Mariana de Marco se observaba intrigada en el espejo. Había estado hablando con Carmen de otros asuntos que no fueran el pretendiente de su sobrina y su presunta criminalidad y, en una pausa, Carmen dijo de pronto:
—No entiendo cómo no ligas con los hombres a pares, porque estás estupenda; eso sí, mejor que cuando estabas con el sieso del inglés ese. Y es que yo creo que los hombres —había añadido— la mejoran a una, la ponen más guapa y más sexy.
—Yo siempre he creído que era un poco caballo —había contestado ella—. A mí me parece que tienen más éxito las mujeres menudas como tú —lo dicho lo creía de verdad. Mariana era alta y grande y eso intimidaba a los hombres. A ningún hombre le gusta que la mujer sea más alta que él. Es verdad que ahora la juventud ha levantado la media del español tipo, como si la democracia alimentase mejor que la dictadura. Los bebés nacidos y alimentados después de 1978 eran hoy una especie de baloncestistas desgarbados y las chicas igual; sin ir más lejos, Vanessa, la sobrina de Carmen, sacaba la cabeza a su tía—. A lo mejor —ahora hablaba ante el espejo— ha llegado el momento de estar a la altura de las circunstancias. Pero el problema es que lo que antes me sobraba de alta ahora me sobra de madura. ¿Quién compite con esos guayabos de mi talla asediados por machos de mi edad enfermos de triunfo o de síndrome gris? Los señores que a mí me corresponden ahora son bajos, gorditos, calvos y machistas. Qué ilusión más grande.
Seguía llevando la melena muy corta que dejaba al descubierto unas orejas finas y pequeñas, pegadas a la cabeza, de las que estaba orgullosa. Antes sólo lucía unos minúsculos pendientes con un brillante de modo permanente, como si se tratase de un piercing, pero de un tiempo a esta parte se había aficionado a variar y, siempre que no fuera en el Juzgado, donde era muy estricta en el vestir, estaba lanzada por la loca senda de la bisutería moderna, incluso atreviéndose con aros dorados o de colores, más propios de una cabaretera tropical. Se miraba en el espejo con las orejas desnudas, desmaquillada, observando sus grandes ojos castaños bajo el corto flequillo como si estuviera escrutando la intensidad de su mirada; la barbilla redondeada destacaba sobre el cuello y el escote vertical del albornoz cerrado. Acababa de darse un baño relajante para llamar al sueño y coger la cama y de toda la conversación larga e insistente con Carmen prefería recordar sólo el piropo inocente y encantador que le había dedicado.
Pensó que quizá eso era porque hacía mucho tiempo que nadie la halagaba con un comentario así, pero por lo que de verdad se estaba preguntando tras la grata e incluso voluptuosa sensación de sentirse admirada era por la carencia que se revelaba al fondo de su satisfacción. Desde que comprendiera que la relación con Andrew, a pesar de su agradable y sencilla irregularidad, se había convertido poco a poco en la nimiedad a la que consciente o inconscientemente aspiraban, cada uno a su manera, para no comprometerse más, vio claro que la relación misma, llegado ese extremo, la degradaba; no por Andrew sino por ella, porque para obtener aquellos encuentros físicos periódicos no necesitaba a Andrew y la relación ya no era más que eso y, posiblemente, Andrew tampoco era más que eso. La novedad tiene un límite pasado el cual o se queda arrumbada en el armario o se regala a alguien o, simplemente, se tira. Todo resultó tan normal que pareció que no se habían conocido nunca y eso no dejó ni un resquemor ni una decepción en el ánimo de Mariana.
Y en todo el tiempo transcurrido hasta el momento exacto en que se observaba en el espejo no había mantenido relación alguna, salvo esas excepciones más propias de un arrebato o de una necesidad que no dejaron huella alguna. Era extraordinario. Nada de nada. Había descubierto que si una practica la abstinencia, bien que no por vocación, no sucede ninguna catástrofe, no se te carian los dientes o se te cae el pelo o te llenas de varices. Todo es cuestión de disponer de una suficiente dosis de vida propia, concluía, para no tener que estar flotando sin saber a qué cama u orilla te lleva el río de la vida. Pero una cosa era resistir sin descomponerse y otra muy distinta prescindir de lo que la Naturaleza te ha dotado para fines que van más allá de la procreación.
Sabía que ya no iba a tener hijos. Era el resultado fatal de una decisión tomada precisamente por buscar la seguridad de que esos hijos se criarían dentro de un territorio de firmeza afectiva doble, la del padre y la de la madre; el resultado era que la futura madre, al comprender un día que la relación con el futuro padre carecía de porvenir, decidió desligarse de ella y, sin saberlo, de los hijos, porque ahora ya estaba fuera de edad y el ex futuro padre se casó con una muchacha más joven con la que criaba —o quizá sólo tenía, pensó con fruición— a la parejita clásica de niño y niña.
Como ya hacía tiempo que echó a todos los demonios fuera, al menos a los demonios grandes, ahora se contemplaba en el espejo con relativa tranquilidad y sólo una pizca de rencor, una pizca no mayor que la de pimienta que se echa para animar un plato. Así que fue sólo un centelleo lo que pasó por sus hermosos ojos. «Esos ojos dicen la verdad, si me permite que se lo comente», le había dicho una vez el capitán López, el jefe de la Brigada Especial de la Guardia Civil sin otra intención, presuponía ella, que la de reconocer un rasgo de carácter; sin embargo, no dejó de saborear esa apreciación. Estaba orgullosa de sus ojos como lo estaba de sus orejas. «No me alabaré otra cosa —solía decir—, pero de lo que estoy orgullosa, estoy muy orgullosa». Y era cierto. Por eso, dirigiéndose a sí misma en el espejo con la sombra de una sonrisa maliciosa bailando en los labios, se preguntaba qué hacía que no escapaba a la calle a buscar un hombre bien plantado y se dejaba de tonterías de soñar con una relación duradera o una persona especial. No se trataba de retroceder y conformarse sino precisamente de lo contrario: de aceptar la vida como era. Pero nada de un tío en Inglaterra con el cual encontrarse a ritmo de vals periódicamente sino un tipo que le pusiera los vellos de punta aunque fuese un macarra. Total, para cuatro días que va una a vivir…
Mas para eso necesitaba salir de Villamayor como salió de San Pedro. Sólo el anonimato de la ciudad te permite moverte a tu aire —se decía sin quitarse ojo de encima—. Si decides echarte al monte no puedes ir demasiado cargada y la maledicencia es una pero tan grande que muy pocas almas pueden soportarlo. Es más —se dijo sentidamente—, las que lo resisten es porque no tienen más remedio, porque no tienen recursos ni futuro para escapar a otro lado.
Volvió a observarse. «Y tú —dijo a media voz agitando la cabeza con determinación—, ¿se puede saber qué haces a estas horas de la noche sola en tu cuarto planeando delirantes aventuras? Incluso Carmen, que está bastante más preocupada que tú en este momento, debe llevar ya un buen rato durmiendo».
Se apartó del espejo, miró la habitación mientras decidía si escapar a la cocina por un vaso de leche fría y decidió que no.
—Hora de dormir —dijo como si lo anunciase y ordenase a todos los objetos de su habitación.