunda.

El capitán la sacó de su ensimismamiento.

—¿Desea algo más?

—Oh, perdóneme, estaba en otra cosa. Gracias por su información. Es todo.

Se quedó en mitad del pasillo, pensando. La decisión del Juez la dejaba perpleja. Tuvo que haber alguna duda para que el Juez cerrase el asunto dejando una puerta abierta. ¿Quién y para qué querría abrir esa puerta? La declaración de muerte accidental a quien favorecía sobre todos era a Rafael Castro, con lo que habrían cesado las habladurías. Tampoco recordaba que hubiese ningún seguro de vida de por medio, lo que quizá hubiese explicado el interés de quien fuera, muy probablemente una compañía de seguros, por abonar la teoría del suicidio; pero sin seguro… Mariana reconocía que ahora le picaba la curiosidad; tanto que decidió revisar con más atención el expediente.