Cuando Mariana llegó a casa de Sonsoles, todos los invitados se encontraban ya presentes en ella. Desde el recibidor se oía una animada mezcla de conversaciones que, en un primer momento, le hizo vacilar, pero de modo inesperado acudió también la imagen de una noche en su casa, sola con sus libros y su música, y la rechazó de inmediato dando un paso adelante; por eso, al hacer su entrada en el salón y percibir la atención que todos le dirigían, resplandeció.

—Estás guapísima. Los vas a dejar époustouflés —le estaba diciendo Sonsoles al oído mientras la acompañaba llevándola cariñosamente del brazo. Los caballeros se levantaron de inmediato y Sonsoles los fue presentando; para consuelo de Mariana, entre los invitados se encontraba una pareja conocida, un arquitecto y su mujer, pintora, a cuya última exposición había acudido en la primavera pasada. Naturalmente, localizó de inmediato a Rafael Castro, pero fue el último a quien le presentó Sonsoles; aunque sólo le dirigiera la mirada y la sonrisa en ese instante, había sido consciente de su presencia en todo momento mientras iba saludando al resto de los invitados. Hechos los cumplidos, tomó asiento entre la pareja que conocía y aceptó una copa de champán.

Era guapo, sin paliativos. No sólo en la presencia, sino en los rasgos. De su misma edad, más o menos. Trató de imaginar a la Vanessa veinteañera a su lado y le resultó imposible: demasiado joven para casar a este tipo de galán por su cara bonita; otra cosa era la aventura sexual; tan evidente le pareció que por unos instantes cruzó por su mente la idea de que había un error, de que Carmen se refería a otro Rafael Castro. Y en cuanto al dinero… ¿tenía aspecto de cazadotes? No debía de necesitarlo —se confesó—, pero sí, podría representar el papel de un perfecto cazadotes.

—Encantado… e intimidado —dijo Rafael jovialmente al ser presentado.

—¿Qué corresponde a la mujer y qué a la Juez? —preguntó el arquitecto, que se encontraba junto a ellos.

—Prefiero que no se pronuncie —anunció Mariana.

—Obedezco encantado, pero no intimidado —respondió Rafael.

Mariana le observó con descarada curiosidad mientras todos hablaban y bebían. Era igualmente evidente que Rafael se había interesado de inmediato por ella. ¿O no tan de inmediato?, le sugirió su lado malicioso. También le pareció un poco redicho. Resultaba curioso ver que todos los concurrentes, excepto el arquitecto y la pintora, vestían traje; de todos modos estos últimos lucían un look de madurez deportiva que se incorporaba perfectamente a la clase de distinguido ambiente que su amiga propendía a crear cada vez que abría los salones de su casa. La conversación se había generalizado sobre un solo asunto, las tres representaciones que componían la temporada de ópera, y el programa avanzaba entre exclamaciones de unos y de otros. Mariana había cogido su abono con Sonsoles y estaba encantada de haberlo hecho porque, ciertamente, vivir a poco más de media hora de la capital ofrecía otros alicientes que los de una villa costera como San Pedro del Mar, su anterior (y primer) destino. Acto seguido, sin ser consciente del porqué del salto, advirtió en medio de la conversación cruzada entre todos que Rafael Castro era la pareja de su amiga y suspiró aliviada; no exactamente: lo prefirió, sin más. La suya era uno de esos solterones dudosos de buena familia con mucha conversación. Mariana empezó en seguida a comprobar que no había perdido soltura ni ganas de meterse en reunión, lo que le hizo pensar que tampoco era tan destructivo aislarse de tanto en tanto, por rachas. ¿O es que acaso su alma sociable se negaba a abandonarse a la pereza? Apenas había acercado los labios a su segunda copa de champán cuando Sonsoles llamó a la cena.

El arquitecto se sentó a la derecha de Mariana y a la izquierda su solterón, lo que agradeció en silencio ferviente a Sonsoles, que esta vez había elegido situarse a un extremo de la mesa con Rafael en el opuesto. María Linaje, una amiga de Sonsoles insustancial y alborotada, pero simpática a pesar de todo, se sentaba frente al arquitecto y la pintora frente al solterón, de manera que justo enfrente de Mariana estaba el marido de María, que era un conversador tan aburrido como inconsciente de serlo. La cena era excelente: sopa de patata con huevas de trucha y salmón relleno de verduras al horno en papillote. Mariana apreciaba los deliciosos menús de su amiga tanto como despreciaba sus propias habilidades para la cocina. En esto debía reconocer que la soledad era un hándicap, pues ¿quién quiere emplear su tiempo en hacerse complicados platos para, a continuación, trasladarse a la mesa a comerlos melancólicamente? Cuando Mariana daba una cena en casa —y eso sólo sucedía de manera muy espaciada— la encargaba a un restaurante cercano o preparaba un buffet frío, que solía ser lo más apreciado porque, inquieta por parecer una improvisadora comodona, cubría la mesa de exquisiteces.

Ahora, al observar a Rafael, a quien no perdía de vista, se preguntaba qué relación habría podido tener con Teodoro que no fuera la del señor con el capataz. La transformación de Rafael —que, en origen, debía proceder de una cuna muy semejante a la de Teodoro— en lo que ahora era y la imagen del campesino de aspecto franco y rudo, reservado y un poco asustadizo de Teodoro, abonaba completamente su teoría de que en este mundo la única manera de cambiar es viajar. Sin fortuna alguna, pero con los ojos abiertos al parecer, Rafael Castro había refinado su aspecto de manera extraordinaria. Su aspecto y, por supuesto, su trato. ¡Y pensar que su tío lo tuvo poco menos que como criado durante casi un año! ¿O sería que no lo tuvo precisamente como criado? Costaba aceptar esa imagen tan dura y empezó a pensar que, como siempre, ésa podría ser la versión maledicente del asunto. Desde luego, el tipo había sabido aprovechar bien su suerte. Hay gente que nace predispuesta a ser lista y lo es toda su vida: la suma de escuela de la vida y listeza es incontenible. Pero si todo lo que contaba Carmen era cierto, Rafael había tenido que pasar por el Lycée.

Lo que la llevaba bien lejos: a la época en que viajar se convirtió para ella en una necesidad vital y nada le parecía suficientemente lejos: Francia, Alemania, Escandinava, Inglaterra, Marruecos, México, Estados Unidos… Dos años de vida en Londres le enseñaron que la urbanidad es calidad de vida para ti y para quienes te rodean y, de hecho, cuando volvió a Madrid le costó acostumbrarse al ruido, la rudeza, el grito y la mala educación en general. El mayor descubrimiento acabó siendo que la franqueza, el modo directo y a las claras no era más que pura y simple falta de educación y de espíritu cívico, que a esa gente que abanderaba el trato llano, que presumían de ser directos y francos con los demás, se cogía un globo en cuanto una probaba a ser directo con ella. Su hermano, que había sido y era el lado refinado de la familia —en fin, ahora ella no le andaba a la zaga, pero siendo más joven detestaba ciegamente sus modales, y si ahora también, era por otros motivos—, su hermano soltó la frase por la que le odió y que más tarde reconoció con sorpresa como no del todo desacertada: «¡Naturales! —decía—. ¡Tus amistades son todas muy naturales!, ¿no? ¡Pues que se pongan a hacer sus necesidades en mitad de la calle si les llega la gana o que viajen a pie, que es lo más natural!». Su hermano, como todas las personas bien educadas, era un salvaje cuando algo lo sacaba de sus casillas.

—Perdona…

—Decía que si tienes intención de quedarte y optar a la Audiencia o nos vas a dejar dentro de unos pocos años.

—No lo sé —dijo Mariana con la mejor de sus sonrisas—. Apenas llevo un año aquí.

—De eso tenemos que hablar tú y yo.

Se dio cuenta de que le gustaba al arquitecto.