El caso de Tomás Pardos era uno de los asuntos más disparatados que cayeron en manos de Mariana de Marco como Juez. Tomás era un viajante que se desplazaba de continuo no sólo por la provincia sino por toda la cornisa cantábrica de un extremo al otro extendiendo sus actividades desde la margen derecha del río Miño, que hacía frontera con Portugal, hasta la margen izquierda del Bidasoa, que hacía frontera con Francia. Tomás Pardos, que viajaba en berlina nacional y no soltaba un coche hasta que lo apuraba al máximo, había concertado un seguro a todo riesgo con una compañía del ramo especializada en seguros del automóvil sobre la berlina que acababa de adquirir tras vender la anterior para chatarra. Suscribió tal seguro porque tenía costumbre de hacerlo a todo riesgo, al menos hasta cubrir los primeros setenta y cinco mil kilómetros; después, si el coche aguantaba bien, iba reduciendo la cobertura a medida que aquél perdía valor en mercado hasta quedarse solamente con el seguro a terceros y el de responsabilidad civil, obligatorios.
A principios de año, apenas estrenado el coche, tuvo su primer percance en mucho tiempo: cuando se desplazaba por una sinuosa carretera comarcal entre montañas camino de Infiesto, una vaca se desprendió de la ladera donde estaba pastando y cayó sobre el capó del coche provocando un accidente que estuvo a punto de acabar con la vida de la vaca y la de Tomás. Ambos se repusieron, lo que resultaba particularmente milagroso en cuanto a la vaca, pues Tomás salió ileso aunque no así el vehículo. El seguro se hizo cargo de la reparación del vehículo y de proporcionar un automóvil a Tomás, que lo necesitaba por razón de su oficio de manera imperativa. Dos meses más tarde, cuando viajaba en la berlina ya reparada, una vaca le salió al encuentro al atardecer a una larga recta cercana a Corrales. La niebla había empezado a cerrarse y aunque él llevaba los faros antiniebla prendidos, marchaba a una velocidad razonable y conducía —según sus palabras— con extrema precaución, no pudo evitar el encontronazo con el animal que surgió como un fantasma de entre los árboles e invadió la calzada a la carrera. Tomás frenó, el animal plantó las patas en el asfalto y esperó resignado el choque que finalmente se produjo. En la aseguradora torcieron el gesto y empezaron a dudar de las cualidades de Tomás Pardos como conductor, pero se hicieron cargo de la reparación aunque ya no volvieron a poner un coche a su disposición, lo que le costó un buen pellizco a Tomás, que necesitaba desplazarse continuamente por razón de su trabajo. Desde ese momento se estableció un mutuo recelo entre compañía y conductor que quedó en expectativa de resolución.
Tomás Pardos era hombre práctico y decidido. Encabezaba una familia compuesta por su mujer, cuatro hijas y un hijo y era de muy humilde procedencia campesina, recto a la manera que puede serlo un comerciante, luchador y tozudo. Tenía don de gentes, amigos y conocidos en todas partes y suficiente labia y fama de cumplidor como para no perder clientela. Nunca dejó de abastecer a nadie ni falló en un trato; él funcionaba lo mismo que el filete de una hélice engrana entre los dientes de una rueda, de modo que la rotación de su esfuerzo producía el movimiento que llevaba el artículo del proveedor al cliente con el debido y medido impulso; y si la maquinaria fallaba, la ancestral confianza en el arreglo de última hora, cabalgando entre la providencia, el azar y la rapidez de reflejos, al viejo estilo español, resolvía el conflicto in extremis. Era, por tanto, hombre de recursos y de evidente capacidad de trabajo. Pero, con todo, nunca se había visto en una situación semejante a la que le aquejaba a costa de las vacas y, poco a poco, empezó a observarlas con recelo en el campo y a mirar a derecha e izquierda de la carretera tanto como al centro de la calzada en cada uno de sus desplazamientos. «Las vacas son los animales más tontos del mundo en carretera —decía a quien quería escucharle— porque siempre se colocan del lado por el que intentas adelantarlas».
A Mariana de Marco, que tenía una relación con las vacas propia de una zona lechera, le hizo gracia el comentario por lo acertado, pues ella misma había conducido a paso de vaca tras alguno de los muchos rebaños que los vaqueros sacaban a la carretera rumbo a algún prado cercano. Había gente que sabía meter el morro del coche entre ellas con verdadera destreza y se abría paso en seguida y otros que se armaban de paciencia a la espera de que el vaquero las apartase corriéndolas con el palo. En cambio, accidentes como los que afectaban a Tomás eran del todo desacostumbrados. Y tres meses después del segundo, Tomás Pardos apareció por la aseguradora con su carpeta de documentos bajo el brazo y se puso a la cola de partes de accidente mientras los empleados que atendían al público le observaban con inquietud.
—¿Qué? No se habrá vuelto a estampar contra una vaca —preguntó el empleado con una sorna no exenta de prevención cuando Tomás se sentó ante su mesa.
—No se lo va usted a creer… —empezó a decir Tomás.
Visiblemente afectado, contó cómo yendo por una carretera de montaña se disponía a atravesar un breve túnel cuando, en el momento en que encendía las luces de cruce para adentrarse en él, una vaca saltó al vacío y cayó a plomo sobre el maletero del coche dejándolo cruzado en la calzada. Con gran presencia de ánimo consiguió salir al exterior, descubrió que el maletero estaba atascado y no podía extraer de su interior los triángulos rojos de avería y con las mismas echó a correr, saltó sobre la vaca y llegó a tiempo de detener al primer coche que venía en su dirección para evitar que se estrellase contra el animal y para pedir ayuda.
—Usted tiene un problema que sobrepasa todas nuestras expectativas respecto a la cobertura del seguro de accidentes en carretera —dijo el empleado mirándole con gesto de sospecha.
Tomás apretó los dientes y sólo la conciencia de su insólita situación le hizo contener el comentario que ya asomaba a su labios, según contó a su abogado. El caso es que el empleado tomó nota de los detalles y al día siguiente, el representante de la aseguradora citó a Tomás en su despacho para decirle que la compañía se veía obligada a resolver unilateralmente el seguro de accidente en vista de la contumacia del asegurado en repetir la experiencia. Tomás tuvo un estallido de furia que sólo pudo apagar el gesto de terror que se pintó en el rostro del representante mientras retrocedía hacia la pared sin despegarse de la silla; el gesto fue tal que afectó por reflejo a Tomás y lo ayudó a calmarse. Tras unos segundos de tregua, la protesta continuó dentro de límites razonables, hasta que el representante, probablemente harto de discutir el asunto y envalentonado al observar el aplacamiento de su cliente, comentó que ni siquiera considerando que el último de los accidentes hubiera sido provocado por una vaca suicida que decidió tirarse al vacío al paso del automóvil objeto del seguro dejarían de cancelarlo.
Nunca lo hubiera dicho: Tomás Pardos se levantó bruscamente, dirigió una mirada fulminante al joven descolorido que se había atrevido a dirigirse a él con semejante descaro y le anunció que se encontraría con él y con su empresa en los tribunales.
—Yo hubiera estado dispuesto a llegar a un arreglo —declaró Tomás a su abogado— pero que encima de todo lo que me ha pasado se cachondeen de mí diciendo que era una vaca suicida es más de lo que yo estoy dispuesto a aguantar. Uno ha soportado mucho en esta vida, porque cuando naces pobre es lo primero que aprendes, pero aguantar que se rían de un trabajador que se deja el alma y el cuerpo por esos caminos plagados de vacas para alimentar a su familia… hasta ahí hemos llegado.
Por más situaciones pintorescas que hubiera contemplado a lo largo de su corta carrera, nunca hubo de hacer la Juez de Marco un esfuerzo tan trabajoso por no romper a reír al repasar los autos. Y, sin embargo, no era una risa que le produjera satisfacción, todo lo más se trataba de un pequeño desahogo a causa de lo chusco de la situación; pero detrás de la chuscada, como de tantos otros avatares netamente hispanos que ella reconocía sin vacilar, se encontraba un personaje ofendido y abatido a partes iguales; con toda probabilidad, un hombre de trato y negocio directo basado en la garantía personal, que se buscaba la vida duramente y al que a cuenta de una desgracia grotesca, que debería provocar esa tolerancia que debe acompañar al humor, se sentía humillado en su trabajo y en su dignidad por una empresa que él había contratado para que lo protegiera. Otra cosa era el cumplimiento de un contrato en el que, a primera vista, la aseguradora parecía haber actuado de acuerdo a la letra.
La Juez Mariana de Marco, que nunca permitía que sus ideas acerca del mundo y de la sociedad en la que vivían todos interfirieran en sus funciones, no dejaba de sentir una lejana simpatía por el hombre que se encontraba en tal situación. «Finalmente —pensó—, los individuos siempre se las ven negras frente a las corporaciones. Eso los hace más humanos y más cercanos, lo que te obliga a andar con mucho tiento para no mezclar la aplicación de la ley con los sentimientos de la gente».