Pasadas las ocho, Mariana se hallaba lista para salir y decidió no esperar más. Estaba en casa y a gusto tras terminar de arreglarse y estaba claramente satisfecha de su aspecto porque había puesto cuidado en él y el conjunto era muy llamativo dentro de su sobriedad. Negro sobre negro, una preciosa cadena de oro con un pequeño colgante esférico sobre un escote sugerentemente realzado por el impecable corte de la chaqueta y unos aros, también dorados, en las orejas. Oro, la base brillante de las uñas de las manos, rojas en los pies, el pañuelo también rojo que asomaba en el bolsillo de la chaqueta. Volvió a mirarse una vez más en el espejo de cuerpo entero de su dormitorio y decidió que esa noche iba a lucirse de verdad. Hacía ya tiempo que no se dedicaba a la mundanidad y a la vida social. Absorta en su trabajo, iba quemando tiempo en ello sin apenas darse cuenta y los días parecían pasar tan sólo para que llegase el fin de semana o el rato de lectura o de audición en el confort de su casa a última hora del día. Era una vida rica en lo personal, en su interioridad personal, pero pensaba que no tanto en lo que se refiere a la vida propiamente dicha, al movimiento de la vida y de las personas. Como Juez sabía bien que detrás de cada litigio había un caso humano, un caso de alguien que necesitaba ayuda. Ahí encontraba una buena porción del paisaje humano que forma parte de la experiencia; pero el otro trato, el de la amistad compartiendo ideas y experiencias apenas lo frecuentaba fuera de Carmen o del círculo de Sonsoles. Eso era poco, lo reconocía y, aunque no temiera en absoluto la misantropía, no dejaba de reconocerse que en algún momento tendría que romper con esa rutina del encerramiento cómodo, de las cosas en su sitio, de la reconfortante repetición de actitudes conocidas y previsibles. Si no, corría el riesgo de empequeñecer su vida sin darse cuenta.
Tenía que viajar a Madrid aprovechando ciertos momentos porque, si no, en poco tiempo iba a acabar por perder algunas amistades que apreciaba verdaderamente. El tiempo no pasaba en balde, la distancia no era el olvido, como decía el bolero, pero sí que borraba pistas, detalles, gestos que hacen una relación más fluida, que permiten remontar una conversación sobre el tiempo transcurrido sin deterioro aparente. Esa cosa tan grata que era el reencontrar a alguien a quien tienes verdadero afecto, de quien sientes cercanía, a quien no te cuesta compartir contigo misma, con tus convicciones y tus sensaciones y darte cuenta de que, apenas empiezas a hablar o a reír con él o ella, todo está donde lo dejasteis la última vez y todo tira adelante desde allí hasta ahora y sigue fluyendo. En Madrid tenía unas pocas personas con las que no perdió el contacto y en cuya respuesta aún confiaba. Tenía amigos, amigos y amigas de verdad, no más que los dedos de una mano, más que suficientes. Sin embargo, sabía también que una debe cuidar lo que quiere y moverse hacia lo que desea; si no, la distancia puede hacerse insalvable y hacer que la amistad degenere en cortesía, en cumplimiento social o en dependencia y soledad.
La noche era templada, pero Mariana se echó sobre los hombros un chal de cashmere color rojo oscuro, suave y ligero, salió a la calle envuelta en un halo de elegancia y se dirigió al coche, que estaba aparcado unos metros más allá del portal. Mientras caminaba, pensó: «Si Carmen llega a saber adónde voy le dan los siete males».
«O no —pensó luego—, o se instalaría en casa esperando mi vuelta, no sé qué sería peor. Es tremendo cómo se encadenan las cosas».
Llegó al coche, se sentó al volante, encendió el motor y prendió las luces.
—Voy camino de conocer al causante de tus fantasías criminalistas, mi querida Carmen, pero recuerda que ni existe el Mal ni hay crimen perfecto —dijo a media voz mientras maniobraba para salir—. La vida es más real y, sobre todo, más casual que todo eso, mal que nos pese.