La semana siguiente Mariana estuvo tan absorbida por los asuntos del Juzgado que no volvió a acordarse del que tenía en vilo a su amiga, pero al final de la semana le aguardaba una sorpresa.
Salía del Juzgado camino de su casa cuando una llamada la alcanzó justo a la puerta. El vigilante la acompañó hasta el teléfono, que había dejado descolgado sobre el mostrador de la recepción, con unos ademanes que parecían insistir en la importancia de la llamada.
—Mariana de Marco. ¿Con quién hablo? —de inmediato su gesto de extrañeza se relajó—. ¡Sonsoles! ¡Qué sorpresa! ¿Cómo es que me llamas a estas horas? Estaba saliendo por la puerta.
—Perdóname, no sabes cuánto lo siento —dijo Sonsoles Abós al otro lado del hilo telefónico—, pero es que necesitaba dar contigo y nunca encuentro el número de tu móvil. Verás, perdona, es que doy una cena esta noche y necesito que vengas. Gente encantadora, te puedes imaginar y, de paso, te escapas de ese agujero…
—Pero yo, esta noche, no sé, así, de pronto… —Mariana se había hecho a la idea de una noche tranquila en casa, incluso tenía pensado alquilar una película.
—Nada, Mariana, no hay excusas. Te vienes en taxi si no te apetece conducir y te quedas en la habitación de invitados, pero te vienes.
—Sonsoles, no me hagas ir a una fiesta con el neceser, querida. En todo caso iría en mi coche y me volvería después.
—Ni hablar. Tú te vienes en taxi y ya encontraremos quien te lleve, porque si no te das a la bebida estarás más seria que un ajo. Mañana es sábado, ¿no? Pues no le des más vueltas.
—Espera, espera. ¿Cómo voy a ir en taxi? ¿Tú sabes a qué distancia estoy?
—Pues claro, en media hora de carretera estás aquí. En Madrid tardarías mucho más en ir de un lado a otro.
—De noche, no, pero da igual. No necesito decirte que he ido multitud de veces desde aquí, como bien sabes. Lo que pasa…
—Mira —la interrumpió Sonsoles, atacada por una súbita inspiración—. Ya tengo la solución. Rafael Castro viene a la cena y después se va a su casa de Villamayor; creo que espera gente mañana por la mañana… No: estoy segura, porque me comentó que no quería quedarse hasta tarde; así que te vuelves con él por la noche. Ahora sí que está todo arreglado, no te quejes, ni una palabra más.
El peso del silencio alarmó a Sonsoles Abós.
—¿Mariana?
—¿Sí?
—No, nada. Es que creí que te había dado un aire.
—Yo… Estaba pensando —dijo Mariana mientras se reponía. La aparición de la casualidad de modo tan repentino la había dejado estupefacta.
—Entonces está hecho.
—Bueno… —titubeó—. Déjame que lo piense.
—Mariana, no me irás a hacer este feo. Somos ocho a la mesa, cuatro y cuatro, no puedes fallarme.
—¿Cómo te voy a fallar si no habíamos quedado?
—Ya sabes que cuento contigo.
—No, no, no. Espera. Las cosas no funcionan así. Otra cosa sería que hubiera quedado contigo antes, ayer o anteayer, por ejemplo…
—Mariana, no me des más la lata. Tú vienes y se acabó.
—Déjame que lo piense.
Sonsoles gruñó y acabó colgando. Mariana sabía que ella sabía que iría, pero necesitaba reponerse de la impresión que le había producido la noticia. Rafael Castro. Apenas había tardado una semana en aparecer desde que Carmen viniera a verla para contarle el asunto de su sobrina; pero la casualidad a veces es muy excitante.
Las preguntas se agolpaban en la cabeza de Mariana mientras se dirigía al aparcamiento del edificio del Juzgado. ¿Quién sería la pareja de Rafael Castro? ¿Vanessa? ¿Otra distinta? Lo cierto es que la curiosidad la mataba. ¿No sería ella misma? No. Aparte de que Sonsoles se lo habría advertido previamente, aquello hubiera sido demasiada casualidad. Una cosa es la casualidad y otra la casualidad premeditada. Tenía y no tenía ganas de ir, pero ante todo empezaba a encontrarse incómoda porque la irresolución era una de las cosas que más detestaba en la vida y en esta ocasión debía aceptar que no sabía lo que hacer, así, literalmente. No sabía qué hacer ni cómo salir del marasmo. Lo cierto era que la primera actitud, la de acudir, iba ganando terreno a la segunda. Posiblemente, lo que aún la retenía fuera esa pereza que se toma por costumbre cuando una va poco a poco amoldándose a la soledad. La soledad no es tan mala si sabes qué hacer con ella; su maldad reside en la continuidad: estar mucho tiempo sola acaba por hacer daño. Antes de que eso suceda hay un tramo en el que una se va acomodando casi sin darse cuenta. Tras él viene la pereza sin excusas; esa pereza que no es lentitud (la lentitud es maravillosa) sino falta de ganas para hacer cualquier cosa. Sin embargo, la tentación que encerraba para ella la cena de Sonsoles era demasiado fuerte. Estuvo a punto de telefonar a Carmen, pero luego recapacitó: si le contaba el plan de esta noche, la tendría despierta hasta el regreso, hasta que se comunicara con ella para darle el parte de la cena aunque fueran las tantas de la madrugada. Y la conversación consiguiente.
Así que Rafael Castro. Así que era verdad lo que le anticipó Carmen de que frecuentaba a aquella especie de nobleza rural a la española. Sonsoles, que había vuelto a levantar cabeza después de un año de depresión, era esa típica soltera de mediana edad, simpatiquísima, que estaba en todos los saraos, que no perdonaba concierto, que era socia del Tenis y de la Hípica por tradición familiar y que todos los veranos compartía con su amiga Ana María Arriaza el mando de la colonia de veraneo de San Pedro del Mar. Allí la gente era más variada y aquí, en la capital, más uniformemente provinciana, pero siempre dentro de un determinado e infranqueable nivel económico. De hecho, Mariana no podía comparársele ni en fortuna —inexistente en su caso— ni en pedigree. Mariana pertenecía a lo que podría llamarse clase media ligeramente alta de Madrid. Burguesía estable, sin apuros, en términos de familia. Pero era su condición de Juez lo que la convertía en un elemento a la vez exótico y respetable que le abría todas las puertas, en especial y en aquella provincia cuando iba acompañada por Sonsoles, que la adoraba. Ambas eran amigas desde el colegio, porque Sonsoles había estudiado en Madrid, en el mismo colegio de monjas, con su hermana Marta, que era la que tenía la edad de Mariana. Pero fue Sonsoles y no Marta, a pesar de la diferencia de edad, la que congenió con ella; y aunque después el tiempo las separara intelectualmente no lo hizo afectivamente.
Mariana aceptó, por fin, la cena propuesta, en parte porque carecía de excusa, pero sólo en parte. En una parte muy pequeña —pensó con el mejor humor—, en una parte infinitesimal —precisó en seguida—. Por encima de la comprensión, la educación y el decoro reconocía una atracción irresistible. ¿Quién era y cómo era Rafael Castro?
—Querida Carmen —se dijo mientras se ajustaba el cinturón de seguridad de su coche—, sé que no me perdonarías si huyera de la cita de esta noche. Las ocasiones se atrapan al vuelo, tú lo sabes, tú lo harías. Es más: tú no me perdonarías que no aprovechase esta oportunidad.
Estaba satisfecha con su decisión. Maniobró y salió del garaje a la luz del día. El agente la saludó al pasar y ella le correspondió con un movimiento de la mano tan alegre que el otro no supo qué hacer con la suya. El día era luminosamente otoñal, apenas había unos jirones de nubes en el cielo; remontó la rampa y se introdujo en la población. «Qué feo es este lugar —pensó—. Qué fea es la vida entre tanto edificio mediocre. ¿Qué será lo que les hace aparentar que son felices?».
—La monotonía mata —sentenció después. En pocos minutos tomó la dirección de su casa. La gente caminaba por la calle, los bares empezaban a llenarse, algunas tiendas cerraban. Era la hora del almuerzo. Después, la población se sumiría en la siesta para esquivar el aburrimiento.