De vuelta de la reunión, que se había prolongado hasta las dos de la madrugada, Mariana se confesó abiertamente que al salir de su casa rumbo a la cena, había cogido su coche para evitar la segura posibilidad de regresar a Villamayor con Rafael Castro, posibilidad que le había ofrecido Sonsoles, cuando el mediodía anterior trataba de convencerla. Lo cierto es que dudó, al final de la velada, cuando él se ofreció a llevarla y dudó porque, aunque se encontraba en buenas condiciones, sabía que si la detenía la Guardia Civil de Tráfico daría positivo en un control de alcoholemia; ella, todos los asistentes a la fiesta y, en general, todos cuantos circularan por carretera a esa hora de un sábado. Sin embargo, la idea de tener que volver por su coche a lo largo del día o al siguiente, domingo, le pareció determinante. Si al menos hubiera tenido algo que hacer en la capital el sábado siguiente… Tampoco le apetecía hacer el camino de vuelta con Rafael; o sí, sí que le apetecía, ésta era la cuestión, pero también le parecía imprudente hacerlo; o le apetecía y no le apetecía a la vez. El caso es que volvía a casa por su cuenta, abriendo la noche con la luz de los faros por la autopista.
No se atrevió a preguntarle, en alguno de los momentos en que se encontraron charlando aparte, por Vanessa. No tanto porque lo directo de la pregunta la hubiera puesto al descubierto, pues nada habría sido más fácil que hacerle entender que conocía a su familia, sino porque de pronto había dejado de concernirle la relación de Rafael con la muchacha. Sucede a veces en la vida que una opción queda reemplazada por otra sin que se sepa bien la causa: sencillamente, el foco de interés ilumina en otra dirección. Era la persona de Rafael Castro lo que le interesaba ahora, una persona surgida de un medio rural emigrante que se recría en una sociedad ajena y que regresa a ocupar un lugar que nunca le hubiera correspondido ni aun abriéndose camino en la suya propia como un emergente. Al emplear la palabra «emergente», la asoció con la figura de Julián Sorel pues, siendo bien distintas las dos y bien distintos ambos casos, en el tiempo y en la forma, las dos dibujaban la figura del desclasado que desde entonces había ido trepando por la escala social de manera cada vez más extendida y cada vez más exitosa. El caso de Rafael era distinto porque el dinero heredado, puesto en manos del Banco Marítimo, le había abierto las puertas del despacho del director, un hombre particularmente influyente en el medio social capitalino; claro que no debió ser sólo el dinero sino su indudable talento para las relaciones personales el que jugase a su favor de manera complementaria. Sorel acabó mal porque aquellos tiempos eran el inicio de la ruptura de los compartimentos estancos del sistema de clases; ahora, como bien a la vista estaba, la permeabilidad había dado la vuelta al modo de ascender en la escala social. En su cabeza resonaban las palabras de un conocido durante la última visita a Madrid: «Desengáñate, Mariana, que esto ya no es lo que era; hoy en día a la universidad sólo van los hijos de los taxistas». Y ella se lo había quedado mirando y preguntándose si eso le parecía bien o mal. ¿Un criminal, Rafael Castro? A su pesar, reconoció que esa imagen tiraba morbosamente de ella. La verdad es que era posible, tan posible como que una Juez prevaricase; pero la hipótesis pertenecía sólo al reino de la especulación. En cambio, la transformación social que el personaje había experimentado reunía todas las cualidades de una historia tan real e interesante como la vida misma; una historia que, una vez que había conocido a su protagonista, adquiría el efecto de lo increíble. Y lo increíble lo había tenido ante sus ojos toda la noche. Pero es que, además, Rafael Castro era un seductor. Hay gente en la vida que parece haber nacido para seducir a los demás; no como lo hace un guapo profesional sino por medio de una extraordinaria capacidad de provocar simpatía alrededor. Habían estado bailando y así como no le cupo duda de que al arquitecto, en efecto, le había gustado, pudo darse cuenta de que Rafael buscaba simplemente que ella se fijara en él, lo aislase del resto y le prestara atención. Por eso, entre otras razones, se alegraba de haber traído su coche. La vuelta con él hubiera sido como quedarse a solas en una habitación estrecha y oscura después de haber disfrutado de una fiesta de mucho cascabeleo. ¿Lo habría querido él? Mariana sospechaba que no porque cedió muy fácilmente cuando ella rechazó su ofrecimiento de devolverla a Villamayor y esto le hizo pensar qué cantidad de cálculo había en su simpatía; quizá no mucho, quizá nada, pero… Pero en Rafael había una componente de lo que ella y Sonsoles llamaban, medio en broma medio en serio, «guapo tenebroso»; que era una imagen hecha, de corte novelesco más bien.
En cualquier caso, sabía que volverían a verse, que sería pronto y que no le disgustaba nada la idea.